17

El día siguiente era domingo, así que gracias a Dios todo el mundo podía quedarse en la cama y quitarse de la cabeza las emociones de la noche anterior. Al menos, eso es lo que la mayoría de las familias normales habrían hecho. Pero los Starkadder no eran como la mayoría de las familias normales. La vida ardía en ellos con extrema virulencia, así que alrededor de las siete de la mañana ya estaban todos arriba y, en cierto sentido, trabajando. Reuben, desde luego, tenía mucho que hacer tras la repentina partida de Amos.

Ahora se creía el dueño de la granja y una lenta marejada de lujuria terrenal recorría sus venas perezosamente cuando comenzó la tarea cotidiana de contar las plumas de las gallinas.

Adam había acompañado a Prue, Susan, Letty, Phoebe y Jane hasta Howling, a las cinco y media de la mañana, y había regresado a tiempo para comenzar a ordeñar a las vacas. Aún estaba un poco desconcertado por el compromiso de Elfine. El sonido de antiguas campanas de boda comenzó a bailar entre los matojos de pelo blanquecino de sus orejas, al tiempo que canturreaba fragmentos de rimas rurales que ya se entonaban antes de que naciera Jorge IV…

«Que esté de llover, o que esté de nevar,

las damiselas se habrán de marchar».

Eso cantaba, una vez y otra, sólo para sí, mientras ordeñaba a Casquivana. Supo, aun sin verlo, que Desnortada había perdido otra pezuña.

El amanecer se desperezó y se convirtió en un maravilloso día de primavera. En los árboles, los tordos derramaban oleadas de sonidos suaves y tiernos. El año, inquieto y agitado por la primavera adolescente, rompía en capullos y yemas verdes en los setos, en los bosquecillos, en las alamedas y en los establos.

Judith estaba en la cocina, mirando al exterior con ojos plomizos, observando la variopinta extensión de la inmensa campiña. Tenía la cara de color gris. Rennet andaba hurgando en la chimenea, removiendo una especie de mermelada asquerosa que, por alguna razón, había pensado que era capaz de elaborar ella sola. Había decidido quedarse cuando todas las demás mujeres Starkadder se marcharon con Adam; su alma dolorida prefirió evitar la lástima implícita que todas sentían por ella.

Y así llegó el mediodía, y así pasó. Adam preparó una tosca comida y todos los demás comieron (un par de bocados) en la enorme cocina. La vieja Ada Doom se quedó en su habitación, adonde Micah, Seth, Mark Dolour, Caraway y Harkaway la habían trasladado a las seis de la mañana.

Nadie se atrevió a subir a verla. Estaba allí, sentada, sola, como un fardo informe, una enorme ruina de carne, atisbando sin ver por entre los párpados medio cerrados. Con los dedos toqueteaba sin fin el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno. Ni pensaba ni veía. El áspero aire azul de la primavera golpeaba silenciosamente en los cristales de la ventana, empañados por su lenta respiración batracia. Oleadas impotentes de ira corrían por su cuerpo inerte. En ocasiones algunos nombres borboteaban en sus labios verdosos.

—Amos… Elfine… Urk…

Pero en ocasiones los nombres se le quedaban dentro.

Nadie había sabido nada de Urk desde que se adentrara en la noche corriendo, a cuestas con Meriam, la criada a jornal. Se daba por sentado que la había ahogado y que luego se había ahogado él mismo. Bueno, de todos modos, ¿a quién le importaba?

Respecto a Flora, a las tres de la tarde aún estaba dormida, y habría seguido durmiendo tan confortablemente hasta la hora del té, pero llamaron a su puerta y la voz nerviosa de la señora Beetle la despertó anunciando que había dos caballeros que querían verla.

—¿Están ahí.…? —preguntó Flora con voz soñolienta.

La señora Beetle se quedó helada. Dijo que no, naturalmente. ¿Cómo diablos iban a estar allí? Dijo que no estaban allí, que mismamente los había dejado en el saloncito de la señorita Poste.

—Bueno… ¿Y quiénes son? No sé… ¿Le han dicho cómo se llaman?

—Uno es ése señor Mybug, señorita, y el otro viene siendo un caballero que dice que se llama Neck.

—Ah, sí… claro, estupendo. Pídales que me esperen hasta que baje. No tardaré —y comenzó a vestirse lentamente, pues no tenía intención ninguna de marearse saltando violentamente de la cama, aunque estaba encantada con la idea de ver de nuevo a su querido señor Neck. Y respecto al señor Mybug, era un verdadero engorro, pero podía sobrellevarlo sin mucha dificultad.

