–No todas las mujeres se adaptan al mar tan bien como tú
-repuso Jefford.
–Creo que necesita levantarse y tomar el aire. Ese camarote
es sofocante. No come, apenas bebe el agua que le llevo y dice que
no puede dormir. Estoy muy preocupada.
–Nadie se ha muerto por estar una semana con mareos -repuso
él, con la vista clavada en el mar.
El viaje en el Alicia Mae había
durado ya más tiempo que el que los había llevado a Londres y
Jefford estaba nervioso, ansioso por llegar a casa y a su trabajo
en la plantación. Temía que su estancia en Londres lo hubiera
reblandecido y creía que pensaba tanto en Madison porque no tenía
nada mejor que hacer.
–¿Quieres ir a verla, por favor? – Kendra le puso una mano en
el brazo-. Sólo a verla. Seguramente tienes razón y no está tan
enferma como parece. Es joven y las jóvenes tienden a exagerar,
pero…
–Está bien, iré a verla, pero envía a Maha -gruñó
él.
–La enviaré ahora mismo. Quizá si tú pudieras sacar a Madison
de la cama, Maha tendría ocasión de cambiarle las sábanas y
llevarle agua y toallas para que se lave.
Jefford hizo una mueca. Él no era una enfermera. ¿Por qué
Kendra no se lo pedía a Thomblin?; desde luego, le había prestado
mucha atención durante su estancia en la mansión Boxwood, aunque
Jefford sabía muy bien que el estado de salud de la joven le
importaba un bledo.
–Más vale que acabe con esto cuanto antes
-murmuró.
Cruzó hasta la escotilla de proa y bajó a la cubierta
inferior. Siguió el pasillo y vio que Maha lo esperaba al
final.
–¿Has llamado? – preguntó a la mujer india de edad mediana.
Su esposo era uno de los capataces de Jefford y él sabía que estaba
ansiosa por regresar a Bahía Windward con él.
–Dice que me marche -repuso Maha.
Jefford llamó con impaciencia a la puerta.
–Por favor, Maha -dijo una voz débil-.
Márchate.
La fragilidad de la voz de Madison lo
sobresaltó.
–Soy Jefford -dijo-.Voy a entrar.
–No -musitó ella.
–Madison… -abrió la puerta y lo envolvieron el calor y el mal
olor del camarote.
Miró el rostro pálido y demacrado de la joven y se arrepintió
de no haber hecho aquello días atrás.
–Abre la ventana -ordenó a Maha-. Y saca ese cubo sucio de
aquí -intentó respirar por la boca en vez de por la nariz-. Trae un
cubo de agua y algo con lo que limpiar la cama y el suelo. Pide
ayuda si la necesitas -agachó la cabeza para sentarse en el borde
del camastro, construido en la curva del casco.
Madison se apartó de él. Estaba envuelta en una manta sucia y
apretaba un cuaderno de dibujo contra el pecho.
–Márchese. No quiero que nadie me vea así
-sollozó.
–No digas tonterías. Estás enferma -miró a la doncella, que
salía ya del camarote-. Pensándolo mejor, antes traeme una
palangana de agua fría y un paño limpio. Y algo para que se cambie.
Uno de los caftanes de Kendra tal vez -hizo un gesto-. Algo que la
tape entera para que pueda llevarla a la cubierta.
–Sí, sahib -la sirvienta se alejó
apresuradamente.
Jefford miró a Madison y agarró la manta sucia que la
cubría.
–No -gimió ella, con la cara oculta.
–Esto está sucio y mojado. Hay que cambiarte las sábanas y
tienes que levantarte y tomar el aire fresco.
–No puedo -gimió ella-. Me estoy muriendo.
–Tonterías -él le tocó el pelo rubio aplastado a la cabeza-.
Te sentirás mejor si te levantas y metes algo en el
estómago.
–No.
Soltó la manta para apretarse el abdomen y él aprovechó para
quitársela. Sujetó el dobladillo del camisón y tiró de él hacia
abajo.
–Madison, chérie -dijo con ternura-.
Pueden pasar dos semanas hasta que lleguemos a Jamaica y no puedes
seguir dos semanas más sin comida y sin agua -le apartó el pelo de
la cara-. Eso te mataría.
–Quiero morir -susurró ella.
–No, no quieres. Quieres levantarte, pasear conmigo por la
cubierta y comer y beber algo porque hay lugares maravillosos que
quiero enseñarte cuando lleguemos a Jamaica. Lugares que te gustará
pintar. Cataratas, playas… Tienes que ver a los trabajadores al
final del día cuando llegan de los campos de caña de azúcar o de
los cafetales con los sacos de la comida a la espalda y cantando.
Te prometo que querrás pintarlos.
–Puede ser hermoso -susurró ella.
