3

Los parajes que Flora y Reuben recorrían en la calesilla no parecían haber cambiado en absoluto a lo largo de los últimos dieciséis años y, salvo por algún cartel con la foto de un portentoso rostro verdusco, que de tanto en tanto anunciaba la inminente celebración del congreso desde los muros de algún granero, las colinas, los campos y la luz del cielo eran exactamente iguales a los que Flora había conocido años atrás.

Al principio Reuben estuvo un poco tieso, pero intercambiaron las novedades de rigor tan rápidamente y con tal interés mutuo que el mayor de los Starkadder no tardó en sentirse cómodo, aunque Flora pensó que, sosegado, su rostro era incluso más starkaddense que cuando estaba tenso.

—¿Y el primo Amos? ¿Sigue aún en América? —preguntó Flora—. ¿No hay peligro de que le dé por volver y reclame la propiedad de la granja?

—No, prima Flora. Peligro de eso no hay. ¡Que se ha construido una buena iglesia por allá, con el dinero de unas viejas locas! Se llama la Iglesia de la Hermandad de los Benditos Estremecimientos, y es allí donde dice esos sermones suyos todos los sábados. Los oímos en la radio. ¡Qué hombre tan tremendo, el primo Amos! A la pequeña Nan le da tanto miedo que cada vez que lo escucha se echa a llorar.

—Ah. Nan. Ésa es nueva. No sabía nada de ella.

—Ya. Ahora Nancy y yo ya tenemos al Charley y al Johnny, y a la Ruthie y a la Katie la chica, y a la Rosie y a la Nan. ¡Demasiadas bocas que alimentar, es lo que siempre digo yo! —y aquí Reuben dio un suspiro.

—Pero ¿qué le ha pasado a la granja, Reuben? La última vez que me escribiste todo funcionaba a las mil maravillas.

—Y… y… la señora Beetle, prima Flora… ¿te recuerdas de Aggie Beetle? Se ha ido a vivir a Hangingmere, con Agony Beetle y los cuatro hijos de Meriam… ¿Te recuerdas de ellos? —continuó Reuben hablando cada vez más precipitadamente.

—Sí. Sí, claro. ¿No pretendía adiestrarlos para que formaran un grupo de jazz, o algo parecido…?

—Sí… pero entonces llegó la Orquesta de la Esperanza, los contrató, y ahora se han hecho todos muy religiosos. Un padecimiento para la pobre mujer, a la edad que tiene ya…

—Sí, debe de serlo. Pero, dime, Reuben: ¿dónde se han metido el resto de los Starkadder? Hace por lo menos cinco años que me mandaste una carta diciéndome que se habían ido a Sudafricania pero desde entonces no he sabido nada…

Flora se detuvo.

Reuben permaneció en silencio. Su rostro se estremeció con lo que bien podrían haberse denominado temblores sísmicos, pero no pasó de ahí.

—Estoy segura de que hay algo que no va bien en la granja —concluyó Flora en un tono de grave formalidad—. No solo soy capaz de leerlo en tu cara, sino que lo siento en mis entrañas. Y creo que harías bien en hablarme de ello.

Pero Reuben siguió abismado en su terco silencio. Se produjo una larguísima pausa.

—Harías bien en decírmelo… ya, Reuben —dijo Flora de modo tajante.

Reuben, cuyos temblores faciales aumentaban por momentos, dejó escapar un poderoso rugido.

—Pues bien rápido te lo diré: ¡Ya no hay un solo Starkadder en Cold Comfort Farm!—exclamó.

—¡¿Qué?! Pero, Reuben, eso no es posible, ¡siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort! ¿Es esa la razón por la que todos han emigrado?

—Todos menos Urk. Y eso que Urk no es más que la oveja negra de la familia, con esas asquerosas pócimas que prepara para seducir a las mozas, y esos tejemanejes que se trae con las Fuerzas de las Tinieblas…

—¡No me hables de Urk ahora! Háblame de los demás.

