Eres un hombre dulce...

No podía terminar así. Los buenos propósitos están hechos para arrinconarlos y yo lo hice mucho antes de lo previsto.

Como solía decir mi padre: «Si el espíritu es fuerte y la carne débil, ¿por qué será que me vence siempre la carne?»

Me daba miedo llamarla. Nos habíamos despedido bien. Me escocía el estridente epílogo de una velada encantadora y, luego, la frialdad del día siguiente. Lea se había mostrado indiferente, yo a todas luces de nuevo en mi sitio.

¿Llamarla? Me arriesgaba a un no o, peor aún, a un glacial embarazo, tanto en su caso como en el mío. Opté por mandarle un sms. ¡Qué bonita invención! Lo envías y ni sientes ni ves llegar el golpe. Como mucho el que lo recibe te manda a tomar por culo: opciones, elimina el mensaje, ok, final de la historia.

Yo: «¿Tienes el carnet de baile lleno estas noches?»

Lea: «Desoladoramente vacío...»

Yo: «¿Quieres salir?»

Lea: «Me apetece...»

Yo: «¿Mañana?»

Lea: «Ok.»

Si Abelardo hubiese tenido un teléfono móvil, ¿qué habría escrito a su Eloisa?

Lea me esperaba ya en la calle. Me arrimé a la acera y ella entró de inmediato en el coche.

—¿Adónde quieres ir? —le pregunté.

—No, decides tú...

—No conozco tus gustos, no quiero meter la pata...

—Me gusta todo, elige tú... —insistió, pero enseguida se percató de mi desconcierto y añadió—: Soy así. Me paso el día decidiendo y resolviendo los problemas de los demás, pero, como en el fondo soy perezosa, por la noche me niego a pensar.

—Al menos dime una cosa: ¿Bari antigua o fuera de la ciudad?

—Fuera.

Metí la marcha y enfilé el paseo marítimo en dirección al sur.

—¿Te apetece que vayamos a Conversano?

Lea asintió con la cabeza.

—En ese caso te llevo a un sitio especial... —Vi que fruncía el entrecejo—. Es una sorpresa —añadí.

Trajiné con el móvil y busqué el nombre, a saber si todavía lo tenía en la memoria. Así era.

—Taberna de los Viejos Recuerdos —respondió una voz nada acogedora.

—Hola, Tommaso, soy el doctor Piergiorgio... ¿Cómo estás?

—¡Doctor! —Sorpresa al otro lado de la línea—. ¿Y tú, cómo estás? ¡Cuánto tiempo! ¿Te has acordado de los amigos?

—¿Cómo podría olvidarte? —lo consolé. Se lo merecía.

—Oye, voy camino de Conversano, ¿tienes algún sitio libre?

—Todo el sitio que quieras, doctor, ¡e incluso si no lo hubiera tiraría a alguien para liberarlo!

Llegamos en menos que canta un gallo. Conversano nos recibió con la misma afabilidad de siempre. En la plaza que había frente al castillo todavía había poca gente, en verano es diferente. El torreón y las viejas murallas parecían más altas de lo que realmente eran.

La cogí del brazo, pero me di cuenta de que eso la azoraba. Qué extraño.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—Al local de un viejo amigo, Tommaso... Está muy cerca, a dos pasos.

Le señalé la fachada de la catedral.

—Bonita, ¿verdad?

Lea asintió con la cabeza.

—El interior lo es aún más, lástima que esté cerrada...

Embocamos los largos callejones del pueblo. Taberna de los Viejos Recuerdos, decía el letrero. Una puerta de madera con los cristales protegidos por dentro con unas cortinillas a cuadros que parecían manteles. Dentro todo seguía como siempre, no podía ser de otra forma. Un ambiente pequeño, seis o siete mesas macizas, bancos y sillas de paja, manteles a cuadros rojos, jarras y vasos de arcilla. Detrás del mostrador se veía la entrada a la cocina. Pocos clientes.

