51
—Yo se lo decía a Zalman. ¿Verdad, Zalman? Yo decía: «Se ha ido. Robert ha encontrado una chica y se ha ido». Eso es lo que le dije. —Harriet sirvió más café.
Era casi la una del mediodía del sábado 18. Miller había dormido hasta casi la hora del almuerzo, se había levantado, se había dado una ducha, se había pasado media hora remoloneando por el piso y luego había bajado al café. Había soportado el inevitable interrogatorio: «¿Dónde has estado? ¿Por qué tienes tan mal aspecto? ¿Qué pasa, que no te afeitas cuando te levantas por la mañana? ¿Qué has estado comiendo? Has estado comiendo comida basura y Coca-Cola otra vez, ¿no?». Y las preguntas continuaron hasta que rodeó con los brazos a Harriet Shamir y la abrazó.
—Soy inspector del Departamento de Policía de Washington —le susurró al oído—. Arriba tengo una pistola. Si no deja de hacer preguntas de inmediato, subiré a buscarla…
Harriet se lo quitó de encima y le golpeó repetidamente en el hombro con una cuchara de madera. Le dijo que se sentara, que callara la boca y que cuidara sus modales mientras ella le preparaba el almuerzo.
—Vete, sí… Vete arriba y coge tu pistola. ¿Has oído lo que me ha dicho, Zalman?
—He oído lo que te ha dicho —respondió Zalman.
—¿Y qué vas a hacer al respecto? ¿Eh?
—Iba a subir personalmente a buscársela.
Miller se rio.
—¿Lo ve? Los hombres nos cubrimos unos a otros.
—Sí, claro —dijo Harriet—. Como una palada de mierda a otra, os cubrís.
—¡Por Dios, Harriet! No puedo creerme que hayas dicho eso.
—¿Que no te lo puedes creer? Pues lo he dicho. Ahora a callar. Y me refiero a los dos —añadió, levantando la voz para que Zalman pudiera oírla desde el mostrador de la cafetería.
Harriet trajo café. Se sentó un momento y luego le pasó la taza a Miller.
—Cuéntame. ¿Eso que estabas haciendo, ya se ha acabado?
—En principio sí —respondió Miller.
—Sí es sí, no es no. ¿En principio sí? Eso no lo entiendo.
—Le han pasado el caso a otro.
—¿Porque no estabas trabajando lo suficientemente duro? Porque comes mal, no duermes bastante y te has vuelto perezoso, ¿no?
Miller meneó la cabeza.
—No, porque estaba trabajando demasiado duro.
Harriet sonrió complacida.
—Bueno, al menos hay alguien en tu trabajo que aún tiene algo de sentido común. Yo te lo digo siempre, que trabajas demasiado. ¿O no?
—No es eso exactamente —dijo Miller.
Entonces tuvo una sensación, un atisbo de ansiedad, casi de paranoia. Como si todo lo que dijera ahora sobre el asunto fuera a acabar llegándoles a otras personas, que podrían escucharlo y analizar cada palabra. Había dormido. Se sentía mejor; necesitaba comer, claro, pero aun así ya pensaba más claramente que la noche anterior. Les habían quitado el caso Robey de las manos. Se lo habían llevado unos tipos que no conocía, que nunca conocería. No era algo que pudiera entender, ni quería entenderlo. Prefería distanciarse. Lo que tenía claro es que quería pasarse un tiempo con gente que no supiera nada de Catherine Sheridan o John Robey, o de cómo había creado el gobierno su propia epidemia de crack en los ochenta y los noventa…
—¿Qué quieres decir? —insistió Harriet.
—No es algo de lo que pueda hablar.
—Pero ya se ha acabado. Sé que te dije que nunca más te preguntaría por tu trabajo mientras estás en ello, pero esto ya se ha acabado…
—No se ha acabado —precisó Miller—. Se lo ha quedado otro departamento.
—Pero ¿no porque no hayas trabajado lo suficientemente duro?
—Exacto.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por algo que alguien no quería que descubrieras?
Miller frunció el ceño. Sabía que había mostrado una reacción, y eso era lo último que quería hacer. Harriet no cedería en su interrogatorio si creía que Miller le ocultaba algo. Normalmente tenía que ver con las chicas, pero esta vez…
—Bueno, cuéntame.
Miller le cogió la mano y la miró a los ojos.
—¿Alguna vez se ha encontrado en una situación que le haya hecho temer por su vida?
—¿Temer por mi vida? —dijo—. Tengo setenta y tres años, Robert. Tenía ocho cuando aparecieron los alemanes y mataron a mis padres. Sobreviví a los campos de concentración, ¿sabes?
—Lo sé, Harriet, lo sé.
—Una vez tenía un mendrugo de pan en la mano, sabía que eso iba a ser motivo suficiente para que me mataran allí mismo. Pero no lo solté, ni dejé que se me viera en la cara, y lo guardé para dárselo a mi hermana.
—No quería…
—¡Eh!
Miller levantó la vista.
—¿Cuánto tiempo hace que somos familia? Dime qué está pasando. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir? Si el asunto es tan grave, ya estás metido en problemas, y yo tengo setenta y tres años. A veces pienso que debería echarme en la cama y dejarme morir de hambre, ¿sabes? A veces pienso que me daría igual, pero ¿sabes lo que dice Zalman?
