8

A lo largo de la semana siguiente a Flora le resultó un tanto difícil dar con su primo Amos, al tiempo que nadie movió ni un dedo con la intención de presentarle a la tía Ada Doom. Cada mañana, a las nueve en punto, Flora veía subir las escaleras de la casa a la señora Beetle, tambaleándose, con una bandeja cargada de salchichas, mermelada, gachas, un arenque ahumado, una buena tetera negra con té fuerte, y un bulto que Flora malévolamente identificó como media hogaza de pan; pero una vez que la señora Beetle entraba en la habitación de la tía Ada, la puerta se cerraba a cal y canto. Y cuando la señora Beetle salía, nunca se mostraba especialmente comunicativa. En cierta ocasión la señora Beetle descubrió a Flora mientras ésta observaba la bandeja vacía que ya se encontraba en el exterior de la habitación de la señora Starkadder:
—Sí… Parece que no tenemos mucho apetito esta mañana, se podría decir. Sólo hemos tomado dos platos de gachas, dos huevos pasados por agua, el arenque ahumado de turno, y la mitad de un bote de mermelada que Adam robó en el economato de la vicaría el verano pasado. De todos modos, todavía queda sitio, Dios lo sabe, y parece que aún gozamos de buena salud.
—Todavía no me han presentado a mi tía —dijo Flora.
La señora Beetle replicó sombríamente que Flora no se estaba perdiendo nada y no intercambiaron ni una sola palabra más al respecto. Flora no era del tipo de personas que andan por ahí intentando sonsacar a los criados.
Y aunque lo hubiera sido, le resultaba evidente que la señora Beetle no era del tipo de personas que andan ventilando secretos ajenos. Flora comprendió que no podía desaprobar del todo la actitud de la vieja señora Starkadder. Al parecer se le había oído decir por ahí que al menos quedaba un Starkadder con cabeza en Cold Comfort, a pesar de que hubiera visto «algo sucio en la leñera cuando tenía dos años». Flora no tenía ni idea de lo que podía significar aquella última frase. Tal vez ése era el modo que tenían en la zona para decir que alguien se estaba volviendo loco.
En cualquier caso, Flora no podía exigir ver a su tía si su tía no quería verla; y seguramente si la anciana hubiera querido, habría ordenado que llevaran a Flora ante su Presencia. Quizá la vieja señora Starkadder sabía que Flora estaba decidida a adecentar la granja y pretendía adoptar una política de resistencia pasiva. Y, en ese caso, tarde o temprano debería intentarse un asalto directo al fuerte enemigo. Pero aquello podía esperar.
Mientras tanto, se ocuparía de Amos.
Flora supo por la boca de Adam que Amos predicaba dos veces a la semana en la Iglesia de la Hermandad de los Benditos Estremecimientos, una secta religiosa que tenía su cuartel general en el propio pueblo de Beershorn. Se le ocurrió a Flora que podía pedirle que le permitiera acompañarle una tarde y de ese modo comenzar a «trabajar» con él durante el largo trayecto hasta la población.
En consecuencia, cuando llegó el jueves por la noche —ya era su segunda semana en la granja—, Flora se acercó a su primo en el preciso instante en que éste entraba en la cocina. (Amos nunca cenaba, ya que consideraba esa comida un melindre innecesario). Flora se dirigió a él con decisión.
—¿Vas a bajar a Beershorn a predicar a la Hermandad esta noche?
Amos la miró, como si la estuviera viendo por primera, o quizá por segunda vez. Su formidable figura, áspera como un zarzal retorcido por las ventoleras, se recortaba oscura contra el resplandor débil y tibio del sol invernal a la atardecida, un sol que latía como un limón cetrino en el abismo occidental de Mockuncle Hill, y adentraba sus rayos pálidos y oblicuos en la cocina a través del vano de la puerta abierta. El aire quebradizo, en el que las cúpulas arbóreas sin hojas se perfilaban como senescentes esqueletos, parecía arremolinarse por los luminiscentes e invisibles fantasmas de un millón de veranos muertos. El frío golpeaba en oleadas cristalinas contra los párpados de cualquiera que tuviera la ocurrencia de aventurarse a la intemperie. En el cielo, algunas nubes calcáreas se ondulaban indecisas en la pálida cúpula etérea que se curvaba sobre las laderas de los Downs como un vastísimo pot-de-chambre invertido. Acurrucados en la hondonada, como una bestia exhausta, los techos escarchados de Howling, quebradizos y purpúreos como las hojas del brócoli, parecían animales agazapados a punto de abalanzarse sobre su presa…
—Pues sí —dijo Amos por fin. Iba embutido en fustán negro y aquella indumentaria conseguía que sus piernas y sus brazos parecieran auténticas cañerías, y llevaba también un pequeño sombrero de fieltro duro. Flora imaginó que, viéndolo, alguna gente podría decir que Amos caminaba sobre el infierno llameante y humeante de su propio tormento religioso. En cualquier caso, era un viejo bruto.
