9

Los delegados emplearon el día siguiente entero en discutir acaloradamente entre ellos, como tenían por costumbre, así como en lisonjear y mortificar a otras personas para que les hicieran las maletas. Flora, por su parte, lo empleó en redactar un estadillo con los gastos del congreso, que luego se sometería al escrutinio de los tesoreros del Grupo Internacional de Intelectuales y de la Fundación de Antojos Textiles. Después del almuerzo llegó un nuevo telegrama:
Por familia lo pido no hagas nada no hagas nada hasta que yo con vosotros en casa [stop] afectuoso Luke
Y luego, muy poco después, llegó otro que decía:
Yo lo mismo que Luke Mark S
Una vez recibidos estos últimos mensajes, ya no faltaba ningún familiar emigrado al extranjero por responder a Reuben.
Ninguno había declinado la oferta de regresar a casa (o al menos eso era lo que se podía deducir del estilo enrevesado y dramático en que estaban escritos los telegramas). En realidad, a juzgar por la rapidez con que habían contestado, tanto Reuben como Flora dedujeron que los asuntos en Grootebeeste iban francamente mal.
—Pero jamás debemos mencionarle eso a los muchachos, prima Flora —dijo Reuben. La tarde declinaba y ambos se encontraban en el Pequeño Fregadero, poniendo en marcha la segunda parte del plan. Flora se había subido al enorme escurreplatos, y estaba descolgando cuidadosamente las quince guadañas exquisitamente dispuestas en la pared y entregándoselas a su primo, que esperaba debajo.
—Esta misma noche hará tres años que Micah me escribió una de sus cartas, y como yo le preguntaba qué tal iban las cosas por Grootebeeste, él me contestó: «No se te ocurra volver a hablarme nunca jamás de Grootebeeste», eso me escribió. Así que ojito.
—Gracias, Reuben. No olvidaré tu consejo, aunque no tenía la menor intención de hablar de ello, te lo aseguro. ¡Toma…! —y le entregó la última guadaña—. No están demasiado oxidadas; las muchachas las han mantenido brillantes y limpias.
—¡Como sus buenos corazones, prima Flora! Y ahora que han pasado ya los años de larga y enojosa espera, ¡recibirán su recompensa!
—Sí. Sí, eso espero —contestó Flora, aunque se notaba menos entusiasmada de lo que había esperado; trece años de matrimonio parecían haber suavizado el punto de vista estrictamente realista que Reuben tenía antaño sobre la vida—. Pongamos las guadañas en esa carretilla, y luego te las llevas a las eras de Ticklepenny y lo arreglas todo con tus ayudantes.
Flora sospechó que el célebre temperamento de los Starkadder podría actuar como impedimento a la hora de organizar con éxito la siega de las eras, pero cuando visitó el chamizo de Reuben aquella misma noche, justo antes de que comenzara la fiesta, descubrió que todo estaba preparado y dispuesto a la perfección. La siega había comenzado y todo el grupo estaba atareado y provechosamente ocupado. Incluso el Sabio, a quien nadie se había atrevido a pedir que arrimara el hombro, se había ofrecido para vigilar el inmenso pastel de carne picada con patatas que se estaba cocinando en el horno y que serviría de cena para los obreros. Flora observó el panorama con cara satisfecha, y regresó a sus obligaciones en la granja. Tenía la mirada brillante, y sus mejillas resplandecían bajo su melena ondulante, adornada con dos peonías blancas. Todo marchaba a la perfección y ella estaba exultante.
La fiesta se alargó hasta las siete de la mañana. Fue a esa hora cuando se trasegó la última gota de bebida y se encendió el último cigarrillo, y entonces se elevaron algunas quejas (si es que pueden llamarse así, ya que no eran el tipo de quejas que un observador imparcial podría haber esperado que se hicieran en semejantes circunstancias). Aquella noche, bastante temprano, Riska y Peccavi desaparecieron; eso estuvo bien; y un poco más tarde el señor Mybug se fue a dormir tras introducirse de cabeza en el fregadero; eso también estuvo muy bien. Una vez reapareció, Peccavi estuvo, más que nunca, en su línea, sacudiendo la ceniza de los cigarros en la macedonia de frutas y haciendo tropezar a los que bailaban con un hilo invisible de broma que le había enviado especialmente desde Lisboa un amigo suyo que era traficante de drogas. El señor Mybug dijo que su malicia era deliciosa y característicamente impredecible. Mademoiselle Avaler lucía pura y encantadora como un ángel, envuelta toda en satén y perlas, y fue poco después de su aparición cuando el señor Mybug buscó en el fregadero un santuario para protegerse de las flechas de Cupido, aunque salía de vez en cuando para decirle a todo el mundo lo divertido que era estar metido ahí dentro.
