PREFACIO.

«¿Otro libro sobre la cuestión de la naturaleza y la educación? ¿Es que todavía hay alguien que piense que la mente es una tabla rasa? Para cualquiera que tenga más de un hijo, que haya tenido una relación heterosexual o que haya observado que los niños aprenden el lenguaje, pero no así los animales que tenemos de casa, ¿no es evidente que las personas nacemos con ciertas aptitudes y una cierta forma de ser? ¿Es que no hemos superado ya la simplista dicotomía entre herencia y entorno y no nos hemos percatado de que toda conducta procede de la interacción de ambas?»

Este es el tipo de reacción que obtenía de mis colegas cuando les explicaba qué pensaba hacer en este libro. A primera vista, la reacción no carece de lógica. Es posible que el tema de naturaleza frente a educación se encuentre agotado. Quien esté familiarizado con la literatura actual sobre la mente y la conducta habrá visto tesis conciliadoras como las siguientes:

Si el lector está convencido de que la explicación genética ha ganado y excluido a la ambiental, o viceversa, es que no hemos hecho lo que debíamos en la exposición de una u otra. Nos parece muy probable que tanto los genes como el medio tengan algo que ver en el asunto. ¿Cuál puede ser la combinación? En este sentido, somos completamente agnósticos; en lo que podemos determinar, las pruebas no justifican aún ningún juicio.

No, este libro no va a ser de los que cuentan que todo está en la genética. El medio es tan importante como los genes. Todo lo que los niños experimentan en su crecimiento tiene la misma importancia que aquello con que vienen al mundo.

Incluso cuando una conducta es hereditaria, el comportamiento de una persona sigue siendo producto del desarrollo y, por lo tanto, tiene un componente ambiental causal […] La idea moderna de que los fenotipos se heredan a través de la duplicación de las condiciones tanto genéticas como ambientales indica que […] las tradiciones culturales —las conductas que los hijos copian de sus padres— deben de ser fundamentales.

Si se piensa que se trata de equilibrios inocuos que demuestran que hemos dejado atrás el debate sobre la naturaleza y la educación, reflexionemos un poco más. De hecho, las citas anteriores proceden de tres de los libros más incendiarios de los últimos diez años. La primera es de The Bell Curve, de Richard Herrnstein y Charles Murray, quienes sostienen que las diferencias en las puntuaciones medias obtenidas en los test de coeficiente intelectual entre los estadounidenses negros y los blancos se deben a causas tanto genéticas como ambientales(1). La segunda es de El mito de la educación, de Judith Rich Harris, quien señala que la personalidad de los niños está configurada tanto por sus genes como por el medio, de manera que las semejanzas entre hijos y padres se pueden deber a los genes que comparten, y no sólo a los efectos de la influencia parental(2). La tercera es de A Natural History of Rape, de Randy Thornhill y Craig Palmer, quienes defienden que la violación no es simplemente un producto de la cultura, sino que hunde también sus raíces en la naturaleza de la sexualidad de los hombres(3). El hecho de haber invocado la educación y la naturaleza, y no únicamente la primera, ha supuesto que a estos autores se les haya vilipendiado, que se les haya hecho callar a gritos, que hayan sido objeto de duras críticas en la prensa, incluso que se les haya denunciado en el Congreso. A otros que han manifestado opiniones del mismo tipo se les ha censurado, agredido o amenazado con una querella criminal(4).

Es posible que la idea de que la naturaleza y la educación interactúan para configurar cierta parte de la mente resulte falsa, pero no es endeble ni anodina, incluso en el siglo XXI, miles de años después de que surgiera la cuestión. Cuando se trata de explicar la conducta y el pensamiento humanos, la posibilidad de que la herencia desempeñe algún papel tiene aún la capacidad de impresionar. Muchos piensan que reconocer la naturaleza humana significa aprobar el racismo, el sexismo, la guerra, la codicia, el genocidio, el nihilismo, la política reaccionaria y el abandono de niños y desfavorecidos. Cualquier propuesta de que la mente posee una organización innata supone un golpe para las personas no porque pueda ser una hipótesis incorrecta, sino por tratarse de un pensamiento cuya concepción es inmoral.

