5

Pero su decisión de dormir hasta bien entrada la mañana se vio en parte frustrada por un repentino alboroto que se armó debajo de su ventana a unas horas que ella, farfullando medio dormida y furiosa desde la cama, identificó con la plena madrugada.

Iracundos gritos masculinos se elevaban procedentes de aquel manto de oscuridad mortal y plomiza que los lejanos cacareos de los gallos rasgaban. Flora creyó reconocer una de las voces.

—¡Avergüéncese usted, señorito Reuben, de morder la mano que le dio de comer cuando no era más que un mocoso! ¿Quién va a conocer mejor que yo las necesidades de estos pobres animales que ni siquiera saben hablar? ¡A ver quién fue, sino yo, quien se ocupó de la Ociosa cuando tenía tres días y estaba ciega como un pardal! ¡Mejor sé yo lo que hay en el corazón de esas vacas que lo que hay en el corazón de algunas personas!

—Haz las cosas como Dios manda —gritó otra voz que Flora no conocía—. ¡La Desgarbada ha perdido una pezuña! ¿Dónde está? ¡Contéstame, viejo alelado! ¿Quién nos va a comprar ahora a la Desgarbada cuando la bajes al mercado de Beershorn? ¿Quién demonios va a querer una vaca con tres patas, salvo algún maldito loco de algún circo que ande buscando monstruosidades para sacarlas en sus espectáculos?

Se oyó un punzante grito de dolor.

—¡No se lleve a la Desgarbada a uno de esos circos de esa gente! ¡Me moriría de vergüenza, señorito Reuben!

—Vaya, y yo también, si pudiera conseguir que cualquiera la comprara, fuera del circo o no. ¡Pero nadie la comprará! Bueno, lo mismo da. Nadie quiere comprar nunca nada de lo que hay en Cold Comfort. Como cuando la Reina Mundana nos destrozó todo el maíz, y la Lacra del Rey echó a perder todo el pasto, y la Princesa en Pena nos arruinó todo el heno y dejó los sembrados tan inservibles que no sé ni para qué digo nada… En fin, es la misma historia de toda la santa vida en esta granja. ¿Qué le pasó a la pata? ¡Contéstame!

—No lo sé, señorito Reuben. ¡Y si lo supiera, no se lo diría! Yo sé lo que pasa en el corazón de estas pobres bestias que no pueden siquiera hablar, y no tengo yo necesidad ninguna de estarlas observando todo el día para ver dónde ponen las patas desde la mañana hasta la noche. ¡Lo que necesita una vaca es tranquilidad, lo mismo que los hombres! A mí me daría vergüenza, señorito Reuben, estar mirando todo el día a las vacas como hace usted, esperando a que se muera la vieja para quedarse con la granja, y contando cada brizna de heno que cogen del morral y cada bocado que comen las pobres.

—Pues sí —dijo otra voz, claramente—, y contando cada maldita pluma que se le cae a los pollos para comprobar que nadie se las lleva.

—Bueno, ¿y por qué no iba a hacerlo? —gritó la voz del señorito Reuben—. ¿O es que te pago un salario, condenado Mark Dolour, para que me robes las plumas de los pollos y te las lleves a Beershorn y las vendas por un buen dinero?

—¡Yo no vendo las plumas de los pollos! ¡Que no pueda volver a poner la mano en el arado si lo hago! Son para mi Nancy. Las cojo sólo para mi Nancy.

—Ah, seguro que sí, ¿verdad? ¿Y para qué las quiere tu Nancy?

—Tú ya sabes bien para qué —contestó la tercera voz en tono sombrío.

—Sí, claro, ya me has contado un millón de veces esas historias sobre los adornos que se hacen las chicas en los sombreros con las mejores plumas de los pollos. ¡Como si no hubiera otro uso para esas plumas que se les caen a los pollos que adornar los sombreros de un montón de muñequitas desocupadas que no valen para nada! Ahora, una cosa te voy a decir, Mark Dolour…

En este punto, a Flora le pareció que sería inútil intentar dormirse en esas circunstancias, así que saltó de la cama y cruzó toda la estancia hasta el trémulo cuadrado gris que enmarcaba la ventana. La empujó un poquito para abrirla y gritó hacia la oscuridad.

—¡Me pregunto si les importaría hablar un poquito más bajo! ¡Por favor! ¡Tengo tanto sueño! ¡Les estaría enormemente agradecida si lo hicieran!

El silencio, llamativo como un relámpago, se hizo de inmediato tras la petición de la hija de Robert Poste. Medio dormida como estaba, sintió que aquél sólo era un silencio producto de la sorpresa. Adormilada, Flora deseó que aquel silencio fuera lo suficientemente largo como para que pudiera coger el sueño de nuevo. Y así ocurrió.

Cuando volvió a despertarse ya era pleno día. Se dio la vuelta en la cama, realizó su habitual estiramiento matutino y miró el reloj. Eran las ocho y media.

