10: El pozo del cristal

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El pozo del cristal

Una lámina inmensa de cristal de roca cubría el pozo y sus bordes se fundían con el granito circundante sin que se apreciara ninguna juntura. Tan fina y transparente era esta tapa que cada vez que una de las figuras amorfas que había debajo subía hasta la superficie para apretarse contra ella, Agis distinguía las facciones espectrales de un rostro. Por regla general, el semblante pertenecía a una criatura de barbilla blanda, mejillas carnosas y mirada herida e interrogante.

—¿Por qué vinisteis a Lybdos? —exigió Nal.

El bawan estaba de pie en el puente de Sa’ram, un caballete de madera que describía un arco sobre el pozo. En una mano sostenía a Agis por los tobillos, balanceando al noble por encima de la transparente placa, mientras que en la otra sujetaba a Tithian y a Kester, con los dedos tan apretados alrededor de sus pechos que los rostros de ambos habían adquirido un tono púrpura.

Fue Tithian quien contestó.

—¡Ya te lo hemos dicho! —declaró el monarca—. Nuestra nave naufragó en Mytilene. El jalifa Mag’r prometió dejamos vivir si le ayudábamos.

—Los joorsh atacarán al amanecer —añadió Kester—. Es entonces cuando se supone que hemos de abrir vuestras puertas.

—¿Cuál era el papel de Fylo en este plan?

Con la mano que sujetaba a Tithian y a Kester, el bawan señaló al otro lado del foso, donde cuatro guerreros sostenían al inconsciente mestizo por los brazos y las piernas. El resto del recinto estaba vacío, ya que la mayoría de los saram estaban ocupados preparándose para la batalla del día siguiente.

—Fylo no tiene nada que ver en esto —dijo Agis—. Lo engañamos para que nos ayudara.

—No me mientas —siseó Nal—. Soy lo bastante listo como para saber que sois ladrones, y que Fylo es un traidor a todos los gigantes. —El bawan hizo un gesto de asentimiento a los miembros de la tribu que sostenían al gigante—. Mostrad a nuestros invitados lo que les aguarda.

Los cuatro guerreros lanzaron el cuerpo magullado de Fylo al pozo. La lámina no se rompió ni se agrietó siquiera; se limitó a doblarse bajo el tremendo peso del gigante. El mestizo quedó tumbado sobre la espalda, cubriendo la plateada lámina casi por completo, con las manos y los pies colgando sobre los bordes. Debajo de él, los rostros fantasmales apretaban labios y narices contra la película, al tiempo que sus voces amortiguadas gritaban con los tonos agudos de niños excitados. Los cuatro saram se apartaron raudos del agujero, tapándose lo que hacía las veces de oídos en sus cabezas de animal, y se alejaron con expresiones temerosas.

Al cabo de un rato, Fylo empezó a hundirse, atravesando despacio el cristal de roca. Los rostros empezaron a arremolinarse a su alrededor en forma de borrosos haces de luz azafrán. Luego, cuando sus hombros y rodillas desaparecieron a través de la película, el mestizo se soltó y cayó a plomo en el agujero. Los fantasmales semblantes se hundieron veloces en la oscuridad tras él.

—¡El gigante al que acabas de matar jamás quiso hacerte ningún mal! —aulló Agis, torciendo la cabeza para lanzar una furiosa mirada a Nal.

—Eso debo decidirlo yo —respondió el bawan—. Además, dudo que Fylo esté muerto…, aunque pronto deseará estarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Este es el lugar donde guardamos nuestras cabezas deformes una vez nos hemos convertido en auténticos saram. Hemos de darles juguetes para que se diviertan, o de lo contrario se desvanecerían y nosotros con ellas —explicó, con las orejas ladeadas en un ángulo cruel—. Ten por seguro que los desechos harán que Fylo pague mil veces por su traición.

—Sugiero que lo pienses bien antes de enviarnos con él —dijo Tithian—. Si nos sueltas, te podemos ayudar a derrotar a los joorsh. Pero si intentas castigamos, nada podrá impedir que los ayudemos a ellos a derrotar a tu tribu.

