20

El día que pasó con Judith en Londres fue un éxito absoluto, aunque se produjeron, eso es verdad, ciertos inconvenientes menores. El pelo de Judith, por ejemplo, se desparramaba cada quince minutos y Flora tenía que volverle a poner las horquillas. Luego también hubo que bregar con las comprensivas y amables preguntas de los compañeros de viaje en el tren, a los que hubo que dar largas, porque naturalmente estaban intrigados al oír a Judith referirse a sí misma a cada paso como «Calabaza Vacía» y «Cascajo».

Pero una vez concluyó el trayecto, las preocupaciones de Flora se disiparon. Sentada frente a Judith y el doctor Müdel, en una mesa tranquila del Grimaldi, junto a una ventana, Flora observó, con cierta sensación de alivio, que el doctor Müdel se iba haciendo gradualmente con el mando de la situación.

Era una de sus desagradables obligaciones como psicoanalista del Estado procurar eliminar las fijaciones de sus pacientes en objetos dolorosos en los que éstos se hallaban reconcentrados, y enfocar la obsesión de los enfermos sobre la propia figura del terapeuta. Lo cierto era que los pacientes no permanecían centrados en él durante mucho tiempo: en cuanto podía, el doctor los dirigía hacia algo inofensivo, como el ajedrez o la jardinería. Pero, mientras los pacientes se encontraban centrados en él, pasaba un verdadero calvario y se ganaba cada penique de las ochocientas libras anuales que tan juiciosamente le pagaba el Gobierno.

Y Flora, observando cuán pronto Judith comenzaba a oscurecerse y a desperezarse como un volcán pronto a la erupción en dirección al doctor Müdel, no pudo evitar admirar la extraordinaria habilidad con la que el galeno efectuaba la transferencia en el curso de aquella conversación aparentemente tan normal que tuvo lugar durante toda la comida.

—Se encontrrarrá perrfectamente ahorra —le comunicó el doctor a Flora con un suave susurro, en voz muy baja, cuando terminó la comida. Judith, mientras tanto, observaba melancólicamente por la ventana el ajetreo callejero—. La llevarré al centrro médico y allí me lo contarrá todo. Perrmanecerrá allí durrante unas seis semanas tal vez. Luego la mandarré al extrranjerro parra que pase unas pequeñas vacaciones. Harré que se interrese porr las iglesias antiguas, crreo. Hay muchas iglesias antiguas en Eurropa y le llevarrá toda la vida verrlas una a una. La mujerr esta tiene dinerro, ¿verdad? Tiene que tenerr dinerro parra poderr verr todas las iglesias que tiene que verr. Bueno, entonces, todo perrfecto. No te prreocupes. Serrá absolutamente feliz. Toda esa enerrgía… ya, es una lástima. La interriorriza, en vez de exterriorrizarrla… Ahorra la exterriorrizarrá… hacia las iglesias antiguas. ¡Ya!

Flora se sintió un poco inquieta. No era la primera vez que había visto cómo un paciente alterado se calmaba ante la voluntad del especialista, y sin embargo nunca se acostumbraba a semejante espectáculo. ¿Podría Judith ser realmente un poco más feliz? A su prima le parecía bastante improbable. Aunque, ciertamente, Judith ya parecía más feliz. Sus ojos siguieron cada movimiento del doctor Müdel cuando éste abonó la cuenta de la comida; Flora nunca la había visto observar el mundo tan animada y tan normalmente.

—Entonces, prima Judith, ¿vas a quedarte con el doctor Müdel durante una temporada? —le preguntó.

—Me lo ha pedido. Es muy amable… Hay una fuerza desconocida en él —contestó Judith—. Suena… como un gong. ¿Tú no lo notas?

