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Sin embargo, Flora escribió aquellas cartas a la mañana siguiente. La señora Smiling no la ayudó, porque había decidido bajar a las chabolas de Mayfair siguiéndole la pista a un nuevo modelo de brassière que había vislumbrado en una tienda judía cuando pasó por allí con el coche la noche anterior. Además, desaprobaba tan absolutamente el plan de Flora, que no se habría dignado a colaborar siquiera en la elaboración de la más zalamera de las frases.
—Creo que esto es degradante por tu parte, Flora —exclamó la señora Smiling durante el desayuno—. ¿De verdad me estás diciendo que no tienes intención alguna de trabajar en nada?
Su amiga contestó después de considerarlo durante un instante:
—Bueno, cuando tenga cincuenta y tres años o así, me gustaría escribir una novela tan buena como Persuasión, pero con un aire moderno, por supuesto. Durante los próximos treinta años estaré recabando material para escribirla. Si alguien me pregunta en qué estoy trabajando, le diré: «Estoy recabando material». Nadie puede poner objeciones a eso. Además, será verdad.
La señora Smiling sorbió un poco de café con un gesto de callada desaprobación.
—Si quieres que te diga la verdad —añadió Flora—, creo que tengo mucho en común con la señorita Austen. A ella le gustaba que todo a su alrededor fuera pulcro y agradable y amable, y a mí me pasa lo mismo. Ya ves, Mary —y aquí Flora comenzó a hablar con seriedad y a negar con el dedo índice—, a menos que todo sea pulcro y agradable y amable, la gente no puede siquiera comenzar a disfrutar de la vida. No puedo soportar el desorden.
—Oh, ni yo —exclamó la señora Smiling con vehemencia—. Si hay una cosa que detesto es el desorden. Y creo verdaderamente que te convertirás en una desordenada si te marchas a vivir con un montón de parientes desconocidos.
—Bueno, estoy decidida, así que no tiene sentido seguir discutiendo —dijo Flora—. Después de todo, si descubro que no puedo soportar Escocia, o South Kensington, o Sussex, siempre puedo volver a Londres y admitir con toda dignidad mi fracaso, y aprender un oficio, como sugieres tú. Pero eso no me preocupa mucho, la verdad, porque estoy segura de que sería más divertido ir y quedarme con cualquiera de esos espantosos parientes. Además, seguro que allí hay un montón de material que puedo recabar para mi novela. Y quizás me encuentre con que alguno de mis parientes está metido en algún lío o sufre alguna desgracia, y resulta que yo puedo echar una mano y solucionarlo.
—Tienes el complejo de Florence Nightingale más repugnante que he visto en mi vida —dijo la señora Smiling.
—No se trata de eso en absoluto, y lo sabes perfectamente. En términos generales, mis semejantes me desagradan bastante; me resultan de todo punto incomprensibles. Pero tengo un espíritu ordenado, y las personas desordenadas me irritan sobremanera. Además, son muy poco civilizadas.
La presencia de esa palabra cerraba, por lo general, su argumentación, porque a sus amigos, como a ella, les disgustaba lo que ellos denominaban «un comportamiento poco civilizado»: era una expresión vaga que, sin embargo, dibujaba con gran precisión una determinada conducta en las mentes de ambas mujeres, para su mutua satisfacción.
Así pues, la señora Smiling salió de casa con el rostro iluminado por aquel gesto distante que caracteriza al coleccionista cuando está a punto de hacerse con una nueva pieza, y Flora comenzó a escribir sus cartas.
Las almibaradas frases fluyeron con facilidad de su pluma durante la hora siguiente, porque Flora tenía el sublime don de la verborrea, y se permitió el lujo de variar el estilo en cada carta para acomodarlo al carácter de su destinatario.
La que le envió a su tía de Worthing era ofensivamente graciosa, atemperada sin embargo por un cierto y mal expresado dolor, estilo escuela pública, a cuenta de su reciente pérdida. La que le envió al tío solterón de Escocia le salió dulcemente aniñada, y sólo un poquitín condescendiente; venía a sugerir que no era más que una pobrecita huérfana. Y a la prima de South Kensington le envió una misiva distante y muy solemne, lastimosa y, sin embargo, con cierta apariencia administrativa.
