El destino que la sociedad propone tradicionalmente a la mujer es el matrimonio. La mayor parte de las mujeres, todavía hoy, están casadas, lo han estado, se disponen a estarlo o sufren por no estarlo. La soltera se define con relación al matrimonio, ya sea una mujer frustrada, sublevada o incluso indiferente con respecto a esa institución. Así, pues, tendremos que proseguir este estudio mediante el análisis del matrimonio.
La evolución económica de la condición femenina está en camino de trastornar la institución del matrimonio, que se convierte en una unión libremente consentida entre dos individualidades autónomas; los compromisos de los cónyuges son personales y recíprocos; el adulterio es para ambas partes una denuncia del contrato; el divorcio puede ser obtenido por una y otra parte en las mismas condiciones. La mujer ya no está acantonada en su función reproductora: esta ha perdido en gran parte su carácter de servidumbre natural y se presenta como una carga voluntariamente asumida182; además, está asimilada a un trabajo productivo, puesto que en muchos casos el tiempo de reposo que exige un embarazo debe serle pagado a la madre por el Estado o por el empresario. En la URSS el matrimonio apareció durante algunos años como un contrato interindividual, que descansaba en la sola libertad de los esposos; hoy parece ser un servicio que el Estado impone a ambos. El que una u otra tendencia se imponga en el mundo de mañana depende de la estructura general de la sociedad: pero, en todo caso, la tutela masculina está en vía de desaparición. Sin embargo, la época que vivimos es todavía, desde el punto de vista feminista, un período de transición. Solamente una parte de las mujeres participa en la producción, y aun esas pertenecen a una sociedad en la que perviven antiguas estructuras, antiguos valores. El matrimonio moderno no puede comprenderse más que a la luz del pasado que perpetúa.
El matrimonio siempre se ha presentado de manera radicalmente diferente para el hombre y para la mujer. Los dos sexos son necesarios el uno para el otro, pero esa necesidad jamás ha engendrado reciprocidad entre ellos; nunca han constituido las mujeres una casta que estableciese intercambios y contratos con la casta masculina sobre un pie de igualdad. Socialmente, el hombre es un individuo autónomo y completo; ante todo, es considerado como productor, y su existencia está justificada por el trabajo que proporciona a la colectividad; ya se ha visto183 por qué razones el papel reproductor y doméstico en el cual se halla encerrada la mujer no le ha garantizado una dignidad igual, Es cierto que el hombre la necesita; en algunos pueblos primitivos sucede que el soltero, incapaz de asegurarse la subsistencia por sí solo, es una especie de paria; en las comunidades agrícolas, una colaboradora le es indispensable al campesino; y para la mayoría de los hombres resulta ventajoso descargar sobre una compañera ciertas faenas penosas; el individuo desea una vida sexual estable, anhela una posteridad, y la sociedad le exige que contribuya a perpetuarla. Pero no es a la mujer misma a quien el hombre hace un llamamiento: es la sociedad de los hombres la que permite a cada uno de sus miembros que se realice como esposo y como padre; integrada en tanto que esclava o vasalla a los grupos familiares que dominan padres y hermanos, la mujer siempre ha sido dada en matrimonio a unos hombres por otros hombres. Primitivamente, el clan, la gens paterna, disponen de ella como si fuese poco menos que una cosa: forma parte de las prestaciones que dos grupos se consienten mutuamente; su condición no ha sido profundamente modificada cuando el matrimonio ha revestido, en el curso de su evolución184, una forma contractual; dotada o percibiendo su parte de herencia, la mujer aparece como una persona civil: pero dote y herencia la someten aún a su familia; durante mucho tiempo, los contratos fueron firmados entre el suegro y el yerno, no entre marido y mujer; únicamente la viuda gozaba entonces de autonomía económica185. La libertad de elección de la joven ha sido siempre muy restringida; y el celibato —salvo en los casos excepcionales en que reviste un carácter sagrado— la rebaja a la condición de parásito y de paria; el matrimonio es su único medio de ganarse la vida y la exclusiva justificación social de su existencia. Se le impone a doble título: debe dar hijos a la comunidad; pero son raros lo casos en que —como en Esparta y en cierta medida bajo el régimen nazi— el Estado la toma directamente bajo su tutela y solo le pide que sea madre. Incluso las civilizaciones que ignoran el papel generador del padre, exigen que se halle bajo la protección de un marido; también tiene la función de satisfacer las necesidades sexuales de un hombre y cuidar de su hogar. La carga que le impone la sociedad es considerada como un servicio prestado al esposo, el cual, a su vez, debe a su esposa regalos o una viudedad y se compromete a mantenerla; a través de él la comunidad cumple sus deberes con respecto a la mujer que le destina. Los derechos que la esposa adquiere al cumplir sus deberes se traducen en obligaciones a las cuales está sometido el varón. Este no puede romper a su antojo el vínculo conyugal; la repudiación y el divorcio solo se obtienen mediante una decisión de los poderes públicos, y algunas veces el marido debe entonces una compensación monetaria: su uso se hizo incluso abusivo en el Egipto de Boccoris, como sucede hoy en Estados Unidos bajo la forma de alimony. La poligamia siempre ha sido más o menos abiertamente tolerada: el hombre puede llevar a su lecho esclavas, cortesanas, concubinas, queridas, prostitutas; pero está obligado a respetar ciertos privilegios de su legítima esposa. Si esta se ve maltratada o perjudicada, tiene el recurso —más o menos concretamente garantizado— de volver con su familia y obtener la separación o el divorcio. Así, pues, para ambos cónyuges el matrimonio es a la vez una carga y un beneficio; pero no existe simetría en sus respectivas situaciones; para las jóvenes, el matrimonio es el único medio de integrarse en la colectividad, y si se quedan solteras, son consideradas socialmente como desechos. Por eso las madres han buscado siempre con tanto ahínco casar a sus hijas. En el siglo pasado, en el seno de la burguesía, apenas eran consultadas. Se les ofrecía a eventuales pretendientes en el curso de «entrevistas» previamente concertadas. Zola ha descrito esta costumbre en Pot-Bouille:
—Fallado; ha fallado —dijo la señora Josserand, dejándose caer en su silla—.