No se oía ni un ruido en el patio ni en la planta baja de la vieja casona. Todo el mundo debía de haber muerto durante la noche.

«Ni soñar con un baño de agua caliente, desde luego», pensó Flora, mientras deambulaba en camisón por la habitación. En todo caso, cogió con ambas manos un poco de agua del aguamanil (sí, en la alcoba había un aguamanil) y le encantó comprobar que se trataba de agua blanda. Así que no le importó lavarse con agua fría. El batallón de pequeños botecillos y redomas de porcelana de su tocador la ayudarían a proteger su delicadísima piel de los rigores del clima, pero era agradable saber que contaba con el agua como aliada.

Se vistió tranquilamente, mientras estudiaba detenidamente cada rincón de su alcoba. Decidió que le gustaba.

La habitación era cuadrada y tenía un techo inusualmente alto. Estaba empapelada con un dibujo llamativo aunque descolorido, de oscuras figuras rojas sobre fondo carmesí. La chimenea era elegante; la rejilla tenía forma de cestería y la repisa y la embocadura eran de mármol, floridamente tallado, y amarillento por los años y el calor. Sobre la repisa de la chimenea había dos grandes caracolas cuyas elegantes líneas se iban atornasolando desde el blanco a un hermoso rosa asalmonado; se reflejaban en un gran espejo plateado y viejo que colgaba justamente sobre ellas.

El otro espejo era muy grande; estaba colocado en el rincón más oscuro de la estancia y quedaba oculto por la puerta de un armario cuando éste se abría. Ambos espejos reflejaron a Flora sin adulación pero también sin venganza, y la joven sintió que podría aprender a confiar en ellos. ¿Por qué se habría olvidado la gente de cómo se fabricaban los buenos espejos?, se preguntó. Le vinieron a la cabeza esos viejos espejos que una solía encontrarse en comercios poco frecuentados y en hoteles familiares, en lugares como Gravesend, o en las casas de familiares victorianos en Cheltenham: allí siempre había espejos maravillosos.

Una de las paredes estaba casi totalmente ocupada por un armario ropero de caoba. En medio de una alfombra gastada, roja y amarilla, con un dibujo de grandes flores, había una mesa redonda que hacía juego con el armario. La cama era alta, y tallada también en caoba; el edredón era más bien una colcha guateada y blanca.

En las paredes, enmarcados en madera de color amarillo claro, había dos grabados de acero. Uno mostraba el Dolor de Andrómaco al recoger el cuerpo muerto de Héctor. El otro representaba el Cautiverio de Zenobia, reina de Palmira.

Flora se acercó a observar algunos libros que descansaban en el amplio alféizar de la ventana: Macaria, o los altares del sacrificio, de A. J. Evans-Wilson; Influencia hogareña, de Grace Aguilar; ¿Amaba esa mujer a ese hombre?, de James Grant, y Cómo amó esa mujer a ese hombre, de Florence Maryat.[11]

Cogió aquellos tesoros y los guardó en un cajón, prometiéndose un buen rato de asueto en cuanto tuviera tiempo. Le gustaban las novelas victorianas. Era la única clase de novelas que una podía leer mientras se zampaba una manzana.

Las cortinas eran espectaculares. Estaban confeccionadas con un brocado rojo, sucio pero regio, y preservaban la habitación de la luz y de las corrientes de aire del exterior. Flora las descolgó y decidió que aquel mismo día las haría lavar. Luego, bajó a desayunar.

Avanzó por un amplio pasillo iluminado por la luz que entraba por unas ventanas sucias en las que colgaban unas cortinas de ganchillo verdaderamente asquerosas, hasta que llegó a una escalera de bajada; y allí, en lo alto de la escalera, a través de una puerta entreabierta, pudo ver una sala con el suelo de piedra. Se detuvo durante un instante y descubrió una bandeja en la que quedaban los restos de lo que evidentemente había sido un gran desayuno; la bandeja estaba en el suelo, a este lado de otra puerta cerrada, en el mismo pasillo, un poco más allá. Bueno. Alguien había desayunado en su habitación, y si alguien podía desayunar en su habitación, pensó, ella también podría hacerlo.

Un olor a gachas quemadas ascendió premiosamente desde la planta de abajo. Aquello no auguraba nada bueno, pero Flora bajó las escaleras, repiqueteando firmemente con los tacones bajos en la piedra.

Al principio creyó que la cocina estaba vacía. La chimenea casi se había apagado, y había ceniza esparcida por todo el suelo, y sobre la mesa quedaban intimidatorios restos de algún tipo de menú en el cual las gachas al parecer habían desempeñado un papel preponderante. La puerta que conducía al patio estaba abierta y el viento soplaba débilmente. Antes de hacer nada, Flora cruzó la estancia y la cerró.