Mientras evaluaba cuál podría ser el mejor estilo para dirigirse por carta a los desconocidos y distantes parientes de Sussex, se vio sorprendida por la extraña y peculiar dirección:
SEÑORA JUDITH STARKADDER
Cold Comfort Farm,
Howling, Sussex.
Pero entonces recordó que Sussex, a fin de cuentas, no se parecía en absoluto al resto de los condados, y que una vez que se sabía que aquella gente vivía en una granja de Sussex, la dirección carecía de importancia. Dado que, por alguna razón, parecía que las cosas se torcían en el campo con más facilidad y mucho más frecuentemente que en la ciudad, semejante tendencia al desastre debía reflejarse, naturalmente, en la propia toponimia local.[6]
En todo caso no pudo decidir en qué estilo debía dirigirse a aquellos familiares, así que terminó redactando una carta directa y sincera (para entonces ya era cerca de la una y estaba bastante cansada) explicando someramente su situación, y solicitando una pronta contestación, pues todos sus planes pendían de un hilo y estaba nerviosa por saber cuál sería su futuro.
La señora Smiling regresó a Mouse Place un cuarto de hora después y encontró a su amiga tumbada en un sillón, con los ojos cerrados y con las cuatro cartas, listas para el correo, reposando en su regazo. Estaba bastante pálida.
—¡Flora! ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal? ¿Es otra vez tu estómago?
—No. Es decir… No es nada físico. Es sólo que me siento un poco nauseabunda por el modo en que he escrito estas cartas. De verdad, Mary —y se enderezó en la butaca, reanimada por sus propias palabras—, resulta bastante aterrador ser capaz de escribir de ese modo tan melifluo, y sin embargo hacerlo con tanto talento. Todas estas cartas son auténticas obras de arte, excepto quizá la última. Son rematadamente empalagosas.
—Esta tarde —anunció la señora Smiling, conduciendo a su invitada al comedor— creo que iremos juntas a ver una película. Dale las cartas a Sneller; él las echará al correo.
—No… Creo que iré yo misma a llevarlas —dijo Flora con un aire de desconfianza—. ¿Encontraste el brassière, querida?
Una sombra se deslizó por el rostro de la señora Smiling.
—No. No me interesaba. Era simplemente una variación del diseño Venus de Waber Brothers de 1938; tenía tres partes elásticas en el frontal, en vez de dos, como yo esperaba, así que ya lo tengo en mi colección. Lo vi de pasada en el coche, ya sabes; me despistó el modo en que lo habían colocado en el escaparate. La tercera sección quedaba colgando y oculta en la parte de atrás, así que parecía como si sólo tuviera dos piezas.
—¿Y eso lo convertiría en una prenda más rara?
—Pues claro, naturalmente, Flora. Los brassières de dos piezas son extremadamente raros: pretendía comprarlo… Pero, claro, ya no me interesaba.
—No importa, querida. Mira… Aquí tenemos un buen vino blanco del Rin. Bebamos y te sentirás más animada.
Aquella tarde, antes de que fueran al Rhodopis, la gran sala de cine de Westminster, Flora puso las cartas en el correo.
Dos días después no había recibido ninguna respuesta, y la señora Smiling expresó entonces su deseo de que ninguno de los familiares contestara. Dijo:
—Yo sólo ruego que si alguno de ellos se anima a responder, que no sea esa gente de Sussex. Creo que los nombres eran horribles: demasiado anticuados y deprimentes.
Flora se mostró de acuerdo con ella: los nombres de sus parientes de Sussex no eran precisamente halagüeños.
—Creo que si descubro que tengo primos terceros en Cold Comfort Farm (jóvenes, ya sabes, los hijos de la prima Judith) que se llamen Seth, o Reuben, o algo por el estilo, seguramente no vaya…
—¿Por qué?
—Oh, porque todos los jóvenes de apetito sexual voraz que habitan en granjas siempre se llaman Seth, o Reuben, y eso sería una lata. Y, recuerda, el nombre de mi prima es Judith. Algo que en sí mismo no es demasiado preocupante. Su marido, estoy casi segura, se llama Amos; y si se llama así, se tratará de la típica granja, y sabes perfectamente cómo son los granjeros.