—Ah —dijo simplemente el señor Josserand—.
—Pero ¿es que no lo comprendéis? —continuó la señora Josserand con voz aguda—. Os digo que es otro matrimonio al garete. ¡Y es el cuarto que falla! —la señora Josserand se levantó y se dirigió hacia donde estaba su hija—: ¿Lo oyes? ¿Cómo te las has arreglado para estropear también esta oportunidad de matrimonio?
Berthe comprendió que había llegado su turno.
—No lo sé, mamá —murmuró—.
—Un subjefe de negociado —prosiguió su madre—; con menos de treinta años y un porvenir soberbio. Eso supone dinero todos los meses; es una cosa sólida, y eso es lo que verdaderamente importa... ¿Acaso has cometido alguna tontería, como con los otros?
—Te aseguro que no, mamá.
—Mientras bailabais, pasasteis a la salita.
Berthe se turbó.
—Sí, mamá... Y, como estábamos solos, quiso hacer cosas feas; me abrazó, cogiéndome así... Entonces tuve miedo y le empujé contra un mueble.
Su madre la interrumpió, presa nuevamente de furor:
—¡Lo empujó contra un mueble! ¡Ah! ¡Desdichada! ¡Lo empujó contra un mueble!
—Pero, mamá, me tenía abrazada...
—¿Y qué? Te tenía abrazada... ¡Qué cosas! Meta usted a estas zoquetes en un pensionado... Pero ¿qué es lo que os enseñan allí, vamos a ver? ¡Por un beso detrás de una puerta! ¿Acaso tendríais que hablarnos de eso a nosotros, vuestros padres? ¡Y empujáis a la gente contra un mueble, y echáis a perder matrimonios!
Adoptó un aire doctoral y continuó:
—Se acabó. Pierdo la esperanza, hija mía; eres tonta de remate... Cuando se carece de fortuna, hay que comprender que es preciso tomar a los hombres por otra cosa. Se es amable con ellos, se ponen ojos tiernos, se olvida la mano, se permiten chiquilladas sin parecer que se permiten; en fin, se pesca un marido... Y lo que me enciende la sangre es que no está demasiado mal cuando se lo propone —continuó la señora Josserand—. Veamos, enjúgate los ojos, mírame como si yo fuese un señor que te hiciese la corte. Mira, dejas caer el abanico para que el señor, al recogerlo, te roce los dedos... Y no estés tensa, da flexibilidad al talle. A los hombres no les gustan los tablones. Y, sobre todo, aunque vaya demasiado lejos, no cometas estupideces. Un hombre que va demasiado lejos está inflamado, querida.
Dieron las dos en el reloj del salón; en la excitación de aquella prolongada velada, en su furioso deseo de un matrimonio inmediato, la madre se olvidaba de todo y expresaba sus pensamientos en voz alta, dando vueltas y más vueltas a su hija, como si fuese una muñeca de cartón. La joven, desmadejada, sin voluntad, se abandonaba, pero tenía el corazón oprimido, y el temor y la vergüenza le apretaban la garganta...
Así, pues, la joven aparece como absolutamente pasiva; sus padres la casan, la dan en matrimonio. Los muchachos se casan, toman a la mujer. Buscan en el matrimonio una expansión, una confirmación de su existencia, pero no el derecho mismo de existir; es una carga que asumen libremente. Por consiguiente, pueden interrogarse sobre sus ventajas y sus inconvenientes, como hicieran los satíricos griegos y los de la Edad Media; para ellos no es más que un modo de vivir, no un destino. Les está permitido preferir la soledad del celibato; algunos se casan tarde o no se casan.
