10

Puntual como un reloj, a las ocho de la mañana siguiente, Flora bajó la Escalinata Grande. Había dormido como un tronco durante toda la noche y se sentía de maravilla.

Saltó por encima de alguien que roncaba a los pies de la escalera y rodeó los distintos grupos laocontianos que atestaban el piso de la Cocina Grande. Entonces pasó junto al pilón del Fregadero Grande, de donde sobresalían las botas del señor Mybug. Derrumbada sobre él, como si fuera un montón de ropa para la colada, estaba Rennet. «Al menos se trata de Rennet», pensó Flora. No había ni rastro de mademoiselle Avaler, cuya elegancia francesa le había impedido pasar lo que quedaba de noche tirada de cualquier modo en el suelo, en medio los charcos repletos de ceniza, pan mojado, zapatos, sostenes, cabos de puro, colillas de cigarrillos, tapones de corcho, serpentinas, confeti y otras porquerías.

Flora entró en el Lavadero Grande. Algunas de las mujeres Starkadder, mortalmente pálidas —no por haberse acostado tarde, sino por el nerviosismo y el ansia que las embargaban—, servían el desayuno al grupo especialistas revolucionarios, que parecían enormemente desgraciados con sus pequeñas caritas, planas y sosas.

Flora se sentó justo en frente de alguien que se ocultaba tras un ejemplar de The New York Times. No tardó mucho en bajarlo para coger la tostada que un especialista le había untado de mantequilla para él, y entonces se reveló el señor Hubris. La luz de la mañana se reflejaba en sus mejillas rosadas y maquilladas. Junto a él se reveló mademoiselle Avaler —The New York Times era un periódico muy grande— luciendo un delicioso vestido de viaje de lino beis claro, y zampándose elegante y alegremente un huevo. El señor Hubris no se percató de la presencia de Flora, que se alegró por ello; no así mademoiselle Avaler, que la saludó agitando jovialmente la cuchara.

Los delegados y el resto de invitados comenzaron a aparecer arrastrando los pies, en grupos de dos y de tres, la mayoría de ellos ya dispuestos para partir en coche, furgoneta o avión. Sin embargo, la mayor parte de los asistentes aún permanecía durmiendo la mona en rincones de todo menos convencionales. Flora supo, a partir de algunas observaciones proferidas a voces por la señora Ernestine Thump (que había alargado su visita a fin de no faltar a la fiesta), que el señor Claud Hubris iba a ser trasladado inmediatamente después de desayunar al aeropuerto de Gatwick, donde su avión privado estaría a disposición de mademoiselle Avaler, por si necesitaba que la llevasen a algún lado.

Flora notó que alguien se retorcía convulsivamente a su lado. Al volverse, vio al señor Mybug que caminaba encogido intentando que nadie reparara en él.

—¡Buenos días! —dijo Flora, y entonces creyó más apropiado, a juzgar por la apariencia y la expresión del señor Mybug, no preguntarle si había disfrutado de la noche pasada.

—¡Qué espantosamente descansada parece usted! —refunfuñó el señor Mybug entrecerrando los ojos.

Teniendo en cuenta que este tipo de comentarios sobre su aspecto solía proceder de personas que habitualmente permanecen despiertas hasta las tres de la madrugada, Flora continuó desayunando sin dar una contestación.

—Creo que ayer me cogí una buena cogorza —continuó el señor Mybug en tono grave—. Yo no soy de los que pueden permitirse brazaletes de diamantes ni viajar a las Bahamas.

—Seguramente, dadas las circunstancias, es lo mejor para todo el mundo —sugirió Flora—. A veces la carne es débil.

—¿La carne? ¡No me esperaba otra cosa de usted!

Flora siguió con su tostada y no contestó.

—Usted simplemente no lo entiende, eso es todo —dijo el señor Mybug muy amargamente—. Parece que tiene usted icor en las venas…

—¿Perdón?

—Icor, eso es lo que tiene, y no sangre humana. Usted, querida Flora, nunca me ha comprendido…

—Porque no tengo la obligación de comprenderle, señor Mybug. Ese privilegio le corresponde a Rennet.

—Desde la primera vez que nos encontramos, hace ahora dieciséis años usted nunca me ha comprendido. Ya le dije entonces que había algo en usted que era ancestral, virginal, latente…

—Es verdad. Ahora lo recuerdo.

—… y esas virtudes aún siguen ahí. La verdad es que… (y que conste que solo lo digo porque usted me obliga a ello, no es una cosa que a un ser humano decente le guste decir a la ligera) es que es usted una reprimida —concluyó el señor Mybug en apesadumbrado triunfo—. Y que… ¡y que no ha madurado usted en absoluto!