Por fin bajó las escaleras, luciendo tan fresca como una rosa, y, cuando entró en su pequeño saloncito (la señora Beetle ya había encendido la chimenea), el señor Neck se abalanzó sobre ella para saludarla, ofreciéndole ambas manos:

—Bueno, bueno, bueno, mi amor. ¿Cómo está mi niña?

Flora lo saludó con mucho cariño. El señor Neck ya había tenido alguna conversación con el señor Mybug, que parecía bastante enfurruñado y dolido porque él habría esperado encontrarse con Flora a solas y disfrutar de una encantadora velada con ella, en la que podría disculparse por su comportamiento de la noche anterior, y hablar abundantemente sobre sí mismo. Y se enfadó aún más cuando oyó que el señor Neck se dirigía a Flora llamándola «mi amor». Sin embargo, después de escuchar durante un rato la conversación, el señor Mybug se convenció de que el señor Neck pertenecía a esa clase de Hombre Encantador que se dirige a todo bicho viviente llamándolo «amor mío» y que, por lo demás, eso carecía de importancia.

Flora ordenó a la señora Beetle que les trajera un poco de té, que no tardó en llegar, y los tres se sentaron amigablemente al sol que entraba a raudales por la ventana del pequeño saloncito verde, y se dedicaron a tomar su té y conversar.

Flora se sentía soñolienta y afable. Había decidido que el señor Neck no se iría sin ver a Seth, y por lo bajo le dijo a la señora Beetle que fuera a buscar al joven y lo llevara al saloncito en cuanto diera con él; pero, aparte de esa decisión inamovible, Flora no estaba preocupada por nada más en absoluto.

—¿Ha venido a buscar estrellas de cine inglesas, señor Neck? —preguntó el señor Mybug, mordisqueando una pequeña galleta que Flora habría querido para sí misma.

—Así es. Me gustaría toparme con otro Clark Gable. Sí, a lo mejor no se acuerdan ustedes de él… Hace ya veinte años de todo aquello.

—Pues yo lo he visto en un Sunday Film Club Repertory Show, en una película titulada Pasión desatada —dijo el señor Mybug con vehemencia—. ¿Conoce usted la labor que lleva a cabo la gente de Sunday Film Club Repertory?

—Puedo imaginármela —dijo el señor Neck, que le había cogido un poco de manía al señor Mybug—. Bueno, pues yo quiero un segundo Clark Gable, ¿comprenden? Quiero un tipo duro y grande que huela a campo silvestre y que tenga una voz de oro. ¡Quiero pasión! ¡Quiero que tenga sangre en las venas! No quiero mariquitas, ¿comprenden? Los mariquitas me resultan insoportables y están comenzando a resultar insoportables también para el público americano.

—¿Conoce usted el trabajo de Limf? —preguntó el señor Mybug.

—En mi vida he oído hablar de él —dio el señor Neck—. Gracias, amor mío —le dijo a Flora, que le estaba ofreciendo una galleta—. ¿Sabe una cosa, señor Mybug? Tenemos una responsabilidad de cara al público. Tenemos que darles lo que desean, y, sin embargo, tiene que ser inocente. Muchacho, ¡eso es muy difícil! Ya se lo digo: muy difícil. Lo que yo necesito es un hombre que pueda darles lo que quieren, y que, sin embargo, lo haga de tal modo que no les deje mal sabor de boca. —Aquí hizo una pausa y sorbió un poco de té. La luz del sol, intensa como un foco Kleig,[32] revelaba todas y cada una de las arrugas de su pequeño rostro simiesco y melancólico, e iluminaba el clavel carmesí y recién cortado que lucía en el ojal. Porque el señor Neck era un perfecto dandy y habitualmente se cambiaba la flor del ojal un par de veces al día—. Quiero un hombre que atraiga a las mujeres —continuó—. Quiero un nuevo Gary Cooper (pero, entiéndanme, eso fue hace veinte años), pero quizás un poco más elegante. Alguien al que le siente bien un esmoquin, y sin embargo pueda manejar uno de esos arados tan propios de los tiempos primitivos. (Por cierto, he visto cuatro arados de esos mientras venía hacia aquí). Bueno, ¿a quién he conseguido, os preguntaréis? A Teck Jones. Sí, bueno, vale, Teck es un buen chico; monta a caballo bastante bien, pero no tiene un cuerpo sexualmente deseable. También tengo a Valentine Orlo. En fin, ése parece un italiano. Ya no quieren italianos desde que al pobre Morelli lo frieron en la silla eléctrica en el cuarenta y dos. Nada, los italianos están acabados. Bueno, y también tengo a Peregrine Howard. Es inglés. Nadie sabe pronunciar su nombre correctamente, así que no nos sirve. También está Slake Fountain. Sí, puede decirse que también contamos con ése.… Tenemos contratada a una banda de gorilas para que no le quiten ojo: por veinte dólares semanales se ocupan de quitarle la borrachera antes de llevarlo a rastras al plató de grabación. Y luego está Jerry Badger, la clase de tipo encantador con el que querrías que se casara tu hermana pequeña, pero del que no se puede sacar nada. No se puede sacar nada de él, en absoluto. En fin, ¿qué se deduce de todo esto? ¡Que no tengo nada! Tengo que encontrar a alguien, eso es todo.

