6

Flora se acercó a la cabaña con cierta inquietud. Su experiencia práctica en partos era nula, puesto que, entre sus amigas, las que se habían casado aún no habían tenido hijos, y las otras eran aún demasiado jóvenes y sólo pensaban en el matrimonio como un período vital infinitamente lejano.

Sin embargo, la hija de Robert Poste tenía un vívido conocimiento de los embarazos y los partos rurales gracias a la lectura de las obras de algunas novelistas, especialmente de aquéllas que nunca se habían casado. Las descripciones de lo que probablemente les habría acontecido a sus hermanas casadas, y menos afortunadas, solían ocupar cuatro o cinco páginas de letra abigarrada, o bien ocho o nueve páginas en interlineado doble con siete palabras por renglón y abundantes puntos suspensivos.

Otros partos literarios se solventaban con un estudiado desinterés, con una sangfroid del estilo: Ay-cómo-lo-siento-querido-pero-acabo-de-tener-un-niño-¿qué-te-apetece-para-cenar?, lo cual a Flora le parecía, por extraño que suene, igual de aterrador.

En algunas ocasiones se preguntaba si aquella fórmula pasada de moda según la cual se describía el asunto con la lacónica frase «Guardar cama por un precioso bebé» no sería, aunque sin duda un tanto evasivo, el mejor modo de explicar todo aquello tan sangriento.

Había un tercer tipo de novelista femenina, la que combinaba de modo admirable literatura y maternidad: escribían una primera novela, buena y seria, cuando tenían veintiséis años; entonces se casaban y tenían un bebé y, cuando terminaba el embarazo, escribían artículos periodísticos del tipo «“Cómo criaré a mi hija”, de la señorita Gwenyth Bludgeon, la brillantísima y joven novelista, que ha dado a luz una niña esta misma mañana. La señorita Bludgeon es, en su vida privada, la señora Neil McIntish».

Algunas amigas de Flora se habían mostrado extraordinariamente molestas, por no decir abiertamente asqueadas, ante aquellas pormenorizadas descripciones de los partos; y luego se habían sentido impelidas a ir corriendo al Zoo y sobornar a los guardias para asegurarse de que al menos las leonas pudieran celebrar el Día Más Grande de la Vida de una Mujer en una intimidad decente. Resultaba reconfortante, también, observar que las leonas traían al mundo a sus gordezuelos cachorros a plena luz del día. Al menos, las leonas no escribían artículos para la prensa contando cómo pensaban educar a sus crías.

Flora también había aprendido el triste arte de «oler» los libros sin necesidad de leerlos y ahora, cada vez que su perspicaz mirada descubría una frase en la que aparecían expresiones como «avanzado estado de gravidez», «sudores», «gritos» o «doseles», simplemente devolvía el libro a la estantería y renunciaba directamente a su lectura.

Estaba absorta en estos asuntos cuando la despertó de su ensimismamiento una voz:

—¿Quién anda ahí? —le gritaron desde el otro lado cuando llamó a la puerta del chamizo.

—Soy la señorita Poste, de la granja —contestó muy formalmente—. ¿Puedo entrar?

Se produjo un silencio; un silencio de sorpresa, o así lo entendió Flora. Al final, la voz exclamó en tono desconfiado:

—¿Para qué me quiere usted a mí?

Flora suspiró. Era curioso que las personas que vivían lo que los novelistas llamaban «una rica experiencia emocional» siempre acababan resultando ser un poco cortas de entendederas. Las acciones más comunes, para ese tipo de personas, se enredaban en complicadas redes de aprensión y desconfianza. Flora se preparó para desarrollar una larga declaración explicativa… Pero, de repente, cambió de idea. ¿Por qué tenía que dar explicaciones de nada? Y, en realidad, ¿había algo que explicar?

Empujó la puerta, que estaba abierta, y entró.

Para alivio suyo, no había ni «sudores» ni «gritos» ni «doseles». Sólo había una joven —imaginó que sería Meriam, la moza de servir— sentada junto a una estufa de aceite y leyendo algo que Flora de inmediato identificó como el Libro de los Sueños de Madame Olga.[14] Experimentó una agradable sensación de calidez. No pudo descubrir ningún bebé en la cabaña, a pesar de que miró por todas partes un tanto confusa. Pero también estaba lo suficientemente aliviada como para andar preguntándose cuál podría ser la explicación para semejante enigma.

