PARTE TERCERA MITOS

La Historia nos muestra que los hombres siempre han ejercido todos los poderes concretos; desde los primeros tiempos del patriarcado, han juzgado útil mantener a la mujer en un estado de dependencia; sus códigos se han establecido contra ella; y de ese modo la mujer se ha constituido concretamente como lo Otro. Esta condición servía los intereses económicos de los varones; pero también convenía a sus pretensiones ontológicas y morales. Desde que el sujeto busca afirmarse, lo Otro que le limita y le niega le es, no obstante, necesario, pues no se alcanza sino a través de esa realidad que no es él. Por ese motivo, la vida del hombre no es jamás plenitud y reposo, es carencia y movimiento, lucha.

Frente a sí, el hombre tiene a la Naturaleza; tiene poder sobre ella, trata de apropiársela. Pero ella no podría satisfacerlo; o bien no se realiza sino en tanto que oposición puramente abstracta, es obstáculo y permanece extraña, o bien sufre pasivamente el deseo del hombre y se deja asimilar por él; este no la posee más que consumiéndola, es decir, destruyéndola. En ambos casos, permanece solo; está solo cuando toca una piedra, solo cuando digiere un fruto. No hay presencia de lo otro nada más que si lo otro está presente ante sí mismo: es decir, que la verdadera alteridad es la de una conciencia separada de la mía e idéntica a ella. Es la existencia de los otros hombres la que arranca cada hombre a su inmanencia y le permite cumplir la verdad de su ser, cumplirse como trascendencia, como escapada hacia el objeto, como proyecto. Pero esa libertad extraña, que confirma mi libertad, entra también en conflicto con ella: es la tragedia de la conciencia desdichada; cada conciencia pretende plantearse sola como sujeto soberano. Cada una procura realizarse reduciendo a esclavitud a la otra. Pero, en el trabajo y el miedo, el esclavo también se experimenta como esencial, y, por un viraje dialéctico, es el amo quien aparece como inesencial. El drama puede superarse mediante el libre reconocimiento de cada individuo en el otro, planteándose cada cual a sí mismo y al otro, a la vez, como objeto y como sujeto en un movimiento recíproco. Pero la amistad y la generosidad, que realizan concretamente ese reconocimiento de las libertades, no son virtudes fáciles; seguramente son la más excelsa realización del hombre, y, por eso mismo, este se encuentra en su verdad: pero esta verdad es la de una lucha incesantemente abolida, que exige que el hombre se supere a cada instante.

Puede decirse también, en otro lenguaje, que el hombre alcanza una actitud auténticamente moral cuando renuncia a ser para asumir su existencia; en virtud de esa conversión, renuncia también a toda posesión, ya que la posesión es un modo de buscar el ser; pero la conversión mediante la cual alcanza la verdadera sabiduría no está nunca realizada: hay que realizarla sin cesar, exige una tensión constante. De tal modo que, incapaz de realizarse en la soledad, el hombre está continuamente en peligro en sus relaciones con sus semejantes: su vida es una empresa difícil cuyo éxito no está jamás asegurado.

Pero no le gustan las dificultades y teme al peligro. Aspira contradictoriamente a la vida y al reposo, a la existencia y al ser; sabe bien que la «inquietud del espíritu» es el rescate que paga por su desarrollo, que su distancia al objeto es el rescate de su presencia en sí mismo; pero sueña con la quietud en la inquietud y con una plenitud opaca que habitaría, no obstante, la conciencia. Ese sueño encarnado es justamente la mujer; esta es la intermediaria deseada entre la Naturaleza extraña al hombre y lo semejante que le es demasiado idéntico55. Ella no le opone ni el silencio enemigo de la Naturaleza, ni la dura exigencia de un recíproco conocimiento; por un privilegio único, ella es una conciencia y, no obstante, parece posible poseerla en su carne. Gracias a ella, hay medio de escapar a la implacable dialéctica del amo y el esclavo, que tiene su origen en la reciprocidad de libertades.