—Bien. Pues todo empezó me parece a mí que hará cerca de seis años, prima Flora. Ya sabes que nosotros los Starkadder somos así de violentos, que nos van las agarradas. Recordarás que solíamos tirarnos los unos a los otros a los pozos, cosas de ese estilo. Algunos de nosotros nos poníamos como locos y nos daba la ventolera. Era la ira propia de la hombría… Algunos de nosotros…

—Sí, sí, todo eso ya lo sé. Seth me lo dijo hace muchos años… como si no hubiera podido comprobarlo por mí misma. Por cierto, ¿sabes que vi su última película la semana pasada? Para mí que se está quedando calvo. Pero ahora Seth tampoco importa: continúa.

—Pues bien. Al cabo de un tiempo, y sin saber muy bien cómo, nos dimos cuenta de que ya no podíamos vivir juntos, ni siquiera para trabajar en las cosas de la granja.

—Helada me dejas —susurró Flora.

—Aquella temporada, sería por el tiempo de la cosecha de la mostaza y de los berros, hubo aquí, lo diré, unas trifulcas tremendas, así que todos los muchachos… me refiero a Micah y a Caraway, a Harkaway y a Ezra, a Luke y a Mark, sí, también a Mark Dolour; pues bien, todos ellos se embarcaron a la vez y se largaron juntos a la lejana Sudafricania.

—Vaya. ¿No fue un poco precipitado? Quiero decir… ¿Se fueron todos sin haberse procurado un trabajo, y sin tener perspectivas de futuro?

—Ahí te equivocas, prima Flora: primero se compraron una granja, que las hay muy baratas por aquellos andurriales. Vieron que se vendía una granja en un anuncio de esos, en un periódico africano que venía envolviendo unas naranjas.

—Lo que me extraña es que no la compraran a través de una carta de un nativo de la Costa de Oro.[11] ¿Y qué pasó luego?

—Pues bien, lo que pasó es que les entró la codicia por tener de una vez la maldita granja, prima Flora. No podían ni dormir, ni tenían descanso ninguno con las ansias codiciosas que les dieron. Enfermaron de unas fiebres horrorosas y deliraban como el rey David con Behemoth[12] y…

—Sí, sí, el resto puedo imaginármelo. ¿Y que pasó?

—Así que después de mucho rechistar y de mucho rumiar, y después de escribir montones de cartas para pedir consejo a padre y a la abuela allá en su retiro en América (aunque ninguno de los dos tuvo la decencia de coger nunca un papel y una pluma para contestar, mala liendre los mate), los muchachos sacaron todos sus ahorros de los agujeros que tenían practicados en la pared de la pocilga y de debajo de las camas y de las cajas de los cuellos de los trajes de ir a misa[13] y escribieron a los tipos aquellos de Sudafricania, y así fue como finalmente se compraron la granja de Grootebeeste (porque ese es el nombre de la granja de Sudafricania, prima Flora: Grootebeeste).[14] Y una vez hecho eso, se sintieron todos libres ya de marchase, riéndose como hienas y borrachos de avariciosa alegría.

—Ya, entiendo. Pero tú te quedaste aquí para cuidar Cold Comfort.

—Sí. A mí de verdad me encanta andar por aquí, como bien sabes, y yo era tan feliz mismamente como un pardal volandero con mi Nancy (aunque nunca me aprenderá a hacer una empanada de tocino que se pueda comer) y con todos los muchachos que tenemos.

—Entonces, ¿qué fue lo que se estropeó, Reuben?

—Me temo que sembraba más de lo que recogía, prima Flora. No había manera de sacar adelante las tierras. Y luego estaban las mozas, también…

—¡Cielo santo…! ¡Prue, y Susan, y Letty, y Phoebe…! ¿Todavía están aquí? Suponía que tendrían sus propias casas desde hacía años…

—Ah, y así hubiera sido si los muchachos no hubieran tenido el alma como los pedernales de Sussex y no se hubieran vuelto locos de avaricia con las tierras de Grootebeeste. Pero qué se le va a hacer. Ciertamente aquella sí que fue una espantada.