Los «viejos recuerdos» consistían en el montón de objetos de época que estaban colgados de las paredes o distribuidos sin orden ni concierto por las estanterías: radios de los años treinta, tocadiscos de los años sesenta, la máquina de coser de la abuela, una plancha de carbón, herramientas agrícolas de otros tiempos, jarras, lámparas de petróleo y velas, una inmensa colección de 33 revoluciones, cacharros de todo tipo, y no recuerdo qué más.

Lo que quedaba libre en las paredes encaladas de blanco estaba totalmente lleno de frases y palabras escritas con rotuladores de varios colores. Dedicatorias de los clientes «especiales». Lea miró alrededor un poco aturdida, pero no tuve tiempo de explicarle nada, de inmediato me acogieron la sonrisa y la voz de Diana.

—¡Doctor! ¡Cuánto tiempo sin venir por aquí! ¿Cómo estás? Tommaso me dijo que ibas a venir... ¡Ya era hora!

Me abrazó y nos dimos dos besos en las mejillas. Era una joven muy guapa, alta, rubia, y con los ojos claros. Una auténtica hija del Sur: ¡todo en ella evocaba la sangre normanda!

Por desgracia, una marcada cadencia dialectal menoscababa un poco toda esa perfección. Pero era tan dulce que se le podía perdonar todo.

—Es cierto —le dije avergonzándome un poco—, ha pasado mucho tiempo... ¿Cómo estás?

—Bien, la vida de siempre...

—¿Cuándo te casas?

Sabía que con esa pregunta metía el dedo en la llaga, en el pasado bromeábamos para quitar hierro al asunto.

—Y yo qué sé... Necesitamos un montón de dinero para acabar la casa.

—¿El novio es el de siempre?

—¡Sí, Antonio!

—Bueno, si lo dejas, avísame... ¡Las ganas de cortejarte no se me han pasado!

Nos echamos a reír. En ese instante Tommaso salió de la cocina secándose las manos con un trapo. Aún más delgado que la última vez que lo había visto, el pelo cano, tan desaliñado como siempre. También él me recibió calurosamente y me abrazó. Luego, como solía tener por costumbre, se quejó de lo mal que iban los negocios.

—Los jóvenes son los que gastan por la noche, ¡pero se toman un bocadillo y porquerías por el estilo! Este sitio no es para ellos... He solicitado al ayuntamiento una autorización para abrir la terraza en verano... Ya veremos qué pasa... —Tommaso repetía invariablemente las mismas cosas.

Sólo entonces recordé a Lea; estaba detrás de mí contemplando la extraña escena. Se la presenté a mis amigos; la saludaron, él con deferencia, ella intrigada.

—Tommaso, esta noche me pongo en tus manos. Hazme soñar como antes...

—No te preocupes, doctor, ¡ya sé lo que te voy a dar!

Nos sentamos a la mesa que ocupaba desde siempre.

—¿Me explicas qué está ocurriendo? —dijo Lea casi molesta.

Le sonreí.

—Durante varios años trabajé en el hospital de Conversano. Iba y venía, pero no me importaba. Para comer, en cambio, me las arreglaba como podía, y eso sí que era un grave problema. Un día, un colega de aquí, sabiendo que tenía el «gusto fino», me trajo al local de Tommaso. Desde entonces no fallé ni una sola vez. Venía a comer todos los días. Y cuando tenía turnos de tarde o de noche, también. Incluso los lunes, que era el día de descanso, comía con ellos. Me convertí en uno más de la familia. Son unas personas maravillosas, no me resultó difícil encariñarme con ellas... Son tío y sobrina. Ella sirve las mesas y él cocina.

—¿Se come bien?

—Tommaso no es un restaurador. Es uno al que le gusta cocinar. No hay menú, cada día es una sorpresa, depende de lo que encuentra en el mercado y de lo que le apetece.

—¿Y tú? —preguntó curiosa.

—Me convertí en un motivo de alegría, ¡le daba mucha satisfacción!

—¡Qué historia tan bonita! —Acto seguido, señalando las paredes, me preguntó—: ¿Y todas esas frases son dedicatorias?