—Arderán todos en el infierno —añadió Amos con voz rotunda—, y desde luego yo tengo que decírselo a la gente tal como es.
—Bueno, ¿y puedo ir contigo?
No pareció sorprenderse. En realidad, Flora pudo captar en su mirada un brillo de triunfo, como si hubiera estado esperando desde mucho tiempo atrás que la joven comprendiera el error en que incurría con su modo de vida y acudiera a él y a su Hermandad en busca de consuelo espiritual.
—Sí, claro… puedes venir… Pobre pecadora miserable, que te arrastras por el fango. A lo mejor piensas que vas a lograr escapar del fuego del infierno si vienes conmigo, y te humillas y te estremeces ante el poder de Dios. ¡Pues ya te digo yo que no! Ya es demasiado tarde. ¡Arderás en el infierno con todos los demás! Sólo tendrás tiempo para confesar los pecados que has cometido, pero no habrá tiempo para nada más.
—¿Y tengo que confesarlos en voz alta? —preguntó Flora, con cierta inquietud. Recordó que en otros lugares tenían costumbres parecidas en lo que se refería a ese asunto; se lo había oído decir a sus amigos, que se habían educado en ese gran centro de la vida religiosa, Oxford.
—Sí, pero hoy no. ¡No! Ya hay demasiados que tienen que confesar sus pecados en voz alta esta noche; el Señor no tendrá tiempo para atender a una nueva oveja como tú. Tal vez el espíritu no pueda descender hoy sobre ti.
Flora estaba bastante segura de que el espíritu no descendería sobre ella; así que subió las escaleras para ponerse el sombrero y el abrigo.
Se preguntaba cómo sería realmente aquella Hermandad. En las novelas, todos los personajes que volvían su mirada hacia la religión a fin de conseguir una existencia y una emoción que la vida cotidiana no les proporcionaba parecían más bien amargados y frustrados. Probablemente, los miembros de la Hermandad también constituirían un hatajo de amargados y frustrados… Aunque no era menos cierto que la vida tal y como ella la conocía resultaba significativamente distinta de la vida tal y como la describían los novelistas.
El patio estaba como pintado con llamativas franjas de luz dorada y gigantescas sombras, por culpa de los rayos del nuevo farol espantagatos. (Se utilizaba principalmente para vigilar el gallinero por la noche y comprobar que no había gatos silvestres que anduvieran detrás de las gallinas: de ahí el nombre).
Víbora, el descomunal percherón, ya estaba dispuesto con todos los arreos para el viaje; y Adam, al que habían hecho venir desde las vaquerizas para que unciera al animal entre los ejes del carro, andaba balanceando las riendas en el aire mientras las sujetaba.
El enorme animal, de diecinueve palmos de altura, sacudió la cabeza con mala idea, y el débil cuerpo de Adam salió trastabillado hacia la oscuridad, más allá del círculo de grava que iluminaba el farol espantagatos, y se perdió de vista.
Más adelante volvió a aparecer, como una polilla gris y tullida que revolotea en la luz, mientras Víbora agachaba la cabeza para resoplar sobre la paja revenida que pisaban sus cascos.
—Sube —le indicó Amos a Flora.
—¿Hay manta de viaje? —preguntó, tratando de ser amable.
—Pues no. Los pecados que arden en tus tuétanos te mantendrán caliente.
Pero Flora tenía una opinión distinta, y corrió rápidamente hacia la cocina y volvió con su abrigo de piel, en el forro del cual había estado remendando una pequeña rasgadura.
Adam sacudió la cabeza cuando la hija de Robert Poste puso el pie en el estribo del carro, resoplando de cansancio como un pardalillo muy viejo. Tenía los ojos cerrados. Su cara gris estaba crispada, como si fuera la máscara exaltada de un mártir.
—No lo molestes con las riendas, Adam —apremió Flora con alguna inquietud—. Va a acabar haciéndote daño.
—Qué va… Esto es para acostumbrar a este Víbora nuestro… —dijo Adam lánguidamente. Entonces Amos le arreó a Víbora en las ancas y el animal sacudió la cabeza como si le hubieran pegado un tiro. Del golpe que recibió, Adam salió volando fuera del círculo de luz hacia las más profundas oscuridades, y ya no se le volvió a ver.
—¡Ya está…! ¿No te lo dije? —exclamó Flora con un aire de reproche.
—Bah, deja que se dé un revolcón ese viejo loco —murmuró Amos. Arreó al caballo de nuevo y la calesilla echó a andar.
Flora disfrutó mucho del trayecto hasta Beershorn. El abrigo la mantenía agradablemente caliente y el viento helado que hería sus mejillas resultaba muy estimulante. No podía ver nada excepto el camino embarrado justamente bajo el farol asustagatos que iba balanceándose y los amplios perfiles de las colinas recortados contra el cielo sin estrellas de los Downs. Pero los matorrales a punto de florecer rezumaban un frescor perfumado, y había en el aire como un presentimiento de la incipiente primavera.