En ese punto Reuben detuvo su narración para apartarse hacia los setos mientras un gran vehículo, a medio camino entre un coche y un trolebús, pasaba junto a ellos. Iba lleno de hombres muy pulcros, vestidos con trajes grises, con gafas, con maletines y bolígrafos. Todos parecían callados y terriblemente aburridos. Un cartel en el capó del vehículo decía: «Partido Revolucionario de Obreros Especializados: Delegación para el Congreso del Grupo Internacional de Intelectuales».

El coche los adelantó con gran estrépito. Ninguno de los delegados del Partido Revolucionario de Obreros Especializados se volvió para mirarlos, y Flora y Reuben estaban demasiado inmersos en la historia del propio Reuben como para darse cuenta de ello siquiera.

—Las mozas sí que lloraron y chillaron, mismamente como si fueran terneras al punto del sacrificio —continuó Reuben, azuzando al caballo con la fusta—, implorando a los muchachos que se las llevaran con ellos. Pero ellos que no, que no querían. Y aquí me las dejaron.

Flora no hizo comentario alguno. Era difícil culpar a los hombres Starkadder por negarse a llevar a aquellas mujerucas con ellos al exilio sudafricano, sobre todo cuando sabía perfectamente cómo se las gastaban las mujeres Starkadder. Por otro lado, resultaba igualmente difícil comprender que las mujeres Starkadder desearan embarcarse con ellos sabiendo, como sabían, cómo se las gastaban los hombres de su familia. Pensó que lo más inteligente era tener la boca cerrada.

—Al final, después de mucho rato de sufrir agonías, las mozas persuadieron a los muchachos para que les prometieran que las mandarían a buscar a todas en cuanto que Grootebeeste prosperara y los campos empezasen a dar frutos.

«Pues me parece a mí que pueden esperar sentadas», pensó Flora.

—Y se marcharon. Y entonces… ¡entonces hice un juramento!

—Oh, vaya por Dios, Reuben, qué susto. ¡Un juramento!

—Me vi abocado a ello, prima Flora, ¡me vi abocado! Me pareció como si el espíritu de La Familia me empujara a hacerlo. El atardecer mortecino estaba cayendo, y a lo lejos podía yo escuchar a las mozas que gemían en lo alto de la colina Mockuncle, donde se habían reunido para ver cómo se iba alejando por el horizonte el tren que se llevaba a los muchachos a la Sudafricania. Así que juré que las mozas nunca pasarían necesidades ni penurias si ello estaba en mis manos:

Ara la tierra natal

tú solito hasta el final.

—¡Y juraste sobre el ejemplar de la tía Ada del Boletín semanal de productores de leche y Guía de ganaderos de vacuno!

—¡Anda!, ¿y cómo lo sabes, prima Flora?

—Bah, intuición. Bueno, continúa. ¿Qué ocurrió después?

—Más cosas y peores, prima Flora.

—Me gustaría saberlo todo, Reuben, te lo ruego.

—Sí, y vaya si lo sabrás. Es un consuelo poder contártelo, de todos modos. Bueno, entonces caí en desgracia con el Ministerio. La granja cada vez daba menos y menos avellanas, y también cada vez menos huevos. La leche comenzó a escasear y las raíces de los cereales a menguar…

—Exactamente como cuando llegué aquí por vez primera, hace ya tantos años.

—Sí. Pero en aquel entonces pudimos superar la ruina apoyándonos los unos en los otros. En estos días que corren no se permite que nadie se arruine tranquilamente, ni aunque se empeñe. Así que el Ministerio comenzó a quejarse y a hacer preguntas, y al final mandaron a un tipo de Londres.

—Un experto en agricultura, supongo.