—¿Ha visto usted alguna vez a Alexandre Fin? —preguntó el señor Mybug—. Yo lo vi en la última película de Pepin, La plume de ma tante, en París, el pasado enero. Una cosa muy entretenida. Todos llevaban ropa de cristal, ¿sabe?, y se movían al ritmo de un metrónomo.[33]

—¿Ah, sí? —dijo el señor Neck—. Una gabachada, ¿no? Las gabachadas están muertas y enterradas. Quiero un tipo grande y fuerte; la clase de tipo que quedaría bien abrazando a otro muchacho. ¿Puedo tomar otra taza de té, amor mío?

Flora le sirvió más.

—Sííí… —añadió—. Yo también he visto esa película en París. Menudo tostón. Aunque me proporcionó mucha información interesante. Todo lo que no hay que hacer, y eso. También estuve con Pepin. Menudo capullo.

—Pues los jóvenes lo admiran mucho —dijo el señor Mybug, con cierta osadía, mirando de reojo a Flora en busca de aprobación.

—Eso es un buen consuelo —dijo el señor Neck.

—Entonces, señor Neck, ¿su interés por el cine es exclusivamente comercial? Quiero decir… ¿no piensa jamás en sus posibilidades estéticas?

—Tengo una responsabilidad. Si su amigo gabacho tuviera que llenar los cines cada día para sacar quince mil dólares, seguro que pensaría en otros argumentos, en vez de en un montón de chicos vestidos con pantalones de cristal…

Se detuvo y reflexionó.

—Aunque, bueno, es una idea… Un muchacho se compra un esmoquin nuevo, ¿vale? Luego insulta a algún viejo idiota ricachón, ¿vale? Después, un mago, o algo así, y ese viejo capullo le lanzan una maldición al muchacho. Bueno, entonces este tipo (el muchacho del esmoquin) va a una fiesta de campanillas, y cuando entra, todas las chicas se ponen a gritar. Bueno, o una bobada por el estilo. En fin, él no se da cuenta de que los pantalones se le han vuelto de cristal, por el otro capullo, el mago, ¿comprendéis?, y va y dice: «¿Qué demonios…?», y luego todo lo demás… Sí, bueno, es sólo una idea…

Mientras estaba hablando, Seth había llegado en silencio, con sus andares elegantes y felinos, y se había apostado junto a la puerta del saloncito; y ahora estaba allí plantado, mirando a Flora de modo inquisitivo. Ella le sonrió, y avanzó hacia él en silencio. El señor Neck estaba de espaldas a la puerta, así que no podía ver a Seth, pero cuando el productor vio sonreír a Flora, se volvió y miró hacia la puerta para descubrir a quién le dedicaba la muchacha aquel gesto.

Y entonces lo vio.

Se hizo el silencio. El joven permanecía de pie, iluminado por la cálida luz del sol al atardecer, con el cuello desnudo, y mostrando su figura fuerte y enérgica, como si estuviera bañado en oro. Su pose era distendida y elegante. Irradiaba una soberbia confianza en sí mismo, como ocurre con cualquier animal fuerte y sano. Los ojos del señor Neck se encontraron con la desvergonzada mirada de Seth; tenía la cabeza inclinada y ligeramente adelantada. Parecía exactamente lo que era: el prototipo del sinvergüenza local sexualmente agraciado. Millones de mujeres se darían cuenta, en los siguientes cinco años, de que Seth podría ser transportado en la ficción a una diminuta aldea galesa, a un poblachón del North Country junto al mar o a una ciudad desastrada en las llanuras del Medio Oeste y, aun así, siempre conservaría inmutable su irresistible atractivo rural.