Ya se ha visto que no hubo en principio mujeres emancipadas a quienes los hombres hubiesen esclavizado, y que la división de sexos jamás ha fundado una división en castas. Asimilar la mujer a la esclava es un error; entre los esclavos ha habido mujeres, pero siempre han existido mujeres libres, es decir, revestidas de una dignidad religiosa y social: aceptaban la soberanía del hombre y este no se sentía amenazado por una revuelta que pudiese transformarle, a su vez, en objeto. Aparecía así la mujer como lo inesencial que no retorna jamás a lo esencial, como lo Otro absoluto, sin reciprocidad. Todos los mitos de la creación expresan esta convicción preciosa para el varón, y, entre otros, la leyenda del Génesis, que, a través del cristianismo, se ha perpetuado en la civilización occidental. Eva no fue moldeada al mismo tiempo que el hombre; no fue fabricada con una sustancia diferente, ni del mismo barro que sirvió para modelar a Adán: fue extraída del flanco del primer varón. Su mismo nacimiento no fue autónomo; Dios no optó espontáneamente por crearla como un fin en sí misma y para que, a cambio, le adorase directamente: la destinó al hombre; fue para salvar a Adán de su soledad por lo que se la dio; ella tiene en su esposo su origen y su fin, es su complemento sobre el modo de lo inesencial. Así aparece como una presa privilegiada. Es la Naturaleza elevada a lo translúcido de la conciencia, es una conciencia naturalmente sumisa. Y esa es la maravillosa esperanza que a menudo ha puesto el hombre en la mujer: espera realizarse como ser al poseer carnalmente a un ser, al mismo tiempo que se hace confirmar en su libertad por una libertad dócil. Ningún hombre consentiría en ser mujer, pero todos desean que haya mujeres. «Demos gracias a Dios por haber creado a la mujer.» «La Naturaleza es buena, puesto que ha dado la mujer a los hombres.» En estas frases y otras análogas, el hombre afirma una vez más, con ingenua arrogancia, que su presencia en este mundo es un hecho ineluctable y un derecho, mientras que la de la mujer es un mero accidente, aunque un accidente afortunado. Al aparecer como lo Otro, la mujer aparece al mismo tiempo como una plenitud de ser por oposición a esta existencia cuya nada experimenta el hombre en sí mismo; al plantearse como objeto a los ojos del sujeto, lo Otro se plantea como en sí y, por consiguiente, como ser. En la mujer se encarna positivamente la carencia que el existente lleva en su corazón, y, tratando de encontrarse a través de ella, es como el hombre espera realizarse.

Sin embargo, la mujer no ha representado para él la única encarnación de lo Otro y no siempre ha tenido la misma importancia en el curso de la Historia. Momentos ha habido en que ha sido eclipsada por otros ídolos. Cuando la ciudad, el Estado, devoran al ciudadano, este ya no tiene la posibilidad de ocuparse de su destino privado. Consagrada al Estado, la espartana tiene una condición superior a la de las demás mujeres griegas. Pero tampoco la transfigura ningún sueño masculino. El culto al jefe, ya sea Napoleón, Mussolini o Hitler, excluye todo otro culto. En las dictaduras militares, en los regímenes totalitarios, la mujer deja de ser un objeto privilegiado. Se comprende que la mujer sea divinizada en un país rico y cuyos ciudadanos no saben muy bien qué sentido dar a su vida. Eso es lo que sucede en Norteamérica. En desquite, las ideologías socialistas que reclaman la asimilación de todos los seres humanos rehúsan para el porvenir y desde el presente que ninguna categoría humana sea objeto o ídolo: en la sociedad auténticamente democrática que anuncia Marx, no hay lugar para lo Otro. Sin embargo, pocos hombres coinciden exactamente con el soldado, el militante, que han elegido ser; en la medida en que permanecen individuos, la mujer conserva a sus ojos un valor singular. Yo he visto cartas escritas por soldados alemanes a prostitutas francesas, en las cuales, a despecho del nazismo, la tradición sentimental se revelaba ingenuamente vivaz. Escritores comunistas, como Aragon en Francia y Vittorini en Italia, dan en sus obras un lugar destacado a la mujer amante y madre. Tal vez el mito de la mujer se extinga algún día: cuanto más se afirman las mujeres como seres humanos, tanto más muere en ellas la maravillosa cualidad de lo Otro. Pero hoy todavía existe en el corazón de todos los hombres.

