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Iris y Joey

Lunes, 18 de septiembre de 1989

Iris salió de la tienda a las cinco en punto, tras asegurarse de haber cerrado bien. Nunca habían robado en Yesterday, probablemente porque la mercancía antigua no atraía a los delincuentes. ¿Por qué arriesgarse a ir a la cárcel por unos artículos para los que no existía un mercado secundario? Por otra parte, sí que habían sufrido un buen número de hurtos en la misma tienda, perpetrados a partes iguales por chicas adolescentes y mujeres de media edad. Las ladronas no veían mal birlar ropa interior, joyas procedentes de herencias, bolsos bordados con cuentas e incluso alguna que otra prenda de vestir, siempre que la pudieran meter fácilmente en una bolsa de la compra o en un bolso grande. Karen, la encargada de la tienda, había ordenado a Iris poner alarmas antihurto en los objetos más caros, lo que significaba que el sistema de seguridad emitiría un pitido continuado si alguien salía de la tienda con algún artículo oculto bajo la ropa o entre los paquetes. En más de una ocasión, Iris había seguido a alguna clienta hasta el exterior de la tienda y la había oído expresar sorpresa y vergüenza por haberse olvidado de pagar. Por el momento todas habían vuelto a entrar con expresión avergonzada y habían pagado lo que debían. Iris concedía a todo el mundo el beneficio de la duda, aunque sabía perfectamente quién era culpable y quién no.

Hoy Joey trabajaba hasta tarde, así que Iris recorrió a pie las diez manzanas que separaban la tienda de su piso, situado en un edificio de cuatro viviendas del Lower East Side. En el barrio vivían muchos hispanos, lo que no significa que las casas fueran baratas. En Santa Teresa, la frase «viviendas asequibles» era un auténtico chiste. Iris y Joey alquilaban un minúsculo piso de un solo dormitorio, con una cocina de seis metros cuadrados, un salón de nueve y el dormitorio de once. En el baño cabía una bañera con ducha, un inodoro, un lavabo doble con un armario para toallas en un extremo y un espejo de cuerpo entero clavado en la parte posterior de la puerta.

Iris había hecho todo lo posible para crear un ambiente elegante. Las paredes del salón y del dormitorio estaban pintadas de azul oscuro, con molduras blancas. Al fondo del salón había una estantería también blanca, con un escritorio integrado y una extensión de metro y medio en un extremo que hacía las veces de mesa de comedor. La pared de enfrente estaba alicatada con azulejos de espejo para dar sensación de amplitud. Los muebles del salón consistían en un sofá de metro ochenta y una otomana con un asiento abatible que, al levantarlo, revelaba más espacio de almacenamiento. Tenían dos butaquitas tapizadas, una mesa auxiliar y dos lámparas de pie. Iris también había añadido algunas plantas artificiales de aspecto frondoso que aportaban calidez a la sala.

Iris precalentó el horno a 175 grados, dejó el bolso en el pequeño pasaplatos situado entre la cocina y el salón y abrió la puerta del frigorífico, del que sacó un paquete de pechugas de pollo, una lechuga romana, un tarrito con salsa vinagreta y un tubo de cartón con panecillos precocinados. Le quitó el plástico al paquete de pollo y lavó las pechugas en un colador bajo el agua fría del grifo. A continuación sacó una tabla para cortar y partió las dos pechugas grandes en dos trozos más pequeños. Mientras preparaba la comida, Iris no dejó de darle vueltas a la visita de la periodista que se había presentado en la tienda. No sabía qué pensar de aquella mujer, pero no le gustaron nada las preguntas que le hizo.

Cubrió dos bandejas para el horno con papel de aluminio, secó los trozos de pollo con un paño y los colocó sobre la bandeja. Después sazonó las pechugas y las metió en el horno. Cuando el pollo estuviera casi hecho, abriría el tubo de cartón que contenía los panecillos, los dispondría en la segunda bandeja y los metería en el horno. Sacó una caja de fettuccine amandine, llenó un cazo con agua y encendió uno de los fogones. Con la lechuga romana prepararía una ensalada César. Puso la lechuga en una ensaladera, la aliñó con salsa vinagreta y la espolvoreó con queso parmesano.

Mientras se asaba el pollo, Iris se quitó la ropa que llevaba en la tienda y se puso unos pantalones cortos y una camiseta de manga larga. Joey llegó a las seis y media y los dos se sentaron a cenar. Para entonces, el horno había caldeado el piso, y el delicioso aroma a pollo de piel crujiente impregnaba el aire. Era uno de los platos favoritos de Joey. Con la cena bebieron sendas copas de vino rosado.

Iris apartó el plato y encendió un cigarrillo.

—No te vas a creer lo que me ha pasado hoy en la tienda.

Joey aún comía.

—¿Qué ha pasado?

—Ha venido una periodista y me ha preguntado qué pensaba yo de que Fritz McCabe hubiera salido de la cárcel.

—¿Una periodista?

—De Los Ángeles. «Periodista de investigación» es como se ha referido a sí misma.

Mientras cortaba un trozo de pechuga, Joey dijo:

—¿Y por qué iba a importarle lo que pienses tú de Fritz McCabe?

—Eso es lo que le he dicho. Lo malo es que sabía lo del vídeo que se grabó hace años. También sabía lo de la nota.