—¡Eh…! —protestó una voz desde el fondo de la cocina, cerca de la pila de fregar—. No me haga eso jamás, hija de Robert Poste. Si me cierra la puerta, muchacha, no podré raspar los platos y vigilar a las vacas mías en el establo al mismo tiempo. Vaya, y además, que hay algo más que estoy vigilando yo también.

Flora reconoció una de las voces que la habían molestado a medianoche. Pertenecía al viejo Adam Lambsbreath. Estaba pelando nabos con desgana en el fregadero, y había interrumpido su trabajo para expresar aquella amarga queja.

—Lo siento —contestó Flora con firmeza—, pero nunca he podido desayunar cuando me sopla encima una corriente de aire. Puede abrirla de nuevo cuando termine. A propósito, ¿hay algo para desayunar?

Adam arrastró los pies y se acercó a Flora, hasta que la luz le dio en la cara. Sus ojos eran como cortes de un sílex primitivo en sus agotadas cuencas. Flora se preguntó si alguna vez se habría lavado la cara.

—Hay gachas, hija de Robert Poste.

—¿Hay quizás pan y mantequilla, y un poco de té…? No me gustan excesivamente las gachas. ¿Y tienen un trozo de periódico limpio para ponerlo aquí, en la esquina de esta mesa…? Media página será suficiente… Querría no tener que embadurnarme con las gachas. Parece que se ha salpicado un poco esta mañana, ¿no?

—Hay té en la jarra, ahí detrás, y pan y mantequilla en la alacena. Tendrá que buscarlo usted misma, hija de Robert Poste. Tengo mis cosas que hacer y asuntos de los que ocuparme, y no puedo andar de acá para allá trayendo y llevando periódicos para una mocilla caprichosa como usted. Además, ya tenemos suficientes problemas en Cold Comfort como para tener que ocuparnos de traer a la casa una cosa como uno de esos periódicos llenos de chismes para meternos en preocupaciones y sobresaltos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué problemas tienen aquí? —preguntó Flora con aire interesado, mientras se ocupaba de preparar más té. Se le ocurrió que aquélla podía ser una buena oportunidad para averiguar algo del resto de los miembros de la familia—. ¿Tienen problemas de dinero?

Por lo que ella sabía, ése era el tema de conversación habitual entre las personas mayores de veinticinco años.

—De siempre ha habido dinero de sobra en la granja, hija de Robert Poste, pero todo se ha arruinado y se ha ido al traste. Una cosa le diré… —Y entonces Adam se acercó a Flora, que parecía muy interesada por el tema, y puso aquella cara suya, arrugada y marchita, indeleblemente grabada por los ácidos corrosivos de sus dudosos y monótonos años, justo pegada a la de ella—: ¡Hay una maldición sobre Cold Comfort!

—¡Claro, claro…! —dijo Flora, apartándose ligeramente—. ¿Y qué clase de maldición…? ¿Y es por eso por lo que parece que todo está echado a perder?

—No hay grano, hija de Robert Poste. ¡Eso es lo que le estoy diciendo! Las semillas se pudren en cuanto tocan la tierra, y la tierra no las nutre. Las vacas están secas y no tienen terneros, y las marranas no echan gurriatos tampoco, y la Lacra del Rey y la Reina Mundana y la Princesa en Pena nos destrozaron las cosechas. ¿Y por qué, digo yo? ¡Porque tenemos una maldición encima, hija de Robert Poste!

—Pero, mire usted… ¿no se podría hacer algo? Me refiero… Quiero decir que seguramente el primo Amos podría traer a alguien de Londres o algo… (Por cierto, este pan no está nada mal, ¿sabe? Seguramente no lo hacen aquí…). En fin, no sé, quizá el primo Amos podría vender la granja y comprar otra que no tuviera una maldición… en Berkshire. O en Devonshire…

Adam sacudió la cabeza. Una curiosa veladura, como el retraimiento de la vida en los ojos de una tortuga, recorrió como un destello su rostro.

—¡Bah…! Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort. Nosotros ni siquiera podemos soñar que vayamos a irnos de aquí: ¡imposible! Tenemos razones de peso para no irnos. La señora Starkadder, ella es la que nos amarra para que nos quedemos aquí. Esto es su vida, ¡esto es el mismísimo aire que le da la vida…!

—¿Se refiere a la prima Judith? Bueno, no parece muy feliz aquí…

—¡Que no, hija de Robert Poste! Me refiero a la vieja señora… A la vieja señora Starkadder… —Su voz se apagó en un susurro, de modo que Flora tuvo que alargar el cuello para poder escuchar las últimas palabras.

Adam miró de soslayo hacia el techo, como si quisiera indicar que la vieja señora Starkadder estuviera en el cielo.

—¿Está muerta, entonces…? —preguntó Flora, que ya estaba preparada para escuchar cualquier cosa de Cold Comfort, incluso que toda la familia vivía obedeciendo a una especie de espectro autoritario.