La mujer, al casarse, recibe como feudo una parcela del mundo; garantías legales la defienden contra los caprichos del hombre; pero se convierte en su vasalla. El jefe de la comunidad, económicamente, es él, y, por tanto, él es quien la encarna a los ojos de la sociedad. En Francia, ella toma el nombre del marido, es asociada a su culto, integrada en su clase, en su medio; pertenece a la familia de él, se convierte en su «mitad». Le sigue allí adonde su trabajo le llama: precisamente, el domicilio conyugal estará en función del sitio donde él ejerza su profesión; más o menos brutalmente, rompe con su pasado y es anexionada al universo de su esposo; le entrega su persona: le debe su virginidad y una rigurosa fidelidad. Pierde una parte de los derechos que el Código reconoce a la soltera. La legislación romana colocaba a la mujer en manos del marido, loco filiae, en los inicios del siglo XIX, Bonald declaraba que la mujer es a su esposo lo que el niño es a la madre; hasta la ley de 1942, el Código francés exigía de ella obediencia al marido; la ley y las costumbres todavía confieren a este una gran autoridad, que está implícita en su situación en el seno de la sociedad conyugal. Puesto que él es el productor, él es quien supera el interés de la familia hacia el de la sociedad y quien le abre un porvenir cooperando a la edificación del porvenir colectivo: es él quien encarna la trascendencia. La mujer está destinada a la conservación de la especie y al mantenimiento del hogar, es decir, a la inmanencia186. En verdad, toda existencia humana es trascendencia e inmanencia a la vez; para superarse exige conservarse, para lanzarse hacia el porvenir necesita integrar el pasado y, sin dejar de comunicarse con otro, debe confirmarse en sí misma. Estos dos momentos están implícitos en todo movimiento vivo: al hombre, el matrimonio le permite precisamente la feliz síntesis de ambos; en su trabajo, en su vida política, conoce el cambio, el progreso, experimenta su dispersión a través del tiempo y el universo; y cuando está cansado de ese vagabundeo, funda un hogar, se fija en un lugar, se ancla en el mundo; por la noche, se recoge en la casa donde su mujer cuida de los muebles y de los niños, del pasado que ella almacena. Pero ella no tiene más tarea que mantener y conservar la vida en su pura e idéntica generalidad; ella perpetúa la especie inmutable, asegura el ritmo igual de las jornadas y la permanencia del hogar, cuyas puertas mantiene cerradas; no se le otorga ninguna influencia directa sobre el porvenir ni sobre el universo; no se supera hacia la colectividad sino por mediación del marido.
El matrimonio conserva hoy gran parte de esa figura tradicional. Y, en primer lugar, se impone mucho más imperiosamente a la joven que al joven. Todavía hay importantes capas sociales en las cuales no se le ofrece ninguna otra perspectiva; entre los campesinos, la soltera es una paria; no deja de ser la criada de su padre, de sus hermanos, de su cuñado; el éxodo hacia las ciudades apenas le es posible; al someterla a un hombre, el matrimonio la hace dueña de un hogar. En ciertos medios burgueses, todavía se deja a la joven en la incapacidad de ganarse la vida; no puede hacer otra cosa sino vegetar como un parásito en el hogar paterno o aceptar en un hogar extraño una posición subalterna. Aun en el caso de que esté más emancipada, el privilegio económico detentado por los varones la obliga a preferir el matrimonio a un oficio: buscará un marido cuya situación sea superior a la suya y en la que espera que él «llegará» más rápidamente y más lejos de lo que ella sería capaz. Se admite, como en otro tiempo, que el acto amoroso, por parte de la mujer, es un servicio que presta al hombre; este toma su placer, y, a cambio, le debe una compensación. El cuerpo de la mujer es un objeto que se compra; para ella, representa un capital que está autorizada a explotar. En ocasiones aporta una dote al esposo; a menudo se compromete a proporcionar cierto trabajo doméstico: conservará la casa, cuidará de los niños. En todo caso, tiene derecho a dejarse mantener, e incluso la moral tradicional la exhorta a ello. Es natural que se sienta tentada por esta facilidad, tanto más cuanto que los oficios femeninos son frecuentemente ingratos y están mal remunerados; el matrimonio es una carrera más ventajosa que otras muchas. Las costumbres dificultan todavía la manumisión sexual de la soltera; en Francia, el adulterio de la esposa ha sido hasta nuestros días un delito, en tanto que ninguna ley prohibía a la mujer el amor libre; no obstante, si quería tomar un amante, era preciso que antes contrajese matrimonio. Multitud de jóvenes burguesas severamente educadas se casan todavía hoy «para estar libres». Un número bastante elevado de norteamericanas han conquistado su libertad sexual; pero sus experiencias se asemejan a las de los jóvenes primitivos descritos por Malinowsky, quienes en La casa de los solteros gustan placeres sin consecuencias; se espera de ellos que contraigan matrimonio, y solamente entonces se les considera plenamente como adultos. Una mujer sola, en Norteamérica aún más que en Francia, es un ser socialmente incompleto, aunque se gane la vida por sí misma; necesita una alianza en el dedo para conquistar la dignidad íntegra de una persona y la plenitud de sus derechos. En particular, la maternidad solo es respetada en la mujer casada; la madre soltera sigue siendo piedra de escándalo, y su hijo representa para ella un pesado hándicap. Por todas estas razones, muchas adolescentes del Viejo y del Nuevo Mundo, al ser interrogadas sobre sus proyectos respecto al futuro, responden hoy como lo habrían hecho en otro tiempo: «Quiero casarme.» Ningún joven, en cambio, considera al matrimonio como su proyecto fundamental. El éxito económico será el que le dé su dignidad de adulto: ello puede implicar el matrimonio —en particular para el campesino—, pero también puede excluirlo. Las condiciones de la vida moderna —menos estable, más incierta que antes— hacen singularmente pesadas las cargas del matrimonio para el joven; los beneficios, por el contrario, han disminuido, puesto que puede fácilmente subvenir a su mantenimiento por sí mismo y puesto que las satisfacciones sexuales le son, en general, posibles. Sin duda, el matrimonio comporta comodidades materiales —«se come mejor en casa que en el restaurante»— y comodidades eróticas —«así tiene uno el burdel en casa»—; libera al individuo de su soledad, le fija en el espacio y el tiempo al darle un hogar, hijos; es una realización definitiva de su existencia. Ello no impide que, en conjunto, las exigencias masculinas sean inferiores a los ofrecimientos femeninos. Lo que hace el padre es desembarazarse de su hija más que darla; la joven que busca marido, no responde a un llamamiento masculino: lo provoca.