Miller negó con la cabeza.
—Me dice: «Levanta y ponte a trabajar, o acabarás peor que ese haragán que vive encima del café».
Miller la miró. Frunció el ceño un momento, y luego se dio cuenta de lo que había dicho.
Se echaron a reír los dos, con ganas, una sonora carcajada que hizo que Zalman fuera hasta la trastienda. Se quedó en la puerta, mirándolos.
—Vosotros dos, más vale que no os estéis riendo de mí —les advirtió.
—¿De ti? —dijo Harriet—. Ojalá fueras tan divertido que me pudieras hacer reír así.
—Bah —protestó Zalman, y volvió a la tienda, a atender a los clientes.
—Bueno, cuéntame —pidió ella, cuando se calmaron—. Dime qué puede ser tan grave como para destrozarte la vida.
Miller no la miró. Se observó las manos. Abrió la boca para hablar, sin saber muy bien qué quería decir, o si quería decir algo, pero empezó a hablar, y aunque iba con cuidado con lo que decía, aunque no dio nombres ni datos específicos, sí le contó a Harriet Shamir parte de lo que había descubierto aquella semana. Y cuando acabó, cuando ya le había contado todo lo que pudo sobre mujeres muertas y guerras de antaño, sobre drogas y política, Harriet Shamir le dio una palmadita en la mano y dijo:
—Te diré una cosa sobre cómo veo yo el mundo, y luego puedes tomar tu propia decisión sobre qué hacer.
—¿Me dirá qué?
—Había un pastor, ¿sabes? Ni siquiera recuerdo su nombre, ni de qué Iglesia era…, no importa. Lo llevaron a los campamentos, y muchos años después escribió esa cosa. Dijo que primero habían ido a por los judíos, pero él no era judío, así que no dijo nada, ¿sabes? Mantuvo la boca cerrada. Pasó desapercibido. Después de los judíos fueron a por los polacos, y él no era polaco, así que no dijo nada. Luego fueron a por los académicos y los intelectuales, pero él tampoco lo era, así que no hizo nada. No dijo nada. Luego fueron a por los artistas y los poetas, ya sabes. Y no era ninguna de esas cosas, así que no hizo nada…
Miller asentía.
—Eso ya lo he oído antes… Luego van a por él, y como no queda nadie, no hay nadie que pueda defenderle.
—Eso es lo que dijo.
—Lo entiendo —dijo Miller—, pero no veo qué tiene que ver conmigo.
Harriet sonrió.
—Ahora no me preocupa lo que digan de la Alemania nazi. La Alemania nazi era la Alemania nazi. Antes de ellos ya había una larga historia de persecuciones como esa, y también la ha habido después. Fíjate en los negros, en la guerra entre Israel y Palestina. En Corea, Vietnam, todas esas cosas en las que ha participado Estados Unidos… Es la misma guerra, que sigue década tras década…
Zalman apareció en el umbral y Harriet levantó la vista.
—¿Qué le has hecho ahora? —le preguntó a Miller—. ¿No le habrás hablado de política, no?
—Vete por ahí —dijo Harriet a su marido, frunciendo el ceño—. Esto es una conversación privada.
Miller oyó refunfuñar a Zalman mientras volvía a la tienda.
—Los secretos mejor guardados son los que todo el mundo tiene a la vista —señaló Harriet.
Miller levantó las cejas.
—Vaya, eso es algo profundo…
—¿Y ahora qué? ¿Te estás riendo de mí?
—No… No, no me estoy riendo de usted.
—Pues escucha lo que te digo. Mira a tu alrededor. La gente tiene miedo de hablar de lo que tienen delante.
—Vamos a dejarlo —dijo Miller—. Esta conversación no es la que pretendía tener hoy.
—Entonces, ¿por qué me lo has contado?
—No es que tuviera muchas opciones…
—¿Opciones? —Harriet soltó una carcajada—. Llevas este asunto como si fuera un abrigo. Bajas aquí, cargando con el peso del mundo a tu espalda, y con una cara que dice: «Pregúntame qué me pasa. Pregúntame qué es…». ¿Tú crees que no me doy cuenta?
Miller no respondió. Sentía esa tensión en el estómago causada por el miedo y la frustración. No sabía si esas sensaciones se debían a lo que podía encontrar si seguía hurgando en aquel asunto, o al miedo de jugarse su carrera, o incluso la vida. En cualquier caso, no importaba. Sabía que no le quedaba otra opción. Ya tenía sus fantasmas. No quería cargar con más. Igual que en el caso de Brandon Thomas y Jennifer Ann Irving, sabía lo que sabía. Era un secreto pequeño, pero un secreto al fin y al cabo. Todo el mundo tenía sus propios demonios. John Robey, Catherine Sheridan, quienquiera que estuviera haciendo ese trabajo, esas ejecuciones…
Estaban ahí fuera, y Miller sabía que tenía que hacer algo.
—Ven a comer con nosotros —dijo Harriet—, y luego ya pensarás qué vas a hacer, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —accedió Miller.
Se levantaron de la mesa a la vez y se dirigieron a la tienda.