NOTA DEL TRADUCTOR

«¿Cómo es posible que haya personas en este mundo que no sepan qué es el sukebind o un scranlet?», se lamentaba en cierta ocasión un profesor. Lo cierto es que probablemente él tampoco sabría explicar a ciencia cierta qué significan esos términos.

Stella Gibbons pergeñó una novela humorística y, a la hora de redactarla, utilizó todos los recursos literarios y lingüísticos que tenía a mano. Dichos recursos, sin embargo, se convierten en serios contratiempos a la hora de verterlos a otra lengua, precisamente porque el buen humor se halla en ocasiones en matices cuya traslación no siempre es posible.

La autora de La hija de Robert Poste, periodista y observadora crítica de su tiempo, se ciñe a su mundo con la pasión de la reportera y la frivolidad de los alegres años veinte. Se refiere —sin mayores dudas literarias y a veces sólo de pasada— a acontecimientos, anécdotas, ambientes y personas que apenas puede conocer una persona que no viviera los primeros años de la década de los treinta en Londres (Henry Wood, James H. Jeans, A. P. Herbert). La imprecisión en estos detalles —y su uso humorístico— se extiende a las referencias artísticas y literarias: en ocasiones son clásicas (Poe, Kipling, Austen, Dickens, Brontë o Shelley), y, en otras, propias de la literatura popular (Marryat, Aguilar, Evans-Wilson), pero siempre son guiños a los lectores que están al cabo de la calle en los debates literarios (véase la diatriba contra Eugene O’Neill), artísticos (Marie Laurencin) o intelectuales (New Thought) propios de la modernidad social de principios del siglo XX. En esta traducción se ha procurado dar buena cuenta, en notas a pie de página, de todas estas circunstancias que en algún caso podrían resultar lejanas y confusas para el lector español actual.

Sin embargo, el gran reto de una traducción de La hija de Robert Poste no es el universo referencial de Gibbons, sino la decisión de inventar un modelo de lengua que presumiblemente se ajustaba al habla rural de Sussex. La autora propone una transcripción fonética de la lengua inglesa del sur («Ni smorning» por «Nice morning», o «I mun go» por «I must go» o «'Ow 'e is» por «How he is», etcétera), que para un inglés resulta desternillante. Cuando el habla de los aldeanos se mezcla con hipérbatos, metaplasmos, prótesis, apócopes, aféresis y toda suerte de equívocos, el resultado es difícilmente transferible al castellano. Hay, por tanto, una parte de La hija de Robert Poste que sólo puede apreciarse en su lengua original. Con todo, los elementos lingüísticos más relevantes —incluidos dichos y frases hechas, y patronímicos humorísticos— se han trascrito en la presente traducción y se señalan oportunamente.

Junto a este torrente de diálogos rurales, Gibbons se entrega al juego de imitar burlonamente las perífrasis y circunloquios pedantescos de algunos escritores de su tiempo. En esta ocasión, ella misma se encargó de señalar los pasajes más literarios con su correspondiente puntuación (véase prefacio).

Pero Stella Gibbons aún propone otro reto más divertido: inventa palabras de apariencia rural que, efectivamente, no tienen traslación al español porque, de hecho, tampoco tienen significado concreto en inglés y sólo parecen sugerencias conceptuales. Algunas de esas palabras se han convertido en clásicos de la lengua humorística inglesa, como «sukebind», «scranlet», «wennet» o «hoot-piece». También en este caso se han señalado los términos más relevantes con su hipotética explicación.

La profusión de notas a pie de página, por tanto, tiene una disculpa: pretende favorecer la máxima comprensión de un texto que se formuló como un divertimento en el que el humor puramente lingüístico tiene una importancia determinante.

JOSÉ C. VALES