Adam dejó escapar una carcajada: un extraño sonido que se podría parecer a la rebuznante risa de un cardo borriquero enfadado.

—¡Qué va! ¡Está viva, y bien viva! Nos tiene bien amarrados, con puño de hierro nos trata, hija de Robert Poste. Pero nunca sale de su alcoba, y nunca ve a nadie, salvo a la señorita Judith. ¡No ha salido de la granja en los últimos veinte años!

Se detuvo repentinamente, como si se percatara de que ya había dicho demasiado. Comenzó a retroceder hacia su oscuro rincón de la cocina.

—Ahora tengo que limpiar los platos. Déjeme en paz, hija de Robert Poste.

—Ah, muy bien. Pero me gustaría que me llamara señorita Poste. O incluso señorita Flora, si prefiere ser más feudal. Me parece que estar diciendo siempre «hija de Robert Poste» puede ser un poco largo, ¿no le parece?

—Que me deje en paz. Que tengo que fregar los platos.

Viendo que estaba realmente decidido a cumplir con su tarea pasase lo que pasase, Flora lo dejó tranquilo, y terminó su desayuno con aire meditabundo.

Así que eso era lo que ocurría… La señora Starkadder era la maldición de Cold Comfort. La señora Starkadder constituía, por lo demás, el inevitable tema de la Abuela Dominante que se encuentra en todas las novelas sobre la vida campesina (y algunas veces también en las novelas sobre el ambiente urbano). Desde luego, era justo y necesario que la señora Starkadder fuera la propietaria de Cold Comfort; Flora debería haber sospechado su existencia desde el principio. Probablemente era la señora Starkadder, o la tía Ada Doom, la que le había enviado aquella postal con aquella referencia a las víboras. Flora estaba segura de que la vieja dama no era otra que la tía Ada Doom. Era muy propio de la tía Ada enviar una postal como aquélla. La madre de Flora lo decía de vez en cuando, Flora lo recordaba perfectamente: «Esto es típico de tu tía Ada».

Si Flora pretendía ordenar su vida en Cold Comfort, sin duda se enfrentaría a cada paso con la funesta influencia de la tía Ada. Estaba segura de que aquello ocurriría, no tenía ninguna duda. A las personas con el temperamento de la tía Ada no les agrada en absoluto todo lo que tenga que ver con una vida tranquila. Lo que buscan son los conflictos, los escándalos, los portazos, las mandíbulas prominentes y los rostros encendidos de ira, y también los rostros amenazadores en las esquinas, y los rostros organizando disputas innecesarias a la hora del desayuno, y un gran repertorio de espectaculares trifulcas emocionales, y las despedidas para siempre jamás, y los malentendidos, y los entremetimientos, y los espionajes, y, sobre todo, la manipulación y las intrigas. ¡Oh, eso realmente les encanta! Ese tipo de personas son de las que te pisotean la colección de cromos de animales, o de lo que sea, y luego se pasan el resto de la vida expiando ese pecado. ¡Pero tú habrías preferido conservar tu colección de cromos!

Flora pensó en El sentido común de índole superior del Abbé Fausse-Maigre. Esta obra se había escrito como un tratado filosófico; era un intento, no de explicar el Universo, sino de reconciliar al Hombre con su inexplicabilidad. Pero, a pesar de su tema impersonal, El sentido común de índole superior proporcionaba una guía útil para personas educadas que se veían obligadas a enfrentarse a un problema como el que representaba el tipo de personas al que pertenecía la tía Ada. Sin formular normas de conducta, El sentido común de índole superior subrayaba una filosofía para el Ser Civilizado, y las normas de conducta se sobreentendían de inmediato. Y respecto a los temas que El sentido común de índole superior pasaba por alto, los Pensées, del mismo autor, proporcionaban a menudo una guía adecuada.

Con estos manuales a la vista, era imposible equivocarse o meterse en un lío.

Flora decidió que antes de enfrentarse a la tía Ada debería refrescar su espíritu mediante la relectura de parte de El sentido común de índole superior, en concreto del famoso capítulo titulado: «Preparación de la Mente para Luchar mediante la Prudencia y la Audacia contra Elementos no Incluidos en el Sumario». Probablemente sólo tendría tiempo para estudiar una o dos páginas, porque el volumen en cuestión no era muy fácil de leer, y además parte del texto estaba en alemán y otra parte en latín. Pero ella pensaba que el caso era lo suficientemente serio para justificar el uso de El sentido común de índole superior. Los Pensées eran perfectos para fortalecer el espíritu de una contra las molestias e incomodidades propias de la vida diaria; en cuanto a la tía Ada Doom, alma mater de Cold Comfort, aquello era harina de otro costal.

