2

Iba a coger el autobús. Todos los niños, el criado e incluso Cripps, el enorme perrazo, corrieron hasta el final de la calle, donde el autocar se había detenido, para verla partir.

Charles no pudo estar presente porque le tocaba escuela dominical, pero antes de irse le dio a Flora el beso de despedida más tierno del mundo y le dijo que disfrutara de su viaje (si es que semejante cosa era posible). Charles sospechaba que la gripe de la señora Smiling no era más que una trola, y Flora sabía que él lo sospechaba, y él sabía que ella lo sabía, pero ninguno de los dos lo mencionó, así que la rectoría en pleno quedó pacíficamente engañada y Flora pudo partir completamente tranquila desde el punto de vista espiritual.

—¡Adiós, mamá, adiós! —gritaron los niños, despidiendo frenéticamente a Flora con la mano, encaramados al autobús, mientras el bebé bailaba arriba y abajo sobre los hombros del criado, que estaban admirablemente diseñados para este ejercicio en concreto. Cripps, el enorme perrazo, empezó a aullar mientras el autobús se alejaba: el viaje había comenzado.

—¡Adiós, querida, querida mamá! ¡Adiós!

—¡Adiós! —gritó Flora por la ventanilla—. ¡Y no olvidéis dar de comer al loro! —añadió, al estilo de los lejanos y frívolos años veinte.

—¿Qué loro? —exclamaron con extrañeza todos los niños, pues eso era justamente lo que se esperaba que hicieran.[5] Flora se sentó y, tras echar una mirada furtiva a todos sus compañeros de viaje, más que nada por si alguno de ellos pudiera ser Peccavi, abrió el Vogue y apenas levantó los ojos de la revista hasta que, unas horas más tarde, el autobús se detuvo en la pequeña estación de Beershorn, en pleno corazón de los Downs de Sussex.

Flora se apeó y el autobús continuó su camino en dirección a la costa. Dando alegre un paseo, se encaminó a la estación de ferrocarril, y comprobó que, a pesar de que ya habían pasado veinte minutos de la hora prevista, el tren, como no podía ser de otra manera, aún no había llegado; se regocijó al redescubrir aquellos rincones que tan bien conocía: la sala de espera y los despachos que parecían los de una antigua leprosería, el amarradero al que el viejo vaquerizo Adam Lambsbreath había atado a Víbora el percherón la noche en que Flora llegó al pueblo por vez primera, dieciséis años atrás; los anuncios de las plumas The Owl y The Waverly, y también los carteles de Margaret Lockwood y de Patricia Roe ondeando cansinamente al viento.[6]

Un coche como de seis metros de largo, con un hombre gordo y rico sentado en la parte de atrás y con un chino al volante, hizo su entrada en el aparcamiento de la estación. Por la colina bajaba un viejo carromato de dos caballos, guiado por algún tipo de personaje local, hasta que se detuvo al otro lado de la carretera. Flora pensó que quizás aquel debía de ser el vehículo en el que se trasladaría a los invitados al congreso, así que salió resueltamente de la estación y cruzó la carretera.

Había una persona sentada en el pescante del vehículo, vigilando una especie de bolsa de papel. Su apariencia le resultó a Flora vagamente familiar, así que se acercó un poco más al carromato, fingiendo no escuchar los silbiditos que a su espalda indicaban que el chófer oriental se había bajado del coche y estaba intentando atraer su atención, probablemente para preguntarle por dónde se iba a la granja.

Flora apoyó una mano en una de las ruedas traseras del carromato, haciéndose visera con la otra para evitar los destellos del sol. Solo entonces levantó la mirada hacia el solitario conductor que se erguía sobre ella. En aquel preciso instante el hombre se puso en pie.

—¡Reuben! —exclamó Flora. Reuben arrugó los ojos.

—¡Que me aspen si no es mi prima Flora en persona! —exclamó Reuben, con un gesto tan cercano a la alegría como le era posible a un Starkadder—. ¡Arrea! Te habría conocido en cualquier parte donde te hubiera echado el ojo. Y vaya si me alegro de volver a verte y saludarte, ¡demonios!

Se estrecharon efusivamente las manos por uno de los costados del carromato. El chófer chino seguía silbando a su espalda, pero Flora decidió no hacerle ni caso.

