12

TÚ, YO Y LAS ESTRELLAS FUGACES

El sol vespertino se cuela por mi persiana y su calidez tiñe mi dormitorio de algo parecido a la ternura. Miro entre sus rendijas la calle bullendo de gente alegre, como embriagados por los primeros calores y las ganas de disfrutarlos. Desnuda, con tan solo mi ropa interior y mi melena recogida en un despeinado moño, observo con una mano apoyada en el marco de la ventana todo lo que pasa ante mis narices y respiro hondo, sonriendo. Porque me gusta la sensación de primavera y porque me gusta ver que hay vida donde quiera que mire.

—No te muevas —me dice Daniel, recostado entre mis sábanas.

—¿Por qué? —digo entre risas sin mover un músculo.

Hay unos segundos de silencio que me parecen eternos. Le oigo tragar saliva hasta que habla con la voz ronca después de tantos gemidos.

—Porque estás jodidamente preciosa.

Giro mi cabeza sorprendida, pero solo me sale una sonrisa de oreja a oreja cuando veo su pelo despeinado por mis tirones, sus mejillas aún encendidas, su pecho con un suave hilo de sudor y los labios enrojecidos de tanto besarnos. Me sonríe y eso me hace sonreír más.

—Vámonos —le digo.

—¿Adónde?

—A respirar.

Daniel frunce el ceño un segundo. Se levanta sin decir palabra y se encamina al baño. Miro su espalda desnuda llena de marcas de mis uñas y me río entre dientes mientras escucho el grifo de la ducha.

Peino con mimo mi rubia melena y la dejo suelta. Me pongo mi vestido largo de rayas marineras con unas zapatillas Converse y una cazadora vaquera, que hoy hace calor, y me pinto los labios de rojo. Daniel lleva sus pantalones ajustados negros y una camiseta bajo otra de cuadros con un lema que indica que siempre gana. Y no sé si es el color o la forma o qué, pero hoy está especialmente guapo. Será que me he levantado optimista, no sé por qué. Y como estamos que lo tiramos, mientras me termino de arreglar en el baño, decido hacer una cosa por puro impulso.

Bajo la cabeza y me hago una coleta lo más arriba que puedo. Cuando la tengo bien sujeta, abro el grifo de la ducha y me mojo la largura de la cola de caballo. La escurro, la seco un poco y vuelvo a la zona del lavabo, donde abro un cajón y saco unas tijeras.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta Daniel desde la puerta, extrañado al verme.

—Quitándome lastres. —Sonrío desde abajo.

Y antes de que Daniel pueda preguntar más, cojo la tijera y corto casi toda la coleta, dejando tan solo unos dedos de largura desde la goma que la sujeta.

—¡Coño! —Se ríe Daniel.

Repaso un poco el corte y alzo de nuevo la cabeza. Me quito la goma y, como pretendía, mi pelo largo hasta casi la cintura se ha convertido en un pelo corto a la altura de la barbilla. Un truco infalible para cortaros el cabello sin hacer calamidades, por cierto.

—¡Sí! —grito eufórica al removerme mi nuevo peinado, recreándome en la sensación liberadora que da algo tan sencillo como un corte de melena.

—¡Estás como una puta regadera! —Daniel se ríe a carcajadas y viene hacia mí.

Me abraza por la cintura y me acaricia el pelo, sonriendo mucho y dándome un beso que me sorprende.

—Me gusta, joder —me dice.

—Estoy fatal. —Me río—. ¿Me queda bien? —pregunto con una mueca.

—Te echaría otro ahora, ¿responde eso a tu pregunta?

Me río, pero no quiero perder más tiempo: quiero salir. Recojo los mechones que he tirado por el suelo y, por fin, nos vamos a recorrer las calles de Madrid antes de que se ponga el sol.