–Más de lo que te imaginas -le prometió él. Oyó pasos y Maha
apareció en el umbral con una palangana, una toalla y un caftán
verde esmeralda en el brazo-. Ahora voy a salir y dejar que Maha te
lave.
–No -la joven tomó la almohada debajo de su cabeza e intentó
taparse la cara con ella-. Déjenme todos.
Jefford se levantó, pero mantuvo la cabeza baja para no darse
en la viga del techo.
–O te lava Maha o te lavo yo. Tú eliges.
Madison vaciló.
–Maha.
–Bien -le tocó el hombro, que encontró muy delgado. ¿Cómo
podía haber perdido tanto peso en una semana?-. Ahora voy a salir,
pero estaré en el pasillo.
Ella no contestó y él salió por la puerta.
–Cuando termines de lavarla y vestirla, la subiré a cubierta
para que puedas limpiar el camarote -dijo a Maha.
Salió al pasillo y se apoyó a esperar en la pared. La mujer
lo llamó veinte minutos después.
–Está lista.
Jefford metió la cabeza por la puerta y vio a Madison sentada
en la cama. Tenía la cara limpia y el pelo sujeto atrás con una
cinta. El caftán le quedaba muy largo, pero la cubría
bien.
–¿Estás preparada para subir a tomar el aire a cubierta? –
preguntó.
Madison bajó la cabeza y se llevó una mano a la
frente.
–Estoy mareada.
–Todo irá bien.
–No estoy decente. No llevo corsé. No puedo ir en
público…
–Tonterías. Estás deshidratada. En la cubierta te daré algo
de beber, algo que puedas retener.
Ella se inclinó un poco y él se acercó a
sujetarla.
–Vamos, Madison. Enséñame aquel espíritu que vi en el jardín
la noche que estabas dibujando. ¿Te acuerdas? – la ayudó a
levantarse con gentileza y ella se apoyó en él, demasiado débil
para sostenerse sola-. Tengo algo que confesar. Aquella noche
dejaste caer tu cuaderno de dibujo en el jardín y yo lo
guardé.
Ella levantó la vista.
–¿Por qué?
Jefford se encogió de hombros.
–El dibujo era muy bueno.
–Creo que no puedo andar -murmuró ella.
–Prueba.
Madison echó un pie hacia delante, después el otro y después
vaciló y cayó de nuevo sobre él.
–¿Quieres que te lleve yo y volvemos a intentarlo arriba? –
preguntó él.
Ella asintió y él la tomó en brazos.
–Espera -Madison estiró un brazo-. Necesito un cuaderno de
dibujo y un lápiz.
Jefford gruñó con impaciencia, pero la acercó a la cama para
que recogiera dichos artículos y salió del camarote. Cuando llegó a
la cubierta, apretó la cara de ella en su pecho para que no le
diera la luz brillante. Intentó pensar en el trabajo que le
esperaba en casa en lugar de la sensación de la mujer en sus brazos
y de su aliento en el pecho.
–No quiero que nadie me vea así -gimió ella-. Lord
Thomblin…
–No te preocupes -la calmó él, aunque enojado por la alusión
a su vecino-. Conozco un lugar oculto cerca de los botes
salvavidas. Podemos sentarnos y nadie sabrá que estamos
allí.
Cruzó la cubierta con ella en brazos sin que apenas nadie se
fijara en ellos. La tripulación estaba ocupada con su trabajo y
Thomblin y Kendra no se hallaban a la vista.
–Es aquí -Hay un montón de sogas donde podemos sentarnos -la
depositó en ellas con delicadeza.
Madison se cubrió el rostro un momento con el cuaderno de
dibujo para resguardarse del sol y después lo bajó y empezó a abrir
los ojos.
–El aire fresco sienta bien -musitó
temblorosa.
Jefford se acuclilló a su lado.
–Ya te lo he dicho.
Ella levantó la cabeza para mirar por encima del costado del
barco.
–El agua está hermosa hoy -apretó los labios
agrietados-.Tengo sed.
–Eso esperaba -él se puso en pie-. ¿Puedes quedarte sola un
momento?
Madison le tomó una mano y él se soltó con
gentileza.
–Enseguida vuelvo -musitó.
Madison oyó sus pasos alejarse por la cubierta y bajó la
cabeza. Seguía mareada, pero se sentía mejor.
Jefford volvió unos minutos después.
–Aquí tienes -se agachó y le puso una taza en la
mano.
–¿Qué es? – preguntó ella.
–Pruébalo.
La joven se llevó la taza a los labios. Era un líquido fresco
y dulce y tan delicioso que tomó varios tragos
seguidos.
–Tranquila, no tan deprisa -él le quitó la
taza.
–¿Qué es?
–Agua, azúcar y algo de zumo recién
exprimido.
–Quiero más.
Jefford le pasó la taza.
–Si puedes sostenerte en pie, tengo algo que enseñarte
-dijo.