Mientras estaba dando buena cuenta de la última rebanada de pan con mantequilla, Flora seguía pensando que seguramente se plantearían algunas dificultades respecto a sus hábitos culinarios mientras estuviera en Cold Comfort, dado que posiblemente era Adam el que cocinaba para toda la familia, e ingerir alimentos preparados por Adam era más de lo que Flora podía y quería soportar. Tendría que acercarse a la tía Judith y tener con ella lo que a la gente mayor le encanta llamar «una breve conversación al respecto».

En términos generales, Cold Comfort no carecía de aquella vaga promesa de misterio e intriga que ella había imaginado. Flora confiaba en que la tía Ada Doom proveyera de ambas emociones; y lamentó que Charles no estuviera allí para disfrutar de todo aquello con ella. A Charles le encantaban los misterios sombríos.

Entretanto, Adam había terminado de pelar y rebanar los nabos, y había salido al patio, donde había un zarzal crecido. Al poco había regresado con unas ramitas pinchosas que había arrancado del espino. Flora lo observó con atención mientras abría el agua fría y la dejaba correr sobre los platos sucios al tiempo que comenzaba a raspar con su manojo de espinos las gachas secas incrustadas en la vajilla.

Lo aguantó todo el tiempo que pudo; apenas podía creer lo que veían sus ojos. Al final dijo:

—¿Pero qué demonios está haciendo?

—Limpiando los platos, hija de Robert Poste.

—¿Y no le sería mucho más fácil hacerlo con un estropajo? ¿No lo haría mejor con un bonito estropajito con un manguito? La prima Judith debería darle uno. ¿Por qué no se lo pide? Con un estropajo le quedarían los platos más limpios y, además, sería mucho más rápido.

—Yo no quiero ningún estropajito ni ningún mango. Llevo cincuenta años limpiando los platos con ramas de zarzal, y lo que ha sido bueno durante estos cincuenta años no va a dejar de serlo ahora. ¡Y, además, no quiero limpiar los platos más rápido! Así se pasa el tiempo y puedo pensar en mi pequeño pajarillo silvestre…

—Pero si tuviera un pequeño estropajo y pudiera fregar los platos más rápidamente, tendría más tiempo para estar en los establos con sus vacas… —sugirió Flora astutamente, recordando la conversación que habían mantenido a primera hora de la mañana, cuando bajó a desayunar.

Adam se detuvo. Aquello evidentemente había logrado sacudir sus cimientos. Asintió una o dos veces, sin volverse, como si estuviera pensando detenidamente en el asunto; y Flora, rápidamente, se apresuró a aprovechar su ventaja.

—De todos modos, da igual. Yo misma le compraré uno cuando baje a Beershorn mañana.

En aquel momento se oyó un leve golpecito en la puerta cerrada que daba al patio; un instante después se repitió. Adam corrió hacia la puerta, murmurando: «¡Mi pequeña mozuelilla, mi pequeña mozuelilla…!», y la abrió completamente.

La figura que estaba en el exterior, ataviada con un abrigo largo y verde, entró corriendo en la estancia y subió las escaleras. Pasó tan rápido que Flora apenas pudo vislumbrarla durante un instante.

—¿Quién era ésa…? —Preguntó, levantando las cejas, aunque estaba segura de que lo sabía.

—Mi ternerilla… Mi pequeñita Elfine —dijo Adam, volviendo a empuñar con desgana la rama de espino, que se había caído en el caldero de gachas secas que había junto a la chimenea.

—En fin, ¿siempre embiste de este modo? —preguntó Flora con frialdad; pensaba que su prima hacía gala de unos modales ciertamente deficientes.

—Pues sí. Es silvestre y tímida como un hada madrina de los bosques. Los días enteros se los pasa por ahí, lejos de casa, vagando por las colinas, con los pajarillos campestres y los pequeños conejos y las curiosas margaritas como única compañía. Sí, sí, y por las noches también… —Su rostro se ensombreció—. Sí, sí, también sale por la noche, y por ahí anda, lejos de aquellos que la quieren y que la acunaron en su regazo cuando tan sólo era una mocosilla. Me romperá el corazón en mil pedacitos cualquier día, vaya que sí.

—¿Va a la escuela? —preguntó Flora, mientras exploraba con una mueca de asco el interior de un armario en busca de un trapo para quitarse el polvo de los zapatos—. ¿Cuántos años tiene?

—Diecisiete. Qué va, aquí nunca se ha dicho nada de que mi mozuelilla tuviera que ir a la escuela. Mire lo que le digo, hija de Robert Poste, que antes llevará usted a la flor blanca del zarzal o a los narcisos amarillos a la escuela que a mi Elfine. Ella aprende de las nubes y de los carbonerillos de los pantanales, no de los libros.

—¡Qué lata! —observó Flora, que estaba empezando a sentirse cada vez más sola y enojada—. Bueno, ¿y dónde está todo el mundo esta mañana? Quiero ver a la señorita Judith antes de salir a dar un paseo.