Los matrimonios concertados no han desaparecido; hay toda una burguesía calculadora que los perpetúa. En torno a la tumba de Napoleón, en la Opera, en el baile, en cualquier playa, en un salón de té, la aspirante de cabellos recién alisados y vestida con sus mejores galas, exhibe tímidamente sus gracias físicas y su conversación modesta; sus padres la atosigan: «Ya me has costado bastante en entrevistas; decídete. La próxima vez le tocará a tu hermana.» La desdichada candidata sabe que sus oportunidades disminuyen a medida que pasa el tiempo; los pretendientes no son muy numerosos: no tiene mucha más libertad para elegir que la muchacha beduina a quien cambian por un rebaño de ovejas. Como dice Colette187: «Una joven sin fortuna y sin oficio, que esté encargada de sus hermanos, no tiene más opción que callarse, aceptar su suerte y renegar de Dios.»
De una manera menos cruda, la vida mundana permite a los jóvenes reunirse bajo la vigilante mirada de las madres. Un poco más liberadas, las jóvenes multiplican las salidas, frecuentan las facultades, aprenden un oficio que les proporciona la ocasión de conocer hombres. Entre 1945 y 1947, la señora Claire Leplae realizó una encuesta entre la burguesía belga sobre el problema de la elección matrimonial188. La autora procedió por medio de entrevistas; citaré algunas de las preguntas que planteó y las respuestas obtenidas:
P.: ¿Son frecuentes los matrimonios concertados?
R.: Ya no hay matrimonios concertados (51%).
Los matrimonios concertados son muy raros, el 1% a lo sumo (16%).
Del 1 al 3% de los matrimonios son concertados (28%).
Del 5 al 10% de los matrimonios son concertados (5%).
Las personas interesadas señalan que los matrimonios concertados, numerosos antes de 1945, casi han desaparecido. Sin embargo, «el interés, la ausencia de relaciones, la timidez o la edad, o el deseo de realizar una buena unión, son los motivos de algunos matrimonios concertados». Esos matrimonios son concertados a menudo por sacerdotes; a veces también la joven se casa por correspondencia. «Ellas mismas hacen su retrato por escrito, el cual pasa a una hoja especial, numerada. Dicha hoja es enviada a todas las personas que allí están descritas. incluye, por ejemplo, doscientas candidatas al matrimonio y un número aproximadamente igual de candidatos. También ellos han hecho su. propio retrato. Todos pueden elegir libremente un corresponsal, a quien escriben por intermedio de la agencia.»
P.: ¿En qué circunstancias han encontrado oportunidades los jóvenes para casarse durante estos últimos diez años?
R.: En reuniones mundanas (48%).
En los estudios y obras realizados en común (22%).
En reuniones íntimas y durante temporadas de permanencia en algún lugar (30%).
Todo el mundo está de acuerdo sobre el hecho de que «los matrimonios entre amigos de la infancia son muy raros. El amor nace de lo imprevisto».
P.: ¿Representa el dinero un papel primordial en la elección de la persona con quien se contrae matrimonio?
R.: El 30% de los matrimonios no son más que un asunto de dinero (48%).
El 50% de los matrimonios no son más que un asunto de dinero (35%).
El 70% de los matrimonios no son más que un asunto de dinero (17%).
P.: ¿Están ávidos los padres por casar a sus hijas?
R.: Los padres están ávidos por casar a sus hijas (58%).
Los padres desean casar a sus hijas (24%).
Los padres desean conservar con ellos a sus hijas (18%).
P.: ¿Están ávidas las jóvenes por casarse?
R.: Las jóvenes están ávidas por casarse (36%)
Las jóvenes desean casarse (38%).
Las jóvenes, antes que casarse mal, prefieren no casarse (26%).
«Las jóvenes se lanzan al asalto de los jóvenes. Las jóvenes se casan con el primero que llega, con tal de “colocarse”. Todas esperan casarse y se esfuerzan al máximo por conseguirlo. Para una muchacha es una humillación que nadie la pretenda: con objeto de escapar a esa humillación, se casa a menudo con el primero que llega. Las jóvenes se casan por casarse. Las jóvenes tienen prisa por casarse, porque el matrimonio les asegurará más libertad.» Sobre este punto, casi todos los testimonios coinciden.
P.: En la búsqueda del matrimonio, ¿son más activas las jóvenes que los mismos jóvenes?
R.: Las jóvenes declaran sus sentimientos a los jóvenes y les piden que se casen con ellas (43%).
Las jóvenes son más activas que los jóvenes en la búsqueda del matrimonio (43%).