La acusación del señor Mybug hizo sentirse a Flora como una botella de vino australiano peleón. La diatriba concluyó precipitadamente por la repentina entrada de Rennet, que lucía un horroroso sombrerito y que venía rodeada de niños pequeños. Le gritó a su esposo que debían telefonear de inmediato si querían asegurarse de que un coche los llevara a la estación de Beershorn a tiempo de coger el tren. Así que el señor Mybug desapareció como alma que lleva el diablo, seguido a corta distancia por el señor Hubris, que se fue en compañía de mademoiselle Avaler y de la señora Ernestine Thump. Ambas damas se detuvieron para despedirse de Flora, la más joven porque sus buenos modales actuaban como sustituto de su conciencia, y la mayor porque pensaba que Flora tal vez un día podría resultarle útil, como lo hacen ciertos acordes y notas que se usan para rellenar los huecos en las canciones; una nunca sabe a quién puede necesitar en caso de apuro.

—¡Eh, hija de Robert Poste!

La voz enronquecida de Adam Lambsbreath sorprendió a Flora. Estaba fuera, y llamaba a Flora desde la ventana abierta.

—El señorito Urk querría tener unas palabras con usted. Me ha pedido que le diga que va a subir al pozo de Ticklepenny, y que ya se ha puesto toda la ropa vieja que tiene.

—Muy bien. Iré inmediatamente —dijo Flora levantándose de la mesa. Y antes de irse, saludó con un gesto respetuoso a los especialistas revolucionarios y a frau Dichtverworren porque imaginó que, una vez que partieran, ya no volvería a verlos jamás.

Su camino por el Patio Grande fue amenizado por la visión de Peccavi y de Riska, ambos ataviados con jerséis llenos de agujeros, pantalones cortos y sandalias rotas, que se preparaban para partir hacia Lisboa montados en un tándem que el señor Mybug había comprado para Peccavi en Haywards Heath. Los tres niños pequeños de Mybug, cuyos padres les habían explicado lo beneficiosa que sería para sus vidas la contemplación en directo de un momento histórico como aquél, observaban a la pareja en atento silencio. Cuando pasaron por delante de Flora por última vez, Riska escupió al suelo y Peccavi le sacó la lengua. Luego se alejaron pedaleando con rumbo incierto. Habían empaquetado algunos de los cuadros de Peccavi y los habían colocado en el transportín de la bicicleta, y Flora se puso muy contenta cuando vio que se desparramaban por la carretera y desaparecían bajo las ruedas de un camión extraordinariamente grande que pasó a toda velocidad.

Mientras Adam y Flora subían hacia la zona del pozo, la hija de Robert Poste oyó que su acompañante iba susurrando algo para sí mismo.

—¿Qué te ocurre, Adam? Por cierto, ¿qué andas haciendo tú por aquí? ¿No tenías cosas que hacer en Haute-Couture Hall?

—Aún busco mi tesoro perdido.

—Ah, el estropajo. Ya me acuerdo: se supone que fue Ezra el que te lo tiró al pozo…

—Sí. Además, ¿a usted qué le importa las razones que llevan a un hombre a salir a tomar el fresco por la mañana? Aquí estoy, y aquí me quedaré hasta que las paredes del pozo de Ticklepenny vuelvan a empaparse otra vez con las aguas fontanales.

Cuando llegaron a la loma, Flora se sintió un tanto desconcertada al ver a lo lejos un trasero recortado contra el horizonte. Iba ataviado con los indescriptibles aparejos de los Starkadder. El resto de la persona propietaria del trasero estaba al parecer colgando en el interior del pozo.

—¡Ya debe estar el señorito Urk metido en faena! —observó Adam con satisfacción.

Flora se evitó la dificultad de tener que llamar la atención de Urk, pues este emergió repentinamente de las profundidades del pozo antes de que ella hiciera nada. Tenía el rostro pálido y los ojos brillantes.

—¡Eso de ahí abajo está más seco que el bar del Condenado el día de Año Nuevo! —comentó con el tono sonámbulo que siempre utilizaba cuando hablaba sobre el tema.

—No importa, ¡pronto lo solucionaremos! —exclamó Flora, con más entusiasmo del que realmente sentía, pues, recordando las reticencias de Urk la noche anterior, sospechó que al menos se precisaría una hora de halagos para que se decidiera a trabajar en serio.

Pero sus temores resultaron infundados, o, más bien, inmediatamente adquirieron una forma ligeramente diferente de la esperada; pues, profiriendo aquellos mismos gruñidos graves y furibundos que empleó cuando se cargó al hombro a su futura esposa Meriam, la moza a jornal, aquella lejana noche del Recuento, muchos años atrás, Urk se apartó corriendo de allí, alejándose del pozo, con una cuerda atada a la cintura. Flora lo observaba mientras tanto, considerablemente alarmada y Adam daba golpecitos con su bastón en señal de aprobación. Urk extendió totalmente la cuerda que llevaba recogida y luego volvió al pozo corriendo de nuevo. Corría cada vez más aprisa hasta que alcanzó el brocal del pozo. Entonces, en el momento en que Flora hizo ademán de dar un paso hacia delante para evitarlo, Urk pegó un salto en el aire, soltó un alarido de triunfo y se arrojó de cabeza a las profundidades, desapareciendo en el interior del pozo. La cuerda se deslizó rápidamente sobre el brocal hasta que se detuvo y se tensó, vibrante por el peso. Todo quedó en silencio.