—No, nada de eso. Era un lechuguino que se hacía llamar señor Parker-Poke. Dormía ahí abajo, en el pueblo, en la Posada del Condenado. La señora Murther, una buena mujer de gran corazón, pensó en rebanarle el pescuezo con un cuchillo de cocina en plena noche para así ayudar a la granja, pero, claro, al final no se atrevió a asesinarlo. Todos los días ese hombre subía a la granja y me agobiaba con sus recomendaciones y sus consejos. No tenía sosiego en la vida, y las cosas comenzaron a ir de mal en peor. Él… bueno, me decía que yo no tenía ninguna educación agropecuaria en absoluto.

—Lo siento mucho, Reuben —dijo Flora, y posó una mano en el brazo a su primo durante un instante—. Es verdad: no tienes formación alguna en agricultura; pero sabes hacer que las cosas crezcan.

—Al final me dijo que había escrito un informe al Ministerio. En el informe decía que nuestras viejas tierras ya no daban más de sí. También decía que yo nunca sería un granjero de provecho. Y que ya me había dado demasiadas oportunidades. Y esto y aquello y lo de más allá, prima Flora, y al final recomendaba que me dieran medio acre de terreno para que yo y los míos pudiéramos vivir, y… y… y que la granja fuera… fuera… ¡que había que derribarla y convertirlo todo en tierra de labranza!

¡Reuben! ¡Mi pobre primo!

—Bien puedes decirlo, prima Flora, bien puedes decirlo. Y mientras tanto todos los muchachos en el extranjero, en Sudafricania, sacando adelante la Grootebeeste, (¡mala plaga caiga sobre sus sembrados, me fastidiaron bien desde el primer día en que pusieron el pie en ese continente infecto!), y yo aquí, con las muchachas medio taradas, penando de melancolía y miedo.

—Pero… ¿por qué demonios no les escribiste y les pediste que regresaran a casa? Al menos podrían haberte ayudado a cultivar suficientes nabos y hortalizas para contentar al señor Parker-Poke.

—¡Fue por el juramento que hice, prima Flora! Bien sabes que nosotros, los Starkadder, por nada del mundo quebrantaríamos un juramento. Y yo lo juré: Ara la tierra natal… tú solito hasta el final. ¡Y por eso, mal que me pese, tengo que aguantar! Pero a punto estuve de volverme tarumba…

—Lo siento muchísimo por ti, Reuben; todo esto que me has contado me ha conmovido profundamente. Pensaba que todo iba viento en popa en la granja. Pero continúa… ¿qué ocurrió? Porque lo cierto es que la granja aún no ha sido…

—¡Qué va! Todavía sigue en pie. En realidad, si uno no lo supiera, diría que la vieja granja está más hermosa y más agradable que nunca. Mira.

Y señaló entonces con la fusta la hondonada que se tendía por la ladera de Mockuncle Hill. Al mismo tiempo, como habían llegado a las inmediaciones de la granja casi sin darse cuenta, tan absortos habían estado en su conversación, Reuben tiró de las riendas del caballo.

Un edificio blanco y resplandeciente, grande, bajo y de formas irregulares se divisaba casi oculto bajo el dosel de árboles jóvenes. Pequeñas manchas de césped esmeralda cubrían los patios. Parterres turgentes y arriates de flores se acunaban contra los muros. Una pancarta verde colgaba desde el tejado y Flora apenas pudo distinguir en ella las palabras: «Bienvenido, Grupo del Congreso».

Observó el lugar atónita; luego se giró hacia Reuben y volvió a quedarse atónita mirándolo.

—¿Esto es…? Pero esto parece… ¡Pero no puede ser, Reuben! ¡Es imposible! ¡Han convertido la granja en un revoltijo! A primera vista no sé si parece un campo de cricket o un club social provinciano.

—Oh, sí, prima Flora. Pero en realidad lo que tienes delante es la granja; la vieja granja de Cold Comfort —contestó Reuben con un deje de tristeza en la voz.

—Pero ¿quién ha hecho esto? ¿Ha sido el Ministerio?