—Oh… bueno… No todos podemos tener esa suerte… —dijo Flora cariñosamente—. Pero, de verdad, prima Judith, yo creo que sería una excelente idea que fueras con él. Necesitas unas vacaciones, tú lo sabes, después de… eeh.… Bueno, después de todo el lío que ha habido en casa últimamente. Te hará mucho bien, de verdad. Anímate y ya verás. Y luego, después de un tiempo, podrás ir al extranjero y ver muchas cosas de Europa. Iglesias antiguas y todo eso. No te preocupes por la granja. Reuben se ocupará de todo por ti y te enviará todos los meses una buena porción de las ganancias.

—Amos… —murmuró Judith. Parecía como si las ligaduras que la encadenaban a su antigua vida se estuvieran desgarrando una tras otra, y, sin embargo, aún la mantuvieran ligeramente sujeta.

—Oh, yo no me preocuparía mucho por él —dijo Flora confiadamente—. En estos momentos ya estará viajando a América con el reverendo Elderberry Shiftglass. Yo no me preocuparía. Ya te escribirá para decirte cuándo piensa volver. No te preocupes. Tú disfruta mientras seas joven.

Y eso fue lo que decidió hacer Judith, evidentemente, pues se montó en el coche con el doctor Müdel y partió con él, y parecía bastante contenta: al menos parecía iluminada y transfigurada y liberada de sí misma y de todo lo demás. E incluso cuando se disculpó por la costumbre que tenía de multiplicar por dos cada emoción, probablemente se estaba sintiendo verdaderamente alegre.

Antes de despedirse, Flora quedó en enviarle al hospital aquellos cinco chales rojos y mugrientos que solía ponerse ella, y varios cartones de horquillas, que al parecer formaban parte fundamental de su vestuario; y también una cantidad de dinero adecuada con la que abonar sus pequeños dispendios durante los seis meses que durara el tratamiento. Por supuesto, el doctor Müdel se encargaría de vigilar que su dinero se administrara adecuadamente.

Así que todo quedó solucionado; y Flora observó cómo se alejaba el coche del doctor con un sentimiento de considerable satisfacción.

Y fue también con un profundo sentimiento de satisfacción, y con algo extrañamente parecido al cariño, con lo que vislumbró por vez primera la silueta de la granja al volver aquella noche a Cold Comfort.

Era un atardecer suave y encantador. Los últimos rayos del sol se derramaban pesadamente, como acontecía con frecuencia cuando se aproximaba el crepúsculo en verano, y se colaban entre los resquicios de las hojas verdes como largos lingotes de oro. No había nubes en el cielo azul, cuyo color estaba comenzando a oscurecerse a medida que se avecinaba la noche, y los perfiles del paisaje se difuminaban con las sombras que gradualmente avanzaban desde la profundidad de los bosques y las arboledas.

La propia granja ya no se parecía de ningún modo a aquella bestia a punto de abalanzarse sobre su presa. (En realidad, a Flora nunca le había parecido eso, puesto que no tenía la costumbre de pensar que las cosas pudieran parecerse mucho a otras cosas que en apariencia eran completamente distintas). Pero sí le había parecido sucia, y miserable, y deprimente, y cuando el señor Mybug había remarcado en cierta ocasión que la granja parecía una bestia a punto de abalanzarse sobre su presa, Flora simplemente no había tenido ganas de contradecirle.

Ahora el lugar ya no parecía sucio ni miserable ni deprimente. Las ventanas reflejaban los brillos dorados del atardecer. El patio estaba barrido, y limpio de paja y papeles. Cortinas de cuadros colgaban alegremente en la mayoría de las ventanas, y alguien (casi con total seguridad había sido Ezra, que poseía el secreto místico de la horticultura) había estado escardando y arreglando el huerto, repleto de hileras de judías con sus flores rojizas.

—Y todo esto lo he conseguido yo sola, con mi pequeña hacha[35] —pensó Flora con sencillez mientras se inclinaba hacia delante en la calesilla para contemplar la escena. Y un sentimiento de alegría y satisfacción se abrió en su interior como si fuera una flor.