—Oh, por Dios bendito todopoderoso, ¡será estúpido!—exclamó Flora, apresurándose a la boca del pozo—. Verdaderamente, si esto lo hace alguien, no puede tratarse más que de un Starkadder…

Adam, que se había acercado cojeando hasta el pozo, estaba mudo. Con la cabeza ladeada, acercó la oreja al hueco, negro como la noche de los tiempos, y escuchó atentamente. Levantó un dedo nudoso. Flora, que por nada del mundo se habría atrevido a asomarse a aquellas profundidades tenebrosas, observó al anciano totalmente aterrorizada. ¿Qué horribles sonidos estaba escuchando Adam?

De repente, el viejo vaquerizo emitió una sibilante carcajada.

—¡Ahí está! ¡La piqueta! —exclamó—. ¡Es la piqueta del señorito Urk! ¡Ahí está, dándole otra vez! ¡Escucha, escucha, hija de Robert Poste!

Flora, atendiendo a la requisitoria, aguzó el oído. Y efectivamente, desde aquellas profundas simas infraterrenales llegaba el sonido amortiguado y hueco de los golpes sordos de un pico. Y entonces, casi antes de que uno pueda decir «hay algo sucio en la leñera», se oyeron unos frenéticos alaridos:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que me arrastran las aguas! ¡Que me muero ahogado en el pozo de Ticklepenny!

—¡Rápido, Adam! ¡Date deprisa, por el amor de Dios, no perdamos un minuto! ¡Icémoslo con la cuerda! —exclamó Flora, y agarró la maroma y tiró de ella con todas sus fuerzas. Abajo, en las profundidades de la tierra, se oía un ruido como de aguas removiéndose en torrenteras, borboteando. El sonido cada vez se acercaba más a la superficie, al tiempo que los alaridos de Urk ahora se repetían más débilmente y a intervalos más espaciados. La fuerza de Flora apenas era suficiente para mover la cuerda.

—¡Adam! ¡Por Dios te lo pido! ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Ven aquí y ayúdame!

El viejo estaba asomado al interior del pozo, con la cabeza totalmente metida en el hueco.

—¡Bah! No tengas tanta prisa, hija de Robert Poste. Además, ya sabes lo que dice el refrán: «con la mano temblequera no te tientes la cartera». Las aguas fontanales acabarán arrastrando al señorito Urk hasta arriba, vaya que sí. Ahora lo que me conviene a mí es buscar mi tesoro. Mi tesoro perdido. ¡Ah! ¿Será eso que veo ahí?

Flora continuaba tirando de la cuerda con todas sus fuerzas. Tenía el rostro pálido y tenso, y los labios mordidos por el esfuerzo. «¡Demonios de Starkadder!», pensó. «¡Siempre están enfangados en problemas y enfangándome a mí!».

De repente, Adam profirió un grito penetrante.

—¡Ahí está! ¡Mi estropajo bonito, mi estropajo! ¡Perdido que ha estado durante todos estos años! ¡Las aguas me lo han devuelto! —Y en aquel preciso instante agarró con ambas manos un pequeño palo gris que acababa en un amasijo de hebras sucias y enredadas; un repentino desborde del agua había elevado toda aquella porquería desde lo más escondido de las profundidades del pozo.

En aquel instante Flora oyó un grito tras ella y de repente unas poderosas manos tiraron de la cuerda. Resollando con alivio, Flora se giró, y vio a Reuben, al señor Jones y a sir Richard Hawk-Monitor, que venía acompañado con sus dos hijos mayores. Se refrescó las manos enrojecidas y ardientes en el agua helada que ahora rebosaba por encima del brocal del pozo, al tiempo que explicaba lo que había sucedido sin apenas poder recuperar el aliento.

Poco después las aguas expulsaban a Urk. Le acompañaba una rata de agua que miró a la concurrencia con gesto angustiado, y que esperó lo suficiente para ver a Urk en manos de sus amigos antes de sumergirse de nuevo en el agua.

—¡Eso es, ahora muérete! ¿Es que no sabes más que acarrear deshonras a la familia? —gruñó Reuben a su hermano, mientras el señor Jones y sir Richard intentaban practicarle la respiración artificial—. ¿Quién diablos te dio permiso para meterte en el pozo de Ticklepenny?

—¡Oh, dale al menos la oportunidad al pobre de que vuelva a la vida, Reuben! —dijo Flora—. En realidad fue idea mía. Sabes perfectamente que lo acordamos todo la pasada noche.

—Ah, sí, vaya. Ahora parece que sí que me acuerdo. Es verdad. Pero como todo se ha hecho sin miramientos ni conocimientos… —dijo Reuben recuperando aparentemente la calma—. Ah, ¿así que estás vivo, eh? ¿O no estás vivo? ¡Habla, condenado! —añadió mientras se retorcía las manos.

El señor Jones y sir Richard continuaron su labor con más empeño si cabe que antes, y al cabo tuvieron la satisfacción de ver cómo Urk abría los ojos. (Adam, entretanto, se había marchado renqueando con su tesoro recuperado tan pronto como vio a sir Richard, pues se suponía que a esa hora debería estar allá en los pastos con Desgraciada, con Perdida, con Fechoría y con Esquiva).