La moza de servir a jornal (que tenía, desde luego, un aspecto más bien huraño y como de fruta marchita) se había quedado mirándola fijamente.

—Buenos días —comenzó Flora con tono amable—. ¿Se encuentra usted mejor? La señora Starkadder cree que usted se encontrará repuesta en un día o dos, así que si se encuentra lo suficientemente bien entonces, me gustaría que lavara las cortinas de mi dormitorio. ¿Cuándo podrá usted subir a la granja y ocuparse de esa labor?

La moza de servir se acurrucó junto a la estufa de aceite, y miró a Flora con un gesto que a la hija de Robert Poste le recordó, benévolamente, a los movimientos de una bestezuela dolorida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y cansada.

—¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Para burlarse de mí y sacarme los colores…? ¿Ha sido por la indisposición que tuve ayer?

Flora la observó detenidamente, durante unos instantes.

—¿Ayer? Creí que había sido hoy.… Tal vez.… bueno… ¿Oí mal, quizás…? Quiero decir que.… ¿No estaba gritando usted… hace unos diez minutos? La señora Starkadder y yo lo hemos oído todo.

La promesa de una sonrisa esquiva, más bien como una ciruela roja en sazón, se esbozó en los sensuales labios de la moza de servir.

—Ah, sí. Estuve llorando un poco. Porque me estaba acordando de lo de ayer. La señora Starkadder no andaba en la cocina cuando me llegó la hora. ¿Qué va a saber esa mujer de lo que me pasaba y de cuándo me iba a pasar? Ni se me ha ocurrido decírselo mientras lo echaba al mundo. La cosa no es tan mala como la gente cree. Es lo que dice mi madre, que es porque tengo buen ánimo y llego bien comida al parto.

Flora se quedó agradablemente sorprendida al escuchar aquello, y durante un instante se preguntó si las novelistas no se habrían documentado mal en lo que a los partos se refería. Pero no; recordó que esas escritoras habitualmente dejaban un resquicio literario para los partos sin dolor, mediante la oportuna creación de una mujer primitiva, una criatura tan terrenal como una fierecilla silvestre, más bien destinada al estudio y la investigación: esta criatura silvestre nunca tenía el menor inconveniente en sacar adelante sus alumbramientos, y siempre los llevaba a buen término, como si dijéramos, a su aire. Evidentemente, Meriam pertenecía a la categoría de esas criaturas feraces de las que hablaban los libros.

—Muy bien —dijo Flora—. Me alegro enormemente de saberlo. Así que, ¿cuándo podrá ocuparse de mis cortinas? ¿Pasado mañana?

—Yo no le he dicho a usted en ningún momento que fuera a lavarle las cortinas. No tengo yo poca tarea ni nada, con los tres muchachos que tengo que alimentar, y con mi madre cuidando del cuarto… Además, quién sabe lo que me ocurrirá cuando florezca la parravirgen en los montes otra vez y vuelva a encontrarme tan rara… en esas largas noches de verano…

—No le ocurrirá nada. Bastará con que utilice su inteligencia para que no le pase nada —replicó Flora con firmeza—. Y si puedo sentarme en este taburete… gracias, no, utilizaré mi pañuelo como cojín… Le diré cómo puede tener la certeza de que nada le ocurrirá. No tendrá que preocuparse por la parravirgen en absoluto… Además, ¿qué demonios pinta la parravirgen en todo esto…? Escúcheme.

Y cuidadosamente, en detalle, con frases sencillas, Flora le explicó a Meriam exactamente cómo prevenir en el sistema reproductivo femenino los desastrosos efectos de la abundancia de los perfumes de parravirgen en las noches de verano demasiado largas.

Meriam escuchaba atentamente, abriendo los ojos cada vez más.

—¡Eso es de una maldad tremenda! ¡Eso es ir en contra de la mismísima Naturaleza! —exclamó temerosamente cuando Flora finalizó.