Todo mito implica un Sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia un cielo trascendente. Al no plantearse las mujeres a sí mismas como Sujeto, no han creado un mito viril en el cual se reflejarían sus proyectos; carecen de religión y de poesía que les pertenezca por derecho propio: todavía sueñan a través de los sueños de los hombres. Adoran a los dioses fabricados por los hombres. Estos han forjado para su propia exaltación las grandes figuras viriles: Hércules, Prometeo, Parsifal; en el destino de esos héroes, la mujer solo representa un papel secundario. Sin duda, existen imágenes estilizadas del hombre en tanto se le tome en sus relaciones con la mujer: el padre, el seductor, el marido, el celoso, el buen hijo, el mal hijo; pero también han sido los hombres quienes los han fijado, y ellas no llegan a la dignidad del mito; apenas son otra cosa que clichés. La mujer, en cambio, es exclusivamente definida en su relación con el hombre. La asimetría de ambas categorías, varón y hembra, se manifiesta en la constitución unilateral de los mitos sexuales. A veces se dice «el sexo» para designar a la mujer; ella es la carne, sus delicias y sus peligros: que para la mujer sea el hombre el sexuado y el carnal es una verdad jamás proclamada, porque no hay nadie para proclamarla. La representación del mundo, como el mundo mismo, es operación de los hombres; ellos lo describen desde el punto de vista que les es propio y que confunden con la verdad absoluta.

Siempre es difícil describir un mito; no se deja asir ni cercar; asedia a las conciencias sin jamás haberse plantado ante ellas como un objeto fijo. Es tan ondulante, tan contradictorio, que al principio no se descubre su unidad: Dalila y Judit, Aspasia y Lucrecia, Pandora y Atenea, la mujer es al mismo tiempo Eva y la Virgen María. Es un ídolo, una sirvienta, la fuente de la vida, una potencia de las tinieblas; es el silencio elemental de la verdad, es artificio, charlatanería y mentira; es la curandera y la hechicera; es la presa del hombre, es su pérdida, es todo cuanto él no es y quiere ser, su negación y su razón de ser.

«Ser mujer —dice Kierkegaard56— es algo tan extraño, tan mezclado, tan complicado, que ningún predicado llega a expresarlo, y los múltiples predicados que se quisiera emplear se contradirían de tal modo, que solo una mujer podría soportarlos.» Eso proviene de que no está considerada positivamente, tal cual es para sí, sino negativamente, tal y como se le aparece al hombre. Porque si hay otros Otro que no sean la mujer, esta no deja nunca por ello de ser definida como lo Otro. Y su ambigüedad es la misma de la idea de lo Otro: es la de la condición humana en tanto se define en su relación con lo Otro. Ya se ha dicho que lo Otro es el Mal; pero necesario para el Bien, retorna al Bien; mediante él, accedo yo al Todo, pero es él quien me separa de ello; él es la puerta de lo infinito y la medida de mi finitud. Y por ese motivo, la mujer no encarna ningún concepto fijo; a través de ella, se cumple sin tregua el paso de la esperanza al fracaso, del odio al amor, del bien al mal, del mal al bien. Bajo cualquier aspecto que se la considere, lo que primero sorprende es esa ambivalencia.

El hombre busca en la mujer lo Otro en tanto que Naturaleza y como su semejante. Pero ya es sabido qué sentimientos ambivalentes inspira la Naturaleza al hombre. El la explota, pero ella le aplasta; él nace de ella y en ella muere; ella es la fuente de su ser y el reino que él somete a su voluntad; es una ganga material en la cual está prisionera el alma, y es la realidad suprema; es la contingencia y la Idea, la finitud y la totalidad; es lo que se opone al Espíritu y a él mismo.

Alternativamente aliada y enemiga, se presenta como el tenebroso caos de donde brota la vida, como esa vida misma y como el más allá hacia el cual tiende: la mujer resume la Naturaleza en tanto que Madre, Esposa e Idea; estas figuras tan pronto se confunden como se oponen; y cada una de ellas tiene una doble faz.

El hombre hunde sus raíces en la Naturaleza; ha sido engendrado como los animales y las plantas; sabe muy bien que solo existe mientras vive. Pero, desde el advenimiento del patriarcado, la Vida ha revestido a sus ojos un doble aspecto: es conciencia, voluntad, trascendencia, es espíritu; y es materia, pasividad, inmanencia, es carne. Esquilo, Aristóteles e Hipócrates han proclamado que tanto en la tierra como en el Olimpo es el principio masculino el verdaderamente creador: de él han nacido la forma, el número y el movimiento; por Deméter se multiplican las espigas, pero el origen de la espiga y su verdad están en Zeus; la fecundidad de la mujer solo se considera como una virtud pasiva. Ella es la tierra; y el hombre, la simiente; ella es el Agua y él es el Fuego.