Amos iba callado. En realidad, ninguno de los Starkadder tenía mucha conversación; y a Flora le parecía que esto resultaba especialmente molesto durante las comidas. Las comidas en la granja transcurrían en silencio. Si alguien decía algo, cualquier cosa, durante los indigestos veinte minutos que duraban los almuerzos o las cenas, era para plantear alguna cuestión desagradable, la cual, si merecía alguna respuesta, acababa siempre en una discusión violenta. Por ejemplo: «¿Por qué (e inclúyase aquí el nombre de cualquier miembro de la familia que no estuviera en la mesa) no ha venido a comer?», o «¿Por qué no se ha repasado el seto con la podadera?». En términos generales, Flora casi prefería que se quedaran callados, aunque con frecuencia tuviera la sensación de estar actuando en una de aquellas películas tan intelectuales y tan funestas del cine alemán.
Pero ahora tenía a Amos para ella sola; y era una oportunidad de oro.
—Debe de ser interesantísimo predicar para la Hermandad, primo Amos —dijo Flora, rompiendo el hielo—. Te envidio, de verdad. Y dime, ¿preparas el sermón de antemano o lo dices como te va saliendo?
Un aparente aumento en el amenazador bulto de Amos, después de que esta pregunta hubiera tenido tiempo de calar en su cerebro, la convenció —en mitad de una pausa desconcertante y larga hasta la desesperación— de que su primo estaba a punto de estallar de ira. Con cautela, Flora echó un vistazo a la cuneta del camino para ver si podría saltar en caso de que Amos quisiera propinarle un golpe. Comprobó que el suelo estaba desagradablemente embarrado. Y lejano. Sintió algún alivio cuando Amos finalmente contestó con una voz tolerablemente bien controlada:
—Una cosa voy a decirte: que no se te ocurra decir ni una palabra de Dios Nuestro Señor así como lo dices, que parece que eres atea, o mismamente uno de esos que salen en los cuentos paganos del Family Herald.[17] El sermón no se prepara de antemano; me viene a mí a la cabeza como vino el maná caído del cielo a alimentar los estómagos hambrientos de los israelitas.
—¡Anda…! ¡Qué interesante! ¿Entonces no tienes ni idea de lo que vas a decir hasta que estás allí?
—Pues no… Lo que sé de seguro es que hoy hablaré sobre la quemazón del infierno… O sobre los tormentos eternos… O sobre los pecadores que se presentan en el Juicio Final… Pero no sé exactamente qué palabras utilizaré hasta que me pongo de pie en mi escaño y miro a mi alrededor, y veo todas aquellas caras pecadoras que esperan escucharme con sus ansias vivas. Entonces es cuando sé lo que debo decir, y voy y lo digo.
—¿Y predica alguien más o eres tú el único que.…?
—Sólo yo, mismamente. Deborah Checkbotton, ella fue la única que una vez intentó levantarse y predicar. Pero no fue bien la cosa. No pudo la mujer.
—No le vendría la inspiración divina o algo…
—Qué va, sí que le vino. La pena fue que no la pude coger yo. Lo que pensé yo es que los caminos del Señor son inescrutables y que allí se produjo un error; la inspiración divina, que estaba destinada para mí, debió de caer en Deborah. Así que tuve que darle un papirotazo con la vieja Biblia de cuero, a ver si así le salía el demonio de dentro del alma.
—¿Y salió? —preguntó Flora, intentando, con cierto esfuerzo, mantener el auténtico espíritu de aquella diatriba científica.
—Anda, que si salió… ¡Nunca más se escuchó a Deborah decir que quería predicar! Ahora predico yo solo. Es que lo que pasa es que nadie capta la palabra del Señor como yo.
Flora detectó un tonillo de autocomplacencia en las palabras de su primo, y no desaprovechó la oportunidad.
—Estoy deseando escucharte, querido Amos. Supongo que te gusta mucho predicar, ¿a que sí?
—No, no… ¡Es un tormento espantoso y un suplicio para lo más hondo de mi alma! —corrigió Amos. (Como todos los verdaderos artistas, pensó Flora, no estaba muy dispuesto a admitir que disfrutaba enormemente con su trabajo.)—. Pero ésta es mi misión, y la de nadie más. Así es, debo decirle a la Hermandad que se vayan preparando para el tormento, cuando las ardientes lenguas de fuego comiencen a lamer sus pies como los perros lamían la sangre de Jezabel, como dicen las Sagradas Escrituras. Tengo que decírselo a todo el mundo… —Y se giró ligeramente en su asiento, y Flora imaginó que lo hacía para clavar su mirada en ella con alguna intención significativa—: ¡Irán de cabeza al fuego del infierno! Ya lo creo, la Palabra me arde en la boca y debo expulsarla al mundo entero como si fueran llamas.