¿Sabéis estas tardes tontas que, sin hacer nada en especial, se convierten en algo que recordaréis durante años como momentos deliciosos que os hicieron felices? Pues eso es esta tarde en la que no hacemos nada que no hayamos hecho decenas de veces pero que, sin embargo, está teñida de algo distinto y casi mágico. Quizá sea yo, que estoy embebida con la historia de amor de mis abuelos. Quizá sea la primavera, que la sangre altera. O quizá sea Daniel y sus mil formas de hacerme reír. Durante nuestro paseo sin rumbo nos vamos riendo de todo, como si estuviéramos borrachos de nosotros mismos. No dejo de tocarme el pelo y Daniel, ahora que tengo la nuca casi despejada, me la acaricia de cuando en cuando en un gesto que parece del todo inconsciente. Cotilleamos sobre unos clientes marcianísimos que han aparecido hoy por la tienda y no puedo parar de reírme. Tiene una gracia innata, sarcástica e inteligente. Mucha gente no le comprende, pero mucha gente tampoco me entiende a mí, así que supongo que por eso nos llevamos tan bien: somos dos seres extraños en un mundo de gente extraña.

Paramos en La Tita Rivera a tomar algo y nos sentamos en una de las mesitas de su jardín mientras va oscureciendo poco a poco.

—¿Ves a esos de ahí? —pregunta Daniel señalando con disimulo a una pareja de unos cuarenta y tantos años que apenas hablan entre ellos.

—Sí.

—Yo no quiero eso, ¿sabes?

—¿El qué?

—Eso. El estar con tu chica tomando algo y no tener nada de qué hablar. El darte cuenta de que has perdido toda la conexión con esa persona y que ha dejado de ser especial. El tener una relación aburrida y fingir hacer algo divertido para enmascarar que, en realidad, ya no queda nada por lo que reír. Como la canción de Sabina, Contigo, pues lo mismo.

—Joder, Daniel —resoplo—. Quizá no sean muy habladores en general. Quizá se acaban de conocer. Quizá lo están pasando mal. Quizá tengan tanta confianza que no necesiten las palabras.

—Sí, lo sé. Pueden ser mil cosas. Pero si fuera la que he dicho, no me gustaría vivirla.

—A nadie nos gustaría una relación así.

—Sin embargo es la que tiene casi todo el mundo al cabo de los años. Hermanamiento más que apasionamiento.

—Eso es mucho generalizar.

—En todo caso, no lo quiero.

—¿Por eso pasas de comprometerte? —pregunto en un alarde de valentía. Me arrepiento al instante.

Daniel me mira unos segundos, sopesando si he hecho esa pregunta por mera curiosidad o si la he hecho con segundas. Yo también me lo pregunto, la verdad.

—No paso de comprometerme. Paso de comprometerme ahora. Y paso de comprometerme con alguien con quien no pueda hablar ni reírme estando a solas.

—Amén —digo brindando en el aire con mi copa. Daniel sonríe.

—Seguro que esos son de los que hacen amigos estando de vacaciones. —Se ríe malicioso.

—¡Dani! —Río yo.

—¿Qué? Es verdad. Si lo piensas, esa gente que va de vacaciones y hace amigos de forma forzada, ¿por qué lo hacen? ¿Es que no soportan estar el uno a solas con el otro? ¿Es que no están cansados de que durante el día a día y la rutina apenas puedan verse, que también durante las vacaciones necesitan a la gente?

—Quizá sean muy sociables. O, simplemente, les gusta relacionarse.

—Tonterías. Yo soy muy sociable y si me fuera de vacaciones con mi chica, me pasaría el día hartándome de follar y de beber con ella. No necesito a nadie si tengo a la persona adecuada.

E imaginarme a Daniel hartándose de follar y de beber con «su chica» me hace beber un trago largo de ginebra y pestañear frenéticamente unos segundos.

—¿Qué? ¿Tú no? —pregunta.

—Sí, yo también. —Doy otro trago—. Tengo que ir al lavabo.

Cuando vuelvo, Daniel casi se ha terminado su copa.

—¿Me has echado de menos y te has dado al alcohol? —Le saco la lengua.

—La vida es muy aburrida sin oírte reír. —Sonríe.

—Idiota.

Esperamos a que yo termine la mía hablando de cine, literatura y escritores. Y de escritura. Como sabe que antes escribía, pero no suelo hablar de ello, saca el tema con disimulo.

—¿Sabes? —pregunta—. Nunca he leído nada tuyo y… me gustaría.