—Qué va. ¿No te dije que las cosas habían ido de mal en peor? Si al menos la granja hubiera sido… hubiera sido demolida, se me habría partido el alma, pero al menos habría quedado una buena y honrada tierra de labor, donde los animales podrían haber tenido sus buenos pastos y sus matojos para rumiar. Pero esto… bueno, qué puedo decir. El día mismo en que el Ministerio tuvo noticia del informe del señor Parker-Poke, vino un tipo a verme desde Ditchling. Me dijo que estaba podrido de dinero, y que presidía una fundación.

—Oh, ahora comienzo a entender… ¿No sería de Patrimonio Nacional?

—No, no, de allí no era. Me dijo algo así como que venía de la Fundación de Antojos Textiles. Pero no me hagas mucho caso.[15] Por entonces ya no me funcionaba bien la cabeza. Estaba pensando en volverme medio loco…

—¿Así que te ofreció comprar la granja?

—Algo de eso hubo. Dijo que había una enorme cantidad de dinero que pertenecía a un hombre que ya se había muerto, y que se lo había dejado a un grupo de personas para que comprara viejos caserones y los salvara de la demolición. Y que ese dinero se utilizaba para adecentarlos, y que luego alquilaban los caserones para organizar reuniones y charadas y exposiciones para señoritingos. Y que el dinero que la Fundación conseguía por arrendar el sitio lo utilizaba para adornar el lugar con flores y césped y esas cosas.

—De modo que le vendiste la granja a ese ricachón de la Fundación de Antojos Textiles, ¿no es así?

—He de reconocerlo, prima Flora, lo hice. Y con el dinero que mismamente me dieron me compré el terreno que tenemos ahora en Ticklepenny y…

—¡Ticklepenny! ¡Qué bien…! ¿Vives allí entonces?

—Sí, no sé si te acuerdas de un chamizo que había antes en esa parte del campo que se llamaba Nettle Flitch: ¿te acuerdas? Meriam, la moza a jornal… vivía allí, vivía allí hace muchos años. Pues bien, cogimos el chamizo, y nos lo llevamos enterito a nuestro terreno de Ticklepenny.

—¿Y qué te dijeron el señor Parker-Poke y el Ministerio cuando se enteraron?

—A ellos tanto les da. El Ministerio se llevó los dos buenos tercios del dinero que me dio la fundación. En concepto de compensación, me dijeron… Y les pagué el otro tercio por el terreno que compramos en Ticklepenny.

—Ya. Muy sencillo me parece a mí.

—Sí. Fue muy sencillo. Y así de paso logré que cerraran el pico. Nuestro terreno de Ticklepenny, mira por dónde, está dando corderas y pollas coloradas, así que el Ministerio no nos dará problemas. Y el señor Parker-Poke se volvió a su guarida de Londres, así reviente ese asqueroso cerdo con bombín.

—¿Y entonces dónde viven Phoebe y las demás?

—En el granero grande, prima Flora. La Fundación ha construido una cosa como colmenas de abejas allí, y en ese lugar es donde duermen y van viviendo, y también donde comen la comida que tienen allí en el granero grande.

—¿No hacen nada en absoluto para ayudarte, Reuben?

—Qué va, prima Flora. Andan siempre con la murria, como puedes imaginarte.

Flora podía imaginárselo perfectamente. Las mujeres Starkadder, como bien recordaba, estaban sumidas en una crisis perpetua, bien por tener que llenar tarros de mermelada, bien porque las consumían los celos.

—Pero ellas son las que adecentan la casa vieja y la friegan para la Fundación, prima Flora, y son ellas las que plantan las florecillas en los jardincillos y los parterres. Todos esos parterres que ves ahí… —dijo señalando con la fusta de nuevo, y luego apremió al caballo para que se diera prisa— es donde estaban antes las letrinas y las pocilgas.

—¿Y ya no hay animales en la granja?

—No verás ni un cuerno ni una ubre en toda la propiedad, prima Flora. Nuestro Gran Negocio fue el último en abandonar el lugar. ¿Te acuerdas de Gran Negocio? Ah, durante el único año que estuvo aquí menguó muchísimo. Pero no es decente que sea yo quien te hable de eso. Ya lo averiguarás por ti misma; o no, si eso es lo que te apetece.

