Washington D.C.: 23 de marzo de 1994

Madeleine insistió en escoltar a McCann hasta la suite del Hotel Watergate. Flavia también.

—Ni se os ocurra —protestó el detective. Estaban discutiendo en la calle, frente a la entrada del famoso hotel—. Pensad en la atención que íbamos a llamar. Ninguna de vosotras va vestida para pasar precisamente desapercibida. El personal creerá que me he subido a dos prostitutas a la habitación.

—Tonterías —dijo Madeleine, dispuesta a no ceder ni un milímetro. No le habían hecho gracia los comentarios de McCann—. No suelo ser confundida con una mujer de virtud disoluta.

—Habla por ti, cariño —dijo Flavia estirándose y tensando su traje de cuero blanco sobre sus pechos—. Este vestuario levanta siempre las peores suspicacias. Por supuesto, prefiero fomentar esa impresión. Suele ser útil que te consideren una puta barata.

La cara de Madeleine se torció, preocupada. Observó a Flavia y luego miró su propio leotardo negro.

—Supongo que llamaríamos la atención —declaró después de unos instantes—. Pero me niego a dejarle regresar a su habitación sin comprobar antes que no haya enemigos esperando.

—Estoy de acuerdo —dijo Flavia—. ¿Qué mejor momento para un ataque de la Muerte Roja que inmediatamente después de un intento fallido? Tu reputación no me interesa, McCann. Tu vida sí.

Llegaron a un acuerdo. El detective entraría solo en el hotel, y Madeleine y Flavia le seguirían un minuto después. Las esperaría en el ascensor y les prometió mantener las puertas abiertas hasta que llegaran. Después subirían juntos hasta la suite. A las cinco de la mañana no era probable que nadie se quejara por el retraso.

Por desgracia, todos olvidaron al detective del hotel, que cayó sobre Madeleine y Flavia antes de que pudieran cruzar el vestíbulo. Era un hombre pequeño con cara de rata, piel morena, dientes amarillos y pequeños ojos negros, sucios como su traje.

—¿Van a algún lado, señoritas? —preguntó mostrando la tarjeta de identificación del hotel. Su voz parecía más cansada que sarcástica—. A estas horas de la noche sólo se permite entrar a los huéspedes. El restaurante está cerrado. Lo siento.

—Maldición —dijo Flavia—. Esperaba poder echarme algo a la boca.

—Estoy seguro —dijo el detective—. No es por ofender, chicas, pero este hotel es un lugar elegante. El Hojo está al otro lado de la calle, y no aceptamos "vendedoras" puerta a puerta, así que perdeos.

—No somos prostitutas —dijo Madeleine iracunda—. Me ofenden sus acusaciones.

—Vaya, pues qué lástima —respondió el hombre con una sonrisa ladeada—. Muy joven para el ramo, ¿no, hermana? También te falta algo de chicha... —Se encogió de hombros—. Supongo que a algunos tipos raros les gustan las mujeres que parecen hombres.

Madeleine torció el gesto, molesta con la actitud de aquel hombrecillo. Sus comentarios eran muy desagradables, pero acabar con él en el pasillo crearía un revuelo que no sería fácil de explicar a McCann. Decidió con disgusto que no merecía la pena.

—Vaya, vaya —dijo Flavia, acercándose al detective y palmeándole la mejilla—. Teníamos que habernos dado cuenta. Estamos registradas en el hotel. ¿No es cierto, Maddy?

—Sí, por supuesto —respondió Madeleine, que no estaba acostumbrada a que nadie utilizara con ella diminutivo alguno, y mucho menos Maddy.

—Oh —dijo el hombre parpadeando—. Es cierto. Me he confundido. Debo haber estado soñando... Les presento mis disculpas por este inconveniente, no pretendía crear ningún problema. —El detective sacudió la cabeza y se alejó de ellas, totalmente avergonzado—. Vaya gilipollas... Por favor, no digan nada de esto al director, ¿de acuerdo? Debo haber tomado demasiadas cervezas esta noche.

—No hay problema —dijo Flavia—. Dejaremos que sea nuestro pequeño secreto. Buenas noches.

—Buenas noches —respondió el hombre—. Mis disculpas de nuevo por la equivocación.

Las dos mujeres se apresuraron hacia el ascensor. McCann aún las esperaba con expresión impaciente.

—¿Os habéis parado a comprar caramelos? —preguntó mientras pulsaba el botón de la quinta planta.

—Un pequeño desacuerdo con la autoridad local —dijo Flavia—. Su mente era débil. Alterar sus pensamientos no fue difícil.

—Ese estúpido es la vergüenza de su profesión —comentó Madeleine con más pasión de la que quería mostrar—. Merecía que lo asaran a fuego lento.

—Creyó que Maddy era una prostituta adolescente —dijo Flavia con expresión divertida—. Calmé un poco las cosas antes de que le hiciera pedazos.