Las jóvenes son discretas (14%).
También aquí hay casi unanimidad: son las jóvenes quienes generalmente toman la iniciativa del matrimonio. «Las jóvenes se dan cuenta de que no han adquirido nada que les permita salir adelante en la vida; al no saber cómo podrían trabajar para procurarse medios de vida, buscan en el matrimonio una tabla de salvación. Las jóvenes se declaran, se les meten por los ojos a los jóvenes. ¡Son terribles! La joven recurre a todo para casarse... Es la mujer quien busca al hombre, etc.»
No existe un documento semejante con respecto a Francia; pero, siendo análoga la situación de la burguesía en Francia y en Bélgica, se llegaría sin duda a conclusiones muy similares. Los matrimonios «concertados» siempre han sido más numerosos en Francia que en cualquier otro país, y el célebre «Club des lisérés verts», cuyos adherentes se encuentran en veladas destinadas a facilitar el acercamiento entre ambos sexos, prospera todavía; los anuncios matrimoniales ocupan largas columnas en numerosos periódicos. En Francia, como en Norteamérica, las madres, las hermanas mayores, los semanarios femeninos, enseñan con cinismo a las jóvenes el arte de «atrapar» un marido, lo mismo que el papel matamoscas atrapa a estas; es una «pesca», una «caza», que exige mucho tino: no apuntéis demasiado alto ni demasiado bajo; no seáis noveleras, sino realistas; mezclad la coquetería con la modestia; no pidáis demasiado ni demasiado poco... Los jóvenes desconfían de las mujeres que «quieren casarse». Un joven belga dice189: «Para un hombre no hay nada más desagradable que sentirse perseguido, darse cuenta de que una mujer le ha echado el guante.» Ellos procuran sortear las trampas que les tienden ellas. La opción de la joven es con muchísima frecuencia sumamente limitada: solo sería una opción verdaderamente libre si también ella se considerase libre para no casarse. Por lo común, en su decisión hay cálculo, disgusto y resignación antes que entusiasmo. «Si el joven que la pretende conviene más o menos (medio, salud, carrera), ella lo acepta sin amarlo. Lo acepta incluso aunque haya peros y conserva la cabeza fría.»
Sin embargo, al mismo tiempo que lo desea, la joven teme con frecuencia el matrimonio. Representa este un beneficio mucho más considerable para ella que para el hombre, y por eso lo desea más ávidamente; pero también exige sacrificios más pesados; en particular, implica una ruptura mucho más brutal con el pasado. Ya se ha visto que a muchas adolescentes les angustiaba la idea de abandonar el hogar paterno: cuando ese acontecimiento se acerca, esa ansiedad se exaspera. En ese momento es cuando nacen multitud de neurosis; también se observa en los jóvenes a quienes asustan las nuevas responsabilidades que van a asumir; pero están mucho más extendidas entre las jóvenes por las razones que ya hemos apuntado, y que en esa crisis adquieren su máxima intensidad.
Citaré solo un ejemplo que tomo de Stekel. Tuvo que tratar a una joven de buena familia, que presentaba diversos síntomas neuróticos.
En el momento en que Stekel la conoce, la joven sufre vómitos, toma morfina todas las noches, padece crisis de cólera, rehúsa lavarse, come en la cama, permanece encerrada en su habitación. Está prometida y afirma que ama ardientemente a su prometido. Confiesa a Stekel que se ha entregado a él... Más tarde dice que no experimentó ningún placer, que incluso ha conservado de sus besos un recuerdo repugnante y que esa es la causa de sus vómitos. Se descubre que, de hecho, se ha entregado para castigar a su madre, por la cual no se sentía suficientemente amada; de niña, espiaba a sus padres por la noche, porque temía que le diesen un hermanito o una hermanita; adoraba a su madre. «¿Y ahora tenía que casarse, dejar el hogar paterno, abandonar el dormitorio de sus padres? Eso era imposible.» Engorda a propósito, se araña y estropea las manos, enferma, procura ofender a su prometido por todos los medios a su alcance. El médico la cura, pero ella suplica a su madre que renuncie a aquella idea del matrimonio: «Quería quedarse en casa para siempre y seguir siendo niña.» Su madre insistía en que se casara. Una semana antes del día fijado para la boda, la encontraron en su cama, muerta; se había matado de un balazo.
En otros casos, la joven se obstina en una larga enfermedad; se desespera, porque su estado no le permite casarse con el hombre «a quien adora»; en verdad, enferma adrede, con objeto de no casarse con él, y solo rompiendo el noviazgo recupera su equilibrio. A veces el temor al matrimonio proviene de que la joven ha tenido anteriormente experiencias eróticas que la han marcado; en particular, puede temer que la pérdida de su virginidad sea descubierta. Pero, a menudo, un ardiente afecto por el padre, la madre, una hermana, o el apego al hogar paterno en general, le hacen insoportable la idea de someterse a un hombre extraño. Y muchas de las que se deciden a ello, porque es preciso casarse, porque se ejerce presión sobre ellas, porque saben que es la única salida razonable, porque desean una existencia normal de esposa y madre, no por ello dejan de albergar en el fondo de su corazón secretas y obstinadas resistencias, que hacen difíciles los comienzos de su vida conyugal y que pueden incluso impedirles hallar jamás en esta un equilibrio feliz.