La señora Smiling dijo con gesto sombrío:
—Espero que al menos tengan baño.
—¡Tonterías, Mary! —exclamó Flora, palideciendo—. Por supuesto que habrá baño. Incluso en Sussex… Eso sería demasiado…
—Bueno, ya veremos —dijo su amiga—. Y recuerda (si es que te contestan y decides irte con ellos) que puedes telegrafiarme si alguno de tus primos se llama Seth o Reuben, o si quieres unas botas nuevas o cualquier cosa. Seguro que todo aquello estará lleno de barro.
Flora le dijo que, llegado el caso, así lo haría.
Las esperanzas de la señora Smiling se vieron frustradas. Tres días después, era un viernes por la mañana, llegaron cuatro cartas a Mouse Place, las cuatro dirigidas a Flora; entre ellas había una que llegó en un sobre amarillo que era de lo más barato que podía encontrarse, con la dirección escrita con una caligrafía ilegible y tan llena de borrones que el cartero tuvo serias dificultades a la hora de descifrarla. El sobre estaba también bastante sucio. El matasellos indicaba su procedencia: «Howling».
—¡Ahí lo tienes, ya lo ves! —dijo la señora Smiling cuando Flora le mostró su tesoro a la hora del desayuno—. ¡Es realmente asqueroso!
—Bueno, bueno… Espera un poco; primero leeremos las otras y dejaremos ésta para el final. Estate tranquila. Quiero ver qué me dice la tía Gwen.
La tía Gwen, después de condolerse con Flora por su pena, y recordarle que debemos poner al mal tiempo buena cara y seguir siempre adelante («Siempre adelante, ¡como decían a todas horas en aquellos malditos juegos!», murmuró Flora), declaraba que estaría encantada de acoger a su sobrina bajo su techo. Flora encontraría un ambiente verdaderamente «hogareño», lleno de alegrías. Le preguntaba si no le importaría echarle una mano con los perros de vez en cuando. El ambiente de Worthing era muy deportivo y había algunos jóvenes alegres que vivían justo al lado. «Rosedale» siempre estaba lleno de gente y Flora no tendría tiempo siquiera para sentirse sola. Su prima Peggy, que parecía entusiasmada con la idea de ser su guía, estaría encantada de compartir su dormitorio con Flora.
Con un ligero estremecimiento, Flora le entregó la carta a la señora Smiling, pero se llevó una enorme decepción cuando, al terminar de leerla, todo lo que oyó de los labios de aquella amiga suya tan estirada fue un categórico:
—Bueno, creo que es una carta muy amable. Es imposible que sea más amable. Al fin y al cabo, no pensabas que ninguna de esas personas te fuera a ofrecer el tipo de casa en el que tú quieres vivir, ¿o sí?
—No puedo compartir dormitorio —dijo Flora—, así que la tía Gwen queda descartada. Ésta es la carta del señor McKnag, el primo de mi padre, el que vive en Perthshire.
El señor McKnag se había quedado impresionado con la carta de Flora: tan impresionado que su antigua dolencia se había manifestado de nuevo, y había permanecido en cama por su culpa durante los últimos dos días. Esto explicaba, y esperaba que también excusara, lo tardío de su respuesta. Por supuesto, estaría encantado de acoger a Flora bajo su techo durante el tiempo que ella quisiera para preservar las blancas alas de la doncellez femenina («¡Pobrecito inocente!», cacarearon Flora y la señora Smiling a un tiempo), pero temía que aquello fuera un poco aburrido para Flora, porque no tendría ninguna compañía, salvo él mismo —y él a menudo pasaba días enteros en cama, debido a su vieja dolencia—, su criado, Hoots, y el ama de llaves, que era muy mayor y estaba prácticamente sorda. La casa quedaba a siete millas de la aldea más cercana; eso también podía ser un inconveniente. Por otro lado, si a Flora le gustaban los pájaros, en los pantanos y ciénagas que rodeaban la casa por tres de sus lados había algunos ejemplos ornitológicos interesantísimos y dignos de admiración. Debía concluir la carta inmediatamente, se temía, porque la vieja dolencia se estaba manifestando de nuevo, así que se despedía afectuosamente de ella.
Flora y la señora Smiling se miraron y sacudieron las cabezas.