—En un periquete me bajo y estoy contigo, prima Flora —dijo Reuben, comenzando a descender trabajosamente del vehículo—. ¿Te subes conmigo en la calesilla? Iremos a… al… a la casa vieja. ¿O es que acaso no te acuerdas de la calesilla? La calesilla es lo mejor de lo mejor para subir las colinas, allá por el sendero chico.

—Eso me gustaría más que nada en el mundo, primo Reuben. Así podrás contarme todas las cosas nuevas que han pasado en la granja desde que yo me fui: cómo le va a Amos en América, y qué tal está la tía Ada Doom, y todos los demás Starkadder… ¿Viven todavía en Sudafricania? ¿Y Nancy? ¿Has tenido más niños? Pero antes que nada, lo primero es lo primero; he de volver a la estación y recibir a las damas y a los caballeros que asistirán al congreso. No sé si sabes que ayudaré al señor Mybug en la organización. Te acuerdas de él, ¿no es así?

—Ah, ya sé. Un tipo así de gordo, con el pelo todo despeinado, y que se pasaba el día zampando… —asintió Reuben—. ¡Ea, vaya si me acuerdo bien de él!

—¿Fue a ti a quien escribió el señor Jones contándote su intención de celebrar el congreso en Cold Comfort? —preguntó Flora mientras cruzaban juntos el aparcamiento de la estación.

El chófer chino los perseguía a corta distancia, aún chistando a fin de llamar su atención.

Reuben palideció tras su piel curtida.

—¡Qué va, prima Flora! —respondió Reuben, con una voz grave y ahogada.

Flora lo miró con velada sorpresa, pero no pudo insistir más, pues el tren ya había entrado en la estación y estaba deteniéndose, así que no había tiempo para más conversaciones. Flora se precipitó hacia la estación, no sin antes prometerle apresuradamente a su primo que se reuniría con él en el camino pequeño tan pronto como el carromato hubiera partido con los invitados.

Se escuchaba un enorme alboroto procedente del vagón blindado que cerraba el convoy. Alguien estaba supervisando la descarga de dos bultos enormes, de extrañas formas, y no hacía más que correr de un lado para otro enloquecidamente, pegando alaridos. No era otro que el señor Mybug en persona: no estaba mucho más gordo de lo que ella recordaba, ni había sufrido cambios notables en su fisonomía, salvo en lo que se refería a su indumentaria: en vez del viejo jersey y los pantalones grises de antaño, vestía un abrigo de pelo de camello de imitación, con toda la pinta de haber sido enviado desde América a través del programa «Despojos para Gran Bretaña», así como una chaqueta impermeable enviada desde Canadá a través del programa «Ayudemos una vez más a Gran Bretaña», y unas sandalias de fabricación británica pero importadas de contrabando desde Bélgica, además de unos pantalones de pana que debía de haberle prestado algún compañero de viaje.

—Buenas tardes, señor Mybug. ¡Me alegra tanto volver a verle! —dijo Flora.

El señor Mybug giró en redondo y abrió mucho los ojos al ver a la hija de Robert Poste.

—¡Dios santo todopoderoso…! ¡Ésta sí que es buena…! —exclamó tras una pausa, mientras le estrechaba las manos a Flora y las sacudía arriba y abajo todo lo fuerte que podía (que no era mucho, debido a sus sedentarias costumbres). Ladeó levemente la barbilla mientras escrutaba su mirada—. Han pasado… han pasado… ¿cuántos años? Pero el tiempo no importa, ¿verdad que no… querida Flora?

—No ha cambiado usted nada en absoluto —dijo Flora.

—Ni usted, Dios mío, ni usted… —replicó el señor Mybug muy formalmente—. Aún sigue siendo la misma mujer impasible, distante, virginal…

—Creo que alguien desea hablar con usted —susurró Flora, recuperando educadamente el control de las manos.

—Mi querrido compañerro, essos mossos de estasión están siendo extraordinarriamente rrrudos con mi obrra… —dijo un hombre alto, vestido de gris, con ojos saltones como los de una rana, calvo y con un aspecto muy, muy lamentable, que se había arrimado al señor Mybug—. Por favorr, pídalesss que tengan cuidado. Después de todo… ese es su trrabajo, ¿no es así?: ¡usted es el secrretarrio de organisasión!

—¡Por supuesto, por supuesto! ¡Claro está! ¡A ver, tú, George, podrías tener un poco más de cuidado, por el cielo! ¡Y tú! ¡Que esos embalajes valen un dineral! —aulló el señor Mybug a los dos mozos.