—Deberías predicar a una congregación un poco más grande que la Hermandad —sugirió Flora, repentinamente animada por una magnífica idea—. No deberías malgastar tu talento en unos cuantos pecadores de Beershorn, ¿no crees? ¿Por qué no recorres el país con una furgoneta Ford, y predicas los días de feria?
La hija de Robert Poste estaba segura de que los escrúpulos religiosos de Amos se interpondrían en su camino cuando comenzara a plantear los cambios que tanto deseaba introducir en la granja, y si podía alejarlo con una larguísima tournée predicadora, su tarea resultaría más sencilla.
—Debo labrar los campos que tengo a mano antes de aventurarme por colinas y extravíos —replicó Amos en tono austero—. Además, sería un engreimiento por mi parte y una vanidad mía andar por todo el país predicando en una de esas furgonetas Ford. Sería pensar en mi propia gloria en vez de pensar en la gloria del Señor.
A Flora le sorprendió descubrir que Amos era tan astuto, pero pensó que los maniáticos religiosos obtienen buena parte de su satisfacción buscando y rebuscando motivos para justificar sus actos y encontrando razonamientos dudosos que vestir con una pecaminosidad buena y satisfactoria en la que pueden refocilarse para satisfacción de sus corazones. De todos modos, creyó haber notado una inflexión melancólica en las palabras «una de esas furgonetas Ford» y llegó a la conclusión de que a Amos le tentaba considerablemente una tournée como la que le había propuesto. Flora volvió al ataque.
—Pero, primo Amos, ¿qué es eso, sino poner tu pobre y miserable alma al servicio de la gloria del Señor? Quiero decir… ¿qué importa que te envanezcas a lo mejor un poco y pierdas tu sagrada humildad cuando un millón de pecadores se van a convertir gracias a tus sermones? Yo creo que debes estar dispuesto a pecar un poco si con ello vas a salvar a otros… Al menos, eso es lo que yo estaría dispuesta a hacer si yo estuviera predicando por toda la región montada en una furgoneta Ford. Entiendes lo que te quiero decir, ¿verdad? Con la excusa de parecer humilde, desestimas la idea de hacer esta tournée de predicación, pero lo que estás haciendo realmente es conceder más valor a tu propia alma que a la santa difusión de la palabra del Señor.
Se sintió orgullosa de sí misma al concluir aquel parlamento. Pensó que el discurso había tenido esa sutileza adecuada, ese aire de triunfal descubrimiento de un pecado no detectado y absolutamente enorme que se encuentra bajo la nariz del pecador y que éste no ha sido capaz de descubrir… En fin, se sintió orgullosa por tener la habilidad de utilizar los recursos que distinguen a todos los discursos que pretenden poner al descubierto las debilidades de las personas con obsesiones religiosas.
En todo caso, sus palabras produjeron el efecto apropiado en Amos. Después de unos instantes de silencio, durante los cuales la calesilla dejó atrás velozmente las casas que salpicaban las afueras del pueblo, Amos comentó con voz ronca y ahogada:
—Vaya, alguna verdad hay en lo que dices. Puede que tenga el deber de buscar horizontes más amplios. Tengo que pensármelo. Sí, sí… Es terrible. Un pecador nunca sabe cómo puede disfrazarse el demonio para hacerlo caer en el engaño. Ése será un nuevo pecado contra el que tendré que luchar: tendré que averiguar si mi alma está pecando de envanecimiento o no. ¿Y cómo puedo decir, cuando me envanezco al predicar, si estoy pecando de orgullo o si estoy haciendo lo correcto salvando almas y por tanto no debo preocuparme de si me estoy envaneciendo? Vaya, ¿y con qué derecho me voy a envanecer yo por salvar las almas ajenas? Pues sí, es un problema dificilísimo y desconcertante…
Todo aquello lo dijo en un murmullo, con una voz tan baja que Flora apenas pudo oír lo que estaba diciendo, pero escuchó lo suficiente como para poder contestarle con firmeza:
—Sí, primo Amos, todo esto es complicadísimo. Pero lo que yo creo es que, a pesar de todas las dificultades, deberías considerar seriamente la posibilidad de permitir que cientos de personas gozaran escuchando tus sermones. Tienes un don, ya lo sabes. Y nadie puede renunciar a cumplir una misión. ¿No te gustaría predicar para cientos y miles de personas?
—Claro, mucho… Pero es vanagloria pensar en eso —contestó en tono meditabundo.
—Otra vez con lo mismo —reprobó su juvenil compañera—. ¿Qué demonios importa si es vanagloria…? ¿Qué importa tu alma comparada con los miles de almas de pecadores que podrían salvarse gracias a tus sermones?