La creación ha sido a menudo imaginada como un matrimonio entre el fuego y el agua; es la cálida humedad la que da nacimiento a los seres vivos; el Sol es esposo de la Mar; Sol y Fuego son divinidades masculinas; y la Mar es uno de los símbolos maternales que más universalmente se encuentran. Inerte, el agua sufre la acción de los flamígeros rayos que la fertilizan. De igual modo, la tierra roturada por el labrador recibe, inmóvil, los granos en sus surcos. Sin embargo, su papel es necesario: es ella la que nutre al germen, lo abriga y le hace subsistir. Por eso, incluso una vez destronada la Gran Madre, el hombre ha seguido rindiendo culto a las diosas de la fertilidad57, y debe a Cibeles sus cosechas, sus rebaños, su prosperidad. Le debe su propia vida. Exalta el agua lo mismo que el fuego. «¡Gloria a la mar! ¡Gloria a sus ondas rodeadas de fuego sagrado! ¡Gloria a la onda! ¡Gloria al fuego! ¡Gloria a la extraña aventura!», escribe Goethe en el Segundo Fausto. Venera a la tierra: «The matron Clay», como la denomina Blake. Un profeta indio aconseja a sus discípulos que no caven la tierra, porque «es un pecado herir o cortar, desgarrar a nuestra madre común por medio de labores agrícolas... ¿Tomaría yo un cuchillo para hundirlo en el seno de mi madre?.. ¿Mutilaría yo sus carnes para llegar hasta sus huesos?.. ¿Cómo osaría cortar los cabellos de mi madre?» En la India central, los baija también consideran pecado «desgarrar el seno de su tierra-madre con el arado». En cambio, Esquilo dice de Edipo que «ha osado sembrar el surco sagrado donde él se ha formado». Sófocles habla de los «surcos paternos» y del «labrador, amo de un campo lejano que solo visita una vez en la época de la sementera». La bien amada de una canción egipcia declara: «¡Yo soy la tierra!» En los textos islámicos, a la mujer se la llama «campo... viñedo». San Francisco de Asís, en uno de sus himnos, habla de «nuestra hermana, la tierra, nuestra madre, que nos conserva y nos cuida, que produce los frutos más variados con las flores multicolores y las hierbas». Michelet, mientras toma baños de légamo en Acqui, exclama: «¡Querida madre común! Somos uno. ¡De ti vengo, a ti vuelvo!...» Y hasta hay épocas en las cuales se afirma un romanticismo vitalista que desea el triunfo de la Vida sobre el Espíritu: entonces la mágica fertilidad de la tierra, de la mujer, parece más maravillosa que las operaciones concertadas del varón; entonces el hombre sueña con volver a confundirse con las tinieblas maternas para encontrar allí las verdaderas fuentes de su ser. La madre es la raíz hundida en las profundidades del cosmos cuyos jugos extrae, es el manantial de donde brota el agua viva que también es leche nutricia, un manantial cálido, un barro hecho de tierra y agua, rico en fuerzas regeneradoras58.