Pero entonces levantó la vista y se fijó en el anodino reflejo de aquella ventana cerrada que se encontraba inmediatamente por encima de la puerta de la cocina, y el rostro de Flora volvió a torcerse en un gesto meditabundo. Era la habitación de la tía Ada. La vieja aún estaba allí, luchando hasta el final en aquella batalla que sabía perdida. La tía Ada, el espíritu de Cold Comfort, estaba siendo acosada con violencia, pero aún no se había rendido. ¿Y acaso podía ella, Flora, realmente, congratularse por el trabajo realizado en la granja, y presumir de que el final de dicha tarea ya estaba cercano, mientras la tía Ada Doom aún se encastillaba allí arriba, en su torre?

—Tienes la cena en la mesa, querida —dijo la señora Beetle, abriendo la cancela para permitir que Reuben metiera a Víbora en el patio—. Fiambre de ternera y ensalada. Me marcho a casa. Ah, y también tiene crema. Crema rosa.

—Perfecto —dijo Flora, con un suspiro de placer, mientras descendía de la calesilla—. Gracias, señora Beetle. La señorita Judith no vendrá esta noche. Va a quedarse en Londres durante un tiempo. ¿Ha ido todo bien?

Ella —dijo la señora Beetle, bajando la voz y mirando con gesto conspiratorio hacia arriba, hacia la ventana cerrada— se ha puesto como loca cuando ha sabido que la señorita Judith se había ausentado esta mañana. Ha empezado a decir que definitivamente la habían dejado sola en la leñera, que a ella nadie la engañaba. Ha dicho también que no puede contar con Reuben. (Por supuesto que no: ahora es él quien manda). De todos modos, la señora sigue teniendo apetito, eso no se le puede negar. Tres raciones de ternera y dos pasteles de sebo que se ha zampado hoy para cenar. ¿Qué le parece a usted? En fin, a esta mujer más vale dejarla por imposible.[36] Hala, buenas noches, señorita Flora. Estaré aquí plantada a las ocho mañana.

Y se marchó.

Flora entró en la cocina, donde ya había una lámpara ardiendo sobre la mesa. Su suave luz se derramaba sobre los capullos de un ramillete de rosas que alguien había colocado en un tarro de mermelada. También había una carta de Charles apoyada contra el bote. Las rosas perfilaban unas sombras intensas y redondeadas en el sobre. Era tan bonita la escena que Flora se demoró un instante, observándola, antes de abrir la carta.

Siguió haciendo buen tiempo durante unos cuantos días; y Flora y todos los demás rezaban para que al menos aguantara hasta el día de la boda de Elfine, cuyo banquete se celebraría en la granja el 14 de junio, el Día de San Juan.[37]

Los preparativos para el banquete quedaron a cargo de Flora. Estaba muy preocupada por que el aspecto de la granja no avergonzara a Reuben y a su joven hermana; así que se dirigió directamente a su primo y le dijo que necesitaba dinero para comprar algunos adornos y comida para los invitados. Reuben pareció complacido ante la idea de que se celebrase un banquete en la granja y le entregó treinta libras, con las cuales tendría que arreglárselas. Pero entonces, mirando significativamente hacia el techo, añadió:

—Y bien, ¿qué vamos a hacer con la vieja?

—Déjamela a mí —dijo Flora, en un arrebato—. Creo que sé cómo me enfrentaré a ella. En unos cuantos días veréis. De lo primero que me ocuparé será de la decoración y del convite. Oh, ¿y es necesario que tengamos ahí colgados todos esos cuadros repletos de esas apestosas flores de parravirgen? Me temo que podrían tener efectos indeseables sobre Meriam y Rennet. Son tan influenciables…

—Eso no es cosa mía. Los ponemos así porque lo dice la abuela. Pero haz lo que quieras, prima Flora. No quiero volver a ver jamás ni uno solo de esos hierbajos.

Así pues, una vez obtuvo el permiso de Reuben, Flora comenzó con los preparativos.