Este libro habla de los tintes morales, emocionales y políticos que el concepto de la naturaleza humana entraña en la vida moderna. Voy a volver sobre los pasos de la historia que condujo a las personas a pensar que la idea de naturaleza humana es peligrosa, e intentaré desenmarañar cuantas confusiones morales y políticas han ido enredando tal idea. Ningún libro que hable de la naturaleza puede esperar salvarse de la polémica, pero no escribí éste para que fuera otro libro «explosivo» más, como se suele proclamar en las cubiertas. No rebato, como algunos suponen, una postura extrema en defensa de la «educación» con otra postura extrema en defensa de la «naturaleza», pues la verdad se encuentra en algún lugar intermedio. En algunos casos, es correcta una explicación ambiental extrema: un ejemplo evidente es la lengua que uno habla, y las diferencias entre las razas y los grupos étnicos en las puntuaciones de los test quizá constituyan otro. En otros casos, como en determinados trastornos neurológicos heredados, será correcta una explicación hereditaria extrema. En la mayoría de los casos, la explicación correcta estará en una interacción compleja entre la herencia y el medio: la cultura es esencial, pero no podría existir sin unas facultades mentales que permiten que los seres humanos construyan y aprendan la cultura. Mi objetivo en este libro no es defender que los genes lo son todo y que la cultura no es nada —nadie cree tal cosa—, sino analizar por qué la postura extrema (la de que la cultura lo es todo) se entiende tan a menudo como moderada, y la postura moderada se ve como extrema.

Reconocer la naturaleza humana tampoco tiene las implicaciones políticas que muchos temen. No exige, por ejemplo, que haya que renunciar al feminismo ni aceptar los niveles actuales de desigualdad y violencia, ni amenazar la moral como algo ficticio. En gran parte intentaré no defender unas políticas concretas ni promover la agenda de la derecha o la izquierda. Creo que las controversias sobre la política casi siempre implican unas concesiones entre valores opuestos, y que la ciencia está equipada para identificar esas concesiones, pero no para resolverlas. Mostraré que muchas de ellas tienen su origen en las características de la naturaleza humana y, al aclararlas, confío en que nuestras decisiones colectivas, cualesquiera que sean, estén mejor informadas. Si por algo abogo es por los descubrimientos sobre la naturaleza humana que se han ignorado o se han eliminado en los debates modernos sobre los asuntos humanos.

¿Por qué es importante esclarecer todo esto? La negativa a reconocer la naturaleza humana es como la vergüenza que el sexo producía en la sociedad victoriana, y aún peor: distorsiona la ciencia y el estudio, el discurso público y la vida cotidiana. Afirman los lógicos que una sola contradicción puede corromper todo un conjunto de afirmaciones y con ello hacer que se extiendan las falsedades. El dogma de la inexistencia de la naturaleza humana, vistas las pruebas científicas y del sentido común que avalan su existencia, no es más que una de esas influencias perniciosas.

En primer lugar, la doctrina que sostiene que la mente es una tabla rasa ha deformado la investigación sobre el ser humano y, con ello, las decisiones públicas y privadas que se guían por tales estudios. Muchas políticas sobre la paternidad, por ejemplo, se inspiran en estudios que ven una correlación entre la conducta de los padres y la de los hijos. Los padres cariñosos tienen unos hijos seguros de sí mismos; los padres responsables (ni demasiado permisivos ni demasiado severos) tienen hijos bien educados; los padres que hablan con sus hijos tienen unos hijos que dominan mejor el lenguaje; etc. Todos concluyen que para conseguir los mejores hijos los padres han de ser cariñosos, responsables y dialogantes, y que si los hijos no llegan a ser como debieran, será culpa de los padres. Pero las conclusiones se basan en la creencia de que los niños son tablas rasas. Recordemos que los padres dan a sus hijos unos genes, y no sólo un medio familiar. Es posible que las correlaciones entre padres e hijos sólo nos indiquen que los mismos genes que causan que los padres sean cariñosos, responsables o dialogantes provocan que los hijos sean personas seguras de sí mismas, educadas o que saben expresarse correctamente. Mientras no se realicen nuevos estudios sobre hijos adoptados (que sólo reciben de sus padres el medio, no sus genes), los datos avalan por igual la posibilidad de que sean los genes los que marquen toda la diferencia, la posibilidad de que la marque por completo el ejercicio de la paternidad, o cualquier posibilidad intermedia. Pero casi en todos los casos, la postura más extrema —la de que los padres lo son todo— es la única que contemplan los investigadores.