—Tienen un acuerdo con Telenorba. A menudo comen aquí los artistas que graban las transmisiones. Uno de ellos empezó dejando su autógrafo en la pared, luego siguieron las dedicatorias alabando sus manjares, lo que ves es el resultado.

Lea intentaba descifrar las firmas. Le indiqué varias: Giorgia, Luca Barbarossa, Giorgio Albertazzi, Marina Rei. Y, al final, no me pude contener por más tiempo: ¡quién ha dicho que la vanidad es mujer!

—Yo también puse mi granito de arena... ¿ves?

Le indiqué una frase en una columna: «A Tommaso y Diana, maestros de amistad y de cocina, gracias y... hasta pronto. PGA.»

—¡Eres un payaso! ¿Qué tienes que ver tú con esos artistas? ¡Sólo eres un médico!

Lea era así, alternaba la dulzura con los latigazos, una de cal y otra de arena. Lo descubrí poco a poco, y jamás logré acostumbrarme. Transmitía una vibrante fascinación debido a su fuerza, aunque también a su inseguridad, el fruto a la vez amargo y dulce de su enorme vitalidad. La alternancia de sus estados de ánimo me desorientaba: tristeza y alegría, firmeza y temor, dulzura y cinismo. Era difícil saber cómo relacionarse con ella, adivinar cuál iba a ser su reacción.

—Cuando me marché quisieron que les escribiese algo, se podría decir que me obligaron a hacerlo —dije casi para justificarme.

Pausa. Luego, como de costumbre, no supe callarme.

—En el fondo yo también soy un artista, no olvides que escribo poemas...

¡Toma ésa!

—¿Qué poemas? —preguntó Lea sorprendida.

Ahora quería saber, no podía echarme atrás. «Menuda gilipollez —me dije a mí mismo—, ¿cómo se te ha ocurrido?»

Sólo hoy comprendo por qué a Lea, y únicamente a Lea, le revelé el secreto que guardaba con tanto celo. Siempre hay una razón, aunque en un principio no se vea. Entonces no la veía.

¿Qué poemas? No sabía qué responderle. Me limité a decirle la verdad.

—Mis poemas son tristes y ahora no tengo ganas de hablar de ellos. Luego, quizá...

Noté el dolor que delataban mis palabras y me callé. Me acarició una mano.

Mal asunto, las cosas no iban por buen camino. Por suerte llegó Tommaso y nos sacó del apuro.

—¡Sopa de cereales, espelta y trigo, condimentada con cilantro! —dijo orgulloso mientras nos servía los platos—. Aquí tenéis el aceite santo, y el vino es el vino primitivo de mi amigo de Gioia. ¡Qué aproveche!

Parecía una condena, pero en realidad fue un viático delicioso.

—¿Y luego? —le pregunté.

—Ya está decidido... chuletas de potro para la señora, y tripa para ti, doctor... ¡tu plato preferido!

—¡El día antes de morir vendré a verte, Tommaso!

Bastó poco para que se sintiese feliz.

—Pero eso es malísimo para la salud... —dijo Lea.

—Pues sí, terrible, ¡pero vale la pena!

Lea estaba contenta, reía.

Yo lo estaba pensando, pero fue ella la que, llegado un momento, me lo dijo mientras me miraba.

—Nos divertimos, juntos...

—Es cierto...

Silencio.

—¿Crees que haríamos una buena pareja? —le pregunté.

—Quizá querías decir «habríamos sido»...

Pausa.

—Yo estoy soltera, pero tú...

Ya se había echado atrás. ¡Ahora, Piergiorgio, no debes perder la ocasión!

—No, Lea, pretendía decir justo lo que he dicho...

¡Muy bien! ¡Así se hace!

Embarazo. Lea me llenó la copa. Estaba pensando cómo salir del paso.

—Bueno, siendo así, deberíamos hacer alguna prueba para verificar nuestra afinidad... —dijo en broma.

Se me había escapado. Me había engañado. Mejor seguirle la cuerda.

—¿De qué tipo? —pregunté intrigado.

—Tipo: ¿Beatles o Rolling Stones?

