4

El plomizo día, interminable, se deslizó imperceptiblemente hacia la tarde. Después de la tosca comida del mediodía, Judith le encargó a Adam que enganchara a Víbora, el percherón malhumorado, a los ejes de la calesilla y que fuera a Howling y volviera seis veces para refrescar sus conocimientos en el arte de manejar las riendas de un caballo. Su pretensión de posponer semejante trabajo mediante el truco de fingir un desmayo durante el almuerzo fue desgraciadamente desbaratado cuando Meriam, la moza de servir, se desplomó aparatosamente mientras le pasaba un plato de verduras a Seth.

La hora de parir le había llegado sin que se diera cuenta y antes de lo previsto, y en la escena subsiguiente, el desmayo de Adam, que éste había estado ensayando previamente en los establos lejos de las miradas de todo el mundo, para su comodidad personal y seguridad, pasó casi desapercibido, casi como si formara parte de una suerte de coro griego secundario respecto al drama principal.

Así pues, Adam se quedó sin excusas, y se pasó la tarde bajando y subiendo de Howling a la granja y de la granja a Howling, para indignación de los Starkadder, que pudieron verlo desde sus lugares de labor, junto al pozo en el que se suponía que estaban trabajando; éstos debieron de pensar que el viejo era un holgazán, como poco.

—¿Y cómo voy a conocer a la moza, pues? —le planteó Adam a Judith cuando se reunieron finalmente, mientras el viejo encendía el farol que colgaba en un lateral de la calesa. La pálida llama se reanimó lentamente bajo la vasta e inclemente bóveda celeste de la atardecida, y colgó pesadamente, como el amenazador farol de un coche fúnebre, en el sereno anochecer.

—Robert Poste era talmente como un buey: un hombre gordo y sudoroso, y siempre andaba jugando con palos y pelotas. ¿Cree usted que su moza será como él?

—No habrá muchos pasajeros en Beershorn —replicó Judith con impaciencia—. Espera a que todo el mundo se haya ido de la estación. La hija de Robert Poste será la última; esperará para ver si hay alguien que haya ido a buscarla. Así que anda, márchate ya. —Y, diciendo esto, golpeó las ancas del percherón.

El enorme animal avanzó torpemente en la oscuridad antes de que Adam pudiera prepararse. Partieron. La oscuridad cayó —talmente como una grisácea campana de cristal oscuro—, ocultando a la vista los campos empapados por la lluvia.

Para cuando la calesilla llegó a Beershorn, que estaba a unas buenas siete millas de Howling, Adam había olvidado para qué demonios había ido hasta allí. Las riendas descansaban entre sus nudosos dedos y su rostro de ciego se elevó hacia los cielos ennegrecidos.

Desde los infraestratos entretejidos y petrificados de su subconsciente, los pensamientos del viejo Adam Lambsbreath emergieron en lenta filtración hacia la confusa consciencia del vaquerizo; no como una parte integral y plena de su ser consciente, sino más bien como una emanación impalpable o una aportación crepuscular de la esfera vital, siempre en vigilia, de los inquietos árboles y los campos que lo circundaban. Los vastos campos, millas y millas en derredor, bajo el manto de la oscuridad que impide la paz del espíritu, se encontraban en la excitante fermentación anual del florecimiento primaveral; el gusano con el gusano y la semilla con la semilla. La fronda remontaba sobre las raíces y la liebre remontaba sobre la liebre. El grillo y la pulga también participaban. Las huevas de las truchas en las pozas fangosas bajo la presa de Nettle Flitch comenzaban a agitarse, y más les valía que así fuese. Los largos aullidos de los búhos rapaces rasgaban la noche, como jirones escarlatas en la nocturna oscuridad. En las pausas, cada diez minutos, se apareaban. Todo parecía caótico, aunque estaba metódicamente ordenado, más de lo que cualquiera podría pensar. Pero la sordera y la ceguera de Adam procedían tanto del interior como del exterior; la quietud terrenal que se filtraba en su subconsciente se topaba con otra quietud que ascendía desde su conciencia. Dos veces la calesilla se salió de las roderas cuando Adam y Víbora se cruzaron con unos jornaleros, y en otra ocasión faltó un pelo para que chocaran con el vicario, que volvía en coche a casa tras haber tomado el té en la gran mansión.