Los ojos de Nal centellearon furiosos.

—Tus amenazas están tan vacías como tus promesas —repuso—. ¿Qué pueden hacer tres humanos insignificantes en una batalla entre gigantes?

—Puede que nosotros seamos pequeños, pero nuestra magia no lo es —dijo Tithian—. Eres tú quien debe decidir si la utilizo para ayudarte o para oponerme a ti.

El pico curvo de Nal chasqueó en lo que venía a ser una risita del bawan.

—Me parece que sobrestimas el valor de vuestra magia.

Se inclinó hacia adelante y bajó la mano que sostenía a Tithian y a Kester en dirección al pozo, luego abrió los dedos y dejó caer a la tarek. Un gritito brotó de sus labios antes de que se estrellara contra la lámina de cristal y quedara inmóvil; los desechos subieron raudos en tropel para apretar los rostros contra el cristal sobre el que descansaba el cuerpo.

—Si eres tan poderoso, sálvala —dijo Nal.

Tithian intentó soltar los brazos, pero Nal siguió sujetándolo con fuerza, lo que impedía que el rey pudiera coger sus ingredientes para conjuros o realizar cualquier ademán mágico.

—Afloja la mano —ordenó Tithian—. Necesito las manos para utilizar mi magia.

—Qué desafortunado para tu amiga tarek —se mofó el bawan mientras observaba cómo la figura aturdida de Kester se ponía lentamente de rodillas—. No creo que deba fiarme de ti con las manos libres.

Sobre la placa de cristal, Kester consiguió por fin ponerse de rodillas y se arrastró en dirección al borde. No había recorrido más que una corta distancia cuando sus brazos y piernas se hundieron en el cristal de roca. La tarek lanzó un gruñido de enojo y levantó los ojos hacia Agis.

—Jamás debiera de haber cogido tu plata —dijo, mientras se hundía por completo a través de la cubierta.

Una vez se hubo desvanecido en el abismo, Nal dio la vuelta a Agis para ponerlo de pie, y los levantó tanto a él como a Tithian hasta colocarlos a la altura de sus ojos dorados.

—Ahora, ladrones, decidme para qué queréis el Oráculo, u os uniréis con ella.

—No tenemos ningún interés en el Oráculo —dijo Agis—. Son los joorsh…

—¡No lo niegues! —le espetó el bawan—. Sa’ram me ha contado que los humanos lo buscan.

—¿Sa’ram ha dicho eso? —preguntó Tithian—. ¿Por qué piensa que queremos vuestro Oráculo?

Agis supo la respuesta casi antes de que el rey acabara de hacer la pregunta: el Oráculo tenía que ser la misma cosa que la lente oscura. Era la lente lo que el viejo enano y su compañero habían robado de la Torre Primigenia tantos siglos atrás, y sólo ella sería tan importante para ellos que seguían vigilándola mil años más tarde. Con toda probabilidad, razonó el noble, la habrían traído aquí para ponerla a salvo, y el artefacto había acabado por convertirse en el eje central de la cultura de los gigantes.

—Sa’ram no explica sus razones a ningún gigante, ni siquiera a mí —dijo Nal en respuesta a la pregunta de Tithian—. Pero dudar de él sería una estupidez.

—Desde luego, como lo sería dudar de Jo’orsh —respondió Tithian, sacudiendo la cabeza con exagerada sinceridad—. Sabemos eso incluso en Tyr. También sabemos que son los enanos los que robaron la lente oscura, lo que vosotros llamáis el Oráculo, de la Torre Primigenia.

—¿Cómo te atreves a decir algo así? —rugió Nal, indignado—. ¡Sa’ram y Jo’orsh fueron los primeros gigantes, no enanos!

Agis enarcó las cejas, sospechando que tanto Tithian como Nal tenían razón. Por El libro de los reyes de Kemalok, sabía que Sa’ram y Jo’orsh habían sido los últimos caballeros enanos. Pero, como lugar de nacimiento del dragón, la Torre Primigenia se había convertido en un lugar peligroso y mágico, donde los seres vivos eran transformados de una clase de criatura en otra que resultaba tan diferente como repugnante. Si se tenía en cuenta que los dos enanos habían penetrado hasta su mismo corazón, parecía probable que hubieran salido como otra cosa; en este caso, como gigantes.