—Beatles, por supuesto...-contesté sin pensármelo dos veces.

—¡Rolling Stones! —replicó. El juego era divertido.

—¿Mojito o Margarita? —insistió.

—Mojito...

—Te equivocas, Margarita.

Y dos.

—¿MS o Marlboro?

—MS desde siempre, cajetilla blanca.

—Error, Marlboro.

Y tres.

—¿Carne poco hecha o bien cocida?

—Prácticamente cruda.

—Fallo, bien cocida.

¡No estaba acertando ni una!

—¿Barca a vela o a motor?

—¡Me niego a responder! ¡Esa pregunta es un insulto para un hombre de mar!

—¡Lo sé, pero prefiero las barcas a motor, son más cómodas!

Lo estaba haciendo adrede.

—Como ves, no funcionaría... —Cargó la mano. Empezaba a tomarme el pelo, había recuperado el control de la situación.

—Tonterías. Y, además, hay métodos más rigurosos...

—¿Por ejemplo?

—¡La edad! Mi padre, que en cuestión de mujeres era un hombre de ciencia, tenía una regla matemática para fijar la edad adecuada de la amante...

Me mordí los labios: ¿la consideraba tan sólo una posible amante? No se dio cuenta, sentía demasiada curiosidad.

—¿Y cuál sería esa regla?

—La mitad de los propios años más diez. Es una regla perfecta, científica. Determina la diferencia justa de edad para mantener viva tanto la atracción física como la emotiva. —Debía explicárselo mejor—. Si tienes cuarenta años tu mujer debe tener treinta. Si tienes veinte sólo puedes tener una coetánea. A los sesenta años tiene que haber superado los cuarenta, más joven te extenúa en la cama, más vieja te debilita el cerebro...

—Nada mal, sólo que es terriblemente machista —comentó escéptica—. Y, además, te obliga a cambiar de compañera, como poco, cada diez años.

—Es cierto, pero sólo en un mundo de curas como el nuestro pueden intentar que te tragues esos cuentos del «amor eterno».

¿Demasiado explícito? ¿Cínico? Veamos qué ocurre.

—¿Tienes cuarenta años? —preguntó.

—Casi cuarenta y cinco... ¿Y tú?

—Cuarenta... —Hizo un rápido cálculo y, a continuación, añadió—: Como quería demostrar: no podría funcionar, soy demasiado vieja para ti, ¡necesitas carne más fresca!

—Estúpida...

Lea me sonrió de manera intrigante. Sus ojos claros brillaban amistosos. ¿Era una invitación?

—¿Qué día naciste?

—El 29 de diciembre...

—¡Dios mío, no! ¡Otra capricornio no! ¡Ése sí que es un problema serio!

Escena miserable, pero logró el efecto esperado.

—¿Por qué? ¿Qué tienen de malo los capricornios? —preguntó curiosa.

—Es que estoy rodeado de mujeres de ese signo... —dije fingiéndome desconsolado—. Mi madre, mi esposa, mi hija, mi cuñada, mi suegra, incluso mi secretaria... ¡No puedo más! Son todas estupendas, pero demasiado precisas, rigurosas, meticulosas, puntillosas, y, por si fuera poco, no te perdonan una, jamás olvidan.

—Unas plastas, en pocas palabras —concluyó Lea.

—¡Todas! Salvo mi suegra, que es una santa. Yo no la considero una capricornio. Deben de haberse equivocado cuando registraron su fecha de nacimiento. —Me estaba divirtiendo, así que eché más leña al fuego—. No, en absoluto, entre nosotros nunca podrá haber nada...

Lea se reía.

—¿Y tú de qué signo eres? —preguntó.

—Aries, del 12 de abril... Un bonito signo, fuerte, el fuego... ¡Excepcional a la hora de llevarse unos buenos golpes en la cabeza y hacerse daño!

—¡Anda ya! No me digas que crees en el horóscopo.

—No, pero me divierte.

—¿Lo lees?

—Una vez al año, y siempre a posteriori —respondí.

—¿En qué sentido?