En aquel momento el carromato se detuvo junto a la puerta de una taberna, en un pequeño patio que se abría a la calle principal del pueblo. Flora sintió cierto alivio al darse cuenta de que la conversación parecía haber entrado en uno de esos círculos viciosos en los que sólo la muerte o el colapso por agotamiento de uno de los participantes es capaz de poner fin al debate.
Amos dejó que Flora bajara del carromato como Dios le dio a entender.
—¡Vamos, date prisa! —exclamó—. Aprieta el paso y aléjate de esa casa del diablo —dijo mirando con gesto de desaprobación las ventanas cálidamente iluminadas de la taberna, que a Flora le parecieron bastante agradables.
—¿Está la capilla muy lejos de aquí? —preguntó, mientras seguía los pasos del hombre, bajando por High Street. Los débiles rayos amarillentos procedentes de los pequeños comercios rompían de hito en hito la gélida oscuridad.
—No… Está ahí.
Se detuvieron delante de un edificio que Flora al principio creyó identificar como una enorme caseta de perro. Las puertas estaban abiertas y en el interior podían verse los bancos y las paredes revestidas con sencillo pino de tea. Algunos de los miembros de la Hermandad ya estaban sentados y otros se apresuraban a ocupar sus asientos.
—Tenemos que esperar hasta que la capilla esté llena —susurró Amos.
—¿Por qué?
—Les amedrenta ver que su predicador se encuentra entre ellos como una persona cualquiera —susurró, permaneciendo en la sombra—. Les da un poco de miedo que me siente entre ellos, profiriendo advertencias sobre el fuego y los tormentos del infierno. Si estoy en la tarima gritando, a lo mejor sienten cierto temor, pero no es un temor tan grande como el que experimentarían si me encontrara entre ellos antes de comenzar a predicar, como si fuera uno más de ellos, compartiendo un libro de himnos a lo mejor, o clavándole la mirada a alguien para leerle los pensamientos.
—Pero yo creía que lo que pretendías era justamente eso, aterrorizarlos…
—Claro, claro que sí, pero de una manera imponente y gloriosa. No quiero amedrentarlos tanto que no quieran volver a escucharme predicar otra vez.
Flora observó los rostros de la Hermandad a medida que abarrotaban aquella caseta de perro gigante, y pensó que Amos probablemente había sobreestimado la fortaleza de su valor. Pocas veces había visto Flora una audiencia tan saludable y de una apariencia tan sólida.
Como auditorio, y en comparación con otras congregaciones que ella había tenido la oportunidad de observar en Londres, lo cierto era que aquella gente salía muy bien parada. En concreto, aquellos rostros resultaban mucho más lozanos que los que había visto en una ocasión —que no se volvió a repetir nunca más—, un domingo por la tarde en la Cinema Society, cuando acompañó de mala gana a un amigo que estaba interesado en la improbable posibilidad de que el cine constituyera algún tipo de arte.
En aquel auditorio habían proliferado las barbas y las camisas de color magenta, así como determinadas y originales formas de arreglarse el pañuelo del cuello. Y, no contentos con los estragos que habían producido en su hipersensible sistema nervioso las implacables labores de su inteligencia crítica, se dispusieron a ver una película sobre la vida japonesa titulada Yĕs, dirigida por una productora noruega en 1915, pero con actores japoneses. La película duraba una hora y tres cuartos, y contenía únicamente doce primeros planos de nenúfares perfectamente inmóviles en un estanque lleno de verdín, así como cuatro suicidios, todos realizados con extraordinaria lentitud.
Toda la gente que la rodeaba (recordó Flora con gesto meditabundo) murmuraba cuán encantadores resultaban los patrones rítmicos de la película, qué calidad tan emocionante poseía, y qué abstracta era su estructura decorativa.
Pero había un hombre bajito sentado a su lado que no abrió la boca en toda la proyección; simplemente se dedicó a sujetar su sombrero y a comer golosinas que llevaba en una bolsa de papel. Flora supuso que algo debía de haber unido sus auras, porque al séptimo primer plano de una enorme cara de un japonés chorreando lágrimas, el hombrecillo le tendió a Flora la bolsa de golosinas y le susurró:
—Caramelos de licor de pipermint. Coja alguno, lo necesitará.
Y Flora había cogido uno con un gesto de agradecimiento, pues tenía un hambre atroz.
Cuando las luces se encendieron —gracias a Dios, al final se encendieron—, Flora observó con placer que el hombrecillo iba apropiada y convencionalmente vestido; y, por su parte, el caballero observó con indecible alegría que Flora llevaba el pelo limpio y un abrigo de buen corte, y la miró casi como quien pregunta: «Doctor Livingstone, supongo…».