—¿Dónde estás, pajarito mío? —preguntaron los labios ciegos de Adam a la oscuridad, que no respondía, y a las retorcidas formas de los árboles pelados—. ¿Para esto cuidé de ti?

Él sabía que Elfine estaba fuera, en las colinas de los Downs, corriendo a grandes zancadas, con sus piernecillas temblorosas de potrilla, hacia la gran mansión y las manos pulidas y engañosas de Richard Hawk-Monitor. La mente de Adam se agitó inquieta, en un insufrible dolor, con la visión de su pequeñuela entre aquellos dedos aventureros…

Pero la calesilla llegó por fin a Beershorn, sin mayores contratiempos: en el pueblo sólo había una calle que mereciera la pena y conducía justo hasta la estación.

Adam detuvo a Víbora exactamente cuando el enorme percherón estaba a punto de entrar al trote por la puerta del despacho de billetes de la estación. El viejo vaquerizo anudó las riendas en el poste del abrevadero de los caballos.

Entonces los ánimos le abandonaron, y pareció desinflarse. Su cuerpo se hundió en esa postura que adoptan desde siempre todos los hombres que se hallan abrumados por sus pensamientos. Era el tronco de un árbol talado; un sapo en una peña; una lechuza cubierta por el follaje en una rama. La vivificante llama de la humanidad lo había abandonado de repente.

Durante algún tiempo esperó pacientemente, pero del paso del tiempo no pudo sacar nada en claro. El tiempo sólo giraba interminablemente alrededor de un punto brillante en el espacio, repitiendo los nombres de Elfine y Richard Hawk-Monitor. Puede que pasara el tiempo (y presumiblemente pasó, porque en ese momento un tren estaba entrando en la estación, y los pasajeros estaban bajando, y se iban marchando), pero el tiempo no existía para Adam.

Finalmente volvió en sí gracias a una incomprensible agitación que parecía estar teniendo lugar en el suelo de la calesilla.

La paja que había permanecido allí, en el suelo de la calesilla, durante los últimos veinticinco años, estaba siendo enérgicamente barrida y arrojada al camino; la culpa era de un pequeño piececillo calzado con un zapato fuerte pero elegante. La luz del farol no iluminaba nada por encima de aquel zapato, excepto un tobillo esbelto y una falda verde considerablemente agitada por los movimientos de la pierna que cubría.

Desde la oscuridad, por encima de su cabeza, pudo distinguir una voz.

—¡Qué asqueroso, por Dios! —exclamaba.

—¡Eh… eh…! —masculló Adam, entrecerrando los ojos ciegos hacia el espacio vacío, más allá de la luz del farol—. ¡Ea, no, no…! No me haga eso, alma de Dios. Esa paja está ahí desde el viaje de novios de la señorita Judith a Brighton, y todavía vale. Paja o heno, hojas o frutos, dejemos las cosas como están.

—No mientras yo pueda evitarlo —le aseguró aquella voz—. Y desde luego puedo creer muchas cosas a propósito de Sussex y de Cold Comfort Farm, pero no que la prima Judith haya ido jamás a Brighton. Así que ya podemos irnos, si ha terminado usted de rumiar. Mi baúl llegará mañana a la granja, en el furgón de la compañía ferroviaria. —Luego, la voz añadió con una cierta aspereza—: Si tuviera que encargársela a usted probablemente se quedaría aquí en la estación hasta que echara raíces.

—La hija de Robert Poste… —murmuró Adam, observando el rostro que ahora podía ver turbiamente al otro lado del círculo de luz del farol—. Eh, pues resulta que me mandaron aquí para recogerla a usted, pero no la he visto.

—Ya lo sé —dijo Flora.

—Chica, chica… —comenzó a decir Adam, elevando la voz hasta convertirla en un lamento.

Pero Flora pensaba ya en otras cosas. Examinó con detenimiento al viejo vaquerizo y le preguntó si preferiría que llevara ella misma a Víbora, y esto ofendió de tal modo al hombre en su orgullo masculino que desató rápidamente las riendas del poste, y la calesilla partió sin más dilación.

