19

Tras la partida de Seth, la vida en la granja se tranquilizó un tanto y volvió a ser normal (al menos, todo lo normal que había sido hasta entonces). Flora estaba bastante contenta de poder descansar un poco después de las intensas semanas que había dedicado a la educación de Elfine, y de las conmociones que se habían resuelto con la partida repentina de Cold Comfort por parte de Seth y Amos.
El primero de mayo trajo un estallido de tiempo veraniego. Todos los árboles y los arbustos se poblaron de hojas durante la noche; y tras los setos de la campiña, por las tardes, se escuchaban gritos, acá y allá: «No, no hagas eso, Jem» y también: «No, por Dios, quita la mano de ahí, cariño». Eran las doncellas del pueblo, que estaban siendo seducidas por los mozos.
En la granja, la vida retoñaba y prosperaba rauda. Un arrullo gordezuelo y desvergonzado, caricia sobre caricia, se iba extendiendo por la cálida atmósfera desde las gargantas de los palomos torcaces hasta el punto preciso en que el mismísimo éter parecía perfumado con una rica pátina de amor. La estridente nota amarilla de los pollos revoloteaba al sol y ondulaba concluyendo finalmente en un pequeño lecho plumoso de canturreos. En campo abierto, Gran Negocio bramaba con triunfal mugido. Las margaritas se abrían con lozana timidez a los rayos de sol y al frescor del primaveral chaparrón, y las libélulas, aferradas en su ciego abrazo, giraban resplandecientes en la glutinosa luz hacia su inevitable muerte. La señora Beetle apareció ataviada con su vestido de algodón, abotonada hasta el cuello con un broche que tenía grabado el nombre de «Carrie». Flora llevaba un vestido de lino verde y una pamela.
Los primeros rayos del sol de mayo se inmiscuían en la estancia donde Judith, sobre su cama, yacía en silencio; y allí se desvanecían. Las sórdidas moscas, procurando su propio y egoísta placer, zumbaban en estúpidos círculos sobre su cabeza, con mucho ruido y poca conciencia de su propia vida, y aquel sonido iba tejiendo una red de dolor escarlata en la oscuridad interior de Judith. Había cubierto cada una de las doscientas fotografías de Seth con pequeños retales de crepé negro. Y, hecho esto, ¿qué otra cosa le ofrecía la vida? Las moscas zumbaban la respuesta sobre el agua sucia que quedaba en la palangana, en la cual flotaba un solitario pelo negro.
Aquello, también, era como la vida… Y del mismo modo, carecía de sentido.
La vieja Ada también permanecía en su habitación, sentada delante del fuego que danzaba pálidamente, iluminada por el refulgente sol entrometido, y de tanto en tanto murmuraba. Llamaradas de odio iluminaban su oscuridad. Presentía la insolencia del verano calentando los cristales de la ventana y, engatusando con sus promesas a los Starkadder, alejándolos poco a poco de Cold Comfort. ¿Dónde estaba Amos? El sol le respondía. ¿Dónde estaba Elfine? Los canturreos de los pichones se lo decían. ¿Y dónde —en un último suspiro de agonía— estaba Seth? Ni siquiera sabía dónde había ido ni por qué. La señora Beetle decía que se había ido donde las películas. ¿Qué era una película? ¿Se había vuelto loca la señora Beetle? ¿Se habían vuelto locos todos…? ¿Todos menos tú? Todos menos tú, ahí sentada sola, con el castillo en ruinas que es tu cuerpo… Y Urk, un Starkadder, diciendo que se iba a casar con esa furcia de pago, Meriam, y desafiándote abiertamente, sólo porque tú se lo prohibiste, y haciendo sonar en su bolsillo las tres libras y media que había ganado al vender los pellejos de las ratas a un peletero de Godmere…
Esa habitación era tu fortaleza. Fuera, el mundo que habías construido con tantos sacrificios durante veinte años se estaba resquebrajando y convirtiéndose en una ruina fantasmagórica.