—Ahí lo tienes, ya lo ves —dijo la señora Smiling, una vez más—. Son casos perdidos, absolutamente. Lo que deberías hacer es quedarte aquí conmigo y aprender algún oficio.
Pero Flora ya estaba leyendo la tercera carta. La prima de su madre en South Kensington decía que le haría muy feliz recibir a Flora, sólo que había una pequeña dificultad en el asunto del dormitorio. Tal vez a Flora no le importaría usar el desván, que era muy grande, y que ahora se utilizaba, los martes, como salón de reuniones para la Sociedad de la Estrella de Oriente en Poniente, y los viernes, para la Asociación de Investigadores Espiritistas. Esperaba que Flora no fuera una de esas escépticas, puesto que las manifestaciones de los espíritus en ocasiones tienen lugar precisamente en el desván, y el más mínimo rastro de escepticismo en el ambiente de la sala desbarataría las condiciones propicias, e impediría que se produjeran los mencionados fenómenos, unas observaciones de las que se valía la Sociedad para aportar valiosas pruebas en favor de la vida de ultratumba. También le preguntaba si no le importaría a Flora que su loro siguiera viviendo como hasta entonces, en la esquina del desván. Siempre había vivido allí y a su edad un traslado a otra habitación constituiría un verdadero trastorno, y podría incluso resultar fatal.
—Otra vez, ya ves; eso significa que también tendría que compartir el dormitorio —dijo Flora—. Los fenómenos paranormales no me importan, pero lo del loro, ¡eso sí que no!
—Anda, abre la carta de Howling —sugirió la señora Smiling, rodeando la mesa y colocándose al lado de Flora.
La última carta estaba escrita en un papel rayado muy barato, con una caligrafía gruesa pero prácticamente ilegible.
Querida sobrina:
Así que al final vas a hacer valer tus derechos. Pues muy bien. He estado esperando saber de la hija de Robert Poste durante estos últimos veinte años.
Hija, este hombre mío le hizo mucho mal a tu padre antaño. Si quieres venirte con nosotros a vivir, haré todo lo que pueda para recompensarte, pero no me tienes que preguntar nunca por aquello. Mis labios están sellados.
Puede que no seamos como otra gente, pero los Starkadder siempre hemos estado en Cold Comfort y haremos todo lo posible para acoger como se debe a la hija de Robert Poste.
¡Ay, hija, hija!, si vienes a esta casa maldita, ¿qué va a ser de ti? Quizá puedas ayudarnos cuando nos llegue la hora,
Tu tía que te quiere,
J. STARKADDER
Flora y la señora Smiling se sintieron extraordinariamente sorprendidas por esta insólita misiva. Estaban de acuerdo en que, al menos, tenía el detestable mérito de guardar silencio sobre el asunto de los aposentos para dormir.
—Y no dice nada de andar espiando pájaros en las ciénagas, ni nada que se le parezca —dijo la señora Smiling—. Oh, pero lo que verdaderamente me gustaría saber es qué le hizo su hombre a tu padre. ¿Oíste hablar a tu padre alguna vez de ese tal señor Starkadder?
—Jamás. Los Starkadder sólo están relacionados con nosotros por matrimonio. Esta Judith es la hija de la hermana mayor de mi madre, Ada Doom. Así que, ya ves, Judith es en realidad mi prima, y no mi tía. (Supongo que se habrá confundido y, desde luego, no me sorprende. Las condiciones en que parece vivir probablemente deben de abocarla a la confusión.) En fin, la tía Ada Doom siempre fue un poco aguafiestas y mi madre nunca pudo soportarla porque lo único que le gustaba era trotar por el campo y llevar sombreros con flores. La tía Ada acabó casándose con un granjero de Sussex. Supongo que su nombre sería Starkadder… Quizás la granja pertenezca ahora a Judith y haya conseguido a su marido en una incursión en una aldea vecina, y es por eso que ha tenido que adoptar el apellido de su mujer. O a lo mejor se casó con otro Starkadder. Me pregunto qué habrá sido de la tía Ada… Ahora sería ya bastante vieja; era unos quince años mayor que mi madre.
—¿No la conociste nunca?