Flora iba sentada en el pescante, cubriéndose bien la garganta con el cuello de su abrigo de piel, cuidándose del aire helado, y llevaba bien protegido sobre las rodillas su pequeño neceser con el camisón y los artículos de baño. No le fue posible resistirse a meter en su pequeño neceser, a última hora, su querido y adorado ejemplar de los Pensées del Abbé Fausse-Maigre;[10] los demás libros llegarían en el baúl al día siguiente, pero le había parecido que le resultaría más fácil enfrentarse a los Starkadder en un estado espiritual adecuado y civilizado si llevaba bien a mano su ejemplar de los Pensées (seguramente el libro más sabio jamás compilado para la orientación de una persona verdaderamente educada y moderna).

En cuanto a la otra gran obra del Abbé, El sentido común de índole superior, con el que dicho clérigo había obtenido el doctorado en la Universidad de París a la temprana edad de veinticinco años, pues bien, estaba en el baúl.

Flora iba pensando en los Pensées cuando la calesilla dejó atrás las luces de Beershorn y comenzó a ascender el camino que conducía a las escondidas colinas de los Downs. Se encontraba un tanto desanimada. Estaba helada y, tras los rigores del viaje, se sentía sucia (aunque en realidad no lo parecía). La perspectiva de lo que iba a encontrarse en Cold Comfort no propiciaba precisamente un estado de ánimo favorable. Pensó en la advertencia del Abbé: «Jamás te enfrentes a un enemigo al final de un viaje, a menos que sea él quien haya viajado», y no se sintió reconfortada.

Adam no abrió la boca durante todo el trayecto. Pero eso fue perfecto, porque ella no deseaba que hablara; ya se las arreglaría con él más adelante. El viaje no duró tanto como se temía, porque Víbora resultó ser un caballo muy bueno y avanzó a buen paso (Flora imaginó que probablemente los Starkadder no serían sus propietarios desde hacía mucho tiempo). En menos de una hora las luces del pueblo aparecieron en la distancia.

—¿Eso es Howling? —preguntó Flora.

—Pues claro, hija de Robert Poste.

Parecía que no había nada más que decir. Flora cayó en una meditación levemente más amable, preguntándose por aquellos derechos que al parecer le tenían reservados, aquellos derechos que su prima Judith había mencionado en su carta, y preguntándose también quién habría enviado aquella postal en la que se hablaba de unas víboras, y cuál sería el daño que el marido de Judith le habría hecho a Robert Poste, su padre.

Ahora la calesilla comenzaba a ascender por una colina. Dejaron Howling atrás.

—¿Estamos ya cerca?

—Pues claro, hija de Robert Poste.

Cinco minutos después, Víbora se detuvo, por su cuenta, junto a una cancela que Flora apenas podía ver en la oscuridad. Adam le arreó con la fusta. El caballo ni se inmutó.

—Supongo que esto significará que ya hemos llegado —observó Flora.

—No, ni hablar.

—Pues a mí me parece que sí. Mire… Como avancemos un poco más nos estamparemos contra el seto.

—Da igual, hija de Robert Poste.

—Le dará igual a usted, e incluso le parecerá normal, pero a mí no. Me bajo.

Y así lo hizo. Avanzó por el camino lentamente: un infame sendero embarrado entre dos setos, demasiado angosto para que pudiera pasar la calesilla, en medio de la oscuridad apenas iluminada por la débil y gélida luz de las pálidas estrellas.

Adam caminó detrás de ella sosteniendo el farol, y dejó a Víbora a la puerta.

Los edificios de la granja, que dibujaban una silueta oscura que se recortaba contra el cielo, podían distinguirse ahora en la penumbra, a muy poca distancia. Cuando Flora y Adam se estaban aproximando, a trompicones, una puerta se abrió de forma repentina, y un haz de luz iluminó el exterior. Adam lanzó un grito de alegría.

—¡Pero si son las vaquerizas! ¡Y ésta es la Casquivana, que me ha abierto la puerta! —Y Flora vio que no bromeaba: con un cabeceo inquieto, una vaca demacrada empujaba con el morro la puerta del establo con la intención de abrirla. Se veía el interior de las vaquerizas iluminado por la luz de un farol.

Aquello no auguraba nada bueno.

Aunque inmediatamente se escuchó una voz profunda:

—¿Eres tú, Adam? —Y entonces una mujer salió de los establos portando un farol que levantaba por encima de la cabeza para así poder observar mejor a los viajeros. Flora apenas distinguió un chal muy voluminoso e innecesariamente rojo sobre sus hombros, y, arriba del todo, un amasijo de pelo despeinado.