Pero más general es en el hombre su revuelta contra su condición carnal; se considera un dios fracasado: su maldición consiste en haber caído desde un cielo luminoso y ordenado a las caóticas tinieblas del vientre materno. Ese fuego, ese soplo activo y puro en el cual desea reconocerse, es la mujer que le aprisiona en el barro de la tierra. El se querría necesario como una pura Idea, como el Uno, el Todo, el Espíritu absoluto; y se halla encerrado en un cuerpo limitado, en un lugar y un tiempo que no ha elegido, adonde no ha sido llamado: inútil, embarazoso, absurdo. La contingencia carnal es la de su ser mismo, al que sufre en su desamparo, en su injustificable gratuidad. También le consagra ella a la muerte. Esa gelatina trémula que se elabora en la matriz (la matriz secreta y cerrada como una tumba) evoca demasiado la muelle viscosidad de las carroñas para que él no se aparte de ella con un estremecimiento. Por dondequiera que la vida está en vías de hacerse, germinación, fermentación, provoca repugnancia, porque no se hace sino deshaciéndose; el viscoso embrión abre el ciclo que se cierra con la podredumbre de la muerte. Porque tiene horror a la gratuidad y a la muerte, el hombre se horroriza de haber sido engendrado; desearía renegar de sus ataduras animales; por el hecho de su nacimiento, la Naturaleza asesina tiene poder sobre él. Entre los primitivos, el parto está rodeado de los más severos tabúes; en particular, la placenta debe ser cuidadosamente quemada o arrojada al mar, porque cualquiera que de ella se apoderase tendría en sus manos el destino del recién nacido; esa ganga donde se ha formado el feto es el signo de su dependencia; al aniquilarla, se permite al individuo arrancarse al magma vivo y realizarse como ser autónomo. La mancilla del nacimiento recae sobre la madre. El Levítico y todos los códigos antiguos imponen a la parturienta ritos purificadores; y en muchos medios rurales la ceremonia religiosa de purificación conserva esa tradición. Sabida es la espontánea turbación, turbación que se enmascara frecuentemente con risas, que experimentan los niños, las muchachitas, los hombres, ante el vientre de una mujer encinta y los senos henchidos de una madre lactante. En los museos de Dupuytren, los curiosos contemplan los embriones de cera y los fetos en conserva con el morboso interés con que asistirían a la violación de una sepultura. A pesar de todo el respeto con que la rodea la sociedad, la función de la gestación inspira una repulsión espontánea. Y si en su primera infancia el niño permanece sensualmente adherido a la carne materna, cuando crece, cuando se socializa y adquiere conciencia de su existencia individual, esa carne le atemoriza; quiere ignorarla y no ver en su madre más que una persona moral; si se obstina en pensarla pura y casta, es menos por celos amorosos que por la negativa a reconocerle un cuerpo. Un adolescente se desconcierta y ruboriza si, paseándose con sus camaradas, se encuentra con su madre, sus hermanas, algunas mujeres de su familia: esa confusión se debe a que la presencia de ellas le llama hacia las regiones de la inmanencia de donde quiere escapar, porque descubre las raíces de las que quiere arrancarse. La irritación del muchacho cuando su madre le besa y acaricia tiene el mismo significado: reniega de la familia, de la madre, del seno materno. Querría, al modo de Atenea, haber venido al mundo ya adulto armado de pies a cabeza, invulnerable59. Haber sido concebido, parido, he ahí la maldición que pesa sobre su destino, la impureza que mancilla su ser. Y es el anuncio de su muerte. El culto de la germinación siempre ha estado asociado al culto de los muertos. La Tierra-Madre engulle en su seno las osamentas de sus hijos. Son mujeres —Parcas y Moiras— las que tejen el destino humano; pero también son ellas quienes cortan los hilos. En la mayor parte de las representaciones populares, la Muerte es mujer, y a las mujeres corresponde llorar a los muertos, puesto que la muerte es obra suya60.

Así, la Mujer-Madre tiene un rostro de tinieblas: ella es el caos de donde todo ha surgido y adonde todo debe volver algún día; ella es la Nada. En la noche se confunden los múltiples aspectos del mundo que revela el día: noche del espíritu encerrado en la generalidad y la opacidad de la materia, noche del sueño y de la nada. En el corazón del mar es de noche: la mujer es la Mare tenebrarum temida por los antiguos navegantes; es de noche en las entrañas de la Tierra. Esa noche, en la que el hombre está amenazado de hundirse y que es lo contrario de la fecundidad, le espanta. El aspira al cielo, a la luz, a las cimas soleadas, al frío puro y cristalino de lo azul; y bajo sus pies se abre un abismo húmedo, cálido y oscuro, dispuesto a tragárselo; multitud de leyendas nos muestran al héroe que se pierde para siempre al caer en las tinieblas maternas: caverna, abismo, infierno.

Pero aquí interviene nuevamente la ambivalencia: si la germinación está siempre asociada a la muerte, esta lo está también a la fecundidad. La muerte detestada aparece como un nuevo nacimiento, y hela entonces bendita. El héroe muerto resucita, cual Osiris, cada primavera, y es regenerado por un nuevo alumbramiento. La suprema esperanza del hombre, afirma Jung61, «consiste en que las sombrías aguas de la muerte se conviertan en las aguas de la vida, en que la muerte y su helado abrazo sean el regazo materno, así como el mar que, aunque se traga al sol, lo realumbra en sus profundidades». Tema común a numerosas mitologías es el del sepultamiento del diossol en el seno del mar y su deslumbrante reaparición. Y el hombre, a la vez que quiere vivir, aspira al reposo, al sueño, a la nada. No se desea inmortal, y por eso mismo puede aprender a amar a la muerte. «La materia inorgánica es el seno materno —escribe Nietzsche—. Librarse de la vida es hacerse verdadero, es rematarse. Quienquiera que comprendiese eso, consideraría como una fiesta el regreso al polvo insensible.» Chaucer pone esta súplica en labios de un anciano que no puede morir:

Con mi bastón, noche y día,

golpeo la tierra, puerta de mi madre,

y digo: «¡Oh, madre querida: déjame entrar!»