Joey dejó el tenedor sobre la mesa.

—¿Cómo lo sabía?

—Ha mencionado a «una persona anónima» que exigía una gran cantidad de dinero, y que si no se lo daban entregaría la cinta al fiscal del distrito. He intentado sonsacarle algún dato. Sabía que se refería a los McCabe, pero no me lo ha dicho abiertamente.

—¿Qué te ha respondido cuando se lo has preguntado?

—Nada. Ha esquivado la pregunta y ha cambiado de tema.

—¿Le has mencionado que Fritz llamó a todos sus amigos y les contó lo de la amenaza?

—He pensado que sería mejor hacerme la tonta.

—¿Crees que sus padres han contratado a alguien?

—Si no, ¿cómo iba a saber esa periodista lo del anónimo? Dijimos que nada de ir a la policía. Es posible que los McCabe pensaran que podían llamar a los periódicos para que la noticia saliera en todas partes. Me he cabreado mucho.

—Pero ¿por qué harían algo así? —preguntó Joey—. ¿Cómo pueden ser tan lerdos?

Iris se encogió de hombros.

—La verdad es que hicieron lo que ponía en la nota. Esta es su manera de intentar esquivarnos. ¡Ah!, y escucha esto: la periodista ha dicho que «las víctimas del chantaje» no tenían intención de pagar. Parecía muy segura de lo que decía.

—Joder. Esto no me gusta nada.

—A mí tampoco. Le he dicho que el vídeo era una gilipollez, unos cuantos amigos haciendo el tonto, pero ella me miraba con una cara muy larga. Quería saber con quién había hablado, pero no me pareció que fuera asunto suyo.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—Espera un momento, lo tengo apuntado.

Iris se levantó y fue por el bolso, donde guardaba el papel en que la periodista había anotado su nombre y un número de teléfono local, entonces sacó el papel doblado y se lo pasó a Joey.

—Creía que era de Los Ángeles —dijo Joey echándole un vistazo al papel—. Es un número de Santa Teresa.

—Me ha dicho que puedo contactarla aquí. Por si quiero desahogarme y confesárselo todo, supongo.

—¿Te parece que va a seguir investigando? —preguntó Joey.

—Es muy posible que le estén pagando para que lo haga, ¿no te parece? Me refiero a que no era simple curiosidad. La tía me ha acribillado a preguntas. Por otra parte, tengo entendido que los periodistas no suelen averiguar gran cosa, así que no creo que pueda hacernos daño.

—No lo sé, ese es el problema. —Joey consideró la información con expresión sombría—. Iba a sugerir que va siendo hora de hacer algo más, pero ahora pienso que no deberíamos llamar la atención.

—No estoy muy segura. Quizás.

—No me vengas con dudas y escúchame bien: no haremos nada. No compliquemos más las cosas cometiendo alguna estupidez. Es mejor esperar tranquilamente hasta que averigüemos lo lista que es esa periodista. Lo más probable es que no tengamos que preocuparnos de nada.

—Sí, claro. Eso querrías tú.

—A mí no me mires, el plan es cosa tuya.

—¿Cosa mía? ¿Y tú dónde has estado todo este tiempo? No hace mucho te entusiasmaba la idea.

—No diría que me entusiasmara, pero entendí tus motivos. Ese tío sale de la cárcel y se comporta como si no hubiera pasado nada. ¿Cómo se atreve?

—Exacto.

—Por otra parte, ocho años son muchos, se mire como se mire. Y encima pedirle que suelte un montón de pasta… Puede que nos estemos pasando.

—¡Qué dices! Tú no fuiste víctima de una agresión sexual. En mi grupo de apoyo todo el mundo piensa que tendría que machacarlo.

—¿Has hablado de esto con ellos? No me lo habías dicho. Joder…

—De esto no. No les he dicho que lo estuviéramos chantajeando, sólo que me revienta pensar que pueda irse de rositas.

—No se ha ido de rositas, lo metieron en la cárcel.

—Sigue siendo culpable de haber tenido relaciones sexuales con una menor. Ahora se comporta como si aquello no tuviera ninguna importancia. Debería pasarlo tan mal como lo pasé yo.

—¡Déjalo ya! En nuestra primera cita ya me lo contaste. Y cada vez que conocemos a alguien, te las arreglas para sacar el tema: te agredió sexualmente un amigo de la familia, alguien a quien conocías.

—Es que es verdad. La gente tendría que saberlo.

—No es que se trate de un asunto de interés general. Así consigues que te compadezcan, y por eso lo haces.

—Estás menospreciando mi experiencia. Minimizas el impacto que tuvo. Los tíos siempre subestimáis a las mujeres. «¿Por qué no lo superas? ¿Por qué no te olvidas de una vez?» —dijo Iris imitando la voz de Joey—. Lo que de verdad quieres decir es: «¿Por qué tengo que pagar el pato yo por algo que te pasó a ti?».

—No sé por qué hemos acabado peleándonos. Estoy de tu parte, te lo he dicho mil veces. Hablábamos de Fritz.

—Es lo mismo. Si dices «Fritz McCabe», yo oigo «violación».

—Hablemos de otra cosa —propuso Joey.

—Me parece bien. ¿De qué quieres hablar?

—Si conseguimos el dinero y lo usamos para hacer un viaje, ¿adónde podríamos ir?