No fue ninguna sorpresa que el señor Neck rompiera su silencio levantando los brazos y musitando con un susurro gutural:

—Sí… ¡Esto es, amor mío! ¡Esto es…! ¡Espera, espera!

Y Seth estaba tan embebido de jerga cinematográfica que esperó, durante unos instantes más en silencio.

Flora interrumpió la escena diciendo:

—Oh, Seth, estás aquí. Quería que el señor Neck te conociera. Earl, éste es mi primo, Seth Starkadder. Está muy interesado en todo lo que tiene que ver con el cine. Y el señor Neck es productor, Seth.

El señor Neck, olvidándose de todo, tenía el cuello estirado con la cabeza hacia delante y ligeramente inclinada hacia abajo para oír hablar a Seth. Y cuando aquella voz ronroneante, cálida y profunda se dejó oír. —«Encantado de conocerle, señor Neck»—, el señor Neck levantó la mirada al cielo con una expresión de tanto gozo y alivio que era casi como si estuviera aplaudiendo.

—Vaya, vaya… —dijo el señor Neck, repasando a Seth de arriba abajo, casi como si Seth fuera su comida (y, en realidad, eso era lo que sería en los siguientes años)—. ¿Cómo está nuestro muchacho? Así que eres aficionado al cine, ¿eh? Tú y yo tenemos que conocernos mejor, ¿eh? A lo mejor te apetece dedicarte al negocio…

El señor Mybug se reclinó hacia atrás cómodamente en su butaca, y escogió una galletita para comer, dispuesto a disfrutar del espectáculo del desollamiento de Seth. Pero Mybug (tal y como ya sabemos) era experto en apostar a caballo perdedor.

Seth frunció el ceño y dio un paso atrás. El señor Neck casi quiso acariciarle la cara apasionadamente cuando observó de qué modo se reflejaban las emociones en el rostro de Seth. Parecía la cara de un chiquillo.

—No… No, no estoy bromeando —explicó en tono amigable—. Te lo aseguro. ¿Te gustaría trabajar en el cine?

Seth lanzó un enorme aullido. El señor Mybug perdió el equilibrio y se derrumbó hacia atrás, atragantándose con la galleta. Nadie le prestó atención. Todas las miradas estaban centradas en Seth. Un destello de gloria iluminaba su rostro. Lenta, perezosamente, se animó a emitir algunas palabras…

—Más que nada en el mundo.

—¡Vaya!, ¿no es un encanto? —dijo el señor Neck, mirando a su alrededor orgullosamente, en busca del consenso general—. Él quiere ser una estrella de cine y yo quiero convertirlo en una estrella de cine. ¿Qué te parece? Habitualmente, el camino es el contrario. Ahora, amor mío, coge lo que necesites, y vámonos. Esta misma noche, a las ocho, cogeremos el avión que sale de Brighton para cruzar el océano. Vaya, no sé… ¿crees que habrá algún problema con tu familia? ¿Qué pasa con tu madre? ¿Necesitamos vendérselo de algún modo?

—Eso ya se lo explicaré yo, Earl. Seth, anda, ve y mete todo lo que necesites en una bolsa de viaje. Mete también un buen abrigo… vas a volar, ya sabes, y puede que tengas un poco de frío al principio.

Seth obedeció a Flora sin decir ni una palabra, y, cuando se hubo marchado, ella le explicó al señor Neck las circunstancias precisas del caso.

—Así que todo irá bien si la abuela no da la murga, ¿no es eso? Bueno, debemos salir sin armar mucho jaleo, eso es todo. Dígale a la vieja que no me fastidie. Le mandaremos cinco de los grandes cuando haya hecho la primera película. Oh, muchacho… —y aquí le dio un buen empellón al señor Mybug, que aún estaba atragantado, intentando escupir la galletita—. ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¿Cómo dice que se llama? ¿Seth? Es un nombre un poco de mariquita, pero servirá. Tiene un aire diferente. Así resultará más interesante. ¡Ah, muchacho, espera a que te ponga un esmoquin…! ¡Espera a que empiece a darte a conocer! Tenemos que encontrar un toque nuevo. Veamos… A lo mejor podríamos darle un aire así, un poco tímido. No… eso llevaría al pobre Charley Ford a la tumba. Tal vez que odie a las mujeres… ¡Sí, claro! Eso es… Que odie a las mujeres y que odie el cine. Que los odie a muerte. Vaya, muchacho, ¡con eso nos meteremos a todos en el bolsillo! Sería necesario algo más que una abuela para detenerme ahora…