Madison terminó el contenido de la taza y aceptó la mano que
él le tendía. Cuando se levantó le temblaban las piernas, pero se
sentía mucho mejor. El calor del sol y la brisa fresca del mar le
producían una sensación agradable en la piel.
–¿Qué es? – preguntó.
Él señaló y ella siguió la dirección del
dedo.
–¡Oh! – exclamó-. ¡Delfines!
–Hace un rato que nos siguen. Los he visto
antes.
Madison le soltó el brazo y dio un paso hacia la barandilla.
Apoyó la frente en la madera pulida y se inclinó por el
borde.
–¡Qué hermosos! – los observó moverse por el agua-. Gracias
-susurró.
Jefford no respondió, pero, por una vez, a ella no la molestó
su descortesía. Observó su perfil, la línea de la mandíbula, la
longitud y el ancho de la nariz, su piel bronceada, que no revelaba
sus ancestros pero le daba un aire de misterio.
¿Quién era aquel hombre?
Él notó que lo observaba y le sonrió. Ella apartó la
vista.
–¿Me pasa mi cuaderno de dibujo? – preguntó-. Tengo que
dibujar a los delfines antes de que se vayan.
Dos días después, Madison estaba lo bastante bien para
vestirse sin ayuda de Maha y pasear sola por la cubierta. Jefford
no había vuelto a ir por su camarote y, cuando lo veía arriba,
vestido como uno más de la tripulación y a menudo trabajando con
ellos, apenas si la saludaba.
Pero a ella no le importaba.
–Señorita Westcott, es un placer verla -lord Thomblin se
acercó a ella en la barandilla de estribor.
–Buenas tardes, señor.
Lord Thomblin, ataviado con pantalones y levita color
amarillo pálido y un sombrero de paja, parecía un caballero de
Londres que se dispusiera a pasear por Hyde Park.
–Tengo entendido que no se ha sentido bien. Es un placer
volver a verla levantada. Espero que esta noche cene con nosotros.
Las comidas han sido muy aburridas sin usted.
Le sonrió y ella se tocó el gorro con
nerviosismo.
–Creo que esta noche me reuniré con ustedes; me siento mucho
mejor -afirmó.
Vio acercarse a Jefford por el rabillo del ojo. Llevaba
pantalones cortados en la rodilla y una camisa que se le pegaba al
torso y resaltaba todos sus músculos. El viento movía su pelo largo
y moreno.
–Madison, Kendra te está buscando -gruñó; pasó de largo con
una soga al hombro-. En la cubierta de proa.
Thomblin carraspeó.
–¿Nos veremos esta noche, pues?
–Será un placer, señor.
La joven hizo una pequeña reverencia y se alejó, irritada con
Jefford. ¿Acaso no había visto que estaba conversando con lord
Thomblin?
Encontró a su tía sentada en una caja pequeña, con los ojos
cerrados, la cara levantada al sol y el pelo suelto sobre los
hombros.
–¿Me buscabas?
–¿Qué? – Kendra abrió los ojos.
–Jefford ha dicho que me buscabas -Madison no sabía cuándo
había empezado a usar su nombre de pila, pero le parecía tonto
llamarlo de otro modo teniendo en cuenta la familiaridad con que la
trataba él.
–Oh, sí, por supuesto. Ven a sentarte conmigo -señaló un
montón de cajas-. Saca una, querida.
Madison obedeció con un suspiró y se sentó con el cuaderno de
dibujo en el regazo.
–¿Qué haces?
–Tomar el sol -Kendra le pasó un mapa-. Pronto estaremos en
casa. Mira, hemos cruzado el Atlántico navegando hacia el
suroeste.
Madison tomó el mapa doblado y lo apoyó en el cuaderno para
estudiarlo.
–No sabía que estábamos tan cerca de América del Sur
-comentó.
–Se cree que los indios arawak fueron los primeros en
colonizar Jamaica y llegaron en canoas desde Sudamérica. Más tarde
llegaron los españoles y después los ingleses. Muchos opinan que la
verdadera historia de Jamaica no empezó hasta que se prohibió la
esclavitud en la década de 1830. Desde entonces luchamos por
encontrar nuestro sitio en el mundo y vivir juntos con esta mezcla
de culturas.
Madison miró el mapa.
–¿Y cuánto falta para que lleguemos? Estoy deseando ver las
junglas.
–Una semana -lady Moran frunció el ceño-. Quítate el
sombrero, querida. El sol te sentaría bien.
–Mi madre dice que me saldrán pecas si me da el sol -Madison
se desató las cintas y se quitó el sombrero.
–Pero ella ignora sus propiedades curativas. Cierra los ojos
y levanta la cara al sol. ¿No es maravilloso? Te sientes años más
joven.
La joven cerró los ojos e imitó a su tía. La sensación era
buena.