Ellos no le hicieron el menor caso y continuaron como si nada, trasteando con los embalajes deformes y cargándolos bruscamente en las carretillas. El hombre con los ojos de batracio miró tristemente a Flora.

—Permítame presentarle a Flora Fairford —dijo el señor Mybug desenfadadamente—: será la persona encargada de ayudarme a dirigir todo este tinglado. Flora, le presento a Andrassy Hacke. El artífice —y en ese punto el señor Mybug humilló reverentemente su voz y señaló con un intencionado movimiento de la cabeza los dos embalajes que traqueteaban ya por el andén— de Mujer con viento y Mujer con niño.

—Ah, sí. Claro… —dijo Flora, saludando con una leve reverencia al señor Hacke y sonriendo al tiempo que deseaba secretamente que los embalajes no se abrieran hasta que ella estuviera a buen recaudo, metida bajo cobertores en la cama o al menos escondida en algún lugar apartado.

—Quizás a la señorrita Florra no le gusste el noble arte de la esculturra —dijo Hacke en un tono absolutamente iracundo. Su rostro había adoptado un tono grisáceo tirando a púrpura—. En Inglaterrra no se aprrecian las Bellas Arrtes en absoluto. ¡Al arrtista solo se le desprrecia!

En ese preciso instante Flora fue consciente de que como no empezara a derramar de inmediato sobre aquel hombre un Niágara de frases aduladoras, aquella misma escena se repetiría cada vez que se encontrara con Hacke a lo largo de la siguiente semana.

—He oído innumerables comentarios extremadamente laudatorios sobre su obra, señor Hacke. Habla de usted todo el mundo, en todas partes: déjeme decirle que no se habla de otra cosa. Pero yo, que apenas soy la humilde esposa de un pastor protestante en una parroquia pobre, con cinco criaturas a mi cargo, he de confesar que aún no he tenido la oportunidad de ver nada suyo. No obstante, espero hacerlo durante mi estancia aquí. He pensado mucho en ello, de hecho no he pensado en otra cosa desde el mismo momento en que decidí venir a Howling.

Si lo hubiera dicho cualquier otra mujer, aquello podría no haber surtido efecto alguno, pero la vehemencia de los elogios proferidos por Flora, en los que se mezclaban con eficacia tanto el interés público como la humillación personal, consiguieron tranquilizar ligeramente a Hacke, y por fortuna la partida del tren desvió la atención de ambos caballeros. Un grupo de lo que parecían ser intelectuales internacionales se había quedado plantado allí, en medio del andén, y el señor Mybug se apresuró a ir hacia ellos, indicándole a Flora que lo siguiera. Uno o dos le miraron como si lo conocieran.

—¡Dios mío, Mybug, qué viaje! No he comido nada desde hace dos horas por lo menos —dijo un hombre más bien joven, bien parecido, en un tono triste y compungido, adelantándose hacia él—. ¿Cómo está usted? —dijo mirando a Flora y saludándola con una leve reverencia—. Usted debe de ser Flora Fairford, ¿no es así? Eso pensé: solo podía ser ella. ¿Le ha dicho alguien que se parece usted muchísimo a ese busto llamado Clitia que solía adornar la Sala Romana del Museo Británico?[7] La cabeza de la joven emerge de una corola de mármol…

Flora pareció interesada, pero no contestó nada.

—Flora: le presento a Jones; Tom Jones, el poeta.

Dicho esto, el señor Mybug les dio la espalda pomposamente y se adentró en el grupo presentándose como el secretario de organización de los encuentros, al tiempo que comunicaba a los delegados que había un carromato a su disposición —Flora ya le había informado al respecto— esperando en el aparcamiento para llevarlos a Cold Comfort Farm. Flora de ningún modo deseaba mostrarse especialmente servicial con los recién llegados, pero creyó que era su deber comportarse con educación, así que se acercó a tres personas, dos hombres y una chica que permanecían un tanto apartados del resto.

Venía preparada para soportar casi cualquier cosa, así que no se sorprendió mucho al observar, cuando una ráfaga de aire les agitó a todos las ropas, que la chica en cuestión no llevaba nada bajo su andrajoso abrigo de visón. Ciertamente la muchacha era de una belleza deslumbrante, excepto por los granos que tenía en la cara y por una cierta expresión de contrariedad que ensombrecía su mirada. Observó que calzaba unas sandalias inglesas, aunque probablemente también las hubiera traído de contrabando, esta vez desde Lisboa.