—No, afortunadamente. Jamás he conocido a ninguno de ellos. Encontré su dirección en una lista que había en el diario de mi madre; ella acostumbraba a enviarles una postal por Navidad.
—Bueno —dijo la señora Smiling—, parece un sitio espantoso, pero en un sentido bien distinto a los otros… Lo que quiero decir es que parece interesante y espantoso a la vez, mientras que los otros únicamente parecen espantosos, a secas. Si realmente estás decidida a marcharte, y si no quieres quedarte aquí conmigo, creo que lo mejor que podrías hacer es ir a Sussex. Te cansarás pronto de todo aquello y entonces, cuando no hayas podido sobrellevarlo y hayas visto cómo es realmente compartir techo con tu familia, ya estarás preparada para entrar en razón; entonces volverás a Londres y aprenderás algún oficio.
Flora pensó que sería más prudente ignorar la última parte de aquel discurso.
—Sí, creo que iré a Sussex, Mary. Estoy deseosa de ver qué quiere decir la prima Judith cuando habla de mis «derechos». Oh, ¿crees que se referirá a alguna cantidad de dinero? ¿O será tal vez una pequeña casita? Eso me encantaría, desde luego. De todos modos, ya lo sabré cuando llegue allí. ¿Y cuándo crees tú que sería mejor que me marchase? Hoy es viernes… Supongo que puedo partir el martes, después de comer, ¿no te parece?
—Bueno, desde luego no tienes por qué irte corriendo. Después de todo, no hay ninguna prisa. Probablemente no te quedarás allí más de tres días, así que.… ¿qué más da cuándo te vayas? Se te ve muy ilusionada, ¿no es así?
—¡Quiero mis «derechos»! —dijo Flora—. Probablemente se trate de algo completamente inútil, como un montón de tierras hipotecadas; pero si son mías, estoy resuelta a hacerme cargo de ellas. Ahora, Mary, déjame sola; voy a escribirles a esas almas cándidas, y eso me llevará algún tiempo.
Flora nunca había sido capaz de entender cómo funcionaban los horarios de los ferrocarriles, y era demasiado vanidosa como para preguntarle a la señora Smiling, o incluso a Sneller, cuándo salía el tren hacia Howling. Así que en su carta le preguntó a su prima Judith si podría indicarle si había trenes que fueran a Howling, y a qué hora se cogían, y quién iría a esperarla, y todo lo demás.
Lo cierto es que en las novelas que versan sobre la vida campesina nada era tan elegante como ir a buscar a alguien al tren, a menos que semejante acción se llevara a cabo con el objeto de darle en el morro a otros miembros de la familia con alguna finalidad sórdida o amorosa en perspectiva; pero aquélla no era razón para que los Starkadder no comenzaran a comportarse civilizadamente. Así que escribió con pulso firme: «¿Tendríais la amabilidad de decirme qué trenes hay hasta Howling y a qué hora podríais pasar a recogerme?», y cerró la carta mientras la invadía un sentimiento de profunda satisfacción. Sneller la echó al correo a tiempo para que se despachara aquella misma tarde.
Durante los dos siguientes días, la señora Smiling y Flora lo pasaron en grande.
Por la mañana iban a patinar sobre hielo en el Rover Park Ice Club con Charles y Bikki y con otro de los «Pioneros-Oh», cuyo apodo era Swooth y que había llegado recientemente de Tanganica. Aunque este Swooth y Bikki se tenían unos celos enormes, y en consecuencia sufrían horrorosos tormentos, la señora Smiling los tenía tan bien adiestrados que no se atrevían a mostrarse desgraciados, sino que atendían a su amada con gesto serio cuando ella les hablaba, por turnos, mientras se deslizaban alrededor de la pista cogidos de la mano, y les contaba lo preocupada que estaba por un tercer «Pionero-Oh» llamado Goofi, que en aquellos momentos se dirigía a la China y de quien no había tenido noticias en los últimos diez días.
—Me temo que el pobre chico pueda estar en peligro —declaraba la señora Smiling con aire distraído, que era su manera de indicar que Goofi probablemente se habría suicidado, anegado en las profundidades del amor no correspondido.
Y Bikki y Swooth, sabiendo por propia experiencia que ése podría ser perfectamente el caso, le respondían con dulces palabras.