Los días transcurrían apaciblemente. La hija de Robert Poste tenía muchas cosas que hacer, e incluso tuvo que bajar tres veces a la capital porque se estaba haciendo un vestido nuevo para el banquete y tenían que arreglárselo. La señora Smiling se encontraba todavía en el extranjero. No se la esperaba de regreso hasta el día después de la boda, así que el número 1 de Mouse Place estaba cerrado a cal y canto. Julia estaba en Cannes; Claud Hart-Harris estaba en su casa, en Chiswick, donde recalaba todos los veranos, durante un mes, porque decía que al menos podía estar seguro de que allí no se encontraría a nadie que conociera. Pero Flora consiguió entretenerse de todos modos, y comió y cenó en la más agradable de las soledades.

En los breves momentos de descanso entre los arreglos de su vestido y la superintendencia de la colosal limpieza estival de la granja (la primera que se realizaba en aproximadamente cien años), Flora no dejó de vigilar la relación entre el señor Mybug y Rennet. Pensaba que lo mejor sería, desde luego, que se casaran cuanto antes; pero también se daba perfecta cuenta de que el matrimonio no era lo que más le apetecía al intelectual, y no quería que Rennet acabara regresando a casa con el rabo entre las piernas y un vergonzoso bombo.

El señor Mybug, en todo caso, acabó pidiéndole a Rennet que se casara con él. Le dijo que, por Dios, D. H. Lawrence estaba en lo cierto cuando decía que entre un hombre y una mujer debía reinar una tensión sexual muda, oscura, turbia y cortante, pues ¿de qué otro modo, si no, podía uno sobrevivir a la larga monotonía propia del matrimonio? Por lo que tocaba a Rennet, ésta aceptó la propuesta a la primera, y lo celebró eligiendo el juego de cacerolas. Así que, en fin, todo era perfecto; se casarían en la oficina del registro de Londres un fin de semana, e incluso tendrían tiempo de participar en el convite de Elfine el día 14.

Como las tardes se hacían más largas a medida que se acercaba el día de San Juan, Flora se sentaba sola en el pequeño saloncito verde, donde los perfumes de la flor del espino se colaban por la ventana abierta, y se dedicaba a leer en su ejemplar de El sentido común de índole superior los pasajes consagrados a la «Preparación de la Mente para Luchar mediante la Prudencia y la Audacia contra Elementos no Incluidos en el Sumario».

Flora sabía que aquello le ayudaría a lidiar con la tía Ada Doom. Aquellos textos en alemán y latín eran solemnes y pétreos como obeliscos egipcios; y cuando el lector se paraba a estudiar más detenidamente el significado de sus sílabas, que tintineaban como campanas, hacia atrás y hacia atrás en el tiempo, descubría en ellas una escarchada pátina de sabiduría, fría e irrefutable. Ante ellas, la Pasión, temerosa, se escabullía hacia su guarida; y la divina Razón, y su hermano, el Amor, unidos en un abrazo mutuo, elevaban sus cabezas gemelas para recibir la guirnalda de la Felicidad.

La tía Ada era, con toda seguridad, uno de los «Elementos no Incluidos en el Sumario». A medida que Flora leía su manual, noche tras noche, se fue percatando de que una convicción se iba afianzando en su mente: que aquél era uno de esos casos en los que debía confiar sumisamente en la ayuda de un destello de intuición. (El capítulo advertía al estudioso lector que semejantes casos podían darse en ocasiones). El capítulo en cuestión la ayudaría a preparar su espíritu para el ataque, pero poco más podía hacer. Simplemente, debía esperar el momento propicio.