—La raza de Jo’orsh y Sa’ram no es importante —dijo Tithian—. Lo que importa es que eran ladrones. Hemos venido a reclamar lo que robaron para entregarlo a su legítimo dueño.

—No hay necesidad de embustes —intervino Agis, frunciendo el entrecejo—. La verdad funcionará mejor aquí.

Tithian dirigió una mirada asesina al noble.

—Estoy de acuerdo. Es por eso que soy honrado, en esta ocasión. —Volvió a mirar a Nal—. Estoy aquí en nombre del auténtico dueño de la lente oscura.

—¿Cómo puede ser? —se mofó el bawan—. Sa’ram ha dicho que Rajaat cayó hace más de mil años.

Tithian dedicó al gigante una sonrisa llena de presunción.

—Si conoces la historia de Rajaat, entonces también sabes quién lo derrotó, y por lo tanto quién tiene derecho a sus propiedades.

—¡No puedes referirte a Borys! —exclamó Agis—. ¡Ni siquiera tú puedes haber llegado a tal grado de corrupción!

—No es corrupción que un rey haga lo que deba para salvar a su ciudad —respondió Tithian.

—¡A ti no te importa Tyr en absoluto! —le acusó el noble, fijándose en que Nal observaba su conversación en silencio y con profundo interés—. Al entregar la lente al dragón destruirás todo aquello que representa la ciudad, al igual que toda esperanza que podamos tener de salvar el resto de Athas. ¿Qué puede valer esto?

—Eso no es asunto tuyo —replicó Tithian, volviendo la cabeza con toda deliberación.

Comprendiendo que no averiguaría nada más si seguía con la discusión, el noble calló y empezó a devanarse los sesos sobre los motivos que el monarca pudiera tener. Tithian no era de los que actuaban de recadero de otro, en especial no cuando la tarea implicaba peligros como aquel al que se enfrentaban en ese momento. Si el rey había venido aquí en nombre del dragón, debía existir una recompensa especial para él, y Agis tenía que descubrir cuál.

Tithian continuó su discusión con Nal.

—Sugiero que me entregues el Oráculo ahora, bawan —dijo—. Ahorrarás a tu tribu un combate feroz con los joorsh.

Nal sostuvo al rey a prudente distancia y dejó que las piernas de Tithian colgaran libres.

—¿Y qué sucederá cuando en lugar de ello te suelte?

—Tú y tu tribu moriréis, si no es a manos de los joorsh, será a manos del dragón —respondió Tithian. Si hubiera estado de regreso en el Palacio Dorado dirigiéndose a su ayuda de cámara personal, su voz no habría sonado más calmada y segura de sí misma que en aquellos momentos.

—Te estás tirando un farol —dijo Agis.

—Tu amigo tiene razón —dijo el bawan, asintiendo con la cabeza y sin dejar de sostener al monarca sobre el pozo—. No tengo nada que temer del dragón. La magia de Sa’ram impide que Borys y sus secuaces descubran la localización del Oráculo.

—¿No soy yo el servidor de Borys? ¿Y no he encontrado yo la lente? —inquirió Tithian—. Siempre hay formas de evitar los hechizos que la ocultan, como demuestra mi presencia aquí.

Nal permaneció callado.

—Tanto Andropinis como Borys saben que tomé una flota balicana para ir en busca de la lente —continuó el rey, insistiendo en su argumentación—. Cuando no regrese ni un solo barco de los veinte, ¿cuánto tiempo tardarán en adivinar lo sucedido? ¿Cuántos poblados de gigantes destruirá el dragón antes de caer sobre Lybdos?

—Tu audacia es pasmosa —dijo Agis—. Nadie se atrevería a amenazar a su capturador en estas circunstancias; pero supongo que no debería esperar menos. Siempre has sido más osado cuando el premio era importante.

El rostro de Tithian se nubló.

—Te lo advierto, no interfieras.

—¿Interferir con qué? —quiso saber Nal.