Uno de los hombres que la acompañaba iba vestido pulcramente de gris, era calvo, tenía ojos saltones, y un aspecto que podría calificarse de lamentable. Contra todas las leyes de la probabilidad, parecía entrar en éxtasis cada vez que se rascaba la piel de la pantorrilla con una barra de hierro que llevaba.

«Ése debe de ser Maser Messe, el artista de obras perecederas», pensó Flora. «Y el otro seguramente será Peccavi».

Peccavi era un tipo bastante viejo y cochambroso. Llevaba unos pantalones cortos, de tela raída, una camiseta de rayas azules y blancas, y también calzaba sandalias. Estaba completamente calvo, y semejaba, ahí parado en medio del andén, un búho acomplejado y sádico.

Sonriente, Flora se dio a conocer al grupo, y Messe (pues efectivamente era Messe) dejó de martirizarse la espinilla y se dispuso a acompañarla hasta el carromato. Riska (que así se llamaba la muchacha) y Peccavi, por su parte, se quedaron allí de pie sin hacer nada. Súbitamente Peccavi levantó la cabeza y los pantalones cortos resbalaron casi hasta la cintura. Entonces se ruborizó hasta la calva. Riska escupió de lado y se apartó.

—Tal vez no entienden muy bien nuestra lengua… —le confió Flora a Messe—. Me parece que el señor Mybug habla un poco de portugués. ¿Quiere que…?

—La entienzen perfeztamente —dijo Messe con aire tristón. Entonces sacudió la cabeza al tiempo que miraba a Riska—. ¡Erez una dezvergonzada, una muzaza dezvergonzada! —y luego añadió, dirigiéndose a Flora—: Ez una coztumbre de loz gitanoz poztuguezez, ¿zabe? Eztá convencida de que quiede robadle a zu hombde.

—Ya. ¿Podría explicarle que yo ya tengo mi propio hombre, además de cinco niños?

—Ella dice que ezo que uztez le cuenta le impodta un comino —tradujo Messe, después de intercambiar unos cuantos farfulleos con la muchacha—. Dice que todaz laz mujedes quieren robarle loz hombdez a laz otraz. ¡Y que zi ve a zu madido de uztez, no dudada en robázzelo!

—Entonces tendremos que procurar que ni siquiera pueda ponerle el ojo encima —respondió educadamente Flora, pensando en lo difícil que le iba a resultar todo aquello. Sonrió a Riska, de todos modos, porque no quería meterse en líos con ella. Tenía una larga semana por delante. En respuesta, Riska le hizo el signo de los cuernos con la mano y le sacó la lengua de un modo espantoso, tras lo cual abandonó trotando el andén en pos de Peccavi.

—«Ah, las ancestrales expresiones de los antiguos dioses.»[8] Ése es el verso que me viene a la cabeza cuando observo a esas dos almas virginales —dijo el señor Mybug, uniéndose a Flora mientras el grupo entero avanzaba hacia la salida. Señaló a Peccavi y a Riska, que ahora andaban salpicándose uno al otro con el agua de un depósito que se utilizaba para abastecer las locomotoras—. ¿Se ha dado cuenta usted de cómo el mundo moderno envidia la proverbial sencillez de los artistas? Esos dos viven en un paraíso infantil que ellos mismos han inventado. ¡Observe las caras de la gente cuando los miran!

Era verdad que algunos de los invitados los miraban con los ojos muy abiertos, no se sabe si de envidia. Flora sospechaba sin embargo que dicho asombro se debía más bien a que no entendían muy bien cómo se las arreglaba aquel hombre para conseguir que sus cuadros alcanzaran aquellos precios tan astronómicos.

Cuando salieron de la estación, el señor Mybug exclamó:

—¡Vaya! ¡Miren eso! ¡Debe de ser ese sabio oriental de pacotilla!

Por una trocha de la escarpada colina bajaba un hindú espigado dando zancadas. Llevaba un turbante amarillento y rosa enrollado en torno a su cabeza, prodigiosamente grande. Su barba plateada descendía en ondas hasta una especie de calzón del mismo color salmón. Taladraba con la mirada el camino polvoriento, seguido a apresurados saltitos por un personaje achaparrado y tremendamente sucio; era su discípulo, que cargaba con el bote de pedir y con el bastón del maestro.