¡Todo había sido por su culpa, por culpa de la hija de Robert Poste! El mal que se le había hecho al padre se volvía ahora contra ella. «Las maldiciones, como los grajos, volvían a casa para descansar en los corazones y en los graneros». Esa muchacha había derramado su veneno en los oídos de toda tu familia y los había arrojado al mundo exterior, y te había dejado sola, sola. Todos acabarían marchándose: Judith, Micah, Ezra, Harkaway, Caraway, Luke, y Mark, y Adam Lambsbreath también. Y entonces… cuando todos se hubieran ido.… estarías sola… al final… ¡sola en la leñera!
Flora se lo estaba pasando estupendamente.
Se cumplía ya la segunda semana de mayo y el tiempo era francamente magnífico. Ahora ya todo el mundo consideraba a Reuben como el propietario legítimo de Cold Comfort y, para gran contento de Flora, había iniciado al punto nuevas mejoras en la granja. Además, le había preguntado si quería ir con él a Godmere y ayudarle a elegir fertilizantes y nuevas rejas de vertedera y todo lo demás. Flora le dijo que ella no sabía nada de rejas de arados de vertedera, pero que intentaría ayudarlo en lo que pudiera; así pues, un miércoles, bajaron juntos a Godmere en la calesilla, armados con un ejemplar de la Guía y Consejera Intelectual de los Granjeros Internacionalmente Progresistas, que Flora había solicitado a Londres, donde venía una foto de algunos amigos suyos rusos que vivían en West Kensington.
—¿De dónde sacas el dinero para comprar todas esas preciosas rejas de vertedera, Reuben? —preguntó Flora cuando se sentaron a comer en el café de El Cargamento de Remolachas, después de una ajetreada mañana de compras.
—Se lo robo —replicó Reuben tranquilamente.
—¿A quién? —preguntó Flora, que ya estaba cansada de simular que se sorprendía por todo y que realmente quería saber las cosas.
—A la abuela.
—Oh, vaya… ¡Qué bien suena eso! Pero ¿cómo lo coges? Quiero decir… ¿Se lo robas de su bolso o algo así?
—Qué va. Falsifico el libro de los pollos, y cuando vendemos una docena de huevos, yo anoto que sólo vendemos dos huevos, ¿entiendes? Llevaré haciendo eso cerca de cinco años. Ya le había echado yo el ojo a estas rejas de vertedera hace cinco años, así que lo tenía muy bien planeado, ¿entiendes?
—Santo cielo, creo que eres genial —dijo Flora—. Absolutamente genial. Si sigues así, tal y como has empezado, conseguirás que tu granja sea prospérrima.
—Ya ves.… Si el viejo diablo no se arrepiente y vuelve… —dijo Reuben con gesto contrariado—. Todo sea que piense que América está muy lejos… demasiado lejos para un viejo como él, y se vuelva, ¿eh?
—Estoy segura de que no regresará —dijo Flora con firmeza—. Parece que está… hum.… bastante seguro de su decisión.
Y sacó entonces de su bolso, por décima vez aquella mañana, una postal con una imagen de la catedral de Liverpool. Decía:
¡Alabado sea el Todopoderoso! He decidido que voy a difundir la Palabra del Señor entre los paganos americanos, con el Rev. Eldelberry Shiftglass, de Chicago. ¡Alabado sea el Señor! Dile a Reuben que puede quedarse con ese viejo caserón. Enviadme calcetines limpios. Amorosos recuerdos para todos, excepto para Micah.
A. STARKADDER
—Oh, sí, estoy segura de que lo tiene decidido —repitió Flora—. Es una lástima que diga «ese viejo caserón», en vez de llamarlo sencillamente «la granja»; pero si surgiera alguna complicación legal, siempre podemos falsificarlo un poco y escribir «la granja» en vez de lo del caserón. Bah, yo en tu lugar no me preocuparía en absoluto.
Así que dieron buena cuenta de su tarta de manzana, perfectamente tranquilos y sosegados. Sólo cuando Reuben se estaba llevando el último trozo a la boca, se detuvo con el pedazo de pastel en el aire y dijo, mirando de hito en hito a Flora:
—No te apetecerá casarte conmigo, ¿verdad, prima Flora?