Así, pues, los matrimonios no se deciden en general por amor. «El esposo no es nunca, por así decir, más que un sucedáneo del hombre amado, y no ese hombre mismo», ha dicho Freud. Esta disociación no tiene nada de accidental. Está implícita en la naturaleza misma de la institución. Se trata de trascender hacia el interés colectivo la unión económica y sexual del hombre y la mujer, no de asegurar su felicidad individual. En los regímenes patriarcales, sucedía —todavía sucede hoy entre ciertos musulmanes— que los novios elegidos por la autoridad de los padres ni siquiera se habían visto el rostro antes del día de su boda. No sería cuestión de fundar la empresa de toda una vida, considerada en su aspecto social, sobre un capricho sentimental o erótico.
En esta prudente transacción, dice Montaigne, los apetitos no son tan retozones; son más sombríos y embotados. El amor detesta que se le tenga por otra cosa y se mezcla cobardemente con las relaciones que se traban y sustentan bajo otros títulos, como es el matrimonio: la alianza, los medios, pesan como razón tanto o más que las gracias y la belleza. Nadie se casa por sí mismo, dígase lo que se quiera; la gente se casa por eso y todavía más por su posteridad, por su familia (libro III, capítulo V).
Por el hecho de que el hombre es quien «toma» a la mujer —sobre todo cuando las ofertas femeninas son numerosas—, tiene algunas posibilidades más de elección. Pero, puesto que el acto sexual es considerado como un servicio a la mujer y en el cual se fundan las ventajas que se le conceden, es lógico que se haga caso omiso de sus preferencias singulares. El matrimonio está destinado a defenderla contra la libertad del hombre; pero, como no existe amor ni individualidad fuera de la libertad, para asegurarse la protección de un hombre durante toda la vida, la mujer debe renunciar al amor de un individuo singular. He oído a una piadosa madre de familia enseñar a sus hijas que «el amor es un sentimiento grosero reservado a los hombres y que las mujeres como es debido no conocen». Bajo una forma ingenua, era la misma doctrina que Hegel expone en la Fenomenología del espíritu (tomo II, pág. 25):
Pero las relaciones de madre y de esposa tienen la singularidad de ser, en parte, una cosa natural que pertenece al placer y, en parte, una cosa negativa que contempla exclusivamente su propia desaparición; por eso justamente es por lo que, también en parte, esa singularidad es algo contingente que siempre puede ser reemplazada por otra singularidad. En el hogar del reino erótico, no se trata de este marido, sino de un marido en general, de los hijos en general. Estas relaciones de la mujer no se fundan en la sensibilidad, sino en lo universal. La distinción entre la vida ética de la mujer y la del hombre consiste justamente en que la mujer, en su distinción por la singularidad y en su placer, permanece inmediatamente universal y extraña a la singularidad del deseo. En el hombre, por el contrario, esos dos aspectos se separan uno del otro, y, puesto que el hombre posee como ciudadano la fuerza consciente de sí y la universalidad, se compra así el derecho del deseo y preserva al mismo tiempo su libertad con respecto a ese deseo. Así, pues, si con esa relación de la mujer se encuentra mezclada la singularidad, su carácter ético no es puro; pero, en tanto que ese carácter ético sea tal, la singularidad es indiferente y la mujer se ve privada del reconocimiento de sí misma como esta sí misma en otro.
Lo cual equivale a decir que no se trata, en modo alguno, de que la mujer funde en su singularidad relaciones con un esposo de su elección, sino de justificar en su generalidad el ejercicio de sus funciones femeninas; no debe conocer el placer más que de una forma específica y no individualizada; de ello resultan, con respecto a su destino erótico, dos consecuencias esenciales: en primer lugar, no tiene derecho a ninguna actividad sexual fuera del matrimonio; como para los dos esposos el comercio carnal se convierte en una institución, el deseo y el placer se superan hacia el interés social; pero el hombre, trascendiéndose hacia lo universal en tanto que trabajador y ciudadano, puede gustar antes de las nupcias, y al margen de la vida conyugal, placeres contingentes: en todo caso, encuentra su salvación por otros caminos; mientras que, en un mundo donde la mujer es esencialmente definida como hembra, es preciso que en tanto que hembra esté íntegramente justificada. Por otra parte, ya se ha visto que la unión entre lo general y lo singular es biológicamente diferente en el varón y en la hembra: al realizar su tarea específica de esposo y de reproductor, el primero encuentra con toda seguridad su placer190; en la mujer, por el contrario, hay con mucha frecuencia disociación entre la función genital y la voluptuosidad. Hasta el punto de que, pretendiendo dar a su vida erótica una dignidad ética, el matrimonio en realidad se propone suprimirla.
Esta frustración sexual de la mujer ha sido deliberadamente aceptada por los hombres; ya se ha visto que estos se apoyaban en un naturalismo optimista para resignarse sin pena en sus sufrimientos: es su sino; y la maldición bíblica los confirma en esta cómoda opinión. Los dolores del embarazo —ese pesado rescate infligido a la mujer a cambio de un efímero e incierto placer— han sido incluso tema para numerosas bromas. «Cinco minutos de placer: nueve meses de dolor... Eso entra más fácilmente que sale.» Y ese contraste les ha regocijado con frecuencia. Hay sadismo en esta filosofía: muchos hombres se alegran de la miseria femenina y les repugna la idea de que se la quiera atenuar191.