—¡Ya está, ya está! —farfulló Urk, mirando de reojo el pozo con una expresión absorta que sus salvadores obviamente encontraron un tanto enojosa—. ¡El pozo de Ticklepenny vuelve a rebosar de nuevo! Y mientras estaba ahí abajo, hermano Reuben, ¿sabes qué vi? ¿A que no te lo imaginas?

Todos a su alrededor permanecieron en silencio, expectantes. La expresión beatífica de Urk solo auguraba malas noticias. Si había algo en el fondo del pozo que le agradara a Urk, entonces había muchísimas probabilidades de que aquello impidiera que el agua del pozo pudiera ser potable para nadie, salvo para Urk, y así fue.

—¡Ratas de agua! —dijo, asintiendo con la cabeza en torno a sí, mirando el círculo de rostros sombríos que lo rodeaba—. Montones de ratas. Una camada de diez lo menos, incluyendo a sus madres y a sus abuelas. ¿Y qué creéis que estaban haciendo esas criaturitas mías, eh?

Nadie se aventuró a enunciar una hipótesis. Sir Richard, que tenía una cita en Godmere a las diez, miró subrepticiamente su reloj.

—Se abrían camino por la roca hasta llegar al agua —dijo Urk, con voz teñida de amor ratonil—. Ah, lo que no sepan las ratas… Y por eso no fue necesario más que un golpe de piqueta…

Se detuvo. Miró a todos los que estaban a su alrededor y se golpeó las manos contra los muslos.

—¿Dónde está? —exclamó—. ¿Dónde está la piqueta de mano que suelo llevar yo para escardar las hierbas?

—En el fondo del pozo, mi buen amigo, y tú mismo has tenido suerte de no quedarte allí con ella —dijo sir Richard de un modo bastante cortante—. Y ahora, si me disculpáis, tengo que irme…

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Urk se incorporó de un brinco y, corriendo veloz, se asomó de nuevo al pozo. Un alarido —más de exasperación que de consternación— recorrió el grupo, pero antes de que Urk pudiera saltar de nuevo al agua, fue detenido convenientemente en la misma boca del pozo.

Tres cabezas marrones y brillantes rasgaron la superficie rebosante con leves rizos del agua: seis delicadas zarpas transparentes sujetaban en alto la piqueta de mano, mientras con las otras seis nadaban grácilmente.

—¡Que Dios os bendiga! —entonó Urk, inclinándose. Reuben se puso tras él y lo sujetó refunfuñando.

Flora pensó que lo mejor que podía hacer en tales circunstancias era volver a la granja y ponerse un poco de crema en las manos. Las tenía todas quemadas y llenas de magulladuras.

***

Pasó lo que quedaba del día bastante tranquila. Adujo que los nervios de la mañana le habían causado un dolor de cabeza tal, que solamente podría mitigarse permaneciendo toda la tarde en el Saloncito Verde. Phoebe, que parecía haber sucumbido a una crisis nerviosa, entró a las cuatro con la bandeja del té. Parecía mismamente un cordero tembloroso y ruborizado, y Flora se sirvió ella misma mientras le echaba un vistazo a un libro de poemas titulado Apuntes del pardal que Adam le había llevado aquella misma mañana. La autora firmaba como E. H.-M.[36] y en la primera página llevaba la siguiente dedicatoria:

A mi mejor amiga, con toda la

agradecida admiración de la autora,

y toneladas de cariño.

El estilo de los poemas era agradable pero sin duda eran técnicamente pobres.

De tanto en tanto llegaban hasta Flora algunos sonidos mitigados, amortiguados. En la distancia resultaban casi agradables. Incluso los gritos más desagradables. —«¡Ten cuidado! ¡Si te descuidas vas a romperr mi obrra! Aaargh, ¡cuánto sufrre el arte en Inglaterrra!»— adquirían en la atmósfera de la tarde cierto encanto melancólico, una cadencia casi veneciana, como si el mismísimo Canaletto estuviera sentado allí, cantando una tonada sobre los encendidos atardeceres de la laguna, y su canto llegara flotando desde una distancia de trescientos metros. Los golpes, los trompazos, los porrazos sonaban como si se estuviera produciendo una incursión aérea en una ciudad cercana, pero no allí, en la granja. Serían alrededor de las cinco y media cuando el señor Mybug, ataviado con una colorida chaqueta de leñador, entró en la estancia para despedirse.

—¡Dios mío todopoderoso, vaya tarde que llevamos! Pero por fin hemos logrado cargar Mujer con viento y Mujer con niño en el camión. (Usted mientras tanto está aquí, tan tranquila, obviamente, pero al fin y al cabo donde mejor se desenvuelve es en las aguas tranquilas, son su elemento natural, ¿me equivoco?). Bueno, pues hasta aquí hemos llegado. Envíe esas facturas a la Fundación, si no le importa, y asegúrese de que Meutre efectivamente ha sacado billete para el último tren nocturno. —El señor Mybug se retorcía las manos nerviosamente—. La veré a usted en Londres. He de marcharme ya.