—Tengo un control absoluto sobre mi temperamento —declaró acalorada Madeleine, sabiendo que ni McCann ni Flavia creían una sola palabra. Con un tono más calmado, prosiguió—. Simplemente me desagradaba la falta de respeto que demostraba hacia las mujeres.

—Una vampira feminista —sonrió McCann—. Qué interesante...

El ascensor se detuvo en su planta.

—Ya hemos llegado —dijo el detective cuando las puertas se abrieron—. ¿Ya estáis convencidas de que estoy a salvo, o queréis registrar también mi habitación?

—No siento presencias hostiles en la zona —dijo Madeleine—. Sin embargo, para estar segura...

—...revisaremos las habitaciones —terminó Flavia—. Más vale prevenir que curar, McCann.

Sonriendo, el detective observó cómo registraban toda la suite de arriba abajo. El lugar estaba vacío, y parecía que nadie había entrado desde que se marchara al anochecer. Los cierres en las ventanas blindadas, comunes en la capital, estaban echados. La puerta también parecía intacta.

—Siento poderosos conjuros en la suite —dijo Madeleine cuando terminaron su visita—. ¿Suyos?

—Míos —respondió el detective—. Son bastante eficaces. Dudo que ni siquiera la Muerte Roja pudiera atravesarlos sin despertarme. —Sonrió—. Tengo el sueño muy ligero. Es improbable que nadie me coja desprevenido.

Frunció el ceño, ya que sus palabras revivieron un recuerdo cercano.

—¿Ocurre algo? —preguntó Madeleine.

—Sólo estaba recordando a un visitante inesperado —respondió mientras sacudía la cabeza, como si quisiera deshacerse de aquel pensamiento—. Nada de lo que preocuparse. Ahora marchaos para que pueda descansar un poco.

A pesar de sus palabras, McCann seguía preocupado cuando las condujo hacia la salida. Las dos mujeres esperaron hasta que oyeron cómo cerraba con llave y echaba la cadena, bajando luego en el ascensor hasta la planta baja.

—¿Qué ha ocurrido ahí arriba? —preguntó Madeleine mientras recorrían el vestíbulo. No alcanzaron a ver al detective con cara de rata.

—Ni idea —respondió Flavia—. McCann me dice lo que le apetece. Como dije en nuestro primer encuentro, es el humano más interesante que he conocido nunca.

—Lo recuerdo —dijo Madeleine. La conversación había tenido lugar poco antes de la medianoche, pero parecía que había sido hacía una eternidad—. También dijiste que era el más peligroso.

Estaban en la calle, solas en la acera. Flavia asintió. Sin previo aviso, su mano derecha salió disparada hacia delante, con los dedos extendidos como una cuchilla. El golpe mortal ascendió hacia el centro del pecho de Madeleine.

Nunca llegó a su destino. La Giovanni reaccionó instantáneamente. Sus manos se juntaron, atrapando los dedos de Flavia entre sus palmas. Normalmente hubiera respondido inmediatamente con un barrido o un golpe con el hombro, pero prefirió esperar a que el Ángel Oscuro explicara sus acciones.

—Hace unos días ataqué a Dire McCann de este modo exacto —dijo Flavia—. Atrapó mi mano en el aire y fui incapaz de liberarme.

—Imposible —dijo Madeleine mientras las dos se relajaban—. Ningún humano puede igualar los reflejos de los Vástagos, ni superar nuestra fuerza.

Flavia sonrió.

—Exacto. McCann dijo que no era nada especial y decidí no seguir con la discusión.

—Ya veo porqué lo encuentras tan... fascinante —dijo Madeleine. El sonido de un gran camión bajando por la Avenida Virginia terminó la conversación.

El vehículo se detuvo frente al hotel con el chirrido de sus potentes frenos. Se trataba de un camión de dieciséis ruedas pintado de negro, plateado y rojo; en el lateral podían verse claramente las letras "MG".

—Mi autobús —dijo Madeleine sonriendo—. ¿Quieres que te acerque a algún sitio?

—¿MG? —dijo Flavia mientras observaba asombrada el enorme vehículo—. Bastante ostentoso, ¿no crees? ¿Y quién demonios conduce esta cosa? Parece que en la cabina hay varios niños.

—MG es por Mishkoff Granary —respondió Madeleine—. Es una pequeña pero popular destilería que distribuye por todo el país, de modo que el camión no llama la atención demasiado, vaya donde vaya. Esa es la principal razón por la que la familia compró el negocio hace unos años. El interior está especialmente diseñado para los Vástagos.

—Ey, señorita Madeleine —La voz era claramente la de un muchacho muy joven—. ¿Nos piramos? Dentro de nada saldrá el sol, y ya sabemos lo que pasa...

—¿Quién es ese? —preguntó Flavia. Un adolescente con cara de niño, de unos trece o catorce años, había bajado la ventana del camión y las observaba con unos transparentes ojos azules—. ¿Estás loca?