Flora se sintió muy conmovida. Casi había aprendido a apreciar a Reuben en los últimos quince días. Valía tres arrobas más que cualquiera de los otros varones Starkadder. Era verdaderamente muy agradable, y muy amable también, y alguien dispuesto a aprender cualquier cosa de cualquiera que pudiera ayudarle a mejorar las condiciones de la granja. Nunca había olvidado que fue ella quien le sugirió a Amos que debería abandonar el lugar y emprender un viaje apostólico de predicación; fue una operación magistral que había dado como resultado —después de que el propio Reuben hubiera insistido en los sentimientos de su padre para que éste admitiera de buen grado los consejos de Flora— que Reuben entrara por fin en posesión de la granja; y por ello le estaba profundamente agradecido.
Flora alargó la mano sobre la mesa. Con gesto perplejo, Reuben la cogió entre las suyas y la miró detenidamente, mientras el bocado de tarta de manzana iba de acá para allá en la otra mano.
—Oh, Reuben, es… es tan amable por tu parte… Pero me temo que no funcionaría, ya sabes. Piénsalo un momento. Yo no soy en absoluto la clase de persona que haría un buen papel como esposa de un granjero.
—Me gusta tu manera de hacer las cosas —dijo Reuben bruscamente.
—Eso que dices es encantador por tu parte. También a mí me gusta el modo en que tú haces las cosas. Pero, honradamente, no funcionaría. Creo que alguien como Nancy, la de Mark Dolour, sería mucho mejor para ti… Y mucho más útil también.
—Pero si no tiene ni quince años todavía.
—Ah, mucho mejor. Dentro de tres años la granja estará funcionando realmente bien y para entonces tú ya tendrás una casa preciosa que ofrecerle.
El ánimo de Flora vaciló un poco cuando pensó en lo que la tía Ada Doom podría tener que decir respecto a aquel matrimonio, pero estaba comenzando a presentir las líneas maestras de un plan para enfrentarse a aquel viejo simulacro de íncubo. En tres años… ¿quién sabe? ¡Quizá dentro de tres años la vieja tía Ada ya habría abandonado la granja con los pies por delante!
Reuben reflexionaba, aún con la mirada baja, observando la mano de Flora.
—Claro —dijo, lentamente, al final—. Quizá lo mejor sería quedarme con Nancy, la de Mark Dolour. Mis gallinas han estado aportando plumas para los sombreros de sus chicas durante estos dos últimos años. Supongo que es justo que Nancy finalmente acabe convirtiéndose también en la propietaria de las gallinas.
Y dejó que Flora recuperara su mano, y luego terminó su pedazo de tarta de manzana. No parecía en absoluto ofendido o dolido, y ambos regresaron a casa, juntos en silencio y tan felices.
La visita de Elfine a los Hawk-Monitors se había alargado durante una semana más, e incluso Flora les había visitado en dos ocasiones para tomar el té. Para alivio de Flora, la joven Elfine se había ganado absolutamente a la señora Hawk-Monitor. Ésta se la describió a Flora como «una chiquilla encantadora. Tal vez demasiado inteligente para mi gusto, pero, desde luego, una chiquilla encantadora». Flora felicitó a Elfine en privado y le advirtió que se contuviera y no hablara mucho de Marie Laurencin ni de Purcell. El objetivo se había alcanzado; ahora no había ninguna necesidad de exagerar.
Se fijó la boda para el día 14 de junio. La señora Hawk-Monitor había decidido que tendría lugar en la iglesia de Howling, que era una hermosura. Luego sorprendió completamente a Flora sugiriéndole que el banquete podría celebrarse en Cold Comfort.
—Es mucho más cómodo que volver otra vez aquí, ¿no le parece?
—Oh, bueno… —dijo Flora, intentando tranquilizar de algún modo a Elfine, que la miraba con cara de angustia—. Dudo que pueda llevarse a cabo allí, ¿sabe? Me refiero a que la anciana señora Starkadder últimamente está un poco… inválida. El… eeeh… ¡el ruido! El ruido podría alterarla mucho.