—El señor Amos se ha bajado a ver el pozo que se ha hecho porque para mí que esa Polly, la de Sairy-Lucy, se ha caído dentro; el señorito Reuben se ha bajado a Nettle Flitch, a empujar el arado; el señorito Seth andará enredando con alguna moza por ahí por Howling; y la señorita Judith estará arriba, echando las cartas.

—Bueno, pues subiré y hablaré con ella… ¿A qué se refiere cuando dice que Seth «andará enredando»…? No, no me lo diga. Me lo puedo imaginar.[12] ¿A qué hora es el almuerzo?

—Los hombres vienen a comer a las doce. Nosotros lo hacemos una hora después.

—Entonces estaré aquí a la una. ¿Y quién se…? ¿Quién es…? Quiero decir… ¿quién cocina aquí?

—La señorita Judith, ella es la que hace la comida. ¡Ah!, ¿es que tenía miedo de que fuera yo quien cocinara, hija de Robert Poste? Su malvado corazón puede descansar tranquilo; no movería ni un dedo para prepararle ni una loncha de tocino a los Starkadder. ¡Yo cocino para los hombres de jornal, y eso es todo!

Flora tuvo la habilidad de disimular la precisa lectura de sus pensamientos y se alegró de subir corriendo las escaleras y evitar las miradas acusadoras del vaquerizo. Pero lo de la cocina fue un alivio. Al menos no se moriría de inanición durante su estancia en Cold Comfort.

No tenía ni idea de dónde podría encontrarse el dormitorio de Judith, pero inesperadamente dio con alguien que iba a guiarla hasta allí. Al llegar al rellano de las escaleras, vio que la muchacha espigada vestida con el abrigo verde que un rato antes había pasado como una exhalación por la cocina, se acercaba corriendo hacia ella por el pasillo, a toda velocidad. Pero al verla se detuvo como si hubiera recibido un disparo, y se quedó quieta e indecisa. Parecía que fuera a salir huyendo. «Vaya. Está haciendo la escenita del pajarito sorprendido», pensó Flora, dedicándole una agradable sonrisa; o, más bien, sonriendo a la capucha que ocultaba parcialmente el rostro de su prima.

—¿Qué quieres? —susurró Elfine con voz gélida.

—Busco la habitación de la prima Judith —contestó Flora—. ¿Tendrías la bondad de mostrarme el camino? Es fácil perderse en una casona tan grande cuando todo es tan extraño para una.

Un par de enormes ojos azules la miraron fijamente por debajo de aquella capucha verde tejida a mano. Flora la observó con detenimiento y descubrió que la muchacha tenía unos ojos preciosos, aunque la capucha era de un verde espantoso.

—Perdona que te lo diga así —le sugirió persuasivamente—, pero quizás estarías mejor vestida de azul. Ciertos tonos de verde están bien, desde luego, pero los verdes apagados son muy.… aburridos; siempre he pensado eso. Yo en tu lugar, me pondría algo azul… algo que estuviera bien hecho, por supuesto; una cosa muy sencillita… Pero, sin lugar a dudas, algo azul. Pruébalo y verás.

Elfine hizo un movimiento brusco, como si fuera un muchacho, y con tono displicente le dijo:

—Por aquí.

Caminó por el pasillo a grandes y sinuosas zancadas, mientras se echaba hacia atrás la capucha, de modo que Flora pudo ver aquella melena suya sin cepillar; podría haber tenido un hermoso color dorado si se la hubiera cuidado adecuadamente. A Flora todo aquello le parecía realmente lamentable.

—Aquí —dijo Elfine con voz entrecortada, deteniéndose delante de una puerta cerrada.

Flora se lo agradeció mucho y Elfine, después de otra larga mirada escudriñadora, se alejó.

«Me tendré que ocupar de esta niña inmediatamente», pensó Flora. «Otro año más y ya no se podrá hacer nada con ella; aunque logre huir de este lugar, sólo alcanzará a regentar un salón de té en Brighton, y será una de ésas que se pasean de acá para allá con abalorios en la cintura y en los tobillos». Y dejó escapar un leve suspiro ante la pesada tarea que tenía por delante; luego dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio de Judith y, tras escuchar entre murmullos un «Adelante», entró.

Unas doscientas fotografías de Seth, que abarcaban desde que tenía seis semanas hasta los veinticuatro años, decoraban las paredes del dormitorio de Judith. Estaba sentada junto a la ventana, ataviada con una desastrada bata roja y con un sucio mazo de cartas en la mesa, delante de ella. La cama no estaba hecha. El pelo le caía por la cara, como si fuera un nido de serpientes negras y muertas.

—Buenos días —dijo Flora—. Siento mucho interrumpirte si estás ocupada escribiendo cartas; sólo quería saber si te gustaría que yo me entretuviera y me ocupara de mis cosas, o si prefieres que venga aquí todas las mañanas y te lo consulte. Personalmente, creo que es mucho más sencillo que un invitado deambule por ahí a su aire, y encuentre sus propios modos de pasar el rato. Estoy segura de que estarás ocupadísima para tener que molestarte cuidando de mí.

