17

Me pasé casi toda la tarde del jueves recorriendo moteles de Winterset y Cottonwood en busca de información. Interrogar a la gente, al igual que hacer labores de vigilancia, es un auténtico rollo. Los resultados no suelen guardar relación con la energía que has gastado en obtenerlos. A veces he aguardado en vano durante horas en un coche aparcado, esperando avistar a mi objetivo. En otras ocasiones, sin embargo, he dado con alguien casi por accidente. La paciencia es la clave. No tiene sentido ponerse de mal humor, porque todo esto forma parte de mi trabajo. En este caso, sentí tal alivio al dejar a Bayard y a Maisie que no era cuestión de quejarse. Dice mucho del estado de las relaciones actuales el hecho de que salir a la caza de un asesino despiadado sea más relajante que presenciar un idilio entre dos tortolitos.

La ciudad de Winterset está situada a unos ocho kilómetros al sur de Santa Teresa. Cubre aproximadamente cuatro kilómetros cuadrados, con una elevación de treinta y seis metros sobre el nivel del mar. La población, según el último censo, no llegaba a las doce mil almas. Las viviendas de estilo Cape Cod de una planta diseminadas por la ladera de la montaña, que ahora cuestan más de un millón de pavos cada una, fueron en otros tiempos residencias estivales para veraneantes de clase media blanca procedentes de Los Ángeles.

La ciudad de Cottonwood, once kilómetros más al sur por la 101, es conocida por las fuentes de brea que una expedición española descubrió en la playa en 1769. El alquitrán derivado del petróleo es de color negro, de ahí la frase «negro como el alquitrán». Las tribus nativas indias usaban esta sustancia pestilente para calafatear sus canoas. Aún se ven afloramientos de petróleo por la zona, que también alberga varias plataformas petrolíferas instaladas frente a la costa. Ha surgido toda una industria artesanal de productos para quitarte la brea de las plantas de los pies después de pasar el día en la playa de Cottonwood.

«El asfalto o betún natural, un tipo de brea, es un polímero viscoelástico». Lo sé porque lo busqué en la enciclopedia que mi tía Gin le compró a un vendedor a domicilio bastante marrullero. Cuando iba a cuarto de primaria, escribí una redacción sobre el tema. Sabía que todos los datos eran exactos porque los había copiado palabra por palabra. «Aunque este polímero parece sólido a temperatura ambiente y puede romperse en pedazos al chocar con algo», escribí, «en realidad es fluido y fluye con el tiempo, pero de forma extremadamente lenta. El experimento de la “gota de brea” que tiene lugar en la Universidad de Queensland demuestra el movimiento de una muestra de brea a lo largo de muchos años. Para el experimento, se vertió la brea en un embudo de cristal y se dejó que goteara. Desde el inicio del experimento en 1930, sólo han caído ocho gotas de brea. Recientemente se calculó que la brea del experimento es aproximadamente doscientos treinta mil millones de veces más viscosa que el agua».

Para mi sorpresa, la maestra me puso un suspenso y me soltó un sermón sobre los plagios. Le añadí comillas a lo que había copiado, pero la señorita Manning se negó a subirme la nota. Menuda putada. ¿Qué esperaba aquella mujer de una niña de nueve años?

La mancomunidad de Winterset y Cottonwood cuenta con un hotel, doce moteles y tres hosterías, denominación elegante para los bed and breakfast excesivamente caros. Todos estos establecimientos estaban situados bastante lejos los unos de los otros y eso me obligaba a recorrerlos en coche. También me dediqué a repartir por varios restaurantes, cafeterías y estaciones de servicio el retrato policial de Ned, la breve nota sobre sus antecedentes criminales y mi tarjeta de visita. Catorce de los negocios por los que pasé no tenían nada que decir, aunque los empleados me manifestaron su alarma al saber que podrían haber atendido a un maniaco con tendencias homicidas.

El recepcionista del penúltimo motel era un hombre llamado Bradley Benoit: blanco, unos setenta años, con cejas pobladas de color gris y una calva salpicada de pecas. Cuando le pasé la circular de la policía por encima del mostrador de la recepción, Bradley la empujó de nuevo hacia mí educadamente.

—Déjeme decirle algo, señorita. La ley californiana exige a los hoteles y a los moteles que recojan y anoten los datos sobre sus clientes en papel o en formato electrónico. El registro debe incluir el nombre y la dirección del cliente, el número de personas que lo acompañan y la marca, modelo y matrícula del vehículo del cliente si dicho vehículo se estaciona en el aparcamiento del hotel; la fecha y hora de llegada del cliente, y su fecha de salida; el número de habitación que se le asigna, el precio de la habitación y el método de pago.