Entonces, el caballero, bajo la mirada curiosa del amigo que acompañaba a Flora, dijo que se llamaba Earl P. Neck, de Beverly Hills, en Hollywood, y tras entregarles con mucha ceremonia su tarjeta de visita, les preguntó si querían ir a tomar el té con él. Parecía la criaturita más encantadora del mundo, así que Flora ignoró las cejas arqueadas de su amigo (el cual, como todas las personas de vida disipada, era extraordinariamente convencional) y dijo que le encantaría ir a tomar el té con él. Y allá que fueron.
Durante el té, el señor Neck y Flora intercambiaron opiniones sobre diversas películas frívolas que ambos habían visto y disfrutado. (Respecto a Yĕs, no estaban muy seguros de qué podían decir). El señor Neck les anunció que era productor y que lo habían invitado a visitar los nuevos estudios británicos que habían construido en Wendover, y les preguntó si les apetecería, a Flora y a su amigo, visitar los estudios alguna vez. «Tendrá que ser pronto», dijo el señor Neck, porque en otoño tenía que regresar a Hollywood con el lote anual de los mejores actores y actrices de Inglaterra.
Por alguna razón, Flora nunca había encontrado tiempo para visitar Wendover, aunque desde su primer encuentro había cenado dos veces más con el señor Neck, y se habían hecho buenos amigos. Él le había contado a Flora todo respecto a su esbelta y carísima amante, Lily, que le montaba escenas pesadísimas y le obligaba a malgastar el tiempo y la energía que debería emplear con mucho más aprovechamiento en su esposa, pero no tenía más remedio que aguantar a Lily, porque en Beverly Hills, si no tienes una amante, la gente empieza a pensar que eres un poco homosexual, y si, por otra parte, pasas todo el tiempo con tu esposa, y eres completamente firme y mantienes esa actitud, y dices que te gusta tu mujer y que, de todos modos, por qué demonios no te iba a gustar, los periódicos saldrán con unos asquerosos artículos titulados «La encantadora vida doméstica del zar de Hollywood», y entonces no tendrás más remedio que proporcionarles fotos de tu mujer sirviéndote chocolate por la mañana y regando los parterres.
«Así que no hay nada que hacer», decía el señor Neck.
En todo caso, su esposa parecía bastante comprensiva y ambos se entretenían en un juego que llamaban «Dando esquinazo a Lily», lo cual constituía uno de sus mayores placeres en común.
Ahora el señor Neck se encontraba en América, pero regresaría a Inglaterra la próxima primavera, así se lo había anunciado en su última carta.
Flora pensó que, cuando viniera, lo invitaría a pasar un día con ella en Sussex. Había una persona sobre la cual le gustaría comentarle alguna cosilla…
Se acordó del señor Neck al tiempo que seguía observando pensativamente cómo la Hermandad iba entrando lentamente en la capilla, precisamente porque era un espectáculo diametralmente opuesto al del cine Majestic, donde en aquel momento proyectaban un fabuloso drama de pasión sofisticada titulado, muy convenientemente, Los pecados de las otras esposas. Probablemente Seth estaría metido en el cine, pasando un buen rato.
La caseta del perro estaba ya casi llena.
Alguien interpretaba una estremecedora melodía en un pobre organillo asmático que había junto a la puerta. Salvo por aquel aparato, tal y como comprobó Flora, observando por encima del hombro de Amos, la capilla se parecía terriblemente a un salón de conferencias normal y corriente, con una pequeña tarima en el extremo opuesto a la puerta, sobre la cual había una silla.
—¿Es allí donde predicas, primo Amos?
—Sí.
—¿Y Judith y los chicos no bajan nunca a oírte predicar? —Estaba dándole un poco de conversación porque era consciente de que estaba aumentando en ella el sentimiento de abatimiento ante lo que tenía delante, y no quería darle ni una sola oportunidad a la tristeza.
Amos frunció el ceño.
—Qué va. Se regodean como Ahab en su orgullo, y sus ojos lloran gorduras, y no ven el abismo que el Señor abre ante sus pies. Ya lo sé, me ha caído una terrible maldición con esta familia de desgraciados que tengo, y la mano del Señor se ha cernido con furor sobre Cold Comfort, exprimiendo el amargo cáliz de nuestras almas.
—Entonces, si crees de verdad que todo eso ocurre, ¿por qué no la vendes y te compras otra granja en otro terreno más agradable?
—No… Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort —respondió con un bufido—. Ahí está la vieja señora Starkadder… o Ada Doom, como era antaño, antes de que se casara con Fig Starkadder. Está empeñada en no dejarnos abandonar la granja. ¡No nos dejará marchar! ¡Ésa es nuestra maldición! En cuanto a Reuben, lo único que hace es esperar a que me muera, para quedarse con la granja. Pero nunca la tendrá. ¡Ni hablar, antes se la dejo a Adam!
Antes de que Flora pudiera hacerle ver la consternación que la embargaba ante la perspectiva que planteaba aquella amenaza, él se adelantó diciendo:
—Ya está casi lleno. Entremos. —Y entraron.