—Con los acuerdos que he hecho para impedir que el dragón arrase Tyr —informó Tithian, interviniendo con una respuesta antes de que Agis pudiera contestar—. No le prestes atención. Nada de lo que pueda decir cambiará lo que te he contado.

Agis no corrigió su afirmación, ya que si Nal era la clase de gobernante que se dejaba intimidar, cualquier cosa que el noble pudiera decir no haría más que empeorar las cosas. De todos modos, Agis detectó la mentira que se ocultaba tras las palabras, pues ya hacía tiempo que desconfiaba de los motivos que se ocultaban tras la preocupación del monarca por la hechicería y el Sendero. Ahora quedaba de manifiesto que a Tithian sólo le faltaba la lente oscura para convertir su sueño en una pesadilla para Tyr.

Tras considerar las palabras de Tithian durante unos instantes, Nal dijo:

—Deseo saber qué premio esperas obtener entregando nuestro Oráculo al dragón.

—Todo lo que necesitas saber es que, al final, o me das la lente a mí o el dragón la cogerá de las ruinas de tu ciudadela —replicó Tithian—. Tú eliges.

Las plumas del cuello del bawan se erizaron.

—He escuchado la verdad en lo que has dicho, Tithian —dijo—. Y antes de que esto termine, también escucharé la verdad de lo que no has dicho.

Agis se sintió desilusionado al ver que Nal reprimía su cólera, ya que significaba que las amenazas de Tithian lo habían afectado.

—Estoy seguro de que encontrarás que lo que el rey no ha dicho es mucho más interesante que lo que ha dicho, bawan —dijo Agis—. Pero primero, te sería útil escucharme a mí. Yo también he venido a Lybdos con la intención de utilizar la lente oscura, pero mi propósito es matar al dragón, no servirlo. Sólo entonces podremos hacer que Athas vuelva a ser el paraíso que fue.

—¿Matar al dragón? —refunfuñó Nal, incrédulo.

—Mis amigos ya han reunido dos de las cosas que necesitamos —respondió Agis—. Poseemos una espada encantada que forjó Rajaat en persona, y se ha traspasado a nuestra hechicera la magia de la Torre Primigenia. Todo lo que necesitamos ahora es la lente oscura.

—¿Y qué magia mantendrá a los desechos en su cueva una vez que te hayas llevado al Oráculo? —exigió Nal.

—La misma magia que los mantiene en la cueva cuando es el turno de los joorsh de guardar la lente —replicó Agis.

—Mytilene está sólo a tres días de Lybdos, e incluso a esa distancia la magia se vuelve débil. Muchos desechos escapan y hacen daño a mis saram —dijo—. Si permito que te lleves al Oráculo aún más lejos, mi tribu será destruida igual que si el mismo Borys se lo hubiera llevado.

—A lo mejor podemos encontrar otro modo de mantenerlos a raya —insistió Agis—. Esto es por el bien de Athas.

—¿Qué me importa a mí Athas? —objetó Nal—. A mí lo que me preocupa es el bienestar de los saram primero, y del resto de los gigantes después.

—¡Matar a Borys beneficia a los gigantes, también! —protestó Agis.

—No tanto como mantener al Oráculo allí donde pertenece —respondió el bawan, bajando a Agis en dirección al pozo—. No importa lo noble que tú consideres tu causa, no pienso permitir que nos lo robes.

Dicho esto, Nal dejó caer a Agis sobre el cristal.

Las rodillas del noble se doblaron nada más tocar el cristal, y cayó de costado. La superficie estaba curiosamente cálida, y Agis percibió cómo zumbaba a causa del flujo de energía que la recorría. Por debajo de su mejilla, los desechos empezaron a apretar sus rostros contra la transparente superficie, y pudo escuchar cómo gritaban con las voces asustadas y solitarias de los niños pequeños.