Estaba a punto de interrumpirlo, pero, al parecer, Bradley no había hecho más que empezar.

—Además, nos exigen que entreguemos todos estos datos a la policía si nos los solicitan. No veo ninguna razón para acatar la norma, ya que esto obliga a los propietarios de los hoteles a recoger los datos personales de sus clientes y entregarlos sin que estos den su consentimiento. Como ciudadanos, tenemos ciertos derechos a los que no deberíamos renunciar simplemente porque estamos de viaje. ¿Sabe qué viola esta recopilación de datos?

—Ni idea.

—La Cuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos.

Di unos golpecitos sobre la circular de la policía.

—¿Ve a este caballero? Lo buscan con relación al secuestro, agresión, violación y asesinato de varias adolescentes, así que, pese a que aplaudo y apoyo su opinión, en realidad no me preocupan los derechos constitucionales del susodicho. Lo único que quiero saber es si usted lo ha visto. Bastará con un «sí» o un «no».

—No lo he visto.

Le entregué mi tarjeta.

—Muchas gracias por atenderme.

—No se ponga impertinente conmigo, señorita —dijo Bradley.

En el último motel, el Sand Bar, tuve más suerte.

Un recepcionista llamado Sebastian Palfrey reconoció a Ned, pero dijo que se había ido hacía tres días. Al igual que el recepcionista anterior, Sebastian era blanco y rondaba los setenta. Quizás esta era una nueva tendencia laboral entre los jubilados. Sebastian llevaba gafas de montura metálica y el pelo, largo y gris, se lo había recogido en una coleta. Tenía el segundo y el tercer dedo de la mano derecha amarillentos a causa del humo del tabaco.

—¿Firmó como Ned Lowe?

—No lo creo, pero puedo comprobarlo.

—Gracias.

Sebastian sacó un montón de tarjetas de registro.

—Puede que me lleve unos minutos. Están ordenadas por fecha y aún no he archivado las últimas. —Repasó las tarjetas, leyéndolas una a una—. Aquí está. Hoover. J. E. Hoover.

—J. Edgar Hoover, el director del FBI. Muy gracioso —comenté—. ¿Me permite ver la dirección?

Sebastian le dio la vuelta a la tarjeta para que yo pudiera leerla, y luego me entregó una hoja de papel.

—Probablemente falsa —comentó.

—Nunca se sabe. Como es tan engreído, puede que haya dado algún dato auténtico para divertirse. —Anoté la dirección, que estaba en Louisville—. ¿Le enseñó alguna identificación con su foto?

—Un permiso de conducir de Kentucky que me pareció válido, pero quizás era una falsificación. Nunca he visto uno auténtico, así que no hubiera podido cuestionárselo aunque se me hubiera ocurrido.

—¿Tiene idea de por qué pudo haber escogido este motel?

—Las habitaciones cuestan cuarenta y nueve dólares por noche, más baratas que en la mayoría de los sitios. Pagó al contado, se alojó aquí tres noches y salió el lunes.

—¿Y qué hay de su medio de transporte?

El recepcionista ladeó la tarjeta de registro.

—Lo puede ver aquí, tenemos una casilla para apuntar la marca y el modelo del vehículo. La dejó en blanco.

—¿No vio ningún coche aparcado frente a su habitación?

—No se me ocurrió mirarlo. No les cobramos a los clientes por aparcar, así que a mí me da igual. Aunque ahora que lo pienso, llevaba una mochila. Con un armazón de aluminio ligero y un saco de dormir de nailon rojo atado en la parte de arriba.

—Si viajaba a pie, probablemente habría llamado la atención en una zona como esta.

Palfrey se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Dijo que estaba de paso. Como llevaba botas y equipo de acampada, supuse que habría estado haciendo senderismo. Puede que se dirigiera a iniciar alguna ruta.

—No lo creo. Apareció en Santa Teresa el lunes al mediodía —expliqué—. ¿Le mencionó adónde iba?

—Ni una palabra. Era muy callado. Me gusta charlar con los clientes para que se encuentren a gusto cuando están fuera de casa, pero las conversaciones triviales no le interesaban. Se limitó a ser cortés, y yo también.

—Si se le ocurre algo más, ¿le importaría avisarme?

—Lo haré encantado. Ojalá pudiera darle más información.

—Ha sido de gran ayuda.