Bebo un sorbo mirando hacia otro lado.

—Bah, solo eran relatos para pasar el rato. Y acaban todos mal —digo negando con la cabeza.

—Bueno, ¿y qué si acaban mal? Son historias. Sean como sean, me gustaría leerte. O que escribieras algo nuevo y me lo leyeras en el parque. —Me guiña un ojo.

—¿Por qué eres tan pesado? —Me río, fingiendo despreocupación.

Daniel se acerca a mí y coloca su silla a mi lado. Le miro los labios. Le miro los ojos. Suspiro. Está rozando sus labios con los míos, mirando mi boca.

—Me confundes —le digo con un hilo de voz.

—Eso es lo mejor que puede pasarte para sentirte viva.

Sonrío y su mano se posa en mi cara, extiende sus dedos por mi pelo y me acaricia las mejillas con su pulgar. Su otra mano no tarda y en menos de dos segundos ha atrapado mi cara. Nos damos un beso que aparece de la nada sin pensar y, al terminar, sonreímos acariciando nuestras mejillas con la nariz.

Dejamos el bar atrás y nos adentramos por las callejuelas adyacentes. Ya ha anochecido y comienza a refrescar, pero el ambiente sigue teniendo ese encanto de gente que necesita deshacerse del invierno y quema el día como puede. Daniel y yo paseamos un rato hablando de todo y de nada, sin comentar ni una palabra sobre la ternura que se cierne últimamente entre nosotros. Por un momento pensamos cenar por ahí, pero ambos estamos bastante mal de pasta así que desechamos la idea. Daniel no insiste tampoco, aunque me acompaña a un supermercado que no cierra en todo el día a comprar algo para que me haga la cena, porque en mi nevera solo tengo cerveza. Estupendo. Llegamos al súper un poco borrachos y un poco dejándonos llevar por la embriaguez que arrastramos de nosotros mismos. Nos echamos a reír de tonterías y nos vamos acercando más, hasta rozarnos sin disimulo. Empujamos el carrito haciendo carreras estúpidas y, en una de estas, Daniel me coge y me sienta dentro del carro, llevándome por todo el supermercado corriendo. La gente nos mira y chasquea la lengua desaprobando nuestra actitud, pero nos da igual.

—Estás fatal —le digo riendo cuando estamos haciendo cola, ya de pie.

—Le dijo la sartén al cazo. —Y me da una palmada en la nalga que me hace fruncir el ceño.

—Guárdate tus manos y tus palmaditas donde te quepan, chato. No suele gustarme que me traten como a un caballo —digo con rintintín.

Entonces él sonríe de lado y posa su mano en mi cadera.

—¿Ahí está mejor? —me susurra. Yo finjo desinterés y me encojo de hombros.

—Puede, sí.

—¿Y ahora? —Pone su otra mano en la otra cadera y me atrae hacia él, abrazándome la cintura.

—Algo, sí. —Sonrío.

Daniel me da un beso en el cuello.

—¿Mejoramos?

—Definitivamente —digo jadeando y enroscando mis manos en su cuello, dejándome llevar.

Él se acerca un poco más a mí y me da un mordisquito en el cuello que me hace retorcer los dedos de los pies.

—Dani —susurro.

—Nos toca.

Nos separamos cuando la cajera nos da paso para poder colocar la compra en la cinta y no volvemos a hablar hasta que salimos de ahí. Daniel se empeña en acompañarme a casa, aunque vivo al lado. Llevamos solo dos bolsas que no pesan mucho, pero aun así parece que estamos centrados en ellas y no en lo rara que ha sido la tarde de hoy. ¿Qué es lo que nos está pasando? Llevamos unos días más rarunos de lo normal, como queriendo abrir una puerta pero apartándonos del pomo. Es extraño. Y hoy está siendo el summum de esta contradicción. Hemos empezado follando como tantas veces y, de alguna forma, después nos hemos puesto muy tiernos o no sé. ¿Estamos dando un paso más? Sopeso un segundo la idea y, sin pensar, sonrío. Así, sin más. Pero en cuanto me doy cuenta, niego con la cabeza porque sé lo que quiere él y lo que necesito yo. Y para muestra, un botón.