Y así desapareció, con su colorida chaqueta de leñador ondeando tras él como el abanico de un monstruoso pavo real. Flora no le había comentado nada respecto al regreso de los Starkadder, así que Mybug no sabía que aquellas serían las últimas facturas que recibiría la Fundación de Antojos Textiles de la granja de Cold Comfort.

En ese momento Flora escuchó la enojada voz del señor Jones preguntando si alguien había visto a la señora Fairford; quería despedirse de ella. Flora se quedó muy quieta, procurando no hacer ruido, y al final el hombre se marchó sin reparar en ella. Gracias a los sonidos que procedían del patio, supo que el camión con Mybug, Hacke, Messe, la Mujer con viento y la Mujer con niño, partía definitivamente.

Cuando el ruido de los motores se hubo disipado en el silencio, Flora esperó otra media hora para evitar encontrarse con algún delegado que se hubiera quedado rezagado; entonces salió y paseó apaciblemente al sol de las últimas horas de la tarde. Todo el mundo parecía haberse marchado ya. Una paz levemente museística invadía el recinto. Parecía como si en la granja no se hubiera celebrado un congreso la semana anterior. El único vestigio de que allí había pasado algo era un folleto arrugado que alguien había convertido en una pequeña pelotita de papel. Flora lo arrugó un poco más y lo incrustó en una de las rendijas del entarimado.

Estaba ejecutando distraídamente esta tarea cuando escuchó a alguien dando alaridos en la distancia. Creyó reconocer la voz que profería aquellos gritos, y cruzó a grandes zancadas el Patio Grande, que desembocaba en la carretera general.

Sí: allí estaba. Era el Sabio, de nuevo presto a partir, seguido a corta distancia por el discípulo, que caminaba cargado con el pocillo de las limosnas y los mendrugos de pan. El Sabio la miró distante, desde los pliegues naranjas de su turbante. El discípulo, por su parte, soltó un aullido lloroso, que pintó surcos blancos en sus sucias mejillas. Entonces empezó a golpearse violentamente el pecho con una mano, pues la otra la tenía ocupada con los bártulos de su maestro.

—Le deseo a usted lo mejor, Maestro —le dijo Flora. La pareja se detuvo un instante. Los ojos del discípulo se pusieron bizcos y se hicieron aún más pequeños a causa del miedo—. Me temo que no ha sacado usted mucho de este congreso —añadió Flora, acercándose a ellos.

—¿Cómo podría ser de otro modo, hija mía? Esta reunión estaba auspiciada por el Mono en persona, el Mono estuvo presente en todo momento, de modo que solo el Mono puede alegrarse con el resultado.

—¿Ni siquiera ha disfrutado usted con el cambio de aires?

—Todos los aires son iguales para nosotros los Iluminados, hija mía. Sin embargo, es posible que este humilde siervo —y se tocó el pecho con el índice— y este de aquí —y señaló al discípulo— hayan adquirido un pequeño, pequeñísimo mérito mediante la contemplación de las colinas y del amplio cielo. Pero ninguno de esos que yo he visto por aquí ha puesto siquiera los pies en el Sendero.

—Desde luego, me imaginaba que diría eso —concluyó Flora.

El Sabio la miraba ahora con más atención de la que jamás le había dedicado hasta entonces, y Flora, con la sensación de que su siguiente observación se dedicaría a sus pies y a la imposibilidad de que jamás pudieran seguir el Sendero mientras estuviera empeñada en arreglarlo todo a su alrededor, se dirigió precipitadamente al discípulo:

—¿Y a ti? ¿A ti no te da pena marcharte, hermano?

Obligada por las circunstancias, no supo qué otra cosa decirle. Debían de haber transcurrido veinticinco años desde que alguien en Inglaterra se había dirigido a un semejante llamándole «buen hombre», y lo más seguro es que el discípulo no entendiera la palabra «compañero», ni «camarada». Antaño eran palabras que servían para demostrar afecto entre duros compañeros de trinchera, pero ahora esas voces se habían cargado de turbias connotaciones.

El pobre hombre comenzó a llorar de nuevo, con los ojos cerrados.

—¡Todo es una ilusión! —dijo el Sabio, mirándolo desde las alturas. Allí abajo, quieto, pequeño y sucio y anegado en lágrimas, el discípulo se encogió más si cabe—. ¡Ilusión y mal de ansias! Éste amaba al ayudante que le ayudaba a lavar los pocillos, amaba a los niños de la casa, e incluso me amaba a mí. Sé que le gustaría quedarse aquí y poder amarlos a todos por siempre, y también sé que quiere seguir adelante conmigo y amarme. Lo quiere todo. Y es por eso que todo en él es maldad.

Al escuchar esas palabras, el discípulo soltó un aullido estremecedor y empezó a mesarse los cabellos.

—Bueno, bueno… —dijo Flora, viendo que no podía ser de mucha utilidad en aquel caso concreto—. Creo que lo mejor es que ustedes sigan su camino y yo el mío, Maestro. Le deseo todo lo mejor.

—Adiós, hija.

