Capítulo 6


–No sé qué hacer con ella -Kendra se frotó las manos con nerviosismo-. Hace casi una semana que zarpamos de Londres y no comprendo por qué sigue tan mareada.


–No todas las mujeres se adaptan al mar tan bien como tú -repuso Jefford.

–Creo que necesita levantarse y tomar el aire. Ese camarote es sofocante. No come, apenas bebe el agua que le llevo y dice que no puede dormir. Estoy muy preocupada.

–Nadie se ha muerto por estar una semana con mareos -repuso él, con la vista clavada en el mar.

El viaje en el Alicia Mae había durado ya más tiempo que el que los había llevado a Londres y Jefford estaba nervioso, ansioso por llegar a casa y a su trabajo en la plantación. Temía que su estancia en Londres lo hubiera reblandecido y creía que pensaba tanto en Madison porque no tenía nada mejor que hacer.

–¿Quieres ir a verla, por favor? – Kendra le puso una mano en el brazo-. Sólo a verla. Seguramente tienes razón y no está tan enferma como parece. Es joven y las jóvenes tienden a exagerar, pero…

–Está bien, iré a verla, pero envía a Maha -gruñó él.

–La enviaré ahora mismo. Quizá si tú pudieras sacar a Madison de la cama, Maha tendría ocasión de cambiarle las sábanas y llevarle agua y toallas para que se lave.

Jefford hizo una mueca. Él no era una enfermera. ¿Por qué Kendra no se lo pedía a Thomblin?; desde luego, le había prestado mucha atención durante su estancia en la mansión Boxwood, aunque Jefford sabía muy bien que el estado de salud de la joven le importaba un bledo.

–Más vale que acabe con esto cuanto antes -murmuró.

Cruzó hasta la escotilla de proa y bajó a la cubierta inferior. Siguió el pasillo y vio que Maha lo esperaba al final.

–¿Has llamado? – preguntó a la mujer india de edad mediana. Su esposo era uno de los capataces de Jefford y él sabía que estaba ansiosa por regresar a Bahía Windward con él.

–Dice que me marche -repuso Maha.

Jefford llamó con impaciencia a la puerta.

–Por favor, Maha -dijo una voz débil-. Márchate.

La fragilidad de la voz de Madison lo sobresaltó.

–Soy Jefford -dijo-.Voy a entrar.

–No -musitó ella.

–Madison… -abrió la puerta y lo envolvieron el calor y el mal olor del camarote.

Miró el rostro pálido y demacrado de la joven y se arrepintió de no haber hecho aquello días atrás.

–Abre la ventana -ordenó a Maha-. Y saca ese cubo sucio de aquí -intentó respirar por la boca en vez de por la nariz-. Trae un cubo de agua y algo con lo que limpiar la cama y el suelo. Pide ayuda si la necesitas -agachó la cabeza para sentarse en el borde del camastro, construido en la curva del casco.

Madison se apartó de él. Estaba envuelta en una manta sucia y apretaba un cuaderno de dibujo contra el pecho.

–Márchese. No quiero que nadie me vea así -sollozó.

–No digas tonterías. Estás enferma -miró a la doncella, que salía ya del camarote-. Pensándolo mejor, antes traeme una palangana de agua fría y un paño limpio. Y algo para que se cambie. Uno de los caftanes de Kendra tal vez -hizo un gesto-. Algo que la tape entera para que pueda llevarla a la cubierta.

–Sí, sahib -la sirvienta se alejó apresuradamente.

Jefford miró a Madison y agarró la manta sucia que la cubría.

–No -gimió ella, con la cara oculta.

–Esto está sucio y mojado. Hay que cambiarte las sábanas y tienes que levantarte y tomar el aire fresco.

–No puedo -gimió ella-. Me estoy muriendo.

–Tonterías -él le tocó el pelo rubio aplastado a la cabeza-. Te sentirás mejor si te levantas y metes algo en el estómago.

–No.

Soltó la manta para apretarse el abdomen y él aprovechó para quitársela. Sujetó el dobladillo del camisón y tiró de él hacia abajo.

–Madison, chérie -dijo con ternura-. Pueden pasar dos semanas hasta que lleguemos a Jamaica y no puedes seguir dos semanas más sin comida y sin agua -le apartó el pelo de la cara-. Eso te mataría.

–Quiero morir -susurró ella.

–No, no quieres. Quieres levantarte, pasear conmigo por la cubierta y comer y beber algo porque hay lugares maravillosos que quiero enseñarte cuando lleguemos a Jamaica. Lugares que te gustará pintar. Cataratas, playas… Tienes que ver a los trabajadores al final del día cuando llegan de los campos de caña de azúcar o de los cafetales con los sacos de la comida a la espalda y cantando. Te prometo que querrás pintarlos.