El tabú sobre la naturaleza humana no sólo ha puesto anteojeras a los estudiosos, sino que ha convertido cualquier conversación que verse sobre ella en una herejía que se debe erradicar. Muchos autores sienten tantos deseos de desacreditar toda insinuación al respecto de una constitución humana innata que arrojan por la borda la lógica y el respeto. Distinciones elementales —«algunos» frente a «todos», «probable» frente a «siempre», «es» frente a «debe de ser»— se desechan de forma impaciente para presentar la naturaleza humana como una doctrina extremista. El análisis de las ideas se suele sustituir por la difamación política y el ataque personal. Este emponzoñamiento del clima intelectual nos ha dejado inermes para analizar los arduos temas referentes a la naturaleza humana, a medida que los descubrimientos científicos los convierten en más acuciantes.

La negación de la naturaleza humana se ha extendido más allá del ámbito académico y ha llevado a una desconexión entre la vida intelectual y el sentido común. Pensé en escribir este libro por primera vez cuando empecé a reunir una serie de afirmaciones sorprendentes de expertos y de críticos sociales sobre la maleabilidad de la psique humana: que los niños discuten y se pelean porque se les incita a que lo hagan; que les gustan las golosinas porque sus padres las emplean como premio por comerse la verdura; que los adolescentes compiten en su apariencia y en su forma de vestir influidos por los concursos y los premios escolares; que los hombres creen que la finalidad del sexo es el orgasmo por la forma en que se han socializado. El problema no es sólo que tales ideas son ridículas, sino que los propios autores no reconociesen que estaban afirmando cosas que el sentido común podría poner en entredicho. Es la mentalidad del culto, en la que las creencias fantásticas se exhiben como prueba de la propia devoción. Esta mentalidad no puede coexistir con una estima por la verdad, y creo que es la responsable de algunas de las lamentables tendencias de la vida intelectual de hoy. Una de estas tendencias es un manifiesto desprecio entre muchos estudiosos por los conceptos de verdad, lógica y evidencia. Otra es una división hipócrita entre lo que los intelectuales manifiestan en público y aquello que realmente piensan. Y una tercera es la reacción inevitable: una cultura de tertulianos «políticamente incorrectos» que aprovechan los medios de comunicación para recrearse en el antiintelectualismo y la intolerancia, envalentonados a sabiendas de que la clase dirigente intelectual ha perdido credibilidad a los ojos del público.

Por último, la negación de la naturaleza humana no sólo ha enrarecido el mundo de la crítica y de los intelectuales, sino que también ha perjudicado la vida de las personas corrientes. La teoría de que los hijos pueden ser moldeados por sus padres como se moldea la arcilla ha propiciado unos regímenes educativos artificiales y, a veces, crueles. Ha distorsionado las posibilidades con que cuentan las madres cuando tratan de equilibrar su vida, y han multiplicado la ansiedad de aquellos progenitores cuyos hijos no se han convertido en lo que esperaban. La creencia de que los gustos humanos no son más que preferencias culturales reversibles ha llevado a los planificadores sociales a impedir que la gente disfrute de la ornamentación, de la luz natural y de la escala humana, y ha forzado a millones de personas a vivir en grises cajas de cemento. La idea romántica de que todo mal es un producto de la sociedad ha justificado la puesta en libertad de psicópatas peligrosos que de inmediato asesinaron a personas inocentes. Y la convicción de que ciertos proyectos masivos de ingeniería social podrían remodelar la humanidad ha llevado a algunas de las mayores atrocidades de la historia.