El Maestro le hizo una reverencia, bellísima en factura. En el breve instante que duró, fue como la pose misma de la danzante Kali. Luego se alejó a grandes zancadas, y el discípulo le siguió, trotando apresuradamente. Cuando alcanzaron el camino que conducía a Mockuncle Hill, la silueta del Sabio se recortó en el horizonte durante un instante, y luego comenzó a desaparecer de la vista por el otro lado. Pero el discípulo se volvió cuando alcanzó lo más alto de la loma y, aun incómodo como iba cargado con los pocillos, los mendrugos, y preso de sus ansias lacrimógenas, todavía se las arregló para hacerle a Flora una torpe reverencia. Finalmente se apresuró a seguir a su maestro y desapareció.

Flora se llegó al Granero Grande para cenar.

El delicioso olor a pan caliente flotaba y se escapaba ondulante por la puerta abierta. Unas figuras ataviadas con pulcros vestidos estampados y botas relucientes andaban atareadas de un lado para otro, por aquí y por allá, trabajando las masas, fundiendo melazas, espolvoreando harina en tablas de hornear bollos, mientras la atmósfera se llenaba con incesantes canciones de aire campesino.

—¡Ya lo estamos aparejando todo para cuando lleguen los hombres, señorita Poste! —chilló Hetty, corriendo con un montón de empanadas recién hechas—. ¡Se nos echa el tiempo encima, ya le digo!

—¿A que va a cenar alguna cósica con nosotras aquí, señorita Poste? —preguntó Jane persuasivamente, colocando un gran huevo verde recocido bajo la nariz de Flora—. Sabemos que usted nos quiere bien a nosotras y a los nuestros.

Flora aceptó con una sonrisa, y tomó asiento entre Prue y Phoebe en la mesa de caballete. Habían dispuesto un mantel tejido en casa, y las grandes bandejas aún chisporroteaban, pero apenas se había llevado la primera cucharada del gran huevo verde a los labios cuando Letty sobresaltó a todas con un alarido sobrenatural:

—¡Un avión! ¡Oigo un avión! ¡Chicas, chicas: son nuestros hombres que vuelven a casa!

Jane se apoderó de las empanadas, Phoebe cogió la jarra de agua de tojo, Prue y Letty se hicieron cada una con una hogaza de pan, mientras Susan se abalanzaba sobre una fuente de huevos cocidos. Todas ellas corrieron hacia la puerta.

Flora (deteniéndose únicamente para tirar el gran huevo verde bajo la mesa) se precipitó tras ellas, y salió al Patio Grande, donde las sombras de la atardecida se mitigaban ya con la luz de los últimos rayos de sol que resplandecían sobre los tejados de la granja. Un enorme avión blanco de línea regular estaba cruzando en aquellos momentos el luminoso firmamento por encima de la granja. Todas las mujeres empezaron a pegar gritos y a señalarlo con el dedo. Un instante después apareció el avión de carga, y todas volvieron a gritar como locas. Entonces, siete figuras femeninas ataviadas con largos faldones, algunas vestidas con grandes sombreros de paja y otras con el pelo suelto, comenzaron a subir precipitadamente por las laderas de hierba hacia las eras de Ticklepenny, chillando y blandiendo hogazas, jarras y tartas, y dando traspiés mientras corrían. Flora las siguió a un paso más moderado, bastante contrariada ante el hecho de que los Starkadder hubieran regresado casi diecisiete horas antes de lo esperado. ¿Pero no era algo muy propio de ellos?

Cuando las doncellas llegaron a lo alto de la colina (en términos generales se podría considerar adecuado darles el tratamiento de doncellas, aunque de hecho algunas estaban casadas desde hacía años), el avión estaba ya ensayando un aterrizaje bastante lamentable que a punto estuvo de mandarlos a todos para siempre a la tumba. Reuben y su familia, presos de una gran excitación, corrieron ladera abajo en dirección adonde el aparato se había detenido finalmente. Ahora que había tomado tierra, el avión parecía más grande y más blanco y más ruidoso que cuando estaba volando sobre sus cabezas, y Flora dio por seguro que si el Sabio pudiera haberlo visto, lo habría catalogado sin duda ninguna como una de las posesiones más preciadas del Mono.

El avión de carga, entretanto, había aterrizado en un pajar cercano.

La parentela de Reuben se encontraba ya rodeando el avión. Más y más curiosos, incluidos Hick Dolour y la señora Murther y otros aldeanos de Howling, llegaban a cada momento, cercando al monstruo blanco que se encontraba en medio de la hierba descolorida.

Con gran estruendo se abrió una de las puertas laterales. Una figura de aspecto cetrino se enmarcó en la oscuridad; lucía una barba muy larga y parecía muy enfadado. Un alegre saludo se elevó en el aire.

—¡Micah! ¡Micah Starkadder! —Y Susan, su mujer, dejó escapar un chillido penetrante y se desmayó estrepitosamente.

Phoebe le arrojó un poco de agua de tejo en la cara, pero ni por esas logró reanimarla.

Micah saludó ondeando la mano. De inmediato, la muchedumbre guardó silencio, esperando sus primeras palabras.

—¡Malditas sean vuestras almas podridas! —refunfuñó—. ¡Hombres pusilánimes y mujeres débiles: eso es lo que sois! ¡El pie extraño ha hollado el corazón de Cold Comfort y la parravirgen florece donde debería crecer el trigo! ¿Así es como cumples tu juramento, Reuben Starkadder? —dijo señalando a su sobrino.