Cerró los ojos. Aunque no había podido utilizar el Sendero para ayudar a Fylo ni a Kester, esperaba salvarse a sí mismo manteniendo el cuerpo a flote sobre la superficie, de forma parecida a como Damras le había enseñado a hacer flotar un barco. Percibió el familiar hormigueo de la energía al brotar de su interior, cuando de pronto un brillante fogonazo estalló en su cerebro, trayendo con él el sonoro clamor de un millar de trompetas. El cerebro del noble se quebró víctima de un dolor insoportable, y, aunque no podía oírlo por encima del terrible estrépito que sonaba en el interior de su cabeza, un alarido horrible escapó de su garganta. Cada uno de los músculos de su cuerpo se vio atenazado por el dolor, y una espantosa serie de calambres martirizó su estómago. Intentó abrir los ojos, pero le resultó imposible. En algún punto por encima de donde se encontraba, oyó reír al bawan Nal.

—Eso no es más que una pequeña muestra del poder del Oráculo —dijo el saram—. No vuelvas a recurrir al Sendero o el dolor que padecerás será cien veces peor.

El dolor desapareció tan veloz como había llegado, pero dejó a Agis empapado en sudor frío y sin aliento. Un escalofrío glacial le recorrió el cuerpo. Abrió los ojos y se encontró semisumergido en el cristal de roca. Un lado de su cuerpo ya había traspasado la transparente cubierta y sólo resultaba visible como una mancha borrosa de color rosáceo; además, estaba frío como el hielo. El noble levantó los ojos y se sorprendió al ver que Tithian lo contemplaba con expresión arrepentida, y luego se hundió en el abismo.

Agis fue cayendo durante lo que le pareció una eternidad, con la mirada fija en la transparente cubierta de la parte superior, mientras sus aterrorizados gritos se estrellaban contra los enormes cristales de cuarzo que crecían en las paredes de granito. Los desechos se lanzaron tras él. Sus rostros parecidos a máscaras estaban curiosamente desprovistos de todo parecido con una cabeza y brillaban en la oscuridad como un centenar de lunas.

Agis chocó contra algo pulposo y caliente, deteniéndose con tan aterradora brusquedad que un dolor abrasador recorrió todo su abdomen. La cabeza golpeó contra una huesuda costilla y unas piernas con carne peluda; luego un sonoro gruñido resonó en las paredes del pozo.

El noble se encontró acostado sobre el diafragma de Fylo, más de doce metros por debajo de la cubierta de cristal del pozo. Al pasear la mirada a su alrededor, descubrió la figura inerte de Kester caída sobre el hombro del gigante, con una docena de desechos pululando sobre su cuerpo. También la cabeza del gigante estaba rodeada de varios rostros relucientes que se empujaban unos a otros en un intento de deslizarse sobre su cara.

El noble giró sobre su estómago, disponiéndose a ponerse de pie, y se encontró mirando más allá de la cadera de Fylo a las profundidades recubiertas de cristal de un pozo negro. A Agis se le ocurrió entonces que el mestizo debía haber quedado encallado muy por encima del fondo del abismo, pero casi inmediatamente la abrasadora picazón producida por el contacto de los desechos estalló por todo su cuerpo.

El bawan Nal permitió a Tithian que contemplara durante unos instantes el final de Agis, luego apretó al monarca entre sus enormes dedos pulgar e índice.

—Dime qué recompensa esperabas a cambio de robar nuestro Oráculo —ordenó el saram. Apretó las puntas de los dedos, la una contra la otra, comprimiendo dolorosamente el pecho de Tithian—. ¿O debo sacarte la respuesta?

—¿Qué te importa a ti? —inquirió el rey—. No tienes más elección que entregar el Oráculo.

Las orejas del saram se agitaron varias veces, y el gigante acercó a Tithian a uno de sus ojos.

—Eres tú quien no tiene elección.

Nada más cerrarse el pico del bawan, el rey escuchó el suave siseo de una profunda aspiración. El ojo del bawan se quedó de repente frío e inmóvil, y la atención de Tithian se clavó en la amarilla órbita. Intentó apartar la mirada pero le fue imposible.

Comprendiendo que su cerebro estaba a punto de sufrir un ataque, Tithian imaginó una defensa: una red irrompible de energía transparente, tan fina que ni siquiera un mosquito podría atravesar su entramado. En los extremos, los hilos estaban unidos a las patas de una docena de murciélagos enormes, con llamas rojas en el lugar destinado a los ojos y bocas llenas de afilados dientes que rezumaban veneno.