Así se comprende que los varones no tengan ningún escrúpulo en negar a su compañera la dicha sexual; incluso les ha parecido ventajoso negarle, con la autonomía del placer, las tentaciones del deseo192.
Es lo que, con encantador cinismo, expresa Montaigne:
De modo que es una especie de incesto ir a emplear en ese parentesco venerable y sagrado los esfuerzos y las extravagancias de la licencia amorosa; dice Aristóteles que hay que «tocar prudente y severamente a la mujer, para que un cosquilleo demasiado lascivo no le cause un placer que la haga salir de los goznes de la razón...» Yo no veo matrimonios que fracasen antes y se embrollen más prestamente que aquellos que se encaminan por la belleza y los deseos amorosos: hacen falta fundamentos más sólidos y constantes y marchar con pies de plomo; esa brillante alegría no vale nada... Un buen matrimonio, si hay alguno, rehúsa la compañía y la condición del amor» (libro III, capítulo V). Dice también (libro I, capítulo XXX): «Los mismos placeres que gozan con sus mujeres son reprobables si no se observa moderación en ellos; hay motivos para desfallecer ante la licencia y los excesos como algo ilegítimo. Esas pujas desvergonzadas que el primer ardor nos sugiere en este juego, no solo son indecentes, sino perjudicialmente empleadas con respecto a nuestras mujeres. Que aprendan la impudicia, al menos, de otra manera. Siempre están demasiado despiertas para nuestra necesidad... El matrimonio es una unión religiosa y devota: he ahí por qué el placer que se obtiene debe ser un placer contenido, grave y mezclado con cierta severidad; debe ser una voluptuosidad matizada de prudencia y consciencia.»
En efecto, si el marido despierta la sensualidad femenina, la despierta en su generalidad, puesto que él no ha sido elegido singularmente; dispone a su esposa para buscar el placer en otros brazos; acariciar demasiado bien a una mujer, agrega Montaigne, es «cagarse en el cesto y luego ponérselo en la cabeza». Por otra parte, admite de buena fe que la prudencia masculina coloca a la mujer en una situación sumamente ingrata.
Las mujeres no dejan de tener razón cuando rechazan las normas de vida que se han introducido en el mundo, tanto más cuanto que han sido los hombres quienes las han elaborado sin ellas. Naturalmente, entre ellas y nosotros hay intrigas y querellas. Las tratamos inconsideradamente en lo siguiente: después de saber que, sin punto de comparación, son más capaces y ardientes que nosotros en las cosas del amor..., hemos ido a darles la continencia como su parte, para que la observen so penas últimas y extremadas... Las queremos sanas, vigorosas, en su punto, bien nutridas y castas, todo uno, lo cual equivale a decir ardientes y frías; porque el matrimonio, que nosotros decimos tiene por objeto impedirles que ardan, les aporta escaso refrigerio, según nuestras costumbres.
Proudhon tiene menos escrúpulos: separar el amor del matrimonio, según él, es conforme a la «justicia»:
El amor debe ser ahogado en la justicia... Toda conversación amorosa, incluso entre prometidos, incluso entre esposos, es una inconveniencia, destructora del respeto doméstico, del amor al trabajo y de la práctica de los deberes sociales... (Una vez cumplido el oficio del amor)... debemos apartarlo como el pastor que, tras haber hecho cuajar la leche, retira el cuajo...
Sin embargo, en el Curso del siglo XIX, las concepciones de la burguesía se modificaron un poco; la burguesía se esforzaba ardientemente por defender y mantener el matrimonio; y, por otra parte, los progresos del individualismo impedían que se pudiesen ahogar simplemente las reivindicaciones femeninas; Saint-Simon, Fourier, George Sand y todos los románticos habían proclamado demasiado violentamente el derecho al amor. Se planteó el problema de integrar al matrimonio los sentimientos individuales que hasta entonces habían sido tranquilamente excluidos. Es entonces cuando se inventa la noción equívoca de «amor conyugal», fruto milagroso del tradicional matrimonio de conveniencia.
Balzac expresa las ideas de la burguesía conservadora con todas sus inconsecuencias. Reconoce que, al principio, matrimonio y amor no tienen nada que ver en común; pero le repugna asimilar una institución respetable a un simple mercado donde la mujer es tratada como una cosa; y así desemboca en las desconcertantes incoherencias de la Physiologie du mariage, en donde leemos:
El matrimonio puede ser considerado política, civil y moralmente como una ley, como un contrato, como una institución... Debe, pues, el matrimonio ser objeto de general respeto. La sociedad solo ha podido considerar esas sumidades que para ella dominan la cuestión conyugal.
La mayoría de los hombres, al casarse, no han tenido en cuenta más que la reproducción, la propiedad del hijo; pero ni la reproducción ni la propiedad ni el hijo constituyen la felicidad. El crescite et multiplicamini no implica el amor. Pedirle amor a una muchacha que hemos visto catorce veces en quince días, en nombre de la ley, el rey y la justicia, es un absurdo.