Rennet se dedicó a dar vueltas por las habitaciones, profiriendo gritos y riéndose a carcajadas, y azotando sonoramente a todo el mundo —salvo al señor Claud Hubris, claro está— con una vejiga inflada que le había proporcionado Peccavi. Los profesores Cría y Reproducción bebieron lentos, silenciosos, sonrientes, hasta que se derrumbaron bajo una mesa del buffet y poco a poco fueron quedando enterrados bajo la ceniza de diversos cigarros, como unos modernos Niños del Bosque.[34] Frau Dichtverworren permanecía mientras tanto en una esquina, observando a todo el mundo, y sonriendo de tanto en tanto para sí misma mientras tomaba notas en su libreta.
Los enormes travesaños de los techos de Cold Comfort Farm retemblaron, hasta el punto de volver a desprender el hollín acumulado durante siglos, con los sonoros porrazos de la vejiga que esgrimía Rennet, y con los alaridos de los científicos que a esas alturas ya habían formado una larga conga y serpenteaban entrando y saliendo de las salas en penumbra gritando a voz en cuello: «¡Nos gustan las fraccioo-nes! ¡Jugamos con neutroo-nes!». La música de baile, interpretada por distintas bandas y retransmitida desde todas aquellas emisoras de radio extranjeras que podían captarse después de las once, y que dispersaban sucesivamente sus cacofonías o sus canciones briosas e indecentes en aquel completo pandemónium, atronaban las estancias, los lavaderos y los salones improvisados. Las mujeres Starkadder, que en teoría debían estar repartiendo en bandejas la comida y la bebida, abandonaron el lugar media hora después de que comenzara el alboroto y se fueron a sus casas.
Flora tenía planeado retirarse a medianoche, pero la alegría se desató tan rápidamente y alcanzó tan pronto su clímax, que no habían dado todavía las diez cuando se vio impelida a buscar refugio en la enorme palestra pétrea de la chimenea de la Cocina Grande. Nadie reparó en su maniobra, porque la chimenea estaba situada bastante por encima del nivel del bar y del buffet, que eran los puntos más elevados a los que alcanzaba la vista de todos los presentes; llevaba ya un buen rato tanteando las páginas de la historia de Charlotte Yonge, Esperanzas y temores[35] un enorme tocho que había permanecido en la parte trasera de la repisa durante largos años, y preguntándose si podría arriesgarse a leerlo a la luz de la bombilla que colgaba de la lámpara de hierro forjado que se balanceaba sobre su cabeza, cuando, atreviéndose a otear abajo, a la festiva multitud, se topó con la mirada de Peccavi, una mirada agresiva, sucia, que refulgía en malicia. Había regresado y estaba incluso más dispuesto de lo que era habitual en él a hacer maldades.
Al fondo de la habitación, en lo más oscuro, Flora distinguió a Riska con su mirada de serpiente. Iba elegantísima con un vestido de lentejuelas rojas y unos taconazos de ocho centímetros, y parecía animar a Peccavi a distancia. Flora esperó tranquilamente el momento en el que el artista comenzó a columpiarse en la repisa de la chimenea con ambas manos, y entonces le arreó tan fuerte como pudo con el mamotreto de Esperanzas y temores. Peccavi, aturdido, cayó en el bol del ponche hirviendo. Todo el mundo pareció celebrar muy jocosamente el derrumbe, y mientras el señor Mybug (que a duras penas había logrado salir del pilón de fregar) limpiaba el estropicio como podía y Messe permanecía en éxtasis, abrasándose con el cazo de plata del ponche en la mano, Flora abrió Esperanzas y temores y comenzó a leerlo.
Era tan grande la confusión que reinaba allá abajo que Flora supo que sería imposible abrirse camino entre aquella turbamulta de gente que bailaba, bebía, se abrazaba y discutía a gritos, así que decidió esperar el momento inevitable en el que todos ellos salieran en tropel hacia el estanque de los patos, se despojaran de la ropa, y se tiraran dentro de cabeza. Podría aprovechar ese momento para bajar de su escondite y correr por las estancias vacías hasta la salvación de su alcoba.