—El 31 de diciembre compro una de esas ridículas revistillas de astrología con el horóscopo para el año nuevo, pero no la leo. La conservo hasta el 31 de diciembre sucesivo y sólo entonces compruebo si han acertado o no...

—¿Y aciertan?

—A veces sí, a veces no... Pero en ese momento carece ya de importancia, porque el año ha pasado.

—¡Tú no estás bien de la cabeza! —sentenció. La sana concreción del capricornio, mujer.

El primitivo de Gioia estaba cumpliendo con su deber y alternaba la embriaguez con el torpor. Todo empezaba a parecerme distante, como en un sueño. Las voces, las luces, las caras, la sonrisa de Lea, el pasado que regresaba, el viejo 33 revoluciones de Barry White, todo mezclado, vago, atenuado, impalpable, intangible.

Tommaso nos dio el golpe de gracia: un plato de quesos curados acompañados de mermelada de higos con guindilla y cebollas rojas.

—Estoy a punto de reventar... —dijo Lea—. Debo de haber engordado dos kilos.

—Las cosas buenas de la vida son inmorales, ilegales, o te hacen engordar...

—¡Fantástica! ¿De quién es?

—De Oscar Wilde o de Wodehouse, no lo sé, ¡pero es una verdad como una casa!

Larga pausa. Habíamos bebido como cosacos.

—¿Vamos? —le pregunté al final.

Lea asintió con la cabeza. Me levanté y entré en la cocina de Tommaso.

—¿Qué te debo?

—¡Vete a hacer puñetas, doctor! —respondió ofendido—. ¡Apareces después de no sé cuántos años con un bombón, y encima pretendes pagar! Márchate, pero si tardas tres años en volver a vernos no te dejaré entrar...

Nos abrazamos con la promesa de vernos pronto. Tampoco la mantuve.

—Es estupendo tener gente que te quiere de esa forma... —dijo Lea al salir.

—Sí, magnífico.

Encendí un cigarrillo y di una fuerte calada.

Sólo faltaba una cosa: el amor de una mujer.

—¿Quieres volver ya o vamos a desafinar a Polignano? —le pregunté.

—A desafinar a Polignano.

Llegamos en unos minutos. Silencio en el coche. Entre ella y yo sólo la voz de Aretha Franklin.

A finales de marzo, a esa hora, Polignano a Mare estaba medio desierta. Cruzamos el arco de entrada al centro antiguo y nos fuimos a buscar un refugio. No tuvimos suerte, casi todo estaba cerrado. Únicamente el bar Mimmo tenía el letrero encendido, como de costumbre.

Los hijos de Mimmo habían modernizado la decoración. Ahora todo era más brillante y frío, la vieja Carpigiani, cuyas delicias habían colmado los inocentes deseos de miles de niños, había sido retirada del mostrador porque era contraria a no sé cuál directiva de la Unión Europea.

No obstante, la fascinación de ese momento ha permanecido inmutable. Gin-tonic para Lea, Bacardi Reserva para mí. Nos los bebimos acodados al mostrador resplandeciente y a continuación pedimos un bis.

Detrás de la caja había varias fotografías, estropeadas y descoloridas ya, de Domenico Modugno. Una, la más grande, enmarcada de cualquier manera, resaltaba junto al permiso del establecimiento. Tenía una dedicatoria: «De Mimmo a Mimmo...», y unas palabras más, indescifrables. Abajo, la firma de un inolvidable soñador. Noche de luna menguante.

Callejones desiertos, viejos patios blancos y ropa tendida. Alguna que otra imagen de la Virgen sin más adornadas con unas flores de plástico, un portal esculpido en la piedra blanda, una plaza horriblemente destrozada por la criminal diligencia de un alcalde imbécil, demasiadas puertas y ventanas de anticorodal. No se puede tener todo en esta vida.

—Hacía años que no venía aquí... —dijo.

—Yo también, en invierno no se te ocurre hacerlo, y en verano hay demasiada gente.

Lea me cogió la mano. No me lo esperaba. Era bonito, no me solté.

—Cuéntame algo de tus poemas —me dijo.