Cuando volvía a Santa Teresa me invadió la desazón. El intento de allanamiento de mi despacho el lunes coincidía con la salida de Ned del motel Sand Bar y su posterior viaje hacia el norte. Lo había visto en mi barrio el martes por la noche, lo que lo situaba claramente en Santa Teresa. Por el momento, el Departamento de Policía de Santa Teresa y los colegas sintecho de Pearl no le habían echado el ojo. Ned era como una serpiente venenosa: mejor no perderlo de vista que preguntarse cuándo podría atacar de nuevo. Tenía que haber alguna manera de localizarlo.

Se me ocurrió que debería hablar con la segunda mujer de Ned, Phyllis Joplin, que vivía en Perdido la última vez que supe de ella. Me enteré de su existencia cuando el detective ya fallecido Pete Wolinsky captó un indicio de la patología de Ned. Pete recopiló una lista de mujeres que tuvieron una relación estrecha con él y acabaron sufriendo las consecuencias. Conocí a Pete al principio de mi carrera profesional y no tenía muy buen concepto de él hasta que comprendí lo sagaz que había sido al desentrañar la historia de Ned. La primera mujer de la lista era la novia del instituto con la que Ned había estado obsesionado, y que acabó trasladándose a otro estado. A continuación figuraba el nombre de la chica con la que se casó poco después y que murió en circunstancias poco claras. Su segunda esposa, Phyllis, había tenido la fortaleza y el buen juicio de divorciarse de él. Una psicóloga llamada Taryn Sizemore, que salió con Ned durante dos años, también consiguió librarse de su yugo.

A lo largo de veinticinco años, Ned se valió de su afición a la fotografía para presentarse como un cazatalentos de la industria de la moda neoyorquina que atravesaba el sudoeste en busca de caras nuevas. Los últimos dos nombres en la lista de Pete resultaron ser los de dos de las chicas a las que Ned había asesinado. Fiel a su palabra, cumplió con su promesa de fotografiarlas y luego las mató. La policía descubrió cientos de fotografías en el cuarto oscuro que Ned había abandonado en plena noche. No asesinó a todas sus modelos fotográficas, y tampoco existía un patrón evidente que explicara por qué algunas habían sobrevivido. En aquella época Ned estaba casado con su tercera esposa, Celeste, que fue rescatada por unos amigos poco después de que los crímenes de su marido salieran a la luz. Desde entonces la policía le pisaba los talones, pero por el momento Ned había logrado escabullirse.

No llegué a conocer a Phyllis en persona. Me la imaginaba alta y rubia, pero seguramente estaba muy equivocada. Después de la muerte de Pete hablé con ella por teléfono, y me contó que Ned se había especializado en cortejar a mujeres vulnerables a las que pudiera dominar. Cuando lo conoció, ella acababa de divorciarse, estaba en el paro, tenía sobrepeso y el pelo se le caía a puñados a causa de un trastorno nervioso. Al principio de la relación Ned se mostró encantador, aunque no tardó en agobiarla con sus exigencias y poco después comenzaron a aflorar sus instintos asesinos. La inició en la asfixiofilia, práctica consistente en estrangular a tu amante hasta hacerle perder el conocimiento a fin de aumentar la excitación sexual. A Phyllis le avergonzaba admitir el control que Ned ejercía sobre ella, porque para entonces ya le parecía repulsivo en todos los demás aspectos de su convivencia.

Saqué la libreta de direcciones y busqué su número. Phyllis contestó al primer timbrazo. Recitó de corrido el nombre de su empresa, que no capté. Sabía que era censora de cuentas, pero no tenía más información sobre ella.

—Phyllis, soy Kinsey Millhone, de Santa Teresa. Hablamos hace seis meses.

—Eres la detective, me acuerdo —dijo Phyllis—. Espero que llames para decirme que Ned Lowe está muerto.

—Ojalá. Lo han visto por esta zona y pensé que deberías saberlo.

—Te agradezco la advertencia. Tengo entendido que lo buscan en cinco estados, así que cruzo los dedos para que alguien le dispare a sangre fría.

—Qué bonito es soñar —contesté.

—Habría dicho «que alguien lo mate como a un perro», pero no quiero denigrar a nuestros amigos de cuatro patas.

—¿Qué sabes de Celeste? Me gustaría advertirle que Ned podría presentarse en su casa. ¿Se te ocurre cómo podría localizarla?

—Buena pregunta. ¿Cómo has averiguado que Ned ha vuelto?

Me di cuenta de que había evitado mi pregunta sobre Celeste, pero lo dejé pasar por el momento.