Y el momento propicio se produjo una noche especialmente hermosa y notablemente tranquila. Había dejado a un lado El sentido común de índole superior durante media hora, mientras se acababa su cena, y había abierto Mansfield Park al azar, a ver si así se animaba un poco. «Todo había concluido, en cualquier caso, por fin; y la noche cayó con más tranquilidad para Fanny…». Y de repente… ¡el destello! Efectivamente, ya todo había concluido: su larga indecisión y su desconcierto sobre cómo lidiar con la tía Ada Doom. En unos segundos pergeñó un plan en su cabeza, con cada detalle prístinamente claro, como si la escena ya se hubiera llevado a cabo y ella sólo tuviera que rememorarla. Con toda tranquilidad, arrancó una hoja de su libreta y escribió el siguiente telegrama:

Hart-Harris,

Chauncey Grove,

Chiswick Mall.

Por favor envía-pero-ya últimos números Vogue también prospecto hotel miramar parís y muy importante fotografías fanny ward besos Flora.

Luego hizo llamar a Nancy, la de Mark Dolour, que estaba allí para ayudar en la campaña de limpieza primaveral, y le dijo que bajara a la ofina de correos de Howling con el telegrama.

Cuando Nancy salió y su figura se perdió en el brillante atardecer estival, Flora cerró parsimoniosamente la cubierta de El sentido común de índole superior. Ya no lo necesitaría más. Podía permanecer cerrado hasta la próxima vez que se topara con un «Elemento no Incluido en el Sumario». Y aquella noche se fue a la cama con la tranquilidad y la confianza de que había encontrado por fin el modo de enfrentarse a la tía Ada Doom.

Sólo faltaba ya una semana para la boda, así que Flora esperaba impaciente que Claud le enviara cuanto antes las revistas que había pedido. Probablemente le llevaría unos días pelearse con la tía Ada, así que no había tiempo que perder si su trabajo tenía que estar concluido y rematado para la celebración.

Pero Claud no le falló. Las revistas llegaron por correo aéreo al día siguiente, a mediodía. El cartero las dejó caer limpiamente sobre una gran pradera que se extendía junto a la granja. Flora vio que venían acompañadas de una lastimera nota de Claud, en la que éste le preguntaba en qué narices andaba enredada ahora. Decía que, salvo por el hecho de que Flora era un poco más grande, le recordaba en cierto modo a un mosquito.

Flora deshizo el paquete y se aseguró de que Claud le había enviado todo lo que había pedido. Luego se recogió el pelo y se puso un vestido de lino nuevo y, como era la hora del almuerzo, ordenó a la señora Beetle que le diera la bandeja que había preparado con la comida de la tía Ada.

—Vaya, vaya… Tendrá que esforzarse —dijo la señora Beetle—. La bandeja pesa medio quintal.

Pero Flora agarró como si tal cosa la bandeja y (ante los ojos atemorizados de Nancy, la de Mark Dolour, de Reuben, de la señora Beetle y de Sue, Phoebe, Jane y Letty) colocó en ella un ejemplar del Vogue, el prospecto del Hotel Miramar de París y las fotografías de Fanny Ward.[38]

—Me encargaré de subirle yo misma la comida a la tía Ada —anunció—. Si no he bajado a las tres, señora Beetle, hágame el favor de subir un poco de limonada. A las cuatro y media puede subir el té y un poco de ese pastel de pasas de Corinto que preparó Phoebe la semana pasada. Y si no he bajado a las siete, por favor, suba una bandeja con cena para dos, y a las diez, leche caliente con galletas. Ahora, adiós: adiós, adiós, adiós a todos. Y os ruego que no os preocupéis. Todo irá bien.

Y lentamente, ante la fascinada mirada de los Starkadder congregados y de la señora Beetle, Flora comenzó a subir las escaleras que conducían a las dependencias de la tía Ada, sujetando con firmeza la bandeja de la comida por delante de ella. Todos pudieron escuchar el ligero sonido de sus pasos recorriendo el pasillo; luego los pasos se detuvieron, y los testigos oyeron, en la quietud de la atmósfera veraniega de la casa, cómo llamaba a la puerta; luego escucharon su voz cantarina, diciendo claramente:

—Te he traído la comida, tía Ada. ¿Puedo entrar? Soy tu sobrina Flora.

Hubo un silencio. Luego se oyó cómo se abría la puerta, y Flora, con su bandeja incluida, pasaron al interior.