—Oh, no tiene por qué bajar. Se le puede subir un poco de tarta a sus dependencias. Sí, está decidido: creo que eso será lo mejor. ¿Hay un salón grande en la casa de la granja, señorita Poste?
—Varios —dijo Flora débilmente.
—¡Espléndido! ¡Eso es precisamente lo que necesitamos! Le escribiré a la anciana señora Starkadder esta misma noche.
Y la señora Hawk-Monitor (que por lo que se veía estaba deseando endilgar algunos de los engorros nupciales a la familia de Elfine) cambió sutil pero efectivamente de tema.
¡Así que había aparecido una nueva y espantosa amenaza en el horizonte! Ciertamente (pensó Flora, mientras volvía a casa a bordo del enorme Renault de los Hawk-Monitor), sus preocupaciones parecían no tener fin. Empezaba a pensar que, ni aunque empleara en ello toda su vida, jamás podría arreglar y ordenar la granja. Apenas conseguía acomodar a alguien en el lugar apropiado, otra persona empezaba a pisotearle el jardín y se veía obligada a comenzar todo de nuevo.
Aunque la verdad era que las cosas habían ido bastante mejor desde que Reuben se había erigido como propietario oficial de la granja. Los salarios se pagaban regularmente. Las habitaciones se limpiaban y se ventilaban de vez en cuando; vaya, incluso se fregaban. Y, aunque la tía Ada Doom aún persistía en llevar a cabo la inspección quincenal de los libros, Reuben había comenzado a elaborar por su cuenta un juego de libros paralelos, en los cuales anotaba los auténticos ingresos de la granja. Los libros que veía la tía Ada dos veces a la semana eran más falsos que el demonio.
La tía Ada no había bajado a la cocina desde la noche del «Recuento»; y Micah, Ezra y los otros Starkadder se habían aprovechado un tanto del estado de postración en que se encontraba la vieja. También se habían animado con las huidas de Seth, Elfine y Amos. Pronto se dieron cuenta de que la tía Ada, como el resto de los mortales, sólo era un ser humano.
Así que ordenaron a Prue, a Letty, a Jane, a Phoebe y a Susan, por no hablar de Rennet, que subieran del pueblo a Cold Comfort y se establecieran allí, con todas sus cosas, en algunas de las habitaciones vacías de la casona, tan lejos como fuera posible de las dependencias de la tía Ada.
Y así se quedó la cosa. Empezaron a vivir todos juntos como gallos de pelea, y, por dondequiera que fuera, parecía que Flora siempre se topaba con alguna de aquellas mujeres con cara de gallina, embutida en su vestido de algodón. Respecto a la señora Beetle, dijo que toda aquella algarabía de viejas brujas lograba ponerla enferma, y se mostró encantada de regresar a su casa con Urk y con Meriam y con los topos.
Así pues, en términos generales, la vida en la granja era bastante más agradable de lo que nunca lo fue para los Starkadder; y todos debían agradecérselo a Flora.
Pero Flora no estaba satisfecha.
Mientras regresaba a casa en el coche de los Hawk-Monitor, la hija de Robert Poste pensaba en cuánto le quedaba por hacer aún en Cold Comfort antes de que verdaderamente pudiera decir que la propiedad y la casona estaban en condiciones de satisfacer al mismísimo abad Fausse-Maigre.
Ahí estaba el problema de Judith… Ahí estaba el viejo Adam. Y ahí estaba la propia tía Ada Doom, el mayor problema de todos, y el más difícil de remediar.
Decidió que debía afrontar en primer lugar la cuestión de Judith. Judith ya llevaba tumbada en su habitación con la ventana cerrada demasiado tiempo. Dos veces le había preguntado la señora Beetle si podía arreglar un poco la habitación de Judith; y dos veces Flora se había visto obligada a contestar que aún no era conveniente. Pero ahora (así lo decidió Flora) las cosas ya habían ido demasiado lejos; así que se enfrentaría con Judith en cuanto llegara a casa.