—Oh, vamos, yo en tu lugar no me preocuparía demasiado, Mary… —Y sentían una inmensa alegría al pensar en los horrendos sufrimientos de Goofi.
Por las tardes, los cinco iban a dar un paseo en avión, o al Zoo, o a escuchar música; y por las noches acudían a fiestas; es decir, la señora Smiling y los dos «Pioneros-Oh» iban a las fiestas, donde otros jóvenes caían rendidos de amor ante la señora Smiling, mientras Flora, que, como sabemos, era poco dada a las fiestas, cenaba tranquilamente con hombres inteligentes: un modo de pasar la noche que le encantaba, porque así podía lucirse a gusto y hablar sin parar de sí misma.
El lunes por la tarde, a la hora del té, aún no había recibido carta alguna; y Flora pensó que su partida probablemente tendría que posponerse hasta el miércoles. Pero el último reparto de correo le trajo una postal barata; y la estaba leyendo a las diez y media, después de volver de una de sus cenas de lucimiento, cuando entró la señora Smiling, agotada tras una fiesta de lo más desagradable a la que había acudido.
—¿Te dicen ahí los horarios de los trenes, palomita mía? —preguntó la señora Smiling—. La postal está un poco sucia, ¿no crees? No puedo evitar preguntártelo, querida: ¿tú crees que los Starkadder serán capaces de enviar alguna vez una carta limpia?
—No dice nada de los trenes —contestó Flora con cierta prevención—. Por lo que puedo entender, me han mandado lo que parecen ser unos versículos del Antiguo Testamento, que, lo confieso, no me resultan demasiado familiares. Hay también una reiteración de la certeza de que los Starkadder siempre han vivido en Cold Comfort, aunque se me escapa por completo por qué consideran necesario insistir en ello.
—¡Oh, no me digas que viene firmada por Seth, o Reuben! —exclamó la señora Smiling con un gesto de temor.
—No viene firmada por nadie en absoluto. Supongo que será de algún miembro de la familia que no ve con buenos ojos la idea de que me presente allí. Puedo distinguir una referencia, entre otras cosas, a las víboras. Debo decir que creo que habría sido más apropiado remitirme simplemente el horario de los trenes; pero supongo que es un poco ilógico esperar que una pobre familia que vive en Sussex preste atención a esos pequeños detalles. Bueno, Mary, estoy decidida; me marcharé mañana, después de comer, como había planeado. Les enviaré un telegrama por la mañana para avisarles de mi llegada.
—¿Irás en avión?
—No. El aeródromo más cercano está en Brighton. Además, tengo que ahorrar dinero. Sneller y tú podéis prepararme el viaje y sacarme los billetes; disfrutaréis enormemente encargándoos de todo.
—Desde luego, querida —dijo la señora Smiling, que a esas alturas ya comenzaba a sentirse un poco triste ante la perspectiva de perder a su amiga—. Pero me gustaría que no te fueras…
Flora echó la postal al fuego. Su determinación permanecía inamovible.
A la mañana siguiente la señora Smiling consultó qué trenes salían para Howling, mientras Flora supervisaba el trabajo de Riante, la criada de la señora Smiling, que estaba preparando los baúles.
Ni siquiera la señora Smiling pudo entender bien los horarios del ferrocarril. Le pareció que eran incluso más confusos de lo habitual. En realidad, desde que las rutas aéreas y las terrestres, tan bien organizadas, se habían apropiado de las tres cuartas partes de los pasajeros que solían viajar en tren, las compañías ferroviarias que sobrevivían se habían sumido en un permanente estado de melancolía; de hecho, una especie de desganada y quejumbrosa desesperanza se dejaba entrever en todos los folletos, y su influencia se notaba incluso en los horarios.
Había un tren que salía de la estación de London Bridge a la una y media en dirección a Howling. Era un tren diario. Llegaba a Godmere a las tres en punto. En Godmere, el viajero tenía que hacer trasbordo y cambiar de tren. Este tren finalizaba su trayecto en Beershorn; y ahí acababa toda la información acerca de la salida y llegada de trenes. El viajero, perdido, se topaba con esta sencilla frase llena de autosuficiencia: «Howling (véase Beershorn)».
Así que Flora resolvió ir a Beershorn y allí decidiría qué hacer.