–Puede ser hermoso -susurró ella.

–Más de lo que te imaginas -le prometió él. Oyó pasos y Maha apareció en el umbral con una palangana, una toalla y un caftán verde esmeralda en el brazo-. Ahora voy a salir y dejar que Maha te lave.

–No -la joven tomó la almohada debajo de su cabeza e intentó taparse la cara con ella-. Déjenme todos.

Jefford se levantó, pero mantuvo la cabeza baja para no darse en la viga del techo.

–O te lava Maha o te lavo yo. Tú eliges.

Madison vaciló.

–Maha.

–Bien -le tocó el hombro, que encontró muy delgado. ¿Cómo podía haber perdido tanto peso en una semana?-. Ahora voy a salir, pero estaré en el pasillo.

Ella no contestó y él salió por la puerta.

–Cuando termines de lavarla y vestirla, la subiré a cubierta para que puedas limpiar el camarote -dijo a Maha.

Salió al pasillo y se apoyó a esperar en la pared. La mujer lo llamó veinte minutos después.

–Está lista.

Jefford metió la cabeza por la puerta y vio a Madison sentada en la cama. Tenía la cara limpia y el pelo sujeto atrás con una cinta. El caftán le quedaba muy largo, pero la cubría bien.

–¿Estás preparada para subir a tomar el aire a cubierta? – preguntó.

Madison bajó la cabeza y se llevó una mano a la frente.

–Estoy mareada.

–Todo irá bien.

–No estoy decente. No llevo corsé. No puedo ir en público…

–Tonterías. Estás deshidratada. En la cubierta te daré algo de beber, algo que puedas retener.

Ella se inclinó un poco y él se acercó a sujetarla.

–Vamos, Madison. Enséñame aquel espíritu que vi en el jardín la noche que estabas dibujando. ¿Te acuerdas? – la ayudó a levantarse con gentileza y ella se apoyó en él, demasiado débil para sostenerse sola-. Tengo algo que confesar. Aquella noche dejaste caer tu cuaderno de dibujo en el jardín y yo lo guardé.

Ella levantó la vista.

–¿Por qué?

Jefford se encogió de hombros.

–El dibujo era muy bueno.

–Creo que no puedo andar -murmuró ella.

–Prueba.

Madison echó un pie hacia delante, después el otro y después vaciló y cayó de nuevo sobre él.

–¿Quieres que te lleve yo y volvemos a intentarlo arriba? – preguntó él.

Ella asintió y él la tomó en brazos.

–Espera -Madison estiró un brazo-. Necesito un cuaderno de dibujo y un lápiz.

Jefford gruñó con impaciencia, pero la acercó a la cama para que recogiera dichos artículos y salió del camarote. Cuando llegó a la cubierta, apretó la cara de ella en su pecho para que no le diera la luz brillante. Intentó pensar en el trabajo que le esperaba en casa en lugar de la sensación de la mujer en sus brazos y de su aliento en el pecho.

–No quiero que nadie me vea así -gimió ella-. Lord Thomblin…

–No te preocupes -la calmó él, aunque enojado por la alusión a su vecino-. Conozco un lugar oculto cerca de los botes salvavidas. Podemos sentarnos y nadie sabrá que estamos allí.

Cruzó la cubierta con ella en brazos sin que apenas nadie se fijara en ellos. La tripulación estaba ocupada con su trabajo y Thomblin y Kendra no se hallaban a la vista.

–Es aquí -Hay un montón de sogas donde podemos sentarnos -la depositó en ellas con delicadeza.

Madison se cubrió el rostro un momento con el cuaderno de dibujo para resguardarse del sol y después lo bajó y empezó a abrir los ojos.

–El aire fresco sienta bien -musitó temblorosa.

Jefford se acuclilló a su lado.

–Ya te lo he dicho.

Ella levantó la cabeza para mirar por encima del costado del barco.

–El agua está hermosa hoy -apretó los labios agrietados-.Tengo sed.

–Eso esperaba -él se puso en pie-. ¿Puedes quedarte sola un momento?

Madison le tomó una mano y él se soltó con gentileza.

–Enseguida vuelvo -musitó.

Madison oyó sus pasos alejarse por la cubierta y bajó la cabeza. Seguía mareada, pero se sentía mejor.

Jefford volvió unos minutos después.

–Aquí tienes -se agachó y le puso una taza en la mano.

–¿Qué es? – preguntó ella.

–Pruébalo.

La joven se llevó la taza a los labios. Era un líquido fresco y dulce y tan delicioso que tomó varios tragos seguidos.

–Tranquila, no tan deprisa -él le quitó la taza.

–¿Qué es?

–Agua, azúcar y algo de zumo recién exprimido.