Aquello fue lo último que se supo de ella durante casi nueve horas.

A las tres en punto, a las cuatro y media, y a las siete, la señora Beetle subió la comida y los refrigerios tal y como se le había encargado. Y cada vez que subía encontraba los platos vacíos y los vasos apilados cuidadosamente junto a la puerta cerrada, en medio del pasillo. Desde el interior llegaban los sonidos de voces constantes que se elevaban y luego susurraban; pero, aunque la señora Beetle escuchó con la oreja pegada a la puerta durante varios minutos, no pudo distinguir ni una sola palabra; y eso era lo único que pudo ofrecer al ansioso grupo que esperaba escaleras abajo.

A las siete, el señor Mybug y Rennet se unieron al grupo de espectadores, y después de esperar hasta casi cerca de las ocho a que Flora bajara para cenar, todos decidieron que lo mejor sería comenzar sin ella, y empezaron a dar buena cuenta de la pitanza: carne, cerveza y cebolletas en vinagre, agradablemente aderezadas con inquietud y diversas especulaciones.

Después de cenar se dispusieron una vez más a observar y esperar. A las nueve, la señora Beetle se preguntó una docena de veces si no debería subir con algunos sándwiches y un poco de chocolate, con el fin de ver si se había producido algún avance en las conversaciones. Pero Reuben dijo que mejor no lo hiciera; se le había ordenado que subiera unos vasos de leche caliente a las diez, y eso era lo que tenía que hacer: subir unos vasos de leche caliente a las diez, y no había más que hablar. Reuben no se apartaría de las órdenes de Flora ni en el más leve detalle. Así que la señora Beetle se quedó donde estaba.

Todos se arracimaron y se sentaron a la puerta, frente al lento crepúsculo; entonces la señora Beetle les preparó un poco de agua de cebada aderezada con limón y se pusieron cómodos para irlo sorbiendo apaciblemente, pues sus gaznates estaban completamente resecos con la charla y las indagaciones sobre qué demonios podría estarle diciendo Flora a la tía Ada Doom, y rememorando detalles de la historia de la granja durante los últimos veinte años, y recordándose unos a otros lo desagradable que había sido el viejo Fig Starkadder, y preguntándose cómo iba a prosperar Seth en Hollywood y si se encontraría con Amos allí, y comentando lo encantadora que iba a ser la boda de Elfine, y preguntándose cómo se llevarían Urk y Meriam cuando se casaran, y especulando sobre qué diantres estaría haciendo Judith en Londres, y, si estaba allí, y por qué, y con quién… Poco a poco fue oscureciendo y refrescando, y una a una fueron apareciendo las estrellas del verano en el cielo.

Estuvieron hablando tan animadamente que no oyeron que el reloj daba las diez, y no fue hasta que dio el cuarto cuando la señora Beetle les dio un buen susto a todos: se levantó de la silla y dijo a gritos:

—¡Anda…! ¡Que se me olvidó la leche! ¡Hasta mi propio nombre acabaré por olvidar! Voy a subírselo de inmediato.

Y ya se estaba inclinando en el fogón para echar más leña sobre los rescoldos, cuando en el exterior se oyó un ruido que hizo que todos saltaran de sus sillas, y volvieran sus cabezas en dirección a la oscuridad más allá de la puerta de la cocina.

Alguien bajaba lentamente las escaleras, con pasos ligeros que se arrastraban un poquito al final.

Reuben se levantó, encendió una cerilla y la sujetó por encima de su cabeza. La luz aumentó y, entonces, más allá del quicio de la puerta, apareció Flora… ¡por fin!

Parecía bastante serena, pero también algo pálida y soñolienta. Un rizo de su pelo rubio oscuro colgaba solitario sobre su mejilla.