La mayoría de mis argumentos serán fríamente analíticos —que un reconocimiento de la naturaleza humana no implica, lógicamente hablando, los resultados negativos que tantos temen—, pero no voy a ocultar que a mí modo de ver también entrañan algo positivo. «El hombre será mejor cuando se le muestre cómo es», dijo Chejov, de modo que las nuevas ciencias de la naturaleza humana pueden encabezar la marcha hacia un humanismo realista e informado biológicamente. Extraen a la superficie la unidad psicológica de nuestra especie que se esconde bajo las diferencias superficiales de la apariencia física y la cultura particular. Nos hacen apreciar la maravillosa complejidad de la mente humana, que podemos dar por supuesta precisamente porque funciona tan bien. Identifican las intuiciones morales que podemos emplear para mejorar nuestra suerte. Prometen una naturalidad en las relaciones humanas, y nos animan a tratar a las personas considerando cómo se sienten, y no cómo deberían sentirse según determinadas teorías. Ofrecen un punto de referencia con el que podamos identificar el sufrimiento y la opresión dondequiera que se produzcan, desenmascarando las racionalizaciones de los poderosos. Nos ofrecen una forma de examinar las construcciones de los autoproclamados «reformadores sociales» que nos librarían de nuestros placeres. Renuevan nuestro aprecio por los logros de la democracia y el imperio de la ley. Y refuerzan las ideas de los artistas y filósofos que a lo largo de los siglos han reflexionado sobre la condición humana.

Nunca ha sido tan oportuno hablar con toda franqueza de la naturaleza humana. Durante todo el siglo XX, muchos intelectuales intentaron asentar los principios de la decencia en unas frágiles proposiciones factuales, como aquella según la cual los seres humanos son indistinguibles desde un punto de vista biológico, no albergan motivaciones innobles y son completamente libres en su capacidad para tomar decisiones. Tales afirmaciones quedan hoy en entredicho ante los descubrimientos de las ciencias de la mente, el cerebro, los genes y la evolución. A falta de otras cosas, la sola conclusión del Proyecto Genoma Humano, con su promesa de una comprensión sin precedentes de las raíces genéticas del intelecto y de los sentimientos, debe ser una llamada de aviso. El hecho de que la ciencia cuestione la negación de la naturaleza humana nos plantea todo un desafío. Si no queremos renunciar a valores como la paz y la igualdad, ni a nuestro compromiso con la ciencia y la verdad, debemos alejar tales valores de aquellas tesis sobre nuestra configuración psicológica que puedan acabar demostrándose falsas.

El presente libro está dirigido a las personas que se preguntan de dónde surgió el tabú contra la naturaleza humana y que están dispuestas a explorar si poner en cuestión ese tabú es peligroso de verdad o simplemente no nos resulta familiar. Está dirigido a quienes sienten curiosidad por la nueva imagen, y las críticas legítimas a la misma, que está emergiendo de nuestra especie. Es para quienes sospechan que el tabú en contra de la naturaleza humana nos ha dejado en una situación de precariedad cuando se trata de abordar las cuestiones apremiantes a las que nos enfrentamos. Y está dirigido a quienes reconocen que las ciencias de la mente, el cerebro y la evolución cambian sin cesar la idea que tenemos de nosotros mismos, y se preguntan si los valores que consideramos preciosos se marchitarán, sobrevivirán o (como voy a defender) serán mejorados.