–Quiero más.

Jefford le pasó la taza.

–Si puedes sostenerte en pie, tengo algo que enseñarte -dijo.

Madison terminó el contenido de la taza y aceptó la mano que él le tendía. Cuando se levantó le temblaban las piernas, pero se sentía mucho mejor. El calor del sol y la brisa fresca del mar le producían una sensación agradable en la piel.

–¿Qué es? – preguntó.

Él señaló y ella siguió la dirección del dedo.

–¡Oh! – exclamó-. ¡Delfines!

–Hace un rato que nos siguen. Los he visto antes.

Madison le soltó el brazo y dio un paso hacia la barandilla. Apoyó la frente en la madera pulida y se inclinó por el borde.

–¡Qué hermosos! – los observó moverse por el agua-. Gracias -susurró.

Jefford no respondió, pero, por una vez, a ella no la molestó su descortesía. Observó su perfil, la línea de la mandíbula, la longitud y el ancho de la nariz, su piel bronceada, que no revelaba sus ancestros pero le daba un aire de misterio.

¿Quién era aquel hombre?

Él notó que lo observaba y le sonrió. Ella apartó la vista.

–¿Me pasa mi cuaderno de dibujo? – preguntó-. Tengo que dibujar a los delfines antes de que se vayan.


Dos días después, Madison estaba lo bastante bien para vestirse sin ayuda de Maha y pasear sola por la cubierta. Jefford no había vuelto a ir por su camarote y, cuando lo veía arriba, vestido como uno más de la tripulación y a menudo trabajando con ellos, apenas si la saludaba.

Pero a ella no le importaba.

–Señorita Westcott, es un placer verla -lord Thomblin se acercó a ella en la barandilla de estribor.

–Buenas tardes, señor.

Lord Thomblin, ataviado con pantalones y levita color amarillo pálido y un sombrero de paja, parecía un caballero de Londres que se dispusiera a pasear por Hyde Park.

–Tengo entendido que no se ha sentido bien. Es un placer volver a verla levantada. Espero que esta noche cene con nosotros. Las comidas han sido muy aburridas sin usted.

Le sonrió y ella se tocó el gorro con nerviosismo.

–Creo que esta noche me reuniré con ustedes; me siento mucho mejor -afirmó.

Vio acercarse a Jefford por el rabillo del ojo. Llevaba pantalones cortados en la rodilla y una camisa que se le pegaba al torso y resaltaba todos sus músculos. El viento movía su pelo largo y moreno.

–Madison, Kendra te está buscando -gruñó; pasó de largo con una soga al hombro-. En la cubierta de proa.

Thomblin carraspeó.

–¿Nos veremos esta noche, pues?

–Será un placer, señor.

La joven hizo una pequeña reverencia y se alejó, irritada con Jefford. ¿Acaso no había visto que estaba conversando con lord Thomblin?

Encontró a su tía sentada en una caja pequeña, con los ojos cerrados, la cara levantada al sol y el pelo suelto sobre los hombros.

–¿Me buscabas?

–¿Qué? – Kendra abrió los ojos.

–Jefford ha dicho que me buscabas -Madison no sabía cuándo había empezado a usar su nombre de pila, pero le parecía tonto llamarlo de otro modo teniendo en cuenta la familiaridad con que la trataba él.

–Oh, sí, por supuesto. Ven a sentarte conmigo -señaló un montón de cajas-. Saca una, querida.

Madison obedeció con un suspiró y se sentó con el cuaderno de dibujo en el regazo.

–¿Qué haces?

–Tomar el sol -Kendra le pasó un mapa-. Pronto estaremos en casa. Mira, hemos cruzado el Atlántico navegando hacia el suroeste.

Madison tomó el mapa doblado y lo apoyó en el cuaderno para estudiarlo.

–No sabía que estábamos tan cerca de América del Sur -comentó.

–Se cree que los indios arawak fueron los primeros en colonizar Jamaica y llegaron en canoas desde Sudamérica. Más tarde llegaron los españoles y después los ingleses. Muchos opinan que la verdadera historia de Jamaica no empezó hasta que se prohibió la esclavitud en la década de 1830. Desde entonces luchamos por encontrar nuestro sitio en el mundo y vivir juntos con esta mezcla de culturas.

Madison miró el mapa.

–¿Y cuánto falta para que lleguemos? Estoy deseando ver las junglas.

–Una semana -lady Moran frunció el ceño-. Quítate el sombrero, querida. El sol te sentaría bien.

–Mi madre dice que me saldrán pecas si me da el sol -Madison se desató las cintas y se quitó el sombrero.

–Pero ella ignora sus propiedades curativas. Cierra los ojos y levanta la cara al sol. ¿No es maravilloso? Te sientes años más joven.