Flora tomó asiento en el extremo de un banco, cerca de la salida. Pensó que sería mejor sentarse al lado de la puerta por si el doble efecto del sermón de Amos unido a la ausencia de ventilación producía en ella estragos que fueran más allá de lo tolerable.
Amos avanzó por la sala hasta que ocupó un asiento que se encontraba prácticamente enfrente de la pequeña tarima, y se sentó después de dirigir dos miradas calladas y amenazadoras a los hermanos sentados en el mismo banco; miradas cargadas con la promesa de una elocuencia terrorífica inminente.
La caseta del perro estaba ahora llena a reventar, y el órgano había comenzado a entonar algo parecido a una melodía. Flora se encontró de repente con un libro de himnos entre las manos: una mujer situada a su izquierda se lo había plantado delante de las narices.
—El número doscientos, «Qué haremos Señor, oh Señor» —dijo la mujer en voz alta y tono coloquial, como si acabasen de encontrarse por la calle y estuvieran charlando.
Flora había dado por sentado, a partir de las impresiones recopiladas durante su amplia instrucción, que lo normal era que todo el mundo hablase en susurros en el interior de un edificio dedicado a los actos de devoción. Pero estaba dispuesta a admitir que podía ocurrir justamente todo lo contrario, así que recibió el libro de su vecina con una encantadora sonrisa y dijo:
—Muchísimas gracias.
El himno decía algo así:
¿Qué haremos, oh Señor,
cuando Gabriel sople sobre los mares y los ríos,
los bosques y los desiertos, los montes y los valles?
¡Arda la tierra en fuegos, que nosotros nos estremeceremos!
Flora dio su aprobación a este himno, porque sus versos indicaban una genuina firmeza de carácter, una clara metodología de actuación frente a una desagradabilísima posibilidad, lo cual imprimió una nota de duda en su propio carácter. Cantó el himno con entusiasmo, en su agradable tono de soprano. Un anciano hosco y excesivamente sucio de pelo largo y gris, encaramando en la tarima, dirigía los cánticos con algo que Flora, después del primer golpe de incredulidad, identificó claramente como un atizador de chimenea.
—¿Quién es…? —preguntó Flora a su amiga.
—El hermano Ambleforth. Es el que dirige a los hermanos estremecidos cuando comenzamos a estremecernos.
—¿Y por qué dirige la música con un atizador?
—Para recordarnos el fuego del infierno —fue su sencilla respuesta. Flora no tuvo ánimo para decirle que, por lo que a ella concernía, aquel propósito no se había conseguido en absoluto.
Después del himno, que cantaron sentados en sus bancos, todo el mundo cruzó las piernas y se acomodó en los asientos. Entonces Amos se levantó con aterradora parsimonia, se subió a la pequeña tarima y se sentó en la silla que había allí.
Durante aproximadamente tres minutos se dedicó a observar detenidamente a la Hermandad, con un gesto en su rostro que mostraba la repugnancia y el desprecio más profundos, mezclados con una piedad y una lástima de indudable origen divino. Lo hacía bastante bien. Flora nunca había visto nada que se le pudiera comparar, excepto la cara de sir Henry Wood cuando se detenía para mirar a los rezagados que ocupaban sus asientos en el Queen’s Hall en el preciso instante en que su batuta se levantaba para dirigir el primer movimiento de la Heroica.[18] El corazón de Flora comenzó a encontrar adorable al primo Amos. Aquel hombre era un verdadero artista.
Por fin habló. Su voz quebró el silencio como lo haría una campana rota.
—¡Ah, miserables, que sois todos unos miserables! ¡Gusanos rastreros! ¡Así que estáis aquí otra vez! ¿Habéis venido como Nimshi, el hijo de Rehoboam,[19] en secreto, y habéis salido de vuestras casas malditas para averiguar qué os va a ocurrir? ¿Habéis venido, viejos y jóvenes, enfermos y sanos, matronas y vírgenes (si es que aún queda entre vosotras alguna virgen, lo cual no es muy probable, estando el mundo tan pervertido como está), hombres viejos y jóvenes damas, para oírme hablar de las grandes llamaradas enrojecidas del fuego infernal?
Un silencio largo y efectista, y luego una nueva imitación de sir Henry. El único sonido era el aterrador siseo de las llamas de gas que iluminaban la sala (y el sonido, unido al olor, hacía que el ambiente fuera bastante aterrador, desde luego). Las luces proyectaban las sombras de las narices sobre los rostros de los hermanos.
Amos continuó.
—Sí, sí… Habéis venido. —Lanzó una carcajada corta y despreciativa—. Decenas, cientos… ¡Como ratas al granero! ¡Como ratones de campo cuando se siega la cosecha! ¿Y qué pretendéis conseguir viniendo aquí?
Un segundo silencio, y más morralla del estilo sir Henry.
—Ya os lo diré yo… ¡Nada! ¡Ni una pizca de una migaja de un mendrugo sacaréis de aquí!