Es un placer mostrar mi gratitud a los amigos y colegas que han mejorado este libro en muchos sentidos. Helena Cronin, Judith Rich Harris, Geoffrey Miller, Orlando Patterson y Donald Symons hicieron análisis profundos y perspicaces de todos los aspectos, y sólo me cabe esperar que la versión final sea digna de su sabiduría. Me beneficié asimismo de los comentarios inestimables de Ned Block, David Buss, Nazli Choucri, Leda Cosmides, Denis Dutton, Michael Gazzaniga, David Geary, George Graham, Paul Gross, Marc Hauser, Owen Jones, David Kemmerer, David Lykken, Gary Marcus, Roslyn Pinker, Robert Plomin, James Rachels, Thomas Sowell, John Tooby, Margo Wilson y William Zimmerman. Doy las gracias también a los colegas que repasaron los capítulos referentes a su especialidad: Josh Cohen, Richard Dawkins, Ronald Green, Nancy Kanwisher, Lawrence Katz, Glenn Loury, Pauline Maier, Anita Patterson, Mriganka Sur y Milton J. Wilkinson.

Doy las gracias a muchas otras personas que de forma desinteresada atendieron mi solicitud de información o hicieron sugerencias que han encontrado su sitio en el libro: Mahzarin Banaji, Chris Bertram, Howard Bloom, Thomas Bouchard, Brian Boyd, Donald Brown, Jennifer Campbell, Rebecca Cann, Susan Carey, Napoleon Chagnon, Martin Daly, Irven DeVore, Dave Evans, Jonathan Freedman, Jennifer Ganger, Howard Gardner, Tamar Gendler, Adam Gopnik, Ed Hagen, David Housman, Tony Ingram, William Irons, Christopher Jencks, Henry Jenkins, Jim Johnson, Erica Jong, Douglas Kenrick, Samuel Jay Keyser, Stephen Kosslyn, Robert Kurzban, George Lakoff, Eric Lander, Loren Lomasky, Martha Nussbaum, Mary Parlee, Larry Squire, Wendy Steiner, Randy Thornhill, James Watson, Torsten Wiesel y Robert Wright.

Los temas que se tratan en este libro se expusieron primero en foros cuyos anfitriones y participantes proporcionaron aportaciones fundamentales. Entre ellos el Center for Bioethics, de la Universidad de Pennsylvania; el Simposio sobre Cognición, Cerebro y Arte, celebrado en el Getty Research Institute; la conferencia sobre Genética Conductual Evolutiva, celebrada en la Universidad de Pittsburgh; la Human Behavior and Evolution Society; el Proyecto de Liderazgo Humano, de la Universidad de Pennsylvania; el Institute on Race and Social Division, de la Universidad de Boston; la School of Humanities, Arts and Social Sciences del Massachusetts Institute of Technology (MIT); el Programa de Investigación sobre las Neurociencias, del Neurosciences Institute; la Cumbre sobre Psicología Positiva; la Society for Evolutionary Analysis in Law; y las Conferencias Tanner sobre Valores Humanos, en la Universidad de Yale.

Me complace reconocer el magnífico entorno que el MIT supone para la docencia y la investigación, y el apoyo de Mriganka Sur, jefe del Departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro; Robert Silbey, decano de la School of Science; Charles Vest, rector del MIT; y muchos colegas y alumnos. John Bearley, bibliotecario de la Teuber Library, localizó los materiales de estudio y las respuestas, por difíciles que fueran. Agradezco sinceramente también el apoyo económico del programa MacVicar Faculty Fellows y de la cátedra Peter de Florez. Mis estudios sobre el lenguaje contaron con el apoyo económico de la Beca HD18381.

Wendy Wolf, de Viking Penguin, y Stefan McGrath, de Penguin Books, me proporcionaron sus sabios consejos y me animaron. Les doy las gracias, como se las doy a mis agentes, John Brockman y Katinka Matson, por sus esfuerzos en bien del libro. Estoy encantado de que Katya Rice aceptara corregir el original, en la que ha sido nuestra quinta colaboración.

Mi más profundo agradecimiento es para mi familia, los Pinker, Boodman y Subbiah-Adams, por su amor y su apoyo. Doy las gracias en especial a mi esposa, Ilavenil Subbiah, por sus sabios consejos y su cariñoso estímulo.

Este libro está dedicado a cuatro personas que, además de ser unos amigos queridos, han influido mucho en mí: Donald Symons, Judith Rich Harris, Leda Cosmides y John Tooby.