—¿Quieres quedarte a cenar, Dani? —pregunto al llegar a mi portal. Sobre todo porque no me apetece quedarme sola después de una tarde tan genial.

—No puedo —responde serio—. Tengo que irme.

—Ah, bueno. ¿Nos vemos mañana tras el trabajo?

—Mañana he quedado. —Se rasca la cabeza.

Asiento. Es como si ambos quisiéramos avanzar, pero cuando lo hacemos, recula él o reculo yo. Creo que los dos estamos cagados de miedo ante la perspectiva de dar un paso y que salga mal. O que salga demasiado bien y se nos vaya la cabeza en una especie de borrachera amorosa que termine explotando en nuestras caras. Quizá sean imaginaciones mías, pero lo cierto es que él aprieta sus labios a modo de afirmación y nos despedimos con un adiós. Observo cómo se aleja fugaz después de hacerme pasar la tarde más bonita de mi vida desde que Mara se fue.

Después de cenar, me acomodo en el sofá que tenemos en la terraza. Me pongo una sudadera, enciendo las velitas de la mesa cenador y también una lámpara que tenemos para la noche, y pongo música clásica bajita en el salón: Mahler; para que así se escuche solo su murmullo desde la terraza. Me sirvo una copa de vino, cojo el libro de mi abuela y salgo al frescor de la noche. Quiero que este día acabe como se merece: voy a leer. No quiero quedarme con la sensación extraña que tengo por la despedida de Daniel, así que abro el libro y voy a por ello. Pero antes llamo a mi padre para ver qué tal está. Le pillo trabajando así que la conversación es muy breve. Tan solo los típicos cómo va todo y poco más. Y sin más colgamos en otra conversación fría como el hielo.

Capítulo V. El primer golpe

 

Los primeros meses como marido y mujer fueron los más felices de nuestra vida. Solo se vieron empañados por los problemas de salud que mi madre empezó a tener poco después de la boda: tos aguda, fatiga o fiebres esporádicas que nos preocupaban a toda la familia, aunque el médico del pueblo le restara importancia y lo achacara a un catarro mal curado que, decía, sanaría con el buen tiempo. Pero, salvo por esto, fueron meses de absoluta felicidad marital. De puertas para afuera, éramos un joven matrimonio como todos los demás. No dábamos qué hablar y seguíamos los patrones establecidos por la sociedad de la época y del pueblo. Andrés era un hombre serio que hablaba muy poco y fumaba mucho, por lo que parecía alguien a quien tener respeto. Intimidaba con esa fachada imperturbable y ese cuerpo fuerte y curtido por la tierra. Sin embargo, de puertas para dentro, nuestra casa era un hogar lleno de risas, de caricias y besos a todas horas, de hablar de muchas cosas y de despojarnos de los corsés sociales que tanto apretaban. Tu abuelo era un hombre que se había criado en un país liberal y que, además, había estudiado unos años en la universidad, por lo que era culto, intrépido, intelectual y mucho más abierto que los hombres que yo conocía. Por eso, no es de extrañar que se empeñara en hacerme partícipe de todo lo que él sabía para compartirlo conmigo. Me enseñó lo bonito de las cosas que me había perdido. Por ejemplo, se empeñó en que leyese mejor. Como había dejado la escuela tan pronto apenas me acordaba, pero él cogía viejos libros que había traído y los leíamos juntos entre risas y enfados. Sí, enfados porque yo me ponía muy tozuda cuando no me salía bien y tu abuelo se desesperaba cuando me costaba alguna palabra. Pero al cabo de varias semanas de intenso trabajo ya leía mejor y podía leerle mis amadas Rimas de Bécquer antes de irnos a dormir. También me enseñó la música. De Francia se había traído una radio donde podíamos escuchar las canciones de la época y cuando sonaba alguna que nos gustaba, nos poníamos a bailar en la cocina entre risas y carantoñas. Además había traído una pequeña gramola y un disco de Mahler que un compañero suyo, estudiante de música, le había dejado y que nunca le pudo devolver. Así es como aprendí a amar la música clásica.