Se detuvo y aspiró una bocanada profunda de aire; luego, se levantó de su asiento y tronó desde el estrado con todo lo que le daba la voz:
—¡Estáis todos condenados!
Una expresión de viva emoción y satisfacción cruzó los rostros de los hermanos estremecidos, y se produjo un reacomodo general de brazos y piernas, como si quisieran estar lo más cómodos posible mientras escuchaban aquellas malas noticias.
—¡Condenados! —repitió, y su voz se fue hundiendo hasta convertirse en un susurro aterrador y efectista—. Ah… ¿Acaso os habéis detenido siquiera a pensar qué significa esa palabra cuando la usáis todos los días, tan a la ligera, en vuestras desgraciadas vidas? No. ¡Claro que no! Nunca os detenéis a pensar lo que significa nada, ¿verdad? Muy bien, pues yo os lo diré. ¡Significa tormentos horrorosos y eternos, con vuestros pobres cuerpos pecadores tendidos a la parrilla en los abismos más profundos del infierno, y significa que habrá demonios burlándose de vosotros mientras os tientan con refrescos helados, al tiempo que os atan más fuerte a vuestros espantosos lechos! ¡Ah, sí! ¡El aire apestará con el hedor a carne quemada y se oirán los alaridos de vuestros parientes y amigos más amados…!
Tomó un sorbito de agua, lo cual, en opinión de Flora, tenía más que merecido. Ella misma estaba empezando a imaginar lo que podría hacer con un vaso de agua.
La voz de Amos adquirió entonces un tono engañosamente moderado y familiar. Su penetrante mirada planeó sobre toda la concurrencia.
—Ya lo sabéis, sí, lo sabéis; sabéis lo que se siente cuando os quemáis una mano al sacar una empanada del horno o cuando os quemáis con una cerilla cuando estáis encendiendo uno de esos diabólicos cigarrillos… Sí, sí… Quema y se siente un punzante dolor, ¿a que sí? Y entonces corréis para poner un poco de mantequilla en la quemadura y mitigar el dolor. ¡Ah, pero…! —aquí, una impresionante pausa valorativa—, ¡en el infierno no habrá mantequilla! Vuestros cuerpos enteros arderán y os escocerán con un dolor insoportable, y vuestras lenguas ennegrecidas se os saldrán de la boca y los labios agrietados suplicarán a gritos una gota de agua, pero ni un gemido podrá oírse, porque vuestras gargantas estarán más secas que el arenoso desierto, y vuestros ojos estarán pegados a vuestros párpados marchitos como grandes pelotas al rojo vivo…
Fue en ese preciso punto cuando Flora se levantó muy despacio y, musitando una breve disculpa a la mujer que se encontraba sentada a su lado, cruzó rápidamente el estrecho pasillo hasta la puerta. La abrió y salió. Los detalles de la descripción de Amos, la opresiva atmósfera y el olor del gas al quemarse convirtieron el interior de la capilla en algo bastante parecido al mismísimo infierno; no era necesario que Amos se esforzara en hacer una visita guiada al lugar en sí. Flora pensó que podía pasar la noche más provechosamente en cualquier otro lugar.
Pero… ¿Dónde? El aire traía olores deliciosamente dulces. Recobró la calma mientras permanecía en el porche de la iglesia, poniéndose los guantes. Se preguntó si tal vez podría dejarse caer por el cine para ver Los pecados de las otras esposas, pero pensó que no; ya había tenido una ración suficiente de pecados para una sola noche.
Entonces, ¿qué podía hacer? No podía regresar a la granja, excepto con Amos y en la calesilla, porque había siete millas desde Beershorn, y el último autobús para Howling, en los meses de invierno, salía a las seis y media. Y ya eran cerca de las ocho. Tenía hambre. Miró a un lado y a otro de la calle; casi todas las tiendas estaban cerradas, pero, unas cuantas puertas más allá del cine, le pareció adivinar las luces de un establecimiento abierto.
Se llamaba el Pam’s Parlour. Era una especie de tetería, algo que a Flora le pareció bastante desalentador; tenía un aparador repleto de pastelillos, mezclados con unas deprimentes cajas de madera clara y bolsitas de rafia y de lienzo adornadas con violetas. Pero donde hay pastelillos también suele haber café, pensó Flora. Cruzó la calle y entró.
Sólo cuando se encontró en el interior se dio cuenta de que había salido del infierno para entrar en el reino del más solemne aburrimiento. Por toda clientela había un hombre sentado en una de las mesas, y en cuanto lo vio supo quién era. Creyó recordar que lo había conocido en una fiesta que había dado la señora Polswett en Londres. Sólo podía ser el señor Mybug. Era lo que le parecía, y eso, por supuesto, era lo que era. No había nadie más en el establecimiento. Así que él tenía el campo libre y ella no podía escapar.