—Intentó entrar en mi despacho por la fuerza. Como hice instalar un sistema de alarma hace seis meses sólo consiguió romper una ventana con una piedra. Esto pasó el lunes pasado. El martes por la noche, cuando yo estaba fuera, fue a mi estudio y les preguntó por mí a unos amigos.

—Me está entrando mucho miedo. Creía que ya no volveríamos a verlo, pero obviamente no es así. Espero que la policía lo esté buscando.

—Hacen todo lo que pueden. Han aumentado el número de patrullas, y están repartiendo su fotografía por los moteles y los hoteles próximos a la playa. También han avisado a las comisarías de Perdido y Olvidado. Un par de amigos míos sintecho han alertado a los albergues de la ciudad. Acabo de volver de Winterset y Cottonwood, donde he distribuido fotocopias con su fotografía y un resumen de los delitos por los que lo buscan. El encargado del motel Sand Bar lo ha reconocido. Me ha dicho que Ned se alojó allí tres noches y que se marchó el lunes por la mañana.

—¿Cómo ha conseguido la policía su foto? No sabía que Ned tuviera antecedentes.

—Agredió a una chica en Burning Oaks hará unos seis años. Lo detuvieron, lo ficharon, le sacaron unas fotos y le tomaron las huellas dactilares. Luego pagó la fianza y lo pusieron en libertad, con la obligación de comparecer ante el juez cuando lo citaran. La chica desapareció poco después y retiraron los cargos. Por lo que sé, ese es su único contacto con la policía.

—Es un cabrón muy astuto. ¿Se te ocurre qué puede estar tramando ahora?

—Eso mismo me pregunto yo.

—Te diré cuál es mi teoría: Ned quiere recuperar sus recuerdos.

—Ah, sí, los que les robó a las chicas que mató. Celeste me habló de esos recuerdos, por llamarlos de alguna manera. Encontró la llave de un archivador cerrado y se los llevó mientras él estaba en un viaje de negocios.

—No creo que Celeste fuera consciente de lo importantes que eran para Ned —dijo Phyllis—. Sólo se enteró de lo furioso que se puso al descubrir que ella se los había llevado.

—Supongo que Celeste no te dejó nada para que se lo guardaras.

—Claro que no. ¿Lo dices en serio? Esos recuerdos son pruebas de los delitos de Ned. Si Celeste me los hubiera dado, yo se los habría entregado a la policía. Se los debió de quedar ella.

—Sé que Celeste no se los dio a Pete Wolinsky antes de que lo mataran. Ned registró de arriba abajo la casa de su viuda y no encontró nada. Lo que me desconcierta es la rapidez con la que ha conseguido esfumarse. Visto y no visto, como si se lo hubiera tragado la tierra. Tiene que estar por aquí, escondido en alguna parte.

—Podrías buscarlo en los parques de autocaravanas y casas prefabricadas. Le gusta llevar la casa a cuestas, es como un cangrejo ermitaño.

—Buena idea, gracias. ¿Qué hay de la casa que Celeste y él tenían en Cottonwood?

—Sigue ahí, por lo que yo sé. Si el banco hubiera ejecutado la hipoteca, habría visto el aviso en el periódico.

—¿Crees que es posible que Ned se haya ido a vivir allí?

—Quizá —dijo Phyllis sin mucho convencimiento—. Como han cortado todos los suministros, tendría un techo bajo el que cobijarse, pero poco más.

—¿Qué hay de sus amigos?

—Ned no tiene amigos.

—¿Y conocidos? Debe de conocer a alguien por esta zona.

—Lo dudo. En cualquier caso, nadie que lo conozca estaría dispuesto a alojarlo. No puede decirse que nuestro querido Ned se haga querer. Es un robot que ha aprendido a imitar el comportamiento humano sin dejarse llevar por las emociones, por eso sabe manipular tan bien a la gente. Tiene un radar increíble para detectar tus necesidades más íntimas, y te engatusa de tal manera que acabas convencida de haber encontrado a tu media naranja. Yo misma caí en la trampa, pese a que siempre me había creído muy lista.

—¿Sabes dónde está Celeste ahora?

—Ya me lo has preguntado antes.

—Soy consciente de ello, Phyllis. Por eso te lo pregunto otra vez.

—Mira, se cambió el nombre y se mudó. A pesar de tener un nombre falso, su número no aparece en la guía telefónica. No quiere correr ningún riesgo.

—Seguro que se ha puesto en contacto contigo, si no, no sabrías tantas cosas.

—Me llamó una vez para que supiera que estaba bien. Tengo el nombre y la dirección en algún sitio. Los anoté en un trozo de papel y luego guardé el papel en una caja. Me mudé hace seis semanas y aún tengo cajas de embalaje apiladas en el cuarto de invitados.