—¡Bobadas! —dijo Flora—. La Naturaleza está muy bien donde está, pero no se le debe permitir que haga las cosas mal. Y ahora, recuerde, Meriam: se acabó la parravirgen y las noches de verano. Tiene que tomar precauciones. Y respecto a sus críos, si me lava las cortinas, le pagaré y eso le servirá para que pueda comprarles todo lo que quiera, para que coman.

Meriam pareció poco convencida ante la idea de tener que ignorar la tentadora llamada de la parravirgen, pero consintió en lavar las dichosas cortinas al día siguiente, para gran satisfacción de Flora.

Mientras Flora formalizaba los detalles finales del encargo, su mirada vagaba por toda la cabaña. La construcción era de la variedad conocida popularmente como «miserable», pero resultaba evidente para la experta mirada de Flora que, a pesar de su apariencia, alguien había estado intentando adecentarla. Estaba segura, no obstante, de que aquel animalillo silvestre jamás había sabido en qué consistía ese proceso y se preguntó quién habría hecho aquel trabajo.

Mientras se volvía a poner los guantes, se escucharon unos golpecitos en la puerta.

—Es mi madre —dijo Meriam, y gritó—: ¡Pasa, madre…!

Entonces se abrió la puerta y en el quicio, escudriñando a Flora de arriba abajo con unos vivos ojillos negros, apareció una mujer escondida bajo un desastrado chal negro, con un sombrero prendido erráticamente en un moño de pelo que le coronaba la cabeza.

—Buenos días, señorita. Un día asqueroso hace. —Y tras desprenderse del chal cerró un gran paraguas que traía.

Flora se sorprendió al ver que alguien oriundo de Sussex se dirigía a ella de un modo tan respetuoso y normal; tanto, que casi se olvidó de responder, pero la costumbre es implacable, y la joven se recobró con la suficiente rapidez como para admitir con una sonrisa que, efectivamente, hacía un día de lo más asqueroso.

—De arriba viene, de la granja —dijo Meriam—. Que quiere que le lave las cortinas de la alcoba… Y teniendo en cuenta cómo estoy yo, que hace sólo un día.…

—¿Que viene quién? ¿El gato? —le espetó la mujer del chal—. A ver si hablas con propiedad a esta joven dama. Perdónela, señorita; es más de la parte de su padre. ¡Ah, maldito el día en que me lié con Agony Beetle y abandoné Sydenham para venir a Sussex! (Toda mi gente vive en Sydenham, señorita, pero de todo esto que le cuento hace ya cuarenta años). Lavar las cortinas… En fin, jamás pensé que viviría para oír que nadie en Cold Comfort necesitara que se lavara nada. ¡Podrían comenzar con Adam, o como demonios se llame ese viejo, y casi sería de agradecer, por cierto! Bueno, la chica se las lavará, señorita, no se apure. Mañana por la tarde las iré a recoger yo misma, y yo misma se las subiré después.

Flora contestó que eso sería magnífico, y dice mucho del carácter opresivo del ambiente de Cold Comfort el hecho de que se sintiera casi emocionada cuando se dirigió a una persona que parecía poseer algunos de los atributos de un ser humano normal, y que parecía comprender (aunque fuera someramente) que las cortinas debían lavarse alguna vez y que, en términos generales, el mundo debía ser adecentado antes de que una pudiera incluso pensar en disfrutarlo.

Flora se preguntó si debería mostrar algún interés por el bienestar del bebé recién nacido, y había acabado de decidir que aquello podría considerarse un poco impertinente cuando la señora Beetle le preguntó a su hija:

—Bueno, ¿qué? ¿No me vas a preguntar cómo está?

—Ya lo sé. No tengo nada que preguntar. Saldrá adelante. Todos salen adelante —fue la hosca respuesta de la hija.

—Bueno, no hace falta que hables como si estuvieras deseando que no estuvieran bien —dijo la mujer del chal, con voz agria—. El Señor sabe que no los queríamos, pobres criaturas inocentes, eso son; pero ya que están aquí, tendremos que hacer lo que podamos para que salgan adelante. Ya me ocuparé yo, ya. A mí bien me vendrán. Así que pasen otros cuatro años ya podré emplearlos en alguna cosa.