Apenas había colocado en posición su trampa cuando un reluciente león alado de color blanco se materializó en su cerebro entre rugidos. La criatura embistió con todas sus fuerzas, llenando la oscura gruta de chisporroteantes ecos y centelleantes chispas azules. El animal estiró la red hasta casi la mitad de la caverna antes de que los murciélagos de Tithian consiguieran frenar la embestida y cerrar la trampa lo suficiente para inmovilizar las inmensas alas contra los costados de la criatura.

El león rugió enfurecido, y se lanzó en picado en dirección al más profundo y oscuro de los abismos de la mente de Tithian. El monarca envió a sus murciélagos hacia lo alto en dirección a una salida, pero mientras estos intentaban denodadamente obedecer, la creación de Nal pasó de ser de carne y hueso a ser de piedra, tornándose más y más pesada, con lo que empezó a arrastrar a sus capturadores hacia las profundidades del intelecto de Tithian.

Tithian reunió más energía para aumentar el tamaño de sus murciélagos. El esfuerzo lo afectó, pero no se detuvo hasta que cada animal adquirió el tamaño de un kes’trekel. Sabía que si dejaba escapar al león, necesitaría tanta energía para volver a capturarlo que quedaría demasiado débil para contraatacar.

La caída del león perdió velocidad unos instantes, y luego la creación pasó de roca a hierro, lo que dobló su peso de golpe. El animal dejó atrás la gruta principal sin dejar de arrastrar con él a los enormes murciélagos de Tithian hasta el interior del negro pozo situado en la base del cerebro del monarca.

El león abrió las fauces, pero fue la voz de Nal la que surgió de ellas.

—¡Estúpido! —rio entre dientes—. No puedes vencerme. ¡Tengo el Oráculo!

La creación empezó a arañar la red, tirando hacia abajo de los murciélagos para poder atraparlos. Recurriendo a los restos de energía que le quedaban, Tithian intentó disolver la malla y dejar que la creación de Nal cayera en picado, pero llegó demasiado tarde. La bestia sujetaba ya a los murciélagos por las patas, y continuaba descendiendo en medio de la oscuridad, dando zarpazos y mordiendo sus estómagos. En pocos instantes, ya había devorado a los emboscados del tyriano y seguía con su caída libre en dirección al corazón de la mente de Tithian. Ni se molestó en agitar las alas para frenar la caída.

Al poco rato se produjo una ensordecedora reverberación, producto del choque del león de hierro contra el fondo del pozo. El animal lanzó un poderoso rugido, y dorados haces de luz empezaron a brotar de sus ojos.

—Veamos qué es lo que ocultabas aquí abajo, ¿te parece?

El animal paseó los refulgentes ojos por las paredes del pozo, hasta que encontró un único y serpenteante túnel que se abría en cada uno de los lados. Con un gruñido de satisfacción, saltó hacia él. Lagartos venenosos surgieron de entre las sombras y hundieron sus mandíbulas con dientes de acero alrededor de las patas del animal, mientras que escorpiones chupadores de sangre caían sobre su cabeza para acuchillar sus ojos con púas rezumantes de veneno. La creación de Nal se defendió aplastando a los reptiles bajo las patas y arrojando lejos de su cabeza a los arácnidos con vigorosas sacudidas, pero muchos ataques consiguieron dar en el blanco.

De todos modos, el veneno de los atacantes no consiguió aminorar la velocidad del león. Gotas de fuego almibarado brotaron de las heridas de las patas, y lágrimas de ácido cayeron de sus ojos. Ambos fluidos neutralizaron el veneno mucho antes de que pudiera ocasionar algún daño al animal.

El túnel terminaba en tina cámara sostenida por cientos de columnas negras. En cada columna colgaba una antorcha que ardía con una llama negra que absorbía la luz en lugar de proyectarla. El único sonido era el de un hombre que reía para sí en voz baja y demente.