–¿Qué opinas de Jefford? – preguntó Kendra.
Madison abrió los ojos y la miró.
–¿Qué opino? – abrió el cuaderno para empezar a dibujar el
mapa de las islas del Caribe y estudiarlo luego mejor a
solas.
–Sí, ¿te parece atractivo?
–Ah… supongo que sí.
–Y es muy inteligente. Yo diría que sería un buen marido. ¿Tú
no?
La joven observó a su tía. A pesar de unas pequeñas arrugas
en torno a los ojos y boca, seguía siendo muy guapa.Y muy
rica.
–¡Tía Kendra! – exclamó, preocupada de pronto-. ¿El señor
Harris te ha dicho que quiere casarse contigo? Porque yo creo que
debes tener cuidado. Un hombre de su edad, sin dinero, puede
querer…
La risa de su tía la interrumpió.
–Hablo en serio -insistió-. No sería la primera vez que un
hombre intentara aprovecharse de una mujer para hacerse
rico.
–Madison, querida -Kendra abrió los ojos, riendo todavía-. La
pregunta era si tú te sentías atraída por él.
–¿Yo? – Madison se tocó el pecho con el lápiz-. No, por
supuesto que no.
–¿No considerarías la posibilidad de casarte con
él?
Madison se levantó de la caja.
–Desde luego que no. Ya sabes lo que siento por él. Cómo me
trató en mi propia casa.
–Vamos, vamos, cálmate -Kendra le tomó una mano-. No te
alteres; sólo era una pregunta.
–¿Cuál es exactamente tu relación con él,
tía?
–Siéntate, siéntate -Kendra tiró de ella hacia abajo-.
Nuestra relación no es fácil de explicar. Es mi amigo, mi socio,
muchas cosas -cerró de nuevo los ojos-. He visto que has colocado
un lienzo en tu camarote. ¿Qué estás pintando?
–El mar -suspiró Madison, no muy satisfecha con la
explicación de su tía-.Y los delfines. Espero que
vuelvan.
Madison se apartó para mirar el cuadro del mar y limpió el
pincel en un trapo con aire ausente. El barco oscilaba rítmicamente
bajo ella, pero ahora que se había acostumbrado, el movimiento la
calmaba, sobre todo cuando trabajaba.
Llamaron a la puerta del camarote.
–He dicho que no quiero comer, Maha. Gracias, pero estoy
trabajando.
Se abrió la puerta y se volvió sobresaltada. Jefford se
agachó y entró en el camarote sin esperar
invitación.
–Te he traído algo de comer -dejó una bandeja de madera en la
cama.
Madison no podía hablar. Estaba tan cerca que podía oler su
pelo limpio recogido en una coleta y su ropa secada al sol en las
cuerdas de los mástiles del barco.
–He enviado recado de que no asistiría a la cena en el
camarote del capitán porque iba a trabajar -dejó el pincel en el
caballete y procuró apartarse sin rozarlo. En aquel espacio pequeño
parecía más alto y más ancho de hombros-. He pedido que no me
molesten.
Jefford le lanzó una sonrisa encantadora y levantó la tapa de
plata de la bandeja para mostrarle pan reciente, galletas y
fruta.
–Si no comes, volverás a enfermar. Aún no has recuperado
todas las fuerzas y llegaremos a Jamaica…
El barco se movió con brusquedad y Madison levantó ambos
brazos para sujetar el caballete con el cuadro. Al mismo tiempo,
Jefford la sujetaba a ella.
–¡Oh! – gritó la joven, que no pudo mantener el equilibrio.
Jefford la apretó contra sí y sujetó el caballete con una mano para
impedir que cayera al suelo.
El barco volvió a su posición inicial, el suelo se niveló y
el caballete apoyó de nuevo las patas en el suelo. Madison levantó
la vista y se encontró con los ojos de Jefford.
–Yo…
Él bajó la cabeza y la besó en los labios. Y ella abrió la
boca para protestar pero no emitió ningún sonido. Intentó soltarse,
pero no lo consiguió; él la apretaba en sus brazos y no la dejaba
escapar.
Cerró los ojos. No podía respirar ni pensar. Una sensación de
placer la embargó contra su voluntad. Sentía la cabeza ligera, como
si fuera a desmayarse. No podía detenerlo, y lo más preocupante era
que no quería hacerlo.
–Por favor -murmuró contra su boca.
Él la soltó tan de repente que estuvo a punto de
caerse.
–Lo siento -gruñó Jefford-. Había jurado…
La miró un instante a los ojos y se secó los labios con el
dorso de la mano.
–Lo siento -repitió-. No volverá a ocurrir.
Madison se sentó en la cama y lo observó salir de la
estancia.
–Claro que no -musitó-. Sería imposible… -una lágrima cayó
por su mejilla-. Impensable.