—Hola —dijo amablemente—. Vaya, ¿estáis todos aquí? (Hola, señor Mybug, ¿no debería estar ya en la cama a estas horas?). ¿Me podría dar ahora la leche, señora Beetle? La tomaré aquí abajo. No tiene que subirle nada a la tía Ada. Ya la he metido en la cama. Se ha dormido.

Del grupo emanó un suspiro de asombro.

Flora se dejó caer en la silla vacía de Reuben, sin reprimir un largo bostezo.

—Estábamos preocupados por ti, hija mía —dijo Letty con cierto tonillo de queja. Se había hecho un largo silencio durante el cual se encendieron las lámparas y se echaron las cortinas. A nadie le apeteció formular preguntas, aunque a todos se les salían los ojos de las cuencas por la curiosidad—. Así de veces, mira, que hemos estado en un tris de subir ahí y bajarte para acá.

—Muy amable por vuestra parte —dijo Flora lánguidamente, con un ojo puesto en el vaso de leche que le estaban preparando—. Pero todo ha ido relativamente bien, en realidad. Ya está todo arreglado. Querido Reuben, no tienes que preocuparte; nadie montará lío en la boda. Podemos seguir adelante con el asunto de la comida y la decoración. De hecho, todo saldrá perfecto, en todos los sentidos.

—Prima Flora, nadie que no fuera tú podría haberlo conseguido —se limitó a decir Reuben—. Yo… yo, bueno, supongo que no te importará decirnos cómo te las has arreglado…

—Bueno —dijo Flora, introduciendo la nariz en el cuenco de la leche—, es una historia muy larga. En fin.… Hemos hablado durante horas, vaya que si hemos hablado. No os puedo decir todo lo que nos hemos contado: me estaría aquí toda la noche. —En este punto, reprimió un bostezo de enormes proporciones—. Ya lo veréis cuando llegue el momento. Me refiero al día de la boda. Esperad. Será una sorpresa. Una sorpresa encantadora. No os puedo decir nada ahora. Lo estropearía todo. Lo único que tenéis que hacer es esperar y observar. Será sencillamente encantador. ¡Sorpresa…!

Su voz se había ido tornando cada vez más soñolienta a medida que su explicación avanzaba. Justo precisamente cuando se iba difuminando en puro silencio, la señora Beetle se apresuró a cogerle el vaso de leche que se le caía de las manos, pero ya fue demasiado tarde. Flora se había quedado dormida.

—Igualita que una niña agotada —dijo el señor Mybug, quien, como la mayoría de los intelectuales radicales, era en el fondo tan tierno como el queso—. Igualita igualita que una niña agotada. —Y ya estaba alargando la mano de un modo soñador y ausente con la intención de acariciarle el pelo a Flora, cuando la señora Beetle le dio un fuerte manotazo en los nudillos, exclamando:

—¡Quietas las zarpas, Pompey![39]

Mybug se ofendió tanto por la actitud de la buena señora que se marchó a su casa, seguido por la quejicosa Rennet, sin despedirse siquiera.

La señora Beetle entonces comenzó a dar empujones a Susan, Letty, Phoebe, Prue y Jane para que subieran a sus habitaciones, y con la ayuda de Reuben despertó a Flora de su sueño.

La hija de Robert Poste se puso de pie, aún dormida, y sonrió a Reuben cuando éste le entregó la vela.

—Buenas noches, prima Flora. El día que llegaste aquí fue un buen día para Cold Comfort —dijo, mirándola desde arriba.

—Bah, querido, no me digas eso.… Ha sido tremendamente entretenido para mí —dijo Flora—. Tú espérate al día de la boda y verás. Eso sí que va a ser divertido. Señora Beetle, usted sabe lo poco que me gusta quejarme, pero he de decir que las chuletas de ternera que la señora Starkadder y yo hemos cenado estaban ligeramente poco hechas. Ambas nos dimos cuenta. Es más, la de la señora Starkadder estaba casi cruda.

—Lo lamento, lo lamento de verdad, señorita Poste —dijo la señora Beetle.

Y luego todos, cayéndose de sueño, se fueron a dormir.