Fueron meses en los que disfrutamos de cada momento. De reír y conocernos poco a poco. De hablar, de bailar y de hacer el amor. De trabajar, de apoyarnos y de descubrir todo lo que se puede esconder en una mirada. Fueron meses de ilusionarnos con las cosas que teníamos a diario y con las que estaban por llegar que, sin embargo…, no llegaban.

No era algo que reconociera abiertamente, ni siquiera a mi propio marido, pero ocho meses después de la boda mi cabeza empezaba a inquietarse porque no me había quedado embarazada todavía. Sabía que esas cosas costaban a veces y trataba de no darle mayor importancia; además, con los quehaceres diarios y la preocupación por la salud de mi madre, cuyo catarro empeoraba poco a poco, no tenía mucho tiempo para pensar en nada más, pero sí que me estaba alarmado no quedarme encinta. Andrés, por su parte, jamás mencionaba el tema por lo que yo tampoco me sentía cómoda hablando de ello, pensando que quizá estaba siendo obcecada y pecando de impaciente y que si lo decía, alertaría a mi marido y sería peor. El caso es que por una cosa o por otra, ese sentimiento de miedo ante la posibilidad de morir sin descendencia me acompañó en silencio hasta que algo más fuerte que la propia vida vino a mí.

Una mañana de primavera mi hermano pequeño llamó a nuestra casa nervioso y jadeando. Abrí la puerta extrañada, porque apenas había salido el sol y ni siquiera nos habíamos levantado de la cama, y me lo encontré lloroso y temblando. Me dijo que nuestra madre se había acostado con fiebres y que tras la noche no solo habían aumentado sino que estaba convulsionando y delirando.

Asustada, mandé a mi hermano a casa del médico para que le pidiera que fuese a visitarla. No tenía muy claro cómo le pagaríamos una segunda visita, pues nuestra economía era muy justa, pero Andrés me había dicho que esta vez aceptaría productos de la tierra como compensación. Por aquel entonces los servicios se pagaban como se podían y el trueque seguía siendo tan válido como el dinero. Tu abuelo me acompañó a casa de mi madre y cuando llegamos, nos encontramos a mi padre a los pies de su cama, a mis hermanos sin saber bien qué hacer y a mi madre tiritando de frío y sudando como un animal. Le cogí la mano y con la otra le acaricié la frente: estaba ardiendo. Sus labios estaban casi morados y sus dientes rechinaban. Le puse un paño húmedo en la frente y mandé salir a todo el mundo fuera de la habitación. Coloqué otra manta en la cama aunque sabía que no era frío real lo que sentía. Pero tenía que hacer algo mientras esperábamos al médico, que llegó dos horas después.

El médico me mandó salir de la habitación y me quedé en la puerta mirando a Andrés, agobiada. Por su mirada entendí que me estaba abrazando, que me estaba dando ánimos con un beso, que su mano apretaba la mía a pesar de no poder ni rozarnos. Entonces el respeto a los padres pasaba por no mostrar ni un ápice de cariño en su presencia, y mi padre ya estaba bastante nervioso y preocupado como para añadirle incomodidad.

Casi media hora después el médico salió de la habitación con cara de circunstancia.

—Doctor… —dijo mi padre quitándose la gorra, que siempre llevaba puesta, como muestra de respeto.

—Lo siento. Parece que el catarro ha empeorado y ha derivado en neumonía.

Todos nos miramos sorprendidos y asustados.

—Pero ¿se puede hacer algo? —pregunté—. ¿Hay… esperanzas?

El silencio del doctor me respondió a mí, a mi familia y a nuestra pena. El médico nos dio algunas indicaciones para aliviar la fiebre, pero todos supimos que sería cuestión de días. Cuando se marchó, volví a la habitación de mi madre y tapándome la boca con un pañuelo, me senté en la cama y le cogí de la mano. Recuerdo que me miró con unos ojos moribundos y apenados, negando con la cabeza. Las dos nos echamos a llorar en silencio.