La luz del atardecer se filtraba por el pasillo y lo sembraba de nítidas rayas atigradas cuando Flora se acercó a la habitación de Judith. La puerta estaba cerrada. Era como una mano prohibiendo el paso, presionando suave y firmemente contra el silencio del corredor. Flora llamó a la puerta con los nudillos y esperó unos segundos a que Judith la invitara a pasar. Pero por única respuesta recibió un silencio indiferente. Oh, bueno… pensó, y, girando el picaporte, entró en la habitación.
Judith estaba sentada junto al aguamanil, lavando uno de los doscientos pedacitos de tela de crepé con los que protegía las doscientas fotografías de Seth.
La vacua mirada de la mujer a duras penas salvó el abismo de aire fétido que se abría entre ella y su visitante. No había alegría en sus ojos; eran profundísimas simas de incomprehensibilidad. No eran los suyos dos ojos, sino dos cuévanos hundidos entre esas dos buhardillas de hueso sobresalientes, esos dos montículos mortecinos que eran sus mejillas. Albergaban, en su absoluta inmovilidad, dos agonizantes pupilas sufrientes, como estanques helados en medio de un gélido día invernal; y sobre aquellas pupilas pestañeaban los párpados como harapos de un inútil dolor colgando al aire.
—Oh… prima Judith, ¿qué te parecería venirte conmigo a Londres mañana? —le preguntó Flora con amabilidad—. Tengo que hacer algunas compras, y luego he quedado para comer con un médico austríaco encantador… Es el doctor Müdel, de Viena. Anda, vente conmigo.
Las carcajadas de Judith sorprendieron incluso a las despreocupadas moscas que daban vueltas por encima de su cabeza, y que durante unos instantes dejaron incluso de zumbar.
—Estoy muerta —dijo sencillamente. Los brazos le colgaban a ambos lados del cuerpo lastimosamente—. Mira, el trapito tiene polvo… —murmuró—. Tengo que quitarle el polvo…
Flora se reprimió y no se le ocurrió decir que si uno lava una cosa que tiene polvo, simplemente lo estropea aún más. Haciendo gala de un acerado sentido de la paciencia, le dijo que pensaba coger el tren de las diez y media, y que esperaba que Judith estuviera preparada hacia las nueve en punto.
—Ya verás cómo te gusta, prima Judith, cuando estés allí —le dijo, animándola—. No debes seguir así, ya sabes. Es… bueno… Nos entristece mucho verte así. Quiero decir… Este tiempo tan precioso y todo eso. Es una pena desperdiciarlo.
—Yo misma soy un desperdicio —dijo Judith con voz gélida—. Soy una cáscara… una corteza… un pellejo usado. ¿Para qué sirvo ahora… ahora que él se ha ido?
—Bueno, bueno… Eso ahora no tiene ninguna importancia —dijo Flora muy dulcemente—. Lo único que tienes que hacer es animarte y esperarme, bien preparada, mañana a las nueve en punto.
Antes de salir de la habitación de Judith aquella noche, se las arregló para sacarle una suerte de media promesa según la cual la mujer estaría preparada a la hora convenida, tal y como se le había indicado. A Judith no parecía importarle lo que le ocurriera, siempre que no la obligaran a hablar; y Flora se aprovechó de su lasitud para grabar su voluntad sobre la flácida voluntad de su prima.
Tras dejar a Judith, le pidió a Adam que bajara a Howling y que pusiera el siguiente telegrama:
Herr Doktor Adolf Müdel,
Instituto Nacional de Psicoanálisis,
Whitehall, S. W.
Caso interesante para usted puede comer en Grimaldi mañana miércoles una-y-cuarto cómo está el niño saludos F. Poste.
Y a las nueve en punto aquella misma noche, mientras se encontraba sentada junto a la ventana abierta de su pequeño saloncito, inhalando las fragancias de la flor del espino y escribiéndole a Charles, le subieron un telegrama (lo recogió la mismísima Nancy, la de Mark Dolour precisamente). Rezaba:
Por supuesto encantado niño tiene marcadas tendencias paranoicas enfermera me asegura bastante normal a los ocho meses ella sabe mucho más que yo maravillosa perspectiva poder verte cuando quieras eh… Adolf