Judith, después de obsequiar a su joven prima con una larga mirada escrutadora, lanzó hacia atrás la cabeza con todas sus serpientes negras. El ácido ambiente se rasgó con la violenta estridencia de su risa.

—¡Ja, ja, ja…! ¡Ocupada…! Ocupada tejiendo mi propia mortaja, más bien. Nada, nada… Puedes hacer lo que te plazca, hija de Robert Poste, siempre que no vengas a molestarme cuando estoy sola. Dame tiempo y expiaré el mal que mi hombre le hizo a tu padre. Danos… danos a todos… tiempo… —Las palabras surgían lentamente y, de modo casi involuntario—. Y así todos nosotros expiaremos nuestros pecados…

—Supongo —sugirió Flora educadamente— que no te importará decirme qué fue lo que ocurrió… Me parece que eso haría las cosas más fáciles…

Judith apartó violentamente de sí aquellas palabras con un rápido movimiento de la mano, del mismo modo que un ciego intenta espantar a una bestia amenazante.

—¿No te he dicho ya que mis labios están sellados?

—Bueno, como quieras. Desde luego, prima Judith. Y hay otra cosa…

Entonces, Flora, tan delicadamente como pudo, le preguntó a su prima cuándo y cómo debería pagar su primer plazo de cien libras anuales que Flora había anticipado que entregaría a los Starkadder por su manutención y alojamiento.

—Guárdatelo, guárdatelo… —dijo Judith violentamente—. No tocaremos jamás ni medio penique del dinero de Robert Poste. Mientras estés aquí, serás la invitada de Cold Comfort. Cada miaja que comas se pagará con nuestro sudor. ¡Así es como tiene que ser, viendo cómo están las cosas!

Flora agradeció interiormente a su prima aquella muestra de generosidad, pero también interiormente decidió que, tan pronto como le fuera posible, intentaría conocer a la tía Ada Doom y descubriría si la vieja dama aprobaba aquel acuerdo tan liberal. Flora estaba completamente segura de que no lo aprobaría; y también estaba un tanto irritada con los comentarios de Judith. Porque si iba a vivir en Cold Comfort en calidad de invitada, sería una impertinencia imperdonable que se dedicara a inmiscuirse en la vida de la familia; si se pagaba la estancia, en cambio, podría inmiscuirse todo lo que le placiera. Había asistido a situaciones semejantes en casas en las que también había parientes pobres e invitados de pago.

Pero éste era un punto que se podría debatir en cualquier otro momento; en aquel preciso instante había algo más importante sobre lo que discutir.

—Por cierto —dijo—, me encanta mi habitación, pero… ¿crees que podría conseguir que me lavaran las cortinas? Me dio la impresión de que eran rojas. Y me gustaría estar segura.

Judith, entre tanto, se había sumido en sus propias ensoñaciones.

—¿Cortinas? —preguntó con aire distraído, elevando su aterradora cabeza—. Niña, querida niña… Hace muchos años que esas menudencias no logran romper la tela de araña de mi soledad.

—Ya, estoy segura; pero ¿crees que podría conseguir que me las lavaran… de todos modos? Podría hacerlo Adam…

—¿Adam? Tiene los brazos flojos, no tiene la fuerza suficiente. Meriam, la moza de servir, podría hacerlo, pero…

Clavó la mirada de nuevo en el hueco de la ventana; al otro lado de las contraventanas comenzaba a caer una fina lluvia.

Flora, que estaba deseando entender de una vez qué era lo que pasaba en aquella casa, también miró. Judith observaba la pequeña choza que se levantaba en el extremo más lejano de Nettie Flitch Field, y que casi lindaba con el pequeño badén que bordeaba las tierras. Desde aquella choza llegaban, nítidos y espeluznantes, los gritos de dolor de una mujer.

Flora miró a su prima inquisitivamente, con las cejas arqueadas. Judith asintió, bajando los párpados mientras una lenta oleada de sangre escarlata teñía su pecho y sus mejillas.

—Es la moza de servir, que ya está de parto… —susurró.

—¿Qué…? ¿Sin doctor ni nada…? —preguntó Flora aterrorizada—. ¿No sería mejor que mandáramos a Adam que bajara a Howling a buscar a alguien? Quiero decir que.… en esa choza tan triste y en esas circunstancias…

De nuevo Judith adoptó aquel gesto ciego y violento con el que parecía querer levantar un invisible muro de negación entre ella y el mundo de los seres vivos. Su rostro había adquirido un matiz grisáceo.

—Déjala en paz.… A los animales como Meriam es mejor dejarlos solos en estas ocasiones… No es la primera vez.

—Es una lástima… —dijo Flora piadosamente.