Desde ese día yo iba mañana y tarde a casa de mis padres a cuidar a mi madre. Durante la primera semana su estado no mejoró, pero tampoco empeoró, así que mantuvimos un poco la esperanza. Sin embargo, un par de semanas después, la tos y las fiebres se intensificaron y supimos que ya no habría marcha atrás. Mandé a mis hermanos pequeños a casa de una tía para que no vivieran el proceso de la muerte de cerca. Mis hermanos mayores trabajaban todo el día y aunque insistían a mi padre para que les acompañara y así se despejara, este no quería separarse de la cama de su mujer. Andrés y yo nos mudamos a casa de mis padres por tiempo indefinido, para cuidarlos, pero como él estaba todo el día trabajando en el campo, la que se tuvo que encargar de mi madre, mi padre, mis hermanos y la casa fui yo. A mi padre intentaba tenerlo ocupado. Lo mandaba a la tienda, a encender fuego, a traer toallas limpias, a humedecer paños…, a cualquier cosa que no fuera tenerle lloriqueando a los pies de la cama de mi madre, que luchaba con todas sus fuerzas por agarrarse a la vida. Yo estaba todo el día en danza, desde las cinco de la mañana hasta bien entrada la noche. Cocinar, limpiar, fregar, lavar, atender a mis hermanos, a mi padre y, sobre todo, a mi madre: limpiarla, lavarla, animarla, cantarle, contarle historias, cambiar las sábanas llenas de sangre… Mis días no tenían fin y estaba agotada hasta la extenuación. Ya no pensaba en embarazos ni en música ni en bailes, mi cabeza solo tenía trabajo y más trabajo. En aquellos tiempos cuidar a los enfermos era una tarea exclusiva de las mujeres y a ella me encomendé como me habían enseñado, pero al ser la única hija, tuve que arrear con todo y todos como si fuera un patrón de barco en medio de un maremoto. Solo me aliviaba un poco de mi carga Andrés cuando algunas tardes regresaba pronto del campo y se quedaba en casa cerca de mi madre, para no dejarla sola, mientras yo iba y venía haciendo las tareas cotidianas.

Durante semanas vimos a mi madre luchar contra la neumonía, pero empeoraba por minutos. Era descorazonador verla debatirse contra ella misma, sabiendo que perdería la batalla y que solo era cuestión de tiempo.

—Hija —me dijo una tarde—, llama a tu padre y a tus hermanos, que vengan.

—Mamá. —Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Hazlo, Elena.

La miré extrañada, pero no tuve valor de decir nada más. Mi madre se moría y ella lo sabía. Quería a su familia a su lado. Quería morir con los suyos.

Uno a uno, mis hermanos, mi padre y Andrés, fueron llegando a la habitación de mi madre, dejando todo lo que estaban haciendo para acudir a la llamada. Ella, postrada en su cama, miraba el círculo que habíamos formado a su alrededor y, cogiéndole una mano a mi padre y la otra a mí, comenzó a hablar.

—Ha llegado la hora, lo noto —dijo temblorosa—. Me voy, hijos míos. —Alguno de mis hermanos sollozó—. Tendréis que ser fuertes, valientes, y cuidar la casa y a vuestro padre por mí. Elena se encargará de vosotros —me miró y yo sonreí—, y cuidará de vuestro padre cuando llegue el momento. —Asentí—. Pero no abuséis de ella; pronto tendrá su propia familia que atender. —Yo bajé la cabeza—. No tendréis tiempo de echarme de menos, pues el trabajo no os dejará lugar para lamentaciones que además no sirven para nada. Me voy orgullosa de la familia que he creado, de los hijos trabajadores y honrados que he criado y del marido atento que he tenido. Me voy orgullosa de haber sido la madre que he sido. —Tragó saliva y todos sollozamos con ella. Gimió de dolor e inspiró hondo—. Me gustaría deciros muchas cosas a cada uno, pero no tengo fuerzas ni tengo tiempo. Así que, simplemente, gracias por hacerme una mujer feliz.

Todos lloramos y nos acurrucamos a su lado. Le dábamos besos y le cogíamos de la mano, dándole las gracias por haber sido tan buena madre, hasta que dos horas después sus ojos se cerraron y expiró su último aliento un verano de 1951, como una estrella fugaz que desaparece en el cielo.