—Oh, ¿cómo está usted? —exclamó Flora—. Usted debe de ser mi prima Judith. Encantada de conocerla. Ha sido usted muy amable al salir a recibirme con este frío. Y desde luego ha sido extraordinariamente amable por su parte acogerme en su casa. ¿No le parece curioso que no nos hayamos visto nunca antes?

La hija de Robert Poste tendió la mano, pero nadie se la estrechó. El farol se elevó un poco más mientras Judith observaba cuidadosamente el rostro de Flora, en silencio. Pasaron los segundos, uno detrás de otro. Flora se preguntó si su carmín se habría corrido. Entonces se le ocurrió que podía haber una causa menos frívola para que se produjera aquel silencio entre ellos, y para que su prima la estuviera mirando tan fijamente. Flora pensó que así debió de sentirse Colón cuando los pobres indios clavaron sus solemnes y severas miradas en su rostro marinero. Por vez primera un Starkadder se topaba con un ser procedente de la Civilización.

Pero siempre llega un momento en que uno acaba hartándose de una situación como aquélla; y Flora se hartó. Se dirigió a Judith y le preguntó si la consideraría demasiado maleducada si prescindía de conocer al resto de los miembros de la familia aquella noche. Y también le preguntó si ella, Flora, podría contar sencillamente con un bocadito en su propia habitación, a modo de cena.

—Aquí hace frío —respondió Judith finalmente, de mala gana.

—¡Oh, con la chimenea entraré en calor enseguida! —dijo Flora con firmeza—. Muy amable por su parte, de verdad, tomarse esas molestias por mí.

—Mis hijos, Seth y Reuben… —Judith se lió con las palabras y, cuando se recuperó, añadió en voz más baja—: Mis hijos llevan todo el día esperando para ver a su prima.

A Flora le pareció que el propio aspecto del lugar, unido a aquellos nombres tan poco prometedores, le recordaban poderosamente a esas escenas tan novelescas que suelen desarrollarse en las ferias de ganado de los pueblos. Así que sonrió vagamente y dijo que su ofrecimiento era muy amable por parte de toda la familia, pero que, de todos modos, pensaba que podría verlos a la mañana siguiente, quizás, y de un modo algo más sosegado.

Los imponentes hombros de Judith se elevaron y se dejaron caer con un encogimiento lento y ondulante. Su pecho se agitó.

—Como quieras. Puede que la chimenea haga un poco de humo…

—Seguro que es más que probable —sonrió Flora—. Pero ya nos ocuparemos de todo eso mañana, ¿no es así? ¿Podemos entrar ya? Pero antes… —abrió entonces su bolsa y tras rebuscar sacó un lápiz y rasgó una hoja de su pequeño diario—, me gustaría, si fuera posible, que Adam me enviase este telegrama.

Se hicieron las cosas como Flora quiso. Media hora después se encontraba sentada en su habitación, delante de una chimenea humeante, comiendo pensativamente dos huevos cocidos. Pensó que dos huevos cocidos era lo más seguro que podía pedir; el tocino Starkadder, especialmente si lo cocinaba Adam, podría interferir en el largo descanso nocturno que se proponía disfrutar y para el cual, muy poco tiempo después, comenzó a prepararse.

Estaba demasiado soñolienta como para darse perfecta cuenta de lo que la rodeaba, y demasiado cansada. Se preguntaba si había sido inteligente mudarse a aquel lugar. Reflexionó sobre lo largos, sucios e intrincados que eran los pasillos a través de los cuales Judith la había llevado hasta su habitación, y decidió que si todo aquello no era más que un ejemplo de lo que era realmente el resto de la casa, y que si Judith y Adam eran el paradigma de la gente que vivía en ella, su tarea resultaría especialmente larga y difícil. En todo caso, ya había dado el primer paso y no se iba a echar atrás, porque, si lo hacía, la señora Smiling pondría aquella cara suya tan particular que en otra mujer más anticuada habría significado: «Ya te lo dije».

Y, efectivamente, la señora Smiling, muy lejos de allí, en Mouse Place, estaba en aquel momento leyendo con cierta satisfacción un telegrama que rezaba literalmente:

PEORES TEMORES CONFIRMADOS QUERIDA

SETH Y REUBEN TAMBIÉN

ENVÍA BOTAS DE GOMA