—Cuando lo encuentres, ¿por qué no la llamas y le explicas lo que pasa? Así no tendrás que revelar ningún secreto.

Oí un teléfono que sonaba en casa de Phyllis.

—¿Quieres contestar?

—Ya saltará el contestador. Tengo una idea: ¿por qué no vienes a tomar una copa de vino y algo para picar? Podemos hablar de Ned, y a lo mejor se nos ocurre alguna idea.

—Me encantaría. ¿Cuándo?

—Esta noche estoy ocupada. ¿Qué tal mañana por la noche?

—No me va bien, tengo que ir a una fiesta de cumpleaños en mi barrio.

—¿Qué tal el sábado, entonces?

—Perfecto. Puedo llevar el vino si te parece.

—No te molestes, tengo botellas de sobra. Acabo de comprar un dúplex en una urbanización privada. Le daré tu nombre al guarda de seguridad y él te dirá dónde encontrarme. Los dúplex parecen casas adosadas. Pensarías que están todos conectados, pero en realidad están distribuidos por parejas, así que en mi número de calle hay dos pisos, A y B. Cuando llegues a mi edificio, entra en el vestíbulo y pulsa el botón que lleva mi nombre. Oiré la llamada desde mi piso y te enviaré el ascensor. O, si el ascensor ya está abajo, pulsa el botón de llamada del interior de la cabina, identifícate y llamaré al ascensor para hacerlo subir. Ven alrededor de las cinco, nos sentaremos en la terraza y veremos la puesta de sol. Prepararé algo rápido para las dos. No soy muy buena cocinera, así que no te hagas demasiadas ilusiones.

—Yo ni siquiera sé cocinar, por lo que cualquier cosa que prepares me parecerá una maravilla.

—Apúntate mi nueva dirección.

La anoté y le dije que estaría allí el sábado a las cinco.

Al colgar permanecí sentada un rato más, preguntándome dónde estaría Ned. Ya empezaba a dudar de lo que había sugerido Phyllis sobre los parques de autocaravanas y viviendas prefabricadas. Tras una búsqueda rápida en la guía telefónica, encontré diez parques de viviendas prefabricadas en la zona: dos cerca del centro y los otros ocho en Colgate. Pese a que la sugerencia me había parecido atinada, no me pude imaginar a Ned comprando o alquilando una casa prefabricada. Las casas prefabricadas sirven de base fija de operaciones en un recinto con conexiones permanentes de agua y electricidad. Tienen dirección postal, y se paga un alquiler mensual por el terreno en el que están instaladas. Ned era la última persona del mundo que se instalaría en una comunidad donde lo buscaran por asesinato.

En cuanto a los parques para autocaravanas, había dos: uno a unos veinticinco kilómetros al norte de la ciudad, y el otro a sesenta y cinco kilómetros también al norte. Los descarté basándome en la premisa de que Ned no querría alojarse tan lejos. Al parecer, salió caminando del motel Sand Bar, e iba a pie sin ningún género de dudas cuando lo vi en Albanil el martes por la noche. Si llevaba una mochila y un saco de dormir, probablemente habría acampado cerca de allí. No pude descartar la posibilidad de que dispusiera de un coche (comprado, alquilado o robado), pero correría el riesgo de ser sancionado con multas de tráfico y de aparcamiento que podrían situarlo en el punto de mira de los agentes de tráfico.

Activé la alarma, cerré el despacho con llave y me fui a casa. Ed estaba sentado en la acera, frente a la verja.

—¿Qué haces tú aquí?

El gato no estaba muy comunicativo, así que me agaché, lo cogí en brazos y lo llevé hasta el jardín de atrás. Después de depositarlo en la cocina de Henry volví a mi estudio. Me puse el chándal y las zapatillas y pensé en Ned Lowe mientras corría. ¿Cuál sería su proceso mental? Necesitaría algún refugio o, por lo menos, algún lugar donde cobijarse sin ser visto. Tendría que comer, lo que significaba locales de comida rápida, cafeterías, bares y restaurantes; o, más bien, un supermercado donde abastecerse de provisiones. Necesitaría tener acceso a un baño, lo que significaba estaciones de servicio, aseos públicos en el puerto deportivo o el baño de caballeros en algún parque de la ciudad, donde quizá también pudiera resguardarse. Dondequiera que se encontrara, yo tendría que averiguar cuanto antes su paradero, tanto por mi seguridad como por la de otras personas. Aunque no lo supiera en aquel momento, esta reflexión acabaría atormentándome más adelante.