«Me encantará averiguarlo», pensó Flora.

—¿Debo entender que los muchachos se llevaron al toro con ellos a Grootebeeste? —dijo.

—Sí. Pero no antes de que nos hubiera dejado a todos en ridículo. Bueno, ya hemos llegado, prima Flora —dijo Reuben cuando la calesilla abandonó el camino de gravilla y las ruedas tropezaron con las losas de pedernal del patio que servía de entrada a la granja—. Bienvenida seas de nuevo a Cold Comfort Farm, prima querida. Todo esto ha cambiado muy para mal, según lo veo yo. Pero acaso a ti te guste más así, todo tan pulidito que está y tan alegre, ¿a ti qué te parece? —concluyó Reuben con tono pensativo.

Flora echó un vistazo y vio un cartel artísticamente caligrafiado que rezaba «El Patio Grande», balanceándose en un colgador de hierro forjado. También observó los rústicos bancos verdes emplazados bajo cada una de las rústicas ventanas, el montón de rústicos y sobrealimentados palomos que contrastaban con el tono general de austeridad que reinaba en el lugar, y otro cartel bastante visible colgando en una puerta que decía «El Fregadero Grande»; luego estaban los lechos de lavanda y los macizos de borrajas, una maceta de piedra…

—¡Reuben! —exclamó Flora envarada, al tiempo que señalaba algo con un dedo acusador—. ¡No puedo creer lo que estoy viendo! ¡Ahí! ¡En esa maceta!

Reuben se volvió con gesto indiferente hacia el lugar que Flora le estaba señalando.

—Ah, sí, prima Flora. Es cierto. Tus ojos no te engañan. Al principio los propietarios me la regalaban, pero ahora soy yo quien se la doy a ellos.

—Pero… ¡Reuben! ¡Ay, Reuben! ¡Es una auténtica mata de parravirgen! ¿Quién demonios la ha plantado ahí?

—Las señoras y los caballeros de la Fundación. Hay un montón de parravirgen plantada por los alrededores. Dicen que este es el único lugar del hemisferio norte donde crece; incluso la han nombrado una especie en extinción…

Flora estaba a punto de señalar que cuanto más rara fuera la planta, mejor, cuando Reuben se dio la vuelta y dejó escapar un rugido de furia. «Bueno, esto se parece cada vez más a la granja que yo conocí en los viejos tiempos», pensó. Pero antes de que tuviera ocasión de preguntarle cuál era la razón de su enfado, Reuben salió disparado hacia la antigua bodega (ahora denominada La Pequeña Despensa), y tras unos cuantos gritos volvió a aparecer acompañado de un pequeño hombrecillo vestido con traje oscuro y barba negra, que aferraba entre sus manos una cesta de mimbre con tapas. Trotando pesadamente tras ellos venía una opulenta figura femenina elegantemente vestida con pantalones rojos de franela, una chaqueta de tweed, un turbante floreado y unos pendientes agitanados. Mientras caminaba golpeaba con un palo la espalda de Reuben.

—¡Eh, calma! ¡Tranquilos, tranquilos! —dijo Flora—. ¿Es que siempre tenemos que estar igual?

Reuben empujó al hombrecillo, que aterrizó en el parterre.

—¡Quieto ahí, granuja! —vociferó—. ¡Ya te enseñaré yo a afanar hierbas de variedades protegidas para esas ponzoñas que tú haces!

El hombrecillo levantó silenciosamente la mirada hacia Reuben, mostrándole unos dientes bastante estropeados.

—¿No nos hemos visto antes? —le estaba diciendo Flora a la mujer, que ahora se estaba sacudiendo el polvo a la vez que se alzaba las perneras de los pantalones—. Soy la señora Fairford; y tú debes de ser la señora de Urk Starkadder, ¿me equivoco?