Nada que hacer... Las mujeres capricornio no olvidan ni perdonan. Nunca.

—De vez en cuando escribo alguno, pero sólo para mí... Acaban todos en un cajón cerrado con llave.

—¿Jamás has dejado que los leyese alguien?

—No, nadie.

—¿Por qué?

—Por vergüenza, pudor, celos... Quiero decir que son mis sentimientos. Son momentos demasiado íntimos. No sé, quizá por reacción a mi padre.

—¿Qué tiene que ver tu padre con eso?

—Escribía poesía, pero él se jactaba de ello, era un motivo de orgullo. Publicó varios libros, todos costeados por él, naturalmente, la poesía no se vende con facilidad. Recibió algunos reconocimientos. —Esa historia me hacía sufrir, pero, aun así, continué—. Le encantaba ostentar sus versos, representar el papel del poeta. Cualquier ocasión era buena para componer unos endecasílabos, y todos se mostraban contentos y admiraban su creatividad... Yo era el único que se avergonzaba de su exuberancia. Y, además, nunca me gustaron sus poemas. Los estimo mucho y a él lo echo de menos, pero jamás me gustaron... —Y ahora concédeme una tregua, te lo ruego, amor mío.

Inspiré el aire salobre del mar nocturno. Unos instantes de silencio, luego, el final del armisticio.

—¿Los tuyos de qué tratan?

—De amor, de soledad...

Lea, ¿por qué me atormentas? ¿No entiendes que me siento incómodo?

—¿Cuándo los escribes?

—Cuando se me ocurre... Unas veces me salen, otras no, yo espero...

—¿Y a mí, me dejarías leerlos?

Me lo había buscado.

El mero hecho de haber desvelado mi secreto era ya demasiado, no podía ahondar más.

—No, Léontine, no me pidas eso, te lo ruego...

Fin de la historia. Sólo quedaba el sufrimiento.

Llegamos a un pequeño balcón que daba al mar. Una pared de piedra blanca, la luz de los faroles, las contraventanas verdes cerradas, el aullido del mistral unido al ruido que producían las olas al romper contra la escollera. Lea se asomó apoyada en una barandilla de hierro corroída por la sal, que se mantenía en pie gracias a varias capas de pintura verde y antioxidante. Estaba detrás de ella y le apoyé las manos en los hombros. Bajo nosotros la escollera a pico, el mar negro despedazado por la espuma blanca. Viento, frío.

Viento de mistral

Viento incesante de invierno

En este mar

Violento y oscuro

Se refleja el alma

Y rompe contra los escollos

Puntiagudos

La esperanza del naufragio .

Luego se apoderó de nosotros el vértigo de esa altura, de la muerte hipnótica en las olas, del vacío, y el deseo de saltar, de volar. Únicamente el ruido quedo de nuestra respiración. Le aparté el pelo y la besé en el cuello.

Lea se tensó de repente.

—No, Piero... espera, no te precipites... No estropees todo... Sería demasiado complicado... difícil... espera.

Las palabras se perdieron en sus labios. Sólo recuerdo su rostro inclinado, triste.

Recorrimos de nuevo los callejones, pero no los reconocí: habían cambiado de color. Lea seguía cogida de mi mano, comprendía mi decepción y no tenía otra forma de consolarme. No recuerdo lo que sucedió durante el camino de regreso, qué dijimos, en caso de que dijéramos algo. Aretha Franklin cantaba inútilmente. Era la una, el inicio del nuevo día, el que acababa de pasar ya no tenía importancia.

Llegamos enseguida a casa de Lea. No apagué el motor.

—Pier...

Pausa, tristeza.

—He pasado una velada maravillosa... —dijo; acto seguido se volvió a callar, como si tuviese el final de la frase en la cabeza pero no lograse decirlo.

—Yo también, Lea.

Silencio, desilusión, embarazo.

—Oye, si prometo que no me abalanzaré sobre ti, ¿te apetece que nos veamos de nuevo?

Lea esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban.

—Eres un hombre dulce... —dijo en voz baja.

Un beso en los labios, y se marchó.