He aquí algo tan nítido como la teoría hegeliana. Pero Balzac ensarta sin ninguna transición:
El amor es el acuerdo de la necesidad con el sentimiento, y la felicidad en el matrimonio resulta de una perfecta inteligencia de almas entre los esposos. De donde se sigue que, para ser feliz, viene obligado el hombre a observar ciertas reglas de honor y delicadeza. Luego de haber hecho uso del beneficio de la ley social, que consagra la necesidad, debe obedecer a las secretas leyes de la Naturaleza, que hacen nacer los sentimientos. Si cifra su felicidad en ser amado, es preciso que ame él sinceramente; nada resiste a una pasión verdadera. Pero ser apasionado equivale a desear siempre. Y ¿se puede desear siempre a la mujer propia?
—Sí.
Luego de lo cual, Balzac expone la ciencia del matrimonio. Pero pronto se advierte que para el marido no se trata de ser amado, sino de no ser engañado: no vacilará en infligir a su mujer un régimen debilitante, en negarle toda cultura, en embrutecerla, con el solo propósito de salvaguardar su honor. ¿Acaso se trata todavía de amor? Si se quiere encontrar algún sentido a esas ideas brumosas y deshilvanadas, parece que el hombre tiene derecho a elegir una mujer con la cual satisfacer sus necesidades en su generalidad, generalidad que es prenda de su fidelidad: a él corresponde, por consiguiente, despertar el amor de su mujer utilizando ciertas recetas. Pero ¿está verdaderamente enamorado si se casa por su propiedad, por su posteridad? Y, si no lo está, ¿cómo puede ser su pasión lo bastante irresistible para despertar una pasión recíproca? ¿Acaso ignora Balzac realmente que un amor no compartido, lejos de seducir ineluctablemente, lo que hace es importunar y repugnar, por el contrario? Se ve claramente toda su mala fe en Mémoires de deux jeunes mariées, novela epistolar y de tesis. Louise de Chaulieu pretende basar el matrimonio en el amor: por exceso de pasión, mata a su primer marido, y ella muere como consecuencia de la celosa exaltación que experimenta por el segundo. Renée de l'Estorade ha sacrificado sus sentimientos a su razón: pero los goces de la maternidad la compensan lo suficiente y se edifica una felicidad estable. Cabe preguntarse, en primer lugar, qué maldición —salvo un decreto del autor mismo— prohíbe a la enamorada Louise la maternidad que desea: el amor no ha impedido jamás la concepción; y, por otra parte, cabe pensar que, para aceptar gozosamente los abrazos de su esposo, Renée ha necesitado de esa «hipocresía» que tanto odiaba Stendhal en las «mujeres honestas». Balzac describe la noche de bodas en los siguientes términos:
«Desapareció esa bestia que llamamos marido, según tu expresión —escribe Renée a su amiga—. No sé qué noche Encontreme con un amante, cuyas palabras me llegaban al alma y en cuyo brazo me apoyaba con placer indecible... Surgió la curiosidad en mi corazón... Pero ten por cierto que nada faltó allí de lo que pide el amor más delicado, ni esos detalles imprevistos que son, en cierto modo, el honor de ese momento; las gracias misteriosas que nuestras imaginaciones le piden, el arrebato que disculpa, las voluptuosidades ideales largo tiempo presentidas y que nos subyugan el alma antes de abandonarnos a la realidad, todas las seducciones estaban allí presentes con sus formas encantadoras.»
Ese hermoso milagro no debió de repetirse a menudo, porque después de algunas cartas, hallamos a Renée anegada en lágrimas: «Yo era antes un ser humano, y ahora soy una cosa»; y se consuela de sus noches «de amor conyugal» leyendo a Bonald. Sin embargo, querría uno saber por medio de qué fórmula el marido pudo transformarse, en el momento más difícil de la iniciación femenina, en un hombre encantador; las razones que expone Balzac en Psysiologie du mariage son sumarias: «No empecéis nunca el matrimonio por una violación», o muy vagas: «Captar hábilmente los matices del placer, desarrollarlos, darles un estilo nuevo, una expresión original: he ahí lo que constituye el genio de un marido». Por otra parte, agrega inmediatamente que «entre dos seres que no se aman, ese genio es libertinaje». Ahora bien, precisamente Renée no ama a Louis, y, tal y como nos lo pintan, ¿de dónde le viene a este ese «genio»?
En verdad, Balzac ha escamoteado cínicamente el problema. Ha desconocido el hecho de que no existen sentimientos neutros y que la ausencia de amor, la coacción, el fastidio, engendran más fácilmente el rencor, la impaciencia y la hostilidad que la tierna amistad. Balzac se muestra más sincero en Le lys dans la vallée; y el destino de la desdichada madame de Mortsauf aparece mucho menos edificante.
Reconciliar el matrimonio con el amor es hazaña de tal calibre, que se precisa no menos que una intervención divina para realizarla; esa es la solución a la cual se adhiere Kierkegaard a través de complicados rodeos. Se complace así en denunciar la paradoja del matrimonio:
¡Qué extraña invención es el matrimonio! Y lo que aún le hace más extraño es que pasa por ser un acto espontáneo. Sin embargo, ningún paso es tan decisivo... Por tanto, acto tan decisivo sería preciso realizarlo espontáneamente