El sabio oriental llegó finalmente hasta el aparcamiento de la estación, donde se encontraba el grupo, que lo observaba con ojos expectantes. Se detuvo entonces, y levantó la mano a modo de saludo.

—¡Paz! —dijo. Levantó la mirada. Sus enormes ojos brillaban con una tranquila luminosidad—. ¡Paz!

—Que la paz sea con usted también, maestro —respondió Flora. (Todo el mundo se había quedado mudo o en estado de shock, y una señora de avanzada edad, a quien Flora identificó como frau Dichtverworren,[9] una psicoanalista que había sido una de las primeras discípulas de Freud, sacó a hurtadillas una libreta y comenzó a tomar notas sobre la supuesta neurosis religiosa del Sabio)—. Sea bienvenido al congreso. Debe de estar usted muy cansado después de tan largo viaje. ¿Vendrá con nosotros en el carromato?

—No, hija mía. Este humilde siervo —dijo tocándose el pecho— y este otro de aquí —dijo señalando a su discípulo— caminarán hasta el final de la jornada. Eso —dijo, señalando el carromato— es un ingenio del Mono.

—Se refiere al incansable espíritu de invención del Hombre. —Concluyó el señor Jones de mal humor—. Ellos lo llaman «el Mono». Y vaya si no es un nombre que se ajusta endemoniadamente bien a la realidad. —Entonces se apartó de la concurrencia y se quedó mirando absorto a un matorral.

—Como quiera usted, Maestro —dijo el señor Mybug, recogiendo el testigo de Flora—. Pero, en fin, usted no conoce el camino, ¿o sí?

—Sí, hijo mío. Conocemos el Sendero. Y si por ventura perdiéramos nuestro sendero terrenal, yo con mis poderes lo encontraría de nuevo. ¡Adiós!

Y se alejó a grandes zancadas. El discípulo, con ojos diminutos y brillantes, lanzó una fugaz y recelosa mirada al carromato y se marchó renqueando tras su maestro. Flora pensó que al discípulo sí que le habría gustado montar en el carromato.

—¡Poderes! ¡Lo que quiere decir ese hombre es que tiene poderes ocultos! —susurró extasiadamente mademoiselle Avaler, la existencialista—. ¡Oh! ¿Cree usted que podría leer nuestro futuro? ¿Eh, eh? Diga, ¿lo cree usted? —preguntó dirigiéndose al señor Mybug.

—No es que lo crea. Me consta que puede leer nuestro futuro. Y vaya si lo hará… ¡debe hacerlo! —exclamó el señor Mybug, arrojándose sin flotador a las profundidades de los ojos de mademoiselle Avaler, que eran del color del mar cuando el tiempo es variable. El señor Mybug siguió mirándola aun después de que la mujer hubiera ocupado su asiento en aquel coche colosal, justo al lado del tipo millonario, a quien al parecer conocía. Cuando el vehículo al fin partió, el señor Mybug aún la seguía con la mirada. (El chófer chino, eso pensó Flora, debía de haber encontrado a alguien que por fin le debió de indicar cuál era el camino más corto para llegar a la granja).

C’est la proie à Venus tout entière attachée —le dijo el señor Jones a Flora, que observaba lo que había estado ocurriendo, aunque equivocó la cita—.[10] Bueno, ¿y ahora qué? ¿Vamos a ir a Cold Comfort Farm o no, señora Fairford? Tengo hambre.

Los delegados fueron subiendo uno tras otro al carromato, pero Flora interrumpió la ensoñación del señor Mybug para decirle que ella no los acompañaría, porque subiría a la granja con su primo Reuben.

—¿Todavía anda por aquí ese vivales? —dijo el señor Mybug—. De acuerdo, querida Flora; pero no me deje usted tirado cuando lleguemos, ¿eh? Toda esta gente son vips y tenemos que asegurarnos de que están bien atendidos, ya sabe.

Flora estaba encantada de que entre el señor Mybug y ella no se hubiera planteado todavía el desagradable asunto del dinero. Por lo que había colegido, el trabajo de Mybug no sería retribuido. Su labor la llevaba a cabo impulsado por un puro amor al patrimonio intelectual de Europa. Bueno, por lo que a ella concernía, en calidad de secretaria ayudante de organización sin remuneración, no se sentía obligada a tomarse sus obligaciones con demasiada seriedad. Así que le dijo jovialmente al señor Mybug que lo vería más tarde y se dispuso a reunirse con Reuben.