La joven cerró los ojos e imitó a su tía. La sensación era buena.

–¿Qué opinas de Jefford? – preguntó Kendra.

Madison abrió los ojos y la miró.

–¿Qué opino? – abrió el cuaderno para empezar a dibujar el mapa de las islas del Caribe y estudiarlo luego mejor a solas.

–Sí, ¿te parece atractivo?

–Ah… supongo que sí.

–Y es muy inteligente. Yo diría que sería un buen marido. ¿Tú no?

La joven observó a su tía. A pesar de unas pequeñas arrugas en torno a los ojos y boca, seguía siendo muy guapa.Y muy rica.

–¡Tía Kendra! – exclamó, preocupada de pronto-. ¿El señor Harris te ha dicho que quiere casarse contigo? Porque yo creo que debes tener cuidado. Un hombre de su edad, sin dinero, puede querer…

La risa de su tía la interrumpió.

–Hablo en serio -insistió-. No sería la primera vez que un hombre intentara aprovecharse de una mujer para hacerse rico.

–Madison, querida -Kendra abrió los ojos, riendo todavía-. La pregunta era si tú te sentías atraída por él.

–¿Yo? – Madison se tocó el pecho con el lápiz-. No, por supuesto que no.

–¿No considerarías la posibilidad de casarte con él?

Madison se levantó de la caja.

–Desde luego que no. Ya sabes lo que siento por él. Cómo me trató en mi propia casa.

–Vamos, vamos, cálmate -Kendra le tomó una mano-. No te alteres; sólo era una pregunta.

–¿Cuál es exactamente tu relación con él, tía?

–Siéntate, siéntate -Kendra tiró de ella hacia abajo-. Nuestra relación no es fácil de explicar. Es mi amigo, mi socio, muchas cosas -cerró de nuevo los ojos-. He visto que has colocado un lienzo en tu camarote. ¿Qué estás pintando?

–El mar -suspiró Madison, no muy satisfecha con la explicación de su tía-.Y los delfines. Espero que vuelvan.


Madison se apartó para mirar el cuadro del mar y limpió el pincel en un trapo con aire ausente. El barco oscilaba rítmicamente bajo ella, pero ahora que se había acostumbrado, el movimiento la calmaba, sobre todo cuando trabajaba.

Llamaron a la puerta del camarote.

–He dicho que no quiero comer, Maha. Gracias, pero estoy trabajando.

Se abrió la puerta y se volvió sobresaltada. Jefford se agachó y entró en el camarote sin esperar invitación.

–Te he traído algo de comer -dejó una bandeja de madera en la cama.

Madison no podía hablar. Estaba tan cerca que podía oler su pelo limpio recogido en una coleta y su ropa secada al sol en las cuerdas de los mástiles del barco.

–He enviado recado de que no asistiría a la cena en el camarote del capitán porque iba a trabajar -dejó el pincel en el caballete y procuró apartarse sin rozarlo. En aquel espacio pequeño parecía más alto y más ancho de hombros-. He pedido que no me molesten.

Jefford le lanzó una sonrisa encantadora y levantó la tapa de plata de la bandeja para mostrarle pan reciente, galletas y fruta.

–Si no comes, volverás a enfermar. Aún no has recuperado todas las fuerzas y llegaremos a Jamaica…

El barco se movió con brusquedad y Madison levantó ambos brazos para sujetar el caballete con el cuadro. Al mismo tiempo, Jefford la sujetaba a ella.

–¡Oh! – gritó la joven, que no pudo mantener el equilibrio. Jefford la apretó contra sí y sujetó el caballete con una mano para impedir que cayera al suelo.

El barco volvió a su posición inicial, el suelo se niveló y el caballete apoyó de nuevo las patas en el suelo. Madison levantó la vista y se encontró con los ojos de Jefford.

–Yo…

Él bajó la cabeza y la besó en los labios. Y ella abrió la boca para protestar pero no emitió ningún sonido. Intentó soltarse, pero no lo consiguió; él la apretaba en sus brazos y no la dejaba escapar.

Cerró los ojos. No podía respirar ni pensar. Una sensación de placer la embargó contra su voluntad. Sentía la cabeza ligera, como si fuera a desmayarse. No podía detenerlo, y lo más preocupante era que no quería hacerlo.

–Por favor -murmuró contra su boca.

Él la soltó tan de repente que estuvo a punto de caerse.

–Lo siento -gruñó Jefford-. Había jurado…

La miró un instante a los ojos y se secó los labios con el dorso de la mano.

–Lo siento -repitió-. No volverá a ocurrir.

Madison se sentó en la cama y lo observó salir de la estancia.

–Claro que no -musitó-. Sería imposible… -una lágrima cayó por su mejilla-. Impensable.