El pelaje del lomo del león se erizó por completo. El animal se dejó caer sobre el vientre y se arrastró por entre las tinieblas hasta llegar a la parte delantera de la habitación. Allí, en un trono de huesos humanos, se sentaba el rey Tithian de Tyr. En una mano acunaba el cetro de obsidiana de un rey-hechicero, en la otra la cabeza decapitada de su único amigo: Agis de Asticles.

—Ahora ya sabes lo que Borys prometió: aquello que más deseo —dijo la figura de Tithian.

Una luz púrpura brilló en las profundidades de la empuñadura del cetro; entonces, la cabeza de Agis habló.

—Puedes retirarte ahora. Su Majestad prefiere estar a solas.

Para reforzar la orden, Tithian señaló con el cetro a la cabeza del incómodo intruso.

El león abrió las fauces como si fuera a rugir, pero el sonido que llenó la pequeña habitación fue una ronca y atronadora carcajada.

Los desechos se apretujaron sobre Agis, apretando las etéreas bocas sobre todo palmo de piel desnuda a su alcance. Cada roce le producía un dolor insoportable, a la vez que dejaba un horrendo verdugón rojo que seguía doliendo mucho después de finalizado el oloroso beso. Aunque la mayoría de los labios que se apretaban contra su carne pertenecían a niños, eran fácilmente dos o incluso tres veces más grandes que los suyos, y las ampollas que dejaban eran enormes.

—¡Acabad con esto! —aulló Agis. Se incorporó, perdiendo casi el equilibrio al moverse el estómago de Fylo bajo su peso—. ¡Dejadme en paz!

Los desechos se apresuraron a apartarse de él, mientras contemplaban con asombro su figura erguida.

—¿Cómo puede soportar el dolor? —jadeó uno.

—Debe poseer una mente muy poderosa —dijo otro.

—No, es algo más —repuso el rostro de una mujer de nariz chata, uno de los pocos semblantes que parecía ser de un adulto—. Quizá sea más sensato dejarlo en paz.

Mientras los rostros expresaban sus opiniones, Agis trepó en dirección a Kester y pudo disfrutar de una primera visión nítida del pozo. El agujero tenía una irregular forma rectangular que variaba enormemente en anchura. Tal y como había advertido antes, las paredes estaban cubiertas de inmensos cristales de cuarzo, y en el interior de cada uno brillaba una luz plateada. A la luz de este pálido resplandor, Agis vio más de un centenar de cráneos amarillentos de gigantes que colgaban de las paredes, cada uno cuidadosamente colocado en la punta de un cristal.

Cuando consiguió llegar junto a la tarek, los desechos volvieron a descender sobre el noble y empezaron a frotar las mejillas contra su piel, lo que dejó en su cuerpo largas señales marrones y viscosas. Las putrefactas manchas le produjeron un angustioso dolor sordo, y se sintió inmediatamente mareado y febril.

Agis cerró los ojos y se concentró por completo en el núcleo de su propio ser a la vez que dejaba que la nauseabunda sensación de putrefacción lo envolviera sin ofrecer resistencia. Concentró todos sus pensamientos únicamente en las verdades místicas del Sendero, verdades que le permitían aceptar el dolor y utilizarlo para trascender su cuerpo mortal.

En cuanto sintió que controlaba el dolor, dijo:

—Basta de juegos. Dejadnos en paz, o lo lamentaréis.

Unos pocos desechos lo miraron sorprendidos, pero la mayoría continuaron el ataque tanto contra él como contra sus amigos. Agis cerró los ojos y extrajo energía de su nexo espiritual. Casi al instante, su cuerpo torturado empezó a zumbar con la energía que precisaba. Mentalmente, el noble visualizó más de un centenar de manos abiertas; luego abrió los ojos y las proyectó desde el interior de su cabeza a las mejillas de cada espíritu. Las palmas golpearon sus objetivos con sonoros bofetones, a la vez que se fundían en el rostro y dejaban a su paso negras marcas de sí mismas.

Una vez que hubo señalado a los desechos, el noble dijo:

—Eso es para que sepáis que puedo llevar a cabo mis amenazas. Si tengo que volver a actuar en defensa de todos nosotros, no seré tan clemente.