El hombre quiere afirmar su existencia singular y descansar orgullosamente en su «diferencia esencial», pero también desea derribar las barreras del yo, confundirse con el agua, la tierra, la noche, con la Nada, con el Todo. La mujer que condena al hombre a la finitud le permite también sobrepasar sus propios límites: y de ahí proviene la magia equívoca de que está revestida.

En todas las civilizaciones, y todavía en nuestros días, la mujer inspira horror al hombre: es el horror de su propia contingencia carnal que proyecta en ella. La niña todavía impúber no encierra amenaza, no es objeto de ningún tabú y no posee un carácter sagrado. En muchas sociedades primitivas, su mismo sexo aparece como inocente: desde la infancia se permiten los juegos eróticos entre niños y niñas de ambos sexos. Solo cuando es susceptible de engendrar, la mujer se hace impura. Se han descrito con frecuencia los severos tabúes que en las sociedades primitivas rodean a la muchacha en el día de su primera menstruación; incluso en Egipto, donde se trataba a la mujer con singulares miramientos, permanecía confinada durante todo el tiempo que duraban sus reglas62. A menudo la exponen sobre el tejado de una casa, se la relega a una cabaña situada fuera de los límites de la aldea, no debe vérsela, ni tocarla: más aún, ni siquiera ella debe tocarse con la mano; en los pueblos donde despiojarse es una práctica cotidiana, le envían un bastoncillo con el cual puede rascarse; no debe tocar los alimentos con las manos; en ocasiones, se le prohíbe tajantemente comer; en otros casos, la madre y la hermana son autorizadas para alimentarla por medio de un instrumento; pero todos los objetos que han entrado en contacto con ella durante ese período deben ser quemados. Pasada esa primera prueba, los tabúes menstruales son un poco menos severos, pero siguen siendo rigurosos. Se lee, en particular, en el Levítico: «Y cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su carne, siete días estará apartada; y cualquiera que tocare en ella, será inmundo hasta la tarde. Y todo aquello sobre que ella se acostare mientras su separación, será inmundo: también todo aquello sobre que se sentare, será inmundo. Y cualquiera que tocare su cama, lavará sus vestidos, y después de lavarse con agua, será inmundo hasta la tarde.» Este texto es exactamente simétrico del que trata de la impureza producida en el hombre por la gonorrea. Y el sacrificio purificador es idéntico en ambos casos. Una vez purificada del flujo, hay que contar siete días y llevar dos tortolitas o dos palomas jóvenes al sacrificador, quien las ofrendará al Eterno. Es de notar que, en las sociedades matriarcales, las virtudes referidas a la menstruación son ambivalentes. Por un lado, paraliza las actividades sociales, destruye la fuerza vital, aja las flores, hace caer los frutos; pero también produce efectos bienhechores: los menstruos son utilizados en los filtros de amor, en los remedios, particularmente para curar las cortaduras y las equimosis. Todavía hoy, algunos indios, cuando parten para combatir contra los monstruos fantasmagóricos que acosan sus ríos, colocan en la proa de la embarcación un tampón de fibras impregnado de sangre menstrual: sus emanaciones son nefastas para sus enemigos sobrenaturales. Las jóvenes de ciertas ciudades griegas llevaban al templo de Astarté, como homenaje, la ropa manchada con su primera sangre. Pero, desde el advenimiento del patriarcado, ya solo se han atribuido poderes nefastos al turbio licor que fluye del sexo femenino. En su Historia natural, dice Plinio: «La mujer que está en período de menstruación arruina las cosechas, devasta los huertos, mata las semillas, hace caer los frutos, mata las abejas; si toca el vino, lo convierte en vinagre; la leche se agría...»

Un viejo poeta inglés expresa el mismo sentimiento cuando escribe:

Oh! menstruating woman, thou'st a fiend

from whom all nature should be screened!

El segundo sexo
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