—Nunca jamás hice yo semejante juramento, tío Micah. Ahí te equivocas. Lo que yo juré fue…

—¡No! ¡No me repliques, por Dios te lo imploro! Veo la respuesta escrita claramente en todas vuestras frentes y puedo leerla. ¡Sí! —Y su voz se fue engolando como un trueno que sacudiese hasta los cimientos las cordilleras Draakensberg—, ¡Starkadder todos! Regreso a casa para quedarme, ¡para siempre!

Micah se detuvo y recorrió con ojos llameantes los rostros de sus familiares de Cold Comfort. En todo caso, no se habían asombrado tanto como él hubiera deseado, porque la mitad de ellos se encontraban ya observando atentamente los esfuerzos de Ezra por sacar a Gran Negocio del avión de carga, derribando de paso un lateral del pajar; Gran Negocio, mientras tanto, observaba majestuosamente a Ezra con aire de estarse preguntando si aquel hombre se habría vuelto totalmente majareta.

Micah dejó escapar un profundo suspiro.

—¡Atendedme ahora! ¡Eh, todos vosotros, atendedme! —tronó, levantando una enorme manaza con un aro de latón—. Delante de todos vosotros, aquí, hago un juramento solemne…

—¡Oh, por favor! ¿Es necesario seguir haciendo juramentos solemnes? —Era Flora, que se había abierto camino a través de la concurrencia y ahora se encontraba al lado de Micah—. Los juramentos son una lata, ¡y te puedo asegurar que es una auténtica pesadez deshacerlos! Apártate y deja que salgan los demás; las mujeres solo están deseando ver a los mozos. —Y en efecto, otros rostros barbudos y quemados por el sol pudieron adivinarse asomando con aire sombrío por encima de los hombros de Micah—. Luego podrás hacer todos los juramentos que quieras, después de cenar… Si es que aún crees que realmente no queda más remedio que hacerlos.

Se produjo un silencio entonces, durante el cual Micah miró atentamente y con el ceño fruncido a Flora. Y luego añadió:

—Yo te conozco… me parece a mí —dijo al final—. ¡Sí, ahora me recuerdo bien! ¡Eres la hija de Robert Poste, y fuiste tú quien se atrevió a organizar todo aquel lío hará ahora cerca de veinte años!

—Puedes decirlo así si quieres, hijo de Fig Starkadder, pero todo eso ya no tiene ninguna importancia; ¡deja ya que salgan los demás, hombre de Dios!

Entonces los otros resolvieron de un plumazo el problema apartando a empujones a Micah y bajando en tromba por la escalerilla del avión. En aquel preciso instante, Gran Negocio, con un bramido de indignación, salió tambaleante del avión de carga y se derrumbó en un lecho de paja que el prudente Ezra había preparado diligentemente a tal efecto.

Sollozando de gozo, las mujeres corrieron hacia sus hombres y se arrojaron en sus brazos. Pero no todas fueron recibidas con amabilidad. Flora oyó cómo Ezra acusaba a Jane de haberlo engañado con el cartero, y Harkaway le soltó a Hetty que sus cartas habían sido, en general, aburridísimas y sosas; Caraway, por su parte, se contentó con arrojar a Letty al suelo. Luke y Mark simularon no reconocer a Prue y a Phoebe, y lanzaron carcajadas y graznidos ante su consternación, pero ninguna de las mujeres dio muestras de resentimiento; sus dóciles rostros brillaban de satisfacción mientras miraban a sus hombres con cara de embeleso, aunque derramando lágrimas a raudales. Y cuando al final se formó una recua en dirección a la granja, encabezada por Micah y por Reuben, cada Starkadder tenía a su lado una mujer, tambaleándose bajo el peso del equipaje de su varón correspondiente, y chupando sumisas una piruleta de exóticos sabores sudafricanianos.

—¡Apresúrese, señora Fairford! —exclamó Nancy, apremiando a Flora con la cara sonriente y con un churumbel cogido de cada mano—. Serviremos la cena abajo, y brindaremos a su salud en cangilones. ¡Porque a usted le debemos que los muchachos estén en casa de nuevo!

—Es muy amable por tu parte, Nancy, pero creo que yo también me voy a casa…

—¿A casa? ¿Esta noche?

—Sí. Creo que allí a lo lejos veo a una amiga que me llevará de regreso a Londres… —Y Flora hizo un gesto señalando el camino, a una distancia de un kilómetro y medio, donde llevaba diez minutos aparcado un coche deportivo descapotable de color azul claro, con una pequeña mujer vestida de blanco en su interior—. Además, ya sabes, mi familia me estará esperando.

—Le habíamos preparado un asiento especial para usted mañana en la iglesia, con los nuestros, señora Fairford.

—Ya lo sé, Nancy, ya lo sé. Y habría sido muy gratificante para mí acudir con vosotros a la iglesia, pero…

Flora no dijo nada más. Los sonidos procedentes de la granja se elevaban al cielo en la atmósfera apacible y limpia del atardecer. Podrían describirse bien como rugidos de furia sorprendida, y no tardó en sucederse el inconfundible sonido de telas galesas que se arrancan y objetos enmarcados que salen volando por las ventanas.