De tanto en tanto levantaba la mirada del libro para evaluar si había llegado ya el momento de su fuga, y se percató de que había algunas figuras deambulando sin saber qué hacer ni adónde ir, e inmediatamente comprendió (pues las habitaciones solo tenían velas pero la granja se iluminaba con electricidad gracias a un generador instalado a tal efecto) que aquellos desgraciados eran todos sin excepción especialistas revolucionarios que se habían quedado sin pareja. Flora lo sintió mucho por aquellas pequeñas y miserables criaturas, auténticas ratas de biblioteca, muchas de las cuales se habían especializado en disciplinas tan apetecibles como Psicología Sexual o Historia del Baile, o incluso en Teoría y Práctica de la Fermentación Alcohólica, cuando ninguno de ellos sabía en realidad ni besar ni bailar ni beber. A medida que iba avanzando la velada, unos cuantos intentaron poner en práctica sus conocimientos, pero solo consiguieron caer enfermos. «Qué pena de gente», pensó Flora, sintiendo una lástima enorme por ellos.
Se reclinó sobre la enorme repisa de piedra, dejando que su mirada recorriera, una a una, las páginas impresas en apretados caracteres de tamaño mínimo, mientras seguía la apacible pero fascinante historia de la señorita Yonge. De vez en cuando levantaba la vista más allá de la sólida densidad del viejo libro y observaba el infierno que se desarrollaba a sus pies. Algunas figuras exóticamente vestidas (pues muchos delegados se habían atrevido con atuendos de lo más imaginativo) se retorcían y se pavoneaban ridículamente en la penumbra. Una lluvia de sándwiches, como blancos aviones insonorizados en miniatura, surcaban de tanto en tanto el aire atestado de humo, propulsados por Hacke, que se había apostado detrás del buffet más apartado y se había propuesto llenar el bol de ponche con triángulos de pan de trigo. A los alaridos de los científicos se unieron las emisiones de dos poderosos aparatos de radio, interrumpidas por los inevitables estallidos de la vejiga bromista de Rennet. Al final, aquella turbamulta acabó sumiendo a Flora en un sopor del que no pudo escapar, a pesar de que lo intentó con todas sus fuerzas.
Se despertó repentinamente, asustada por el silencio que reinaba en la habitación. Levantó la cabeza de Esperanzas y temores, que le había servido de almohada improvisada, y solo pudo distinguir una oscuridad rasgada por dos amplias bandas de luz de luna. La estancia estaba vacía. Los relojes anunciaban la medianoche, y a lo lejos se escuchaban los gritos de los diosecillos borrachos y los alaridos de la muchedumbre en estampida. Sin pensárselo dos veces, descendió por los ganchos salientes que había en un lateral de la chimenea, donde antaño se colgaban las cebollas, y, sujetando Esperanzas y temores contra su pecho, corrió por las estancias iluminadas con temblorosas velas y débiles bombillas eléctricas, hasta que llegó a la Gran Escalinata.
Flora ya estaba poniendo el pie en el primer peldaño, cuando de repente, de debajo de un sofá salió un brazo y le agarró del tobillo. El brazo, a juzgar por las hierbecillas de origen acuático que aún lo adornaban, pertenecía a Peccavi. Un oportuno taconazo evitó que aquel animal bípedo pudiera hacer presa de ella. Desembarazándose hábilmente de su agresor nocturno, Flora dio un salto y alcanzó la seguridad de su dormitorio.
Aquella misma noche, antes de que todo empezara, el ayudante le había dicho a Flora que una vez finalizada la siega de las eras de Ticklepenny se celebraría una fiestecilla en honor de los segadores. Ahora, mientras miraba por la ventana antes de meterse en la cama, distinguió una pequeña fogata parpadeando en la loma de Ticklepenny, y unas oscuras figuras bailando a su alrededor. Algunos compases de música, tal vez de acordeón, llegaban hasta la granja mecidas por las ráfagas de la brisa estival: tras algunas dudas, Flora identificó claramente la melodía de una canción titulada Ternera guisada con zanahorias. A continuación vino una ondulante tonada oriental que amenazaba con no acabarse nunca, pero que lo hizo finalmente entre aplausos. Luego, bastante abruptamente, los segadores se arrancaron con una canción titulada Todas las chicas bonitas aman a un marinero. Pero Flora no la oyó ya, porque se había quedado dormida.
A esa hora, un avión de línea regular abandonaba las brumosas costas de África. Iba seguido de un avión de carga que transportaba en sus bodegas un toro, bastante viejo pero que aún no había perdido su soberbio porte, tumbado sobre abundantes pacas de paja; el animal dejaba correr las horas mirando por las ventanas empañadas con su propio aliento cálido o bien comiéndose parte de la guirnalda que le habían colocado alrededor del cuello sus admiradores en el aeropuerto de Ciudad del Cabo. Junto a él dormía Ezra Starkadder, bastante viejo también, y ya no tan soberbio como cuando se fue. En el avión de línea regular viajaban Micah, Harkaway, Caraway, Luke, Mark y Mark Dolour. Como era previsible, tratándose de varones Starkadder, venían discutiendo airadamente y peleándose como alimañas.