—Ey, ¿quién es la nena de blanco? —preguntó el chico, sin mostrar miedo o timidez alguna hacia Flavia—. Lahostia...

Madeleine se encogió de hombros.

—Me encontré con los tres en Louisville. Son chicos de la calle que intentaban robar mi camión. Después de reducirlos, les hice una oferta que no pudieron rechazar.

—¿Servirte o morir? —preguntó Flavia.

—Básicamente —respondió Madeleine con una sonrisa—. Aunque añadí un buen sueldo para asegurarme su entusiasmo.

—Ay la leche, vaya tía... —dijo un segundo muchacho mirando por encima del hombro del primero—. Bonito traje.

—Júnior es el de la bocaza y el lenguaje soez —explicó Madeleine—. Él y Sam, el otro, tienen catorce años. Pablo tiene dieciséis. Le dejo conducir. —Hizo un gesto con la mano—. Bajad, chicos, y os presentaré a la señorita.

La puerta del camión se abrió y los tres jóvenes bajaron a la acera. Se situaron alrededor de Flavia, haciendo todo tipo de comentarios. La Assamita no daba crédito a lo que estaba sucediendo.

—¿Te gusta este ganado? —preguntó, atónita—. Son tus... mascotas.

—Mis aliados —corrigió Madeleine con una sonrisa.

Tenía que admitir que podía comprender la confusión de Flavia. Utilizar a adolescentes no era parte de su procedimiento de actuación normal. No estaba muy segura de porqué había reclutado a aquellos chicos como sus ayudantes. Su sire hubiera tachado la decisión de estupidez, pero no estaba dispuesta a abandonarlos a su cruel destino.

Sus historias sobre los abusos y malos tratos a los que habían sido sometidos habían calado muy profundo en su interior. Aunque era una vampira, parte de ella conservaba la humanidad.

—La señorita Flavia y yo estamos trabajando juntas —dijo—. Supongo que la veréis bastante.

—Otra nena vampira —dijo Sam—. Moooola...

—¿Eres una tía dura como la señorita Madeleine? —preguntó Pablo con curiosidad—. ¿O te limitas a matar a los tíos con ese cuerpazo?

Flavia rió entre dientes. Aquel sonido, grave y sensual, tenía una extraña cualidad inhumana. Involuntariamente, los tres chicos dieron un paso atrás, como si hubieran comprendido al mismo tiempo cuál era la verdadera naturaleza de la Assamita.

—Los niños son para verlos —ronroneó—, no para escucharlos.

—Mi boca es una tumba —dijo Sam.

—Eso —añadió Pablo.

—Qué coño, la mía igual... —terminó Júnior mirando a Madeleine—. Queda poco para el amanecer...

—Lo sé —dijo Madeleine. Observó a Flavia—. ¿Te dejamos en algún sitio?

—No, gracias —respondió—. Mi refugio está cerca, pero agradezco la oferta.

Los ojos negros de la Assamita se clavaron directamente en los de Madeleine.

—Nos vemos mañana. Mientras tanto, te dejo dos cosas para que pienses sobre ellas. —Señaló a los tres chicos—. Primero, los niños son una carga peligrosa. Estamos metidos en asuntos letales. Cualquier compromiso emocional con ellos puede conducirnos al desastre.

Madeleine asintió. Aunque sólo hacía unos días que los conocía, se había encariñado con ellos. Casi toda su vida había sido una solitaria, y echaba de menos alguna compañía, aunque fuera la de unos niños.

—No fallaré a mi sire —dijo—. Soy una Giovanni.

—Bien —respondió Flavia—. Espero que nunca lo olvides. Segundo. Eres Madeleine Giovanni, la Daga. Tu clan ha estado tratando con magos desde hace más de quinientos años. Estáis más familiarizados con las Tradiciones que el resto de los Vástagos. Los hechizos que McCann utiliza para proteger su lugar de reposo no son los de un Eutánatos.

—No los reconocí —admitió Madeleine—, pero las urdimbres eran complejas y muy, muy poderosas. Esos conjuros eran antiguos... más antiguos que mi clan.

—Sin embargo —siguió Flavia—, McCann los dispuso con facilidad, y con la ayuda de otro mortal se enfrentó a la Muerte Roja y a su progenie, cuatro poderosos vampiros, alcanzando un empate.

—Sirvo a los deseos de mi clan —dijo inquieta Madeleine—. Estoy aquí por orden directa de mi sire.

—Ése es mi tercer punto —dijo Flavia—. Dire McCann, mago o no, es ganado. Es un simple mortal, pero fuiste enviada hasta América para protegerle. ¿Por qué? ¿Qué hace que Dire McCann sea tan precioso para los antiguos del clan Giovanni? ¿Por qué les preocupa su seguridad?

Madeleine no tenía respuesta alguna.