—¿En qué va usted a…? —preguntó Flora, deteniéndose en la puerta. ¿Estaba a punto de descubrir un defecto en el carácter de la mujer del chal, que hasta entonces había sido digno de encomio?

—Oh, los estoy llevando a aprender para que entren en una de esas orquestas de jazz —contestó la señora Beetle de inmediato—. He leído en News of People que lo menos ganan seis libras por noche tocando como en América, en los clubes nocturnos. Bueno, se me ocurrió la idea, y me dije yo a mí misma: pues aquí, delante de mis narices, tengo yo con estos críos prácticamente una orquesta de jazz bien apañada, como si dijéramos; y ahora con el nuevo, pues mucho mejor, ya tengo cuatro. Los tengo a todos a mi cargo, y bien juntitos, así que les puedo ir echando un ojo mientras aprenden a tocar. Por eso los estoy cebando bien, con mucha leche, y ya me ocupo yo de que se marchen pronto a la cama. Tienen que estar fuertes, porque han de estar tocando en los clubes nocturnos hasta la hora en que las vacas vuelven a casa.

Flora se quedó bastante sorprendida, pero le pareció que, aunque el plan de la señora Beetle podía ser en cierto modo cruel, al menos se trataba de un plan organizado, lo cual era más de lo que podría decirse de la vida que pudiera llevar cualquiera de aquellos músicos en ciernes si se dejaba su educación en manos de su madre o (y ésta era incluso una hipótesis más sombría) en manos del abuelo Agony Beetle.

Así pues, la joven salió de la choza, tras despedirse amablemente de Meriam y de su madre, y sugerir que volvería más adelante para ver al recién nacido.

Después de que Flora se hubiera marchado, la cabaña se sumió en una oscura tristeza cargada de languidez, animada tan sólo por la bulliciosa actividad que desplegaba la señora Beetle, la cual parecía reunir en uno todos los débiles deseos a medio formular que vibraban en los espíritus de ambas mujeres.

Meriam se acurrucó en su taburete, con la embrutecida silueta de su cuerpo perfilándose como una excrecencia natural que hubiera o hubiese brotado de la labor que se llevaba a cabo en los campos interminablemente infinitos. Con torpes susurros y palabras bastas, comenzó la desdichada mujer a decirle a su madre lo que Flora le había aconsejado que hiciera. Su voz ora se elevaba… ora se hundía… ora se elevaba… ora se hundía…, y las guturales sílabas de Meriam quedaban subrayadas con el frufrú de la escoba que empuñaba su señora madre. En ese momento, la señora Beetle se apresuró a abrir la ventana, farfullando que el chamizo estaba hecho un desastre y que allí se asfixiaría cualquiera. Pero, salvo por esa interrupción, la voz de Meriam continuó zumbando monótonamente, como si fuera la mismísima voz de la tierra.

—Bueno, bueno; no tienes que andar bis-bis-bisbiseando como si estuvieras hablando con alguien en la vicaría —protestó la señora Beetle cuando concluyeron las confidencias—. Todo eso no me coge de nuevas, aunque no estoy yo muy segura de cómo se hace ni de cuánto cuestan… De todos modos, ya lo sabemos; y todo gracias a la señorita Metomentodo de la Colina. Y te diré que a lo mejor un poco ligerilla sí va a ser, y un poco cabra loca también, viniendo y plantándose aquí más fresca que una lechuga y empezando a hablarte de semejantes cosas. Aun así, parece talmente como si fuera de las que se lavan de vez en cuando, y no va hecha un adefesio, como la mayoría de las de hoy en día. ¡Que sepas que no estoy de acuerdo con lo que te ha dicho! ¡Eso no está nada bien!

—Ya lo sé —confirmó su hija, con gesto cansino—. Es una maldad. Es ir en contra de la Naturaleza.

—Eso es.

Se produjo entonces una pausa, durante la cual la señora Beetle permaneció con la escoba en el aire, mirando firmemente la estufa de aceite.

—De todos modos, a lo mejor vale la pena intentarlo.