Meriam, la antigua moza a jornal (pues efectivamente era ella), se quedó mirando a Flora con la boca abierta. Flora aguardó paciente su respuesta, pues no esperaba que el transcurso de todos aquellos años hubiera logrado pulir su inteligencia.

—Su cara… como que me resulta conocida —musitó Meriam dubitativamente—. Apareció usted en las cartas…

—¿Ah, sí? ¡Qué bien! ¿Cómo andas? ¿Y tu madre? ¿Y los muchachos…? Porque tenías cuatro muchachos, ¿no es así?

—Las cartas decían que me toparía con una mujer muy elegante que nos traería problemas…

—Estoy segura de que las cartas se equivocaban. ¿Es posible que tuvieran un mal día?

—Bueno. Puede que sí. A veces pasa. Es una cosa dificilísima esto de las cartas, ¿no cree? ¿Está usted por un casual interesada en las cartas, señorita? —Y Meriam, con cierto brillo en su mirada, descorrió la cremallera de su blusa, hurgó en lo más profundo de su escote y de allí extrajo un mazo de naipes baratos y grasientos que le tendió a Flora sobre la palma de su mano—. Tiene usted cara de ser una mujer con suerte. ¡Le echo una buenaventura de dos chelines y medio por dos chelines y dos peniques!

El cese del sonido constante de rechinar de dientes que había servido de fondo a toda su conversación con Meriam advirtió ahora a Flora de que Urk había dejado ya de castañetear la mandíbula, había vuelto a colocar la parravirgen robada en la maceta, bajo las ordenes de Reuben, y se acercaba con aviesas intenciones. Flora se apartó a un lado, justo a tiempo de dejar que agarrara el brazo de Meriam con su puño peludo al tiempo que refunfuñaba:

—¡Vámonos de aquí, vámonos, puerca maldita! No tenemos nada que nos incumba en este sitio, y se me está haciendo tarde para el té.

—Bueno, bueno. Ya puedo ir yo sola… Tenga usted muy buenas tardes, señorita Fairford. Y no se le olvide a usted llamarme si lo necesita; estamos en las páginas amarillas de Brighton: camino de Lechers Lane. ¡Adiós!

Las últimas palabras de Meriam fueron proferidas en un alarido más o menos amable, porque Urk ya se alejaba con ella a rastras. Un instante después Flora vio un coche muy pequeño, tremendamente roñoso, que se marchaba echando humo por la cancela, y a Meriam, que le decía adiós con la mano desde detrás del mugriento cristal.

—Ya has visto tú misma todo lo que hace que me avergüence de la vida que llevamos aquí, prima Flora —dijo Reuben, deteniéndose mientras apartaba al caballo y la calesilla a un lado—. ¡La granja, repintada como una golfa buscando guerra en el paseo marítimo de Worthing, los muchachos todos exiliados en el extranjero, nada menos que en Sudafricania, y Urk Starkadder, ahí lo tienes, con sus indecentes suciedades, dueño de una herboristería especializada en Bexhill! ¡Vaya que sí, y llenando su almacén con nuestras hierbas y nuestras florecillas, todas robadas! ¡La mismísima parravirgen que tú y yo arrancamos con nuestras propias manos, prima Flora, y conseguimos purgar de esta tierra nuestra! ¿Dónde quedó nuestro orgullo de hombres, el que tú nos mostraste que debíamos mantener en tanto la pobre tierra pudiera darnos medio acre de pan y un plato de sopa de codillo para cenar? ¿No habrán caído maldiciones como grajos sobre esta casa para pudrir las ubres y los graneros? Pues vaya que sí que habrán caído, y bien empleado que nos está, pensarás, y tendrás razón. ¿Y qué dices de cómo está Cold Comfort ahora, hija de Robert Poste, o Flora Fairford, como dices que te llamas ahora? ¿O es que acaso esperabas encontrártela así? ¿No te parece que lo que han hecho con ella es un vilipendio y que más bien parece una cataplasma en los bonitos praderíos de Mockuncle Hill? ¡Anda, dilo, dilo con toda franquicia!