—¡Madre mía de mi vida! —exclamó Nancy.

Flora asintió.

—Creo que Reuben debería escribir a la Fundación y explicarle el giro que han dado los acontecimientos —dijo—. Quizás tenga que sugerir que los Starkadder podrían recomprar la granja; seguro que los muchachos han traído dinero suficiente para tal menester. No se puede alquilar un avión de línea regular y un avión de carga así como así, ¿entiendes lo que quiero decir? A lo mejor han dado con una mina de diamantes en Grooteb…

—¡No! ¡No me miente Grootebeeste!

—Bueno, de acuerdo, no lo haré. Ahora, Nancy, te lo digo sinceramente, he de irme. —La pequeña figura que estaba en el descapotable azul claro había comenzado a hacerle señas—. Mi maleta está preparada y lista en mi habitación. ¿Crees que Charley podría traérmela?

Charley corrió veloz a la granja, deseoso de ver más de cerca la hoguera que los Starkadder habían preparado en medio del Patio Grande, y después de que Flora y Nancy hubieran intercambiado una cordial despedida, Nancy bajó la colina con los niños y Flora ascendió hasta donde se encontraba el coche de su amiga.

—Hola, querida —dijo la señora Smiling—. ¿Qué diantres está pasando ahí abajo? ¿Lo has pasado bien? ¿Habéis tenido buen tiempo? En Londres ha estado nevando… ¡Ya sabes cómo son los veranos en Londres!

—Aquí ha hecho buen tiempo, aunque hemos tenido fuertes heladas nocturnas y nieblas matinales a primera hora. Ah, y los palomos torcaces han estado zureando todo el día en los bosques.

—No te hagas la lista. Por cierto, tus chicos están perfectamente. Vi al criado esta mañana en el parque con Emilia, y eso me dijo, con su rostro de pícaro envuelto en sonrisas. Florita, dime, ¿qué demonios está ocurriendo allí abajo? Toma, coge mis prismáticos.

Se los pasó a Flora, que ajustó las lentes y miró.

El rostro de Caraway, contraído por algún tipo de pasional violencia, entró en su campo de visión mientras trotaba por el Patio Grande persiguiendo a alguien empuñando un machete. Cuando Flora movió los prismáticos un poco hacia la izquierda, enfocó a Mark Dolour, que destrozaba con toda ceremonia una de las piezas más caras del mobiliario para alimentar una inmensa hoguera. De tanto en tanto se paraba y encendía una cerilla en las paredes encaladas. Los carteles de hierro eran derribados con estruendo sobre el suelo de piedra del Fregadero Grande. La última visión que tuvo Flora de la granja fue una fugaz imagen de Ezra, encorvado en uno de aquellos numerosos y diminutos jardines, escarbando en el soberbio césped con un viejo cuchillo oxidado. A su lado yacía un montoncito de berzas tiernas.

Cuando Flora le devolvió los prismáticos a la señora Smiling, vio a Adam Lambsbreath bajando renqueante por el collado, en la parte más lejana de las eras de Ticklepenny, seguido por Desgraciada, Perdida, Fechoría y Vayasuerte. Tenía el mismo aspecto desastrado que siempre, y aparentaba tener la misma edad que dieciséis años atrás, cuando lo vio por vez primera. El vaquerizo reconoció a Flora, frunció el ceño entrecerrando los ojos, y apartó la mirada en dirección a la granja. Evidentemente, estaba bajando las vacas de las lomas. Cuando vieron a Gran Negocio, todavía enfurruñado junto al pajar donde había tenido lugar su escandaloso aterrizaje, todas levantaron las cornamentas y mugieron dándole la bienvenida.

Charley llegó por fin jadeando con la maleta de Flora.

—¡Es una cosa tremenda lo que está pasando allí abajo, señora Fairford! —exclamó Charley, con los ojos brillantes—. Micah está maldiciendo a padre, y padre le está maldiciendo a él. Mark y Luke se están zurrando en el Granero Grande, y las mujeres están llorando todas. Hay pasteles a troche y moche, y cazuelas de codillo y agua de tojo y golosinas traídas de Sudafricania. ¡Ah, y Caraway está arrojándolo todo por la ventana! Es una cosa maravillosamente terrible de ver, señora Fairford. ¿Por qué no baja y lo ve usted misma, señora Fairford, eh?

—No, gracias, Charley. Tengo que irme a casa. Ah, y si yo estuviera en tu lugar, me metería debajo de una mesa hasta que todo pasara…

—Bah, no es mi estilo hacer eso, señora Fairford. ¡A mí lo que me gusta es verlos a todos lanzándose maldiciones! Tengo que irme, señora Fairford, ¡o me lo perderé!

Y se alejó corriendo colina abajo. Flora se giró hacia la señora Smiling.

—Vámonos nosotras también, Mary, si es que estás lista. Me parece a mí que Cold Comfort Farm vuelve a ser la misma de siempre.