—Es la cuarta vez —susurró Judith con voz entrecortada—. Todos los años, en mitad del verano, cuando florece la parravirgen y las ramas cuelgan repletas de vainas… siempre es igual. ¡Es la llamada de la Naturaleza, y nosotras, las mujeres, no podemos escapar a ella![13]

(«¿Ah, no?», pensó Flora, con sentido del humor. Pero, en realidad, todo lo que hizo fue emitir esos pequeños chasquidos de desaprobación que solía hacer con la lengua cuando consideraba que la ocasión lo requería).

—Muy bien. De todos modos ya da igual —dijo con firmeza.

—Da igual… ¿qué? —preguntó Judith, después de un largo silencio.

Judith había caído en una especie de trance meditativo. Tenía la cara de color gris.

—Me refería a las cortinas. No puede lavarlas si acaba de tener un crío, ¿no?

—Estará en pie mañana otra vez. Estas zorras son como los animales del monte —dijo Judith con voz indiferente.

Parecía encorvada bajo el intolerable peso de una pena que la había dejado demasiado exhausta como para mostrarse enfadada; pero, mientras hablaba, un destello de satisfacción brilló en sus ojos entornados. Desvió rápidamente la mirada y buscó una fotografía de Seth que permanecía sobre la mesa. Éste aparecía en el centro del campo del Beershorn Wanderers Football Club. Sus jóvenes miembros, muestras evidentes de su temible orgullo masculino, parecían desdeñar la cobertura que le proporcionaban aquellos pequeños pantalones cortos y la camiseta a rayas. Podría haber estado perfectamente desnudo, como su potente y musculado cuello, que se elevaba, redondo y orgulloso como el órgano masculino de una flor, desde los cordones de su camiseta.

«Está un poco gordo, pero es realmente guapo», pensó Flora, siguiendo la mirada de Judith. «Supongo que ya no juega al fútbol… Probablemente ahora se dedica a enredar».

—Sí, sí… —susurró repentinamente Judith—, míralo… La vergüenza de la casa. ¡Maldito sea el día que lo traje al mundo y la leche que le di, y maldita sea esa lengua zalamera con que Dios le obsequió para hacer desgraciadas a todas las mujeres débiles!

Se levantó y miró a lo lejos, a través de la liviana lluvia.

Los gritos procedentes de la pequeña cabaña habían cesado. Un silencio exhausto, rebosante con la emocionada debilidad que sucede a un portentoso esfuerzo, flotó por encima del aire estancado del patio, como una miasma. Toda la superficie circundante de la campiña —las colinas amontonadas de los Downs, perdidas en la lluvia; los campos húmedos hendidos por repentinos colmillos pétreos; los zarzales sin hojas zarandeados a un lado y a otro por los eternos zarpazos del viento; las exuberantes y feraces extensiones de praderío a través de las cuales el mortecino río serpenteaba— parecía recogerse íntimamente sobre sí misma. Aquella mudez profería: «¡Rendición, rendición!». No hay respuesta a esa exclamación; sólo los cuerpos que regresan exhaustos, hora tras hora, minuto tras minuto, al primitivo fango que todo lo acoge y todo lo olvida.

—Bueno, prima Judith, si tú crees que la sirvienta estará dispuesta otra vez en unos días, quizás podría ir a verla esta misma mañana a su chamizo y acordar lo de las cortinas —dijo Flora, disponiéndose a marchar. Judith no le contestó al principio.

—La cuarta vez —susurró finalmente—. ¡Cuatro ha tenido! Hijos del amor… ¡Bah…! Los animales no aman… Y en cuanto a él…

Entonces Flora se dio cuenta de que no era muy probable que la conversación diera un vuelco, de manera que resultase provechosa para ella, así que se fue de allí rápidamente.

«Así que todos los críos son de Seth…», pensó, mientras se ponía el impermeable en su habitación. «De verdad, qué lástima… Supongo que en cualquier otra granja uno diría que ese muchacho constituye un mal ejemplo, pero, desde luego, eso no se puede aplicar a este lugar. Creo que tendré que mirar a ver qué puedo hacer con Seth…».

Abandonó la casona y caminó por el barro y la paja rancia que alfombraban el patio sin encontrarse con nadie. Hasta que, más allá de las sombras, se topó con alguien que, a juzgar por el trabajo que estaba llevando a cabo, no podía ser otro que el mismísimo Reuben en persona. Estaba recogiendo febrilmente las plumas que se les habían caído a los pollos que andaban deambulando por el patio. Comparaba cuidadosamente su número con los canutos que quedaban vacíos en la piel de los animales; Flora imaginó que aquello debía de ser una especie de medida de precaución, para impedir que Mark Dolour pudiera llevarse las plumas para su hija Nancy.

Reuben (si es que era él, realmente) estaba tan absorto en su tarea que ni siquiera vio a Flora.