—Espero que Seth te vaya a buscar en un tílburi —dijo la señora Smiling cuando se sentaron a la mesa para dar cuenta de un temprano almuerzo.
En ese momento ambas se encontraban bastante bajas de ánimo; y, respecto a Flora, mirar el barrio de Lambeth por la ventana, donde las alegres casitas aparecían bañadas por los pálidos rayos de sol, y pensar que iba a cambiar la compañía de la señora Smiling, y los coqueteos y las cenas de lucimiento, por los rigores de Cold Comfort y las ordinarieces de los Starkadder, no le resultaba muy agradable.
Le hizo un mohín a la pobre señora Smiling.
—Nadie usa ya tílburis en Inglaterra, Mary. ¿Es que no lees nada más que el Haussman-Haffnitz on Brassières?[7] Los tílburis son típicos de Irlanda. Si Seth va a buscarme, irá en un carromato, o quizás en una calesilla.
—¡Bueno, de todos modos espero que no se llame Seth! —dijo la señora Smiling con aire compungido—. Si se llama así, Flora, recuerda que debes enviarme inmediatamente un telegrama; y recuerda también lo de las botas de goma.
Flora se había levantado porque el coche ya estaba a la puerta, y se estaba ajustando el sombrero sobre sus cabellos de color dorado oscuro.
—Te enviaré un telegrama, pero, sinceramente, no le veo la utilidad… —dijo.
Se sentía realmente enferma, y en su interior sus emociones se mezclaban enojosamente con la conciencia de que aquel absurdo y desagradable peregrinaje se estaba llevando a cabo exclusivamente por su propia obstinación.
—Oh, bueno, pero la tendrá. Tú escríbeme y así te podré enviar cosas.
—¿Qué cosas?
—Oh, ropa adecuada y revistas de moda entretenidas.
—¿Va a venir Charles a la estación? —preguntó Flora cuando se sentaron en el coche.
—Dijo que seguramente iría. ¿Por qué?
—Ah… por nada. No sé. Me divierte bastante, y creo que le gusto.
Durante el viaje por Lambeth no se produjo ningún suceso reseñable, excepto que Flora señaló a la señora Smiling una floristería llamada Orchidaceous Ltd… que había abierto en Caroline Place, precisamente en el sitio en el que antes había una comisaría de policía.
Luego el coche enfiló hacia London Bridge Yard; y allí estaba el tren de Flora, y también Charles con un ramo de flores, y Bikki y Swooth observando encantados la escena, porque Flora se iba y la señora Smiling pasaría más tiempo con ellos… O al menos eso esperaban fervientemente.
«Es curioso cómo Amor destruye todo vestigio de esa educación que la especie humana ha adquirido a lo largo de tantos años de evolución», pensó Flora cuando se asomó por la ventana del vagón y observó los rostros de Bikki y Swooth. «No sé si decirles que mañana se espera el regreso de Mig, procedente de Ontario… No, creo que no se lo diré. Sería algo absolutamente sádico».
—¡Adiós, querida! —gritó la señora Smiling cuando el tren comenzó a moverse.
—¡Adiós! —dijo Charles, poniendo los narcisos, que había olvidado hasta aquel momento, en las manos de Flora—. No dejes de llamarme por teléfono si aquello te resulta demasiado duro; yo iré y te recogeré en el Speed Cop II.
—No lo olvidaré, querido Charles. Muchas gracias… Aunque estoy segura de que lo encontraré todo maravilloso y en absoluto me resultará demasiado duro.
—¡Adiós! —exclamaron Bikki y Swooth, componiendo falsamente en los rostros un gesto parecido a la pena.
—¡Adiós…! ¡No os olvidéis de darle de comer al loro! —gritó Flora, a quien le disgustaba aquella prolongación de la ceremonia de despedida, como corresponde a cualquier viajero educado.
—¿Qué loro? —le gritaron todos desde el andén que se alejaba cada vez más deprisa, tal y como se esperaba que hicieran.
Pero ya era muy difícil contestar. Flora se contentó con susurrar:
—Oh, cualquier loro. Que os vaya bien…
Y, con un último y emocionado adiós a la señora Smiling, se metió en el vagón y, abriendo una revista de moda, se preparó para disfrutar del viaje.