Entre gritos de alarma, los desechos se alzaron por los aires para ir a flotar sobre su cabeza.

Agis se arrodilló para examinar a Kester. Allí donde los brillantes rostros se habían estado restregando contra su espalda y hombros, el grueso pellejo se había apergaminado hasta convertirse en una reseca masa arrugada. El noble le dio la vuelta y descubrió que la parte delantera se encontraba aún en peores condiciones. La mujer hacía ya mucho que había perdido el sentido, pero el rostro seguía atenazado por el dolor. La piel que cubría su cuello y pechos estaba grotescamente arrugada como la de la espalda, y las capas exteriores de la piel empezaban a desprenderse en forma de fino polvillo.

Agis utilizó unos cuantos mechones de barba rala de Fylo para sujetar a la tarek bajo la barbilla del gigante, y luego dedicó su atención a este. El rostro del mestizo había quedado tan groseramente deformado como el de cualquier niño saram. Uno de los ojos había casi doblado su tamaño y sobresalía de la cuenca con toda la precariedad de una pelota en el borde de un estante. El otro se había vuelto más pequeño y estaba tan hundido bajo la ceja que apenas era visible. La nariz había sido alterada también de modo que tenía un pasillo individual que descendía hasta cada uno de los agujeros, con una larga hendidura entre ambos. Ni siquiera los dientes salidos habían escapado a las alteraciones, y ahora se extendían al exterior en direcciones opuestas como los dos brazos de una horca.

Agis levantó los ojos hacia los rostros que flotaban sobre su cabeza.

—¿Por qué habéis hecho esto? —les gritó.

Los desechos descendieron hacia él describiendo un pequeño círculo, sus semblantes inmateriales se contrajeron en estrafalarias máscaras de arrepentimiento o rencor; no pudo adivinar de cuál de las dos cosas se trataba. Sollozos fantasmales brotaron de los labios de varios niños, mientras que lágrimas etéreas descendían por sus mejillas y se desvanecían en el negro aire.

—¡Tenemos miedo! —gimoteó una niña pequeña.

—¡Y nos sentimos solos! —añadió un chiquillo.

—¿Por qué nos pusieron aquí abajo?

Con cada grito, una punzada de dolor atravesaba el pecho de Agis, llenando al noble de un profundo sentimiento de pesar. Cada queja aumentaba su tristeza y le oprimía el corazón, hasta el punto que empezó a sentir como si un terrible peso le aplastara el pecho, y respirar le producía un gran dolor. A pesar de ello, los desechos siguieron vertiendo su pesar sobre él, hasta que el noble se sintió tan atiborrado de aflicción que temió que fuera a estallar.

—¡Parad! —aulló.

Hizo acopio de energía para utilizar el Sendero y volvió a cerrar los ojos, en esta ocasión visualizando un martillo con alas blancas en el mango. En cuanto lo tuvo bien controlado en su cerebro, miró en dirección al cráneo colgante de mayor tamaño y proyectó la imagen allí. Se materializó al cabo de un instante, y las blancas alas lo mantuvieron en el aire con lentos y elegantes aleteos.

—¡Esta es la última advertencia! —dijo el noble.

Al ver que los desechos seguían gimoteando, echó el martillo hacia atrás. Antes de que pudiera golpear, el rostro de la mujer chata que había hablado antes descendió frente a él. Tenía más aspecto de joorsh que de saram, no presentaba deformidades evidentes y sus ojos almendrados tenían una sorprendente expresión amable.

—¡Por favor, no! —rogó—. El pesar que escuchas es genuino. No pueden evitarlo.

Agis detuvo el golpe, pero señaló a sus desvanecidos amigos.

—¿Podían evitarlo cuando hicieron eso? —exigió.

—Ya sé que su comportamiento te parece cruel, pero no conoces el motivo que les hace actuar así.

—Cuéntamelo —dijo el noble, manteniendo todavía el martillo listo para golpear.

La mujer meneó la cabeza.

—Lo intentaré, ¿pero cómo puedes comprender aquello que no puedes sentir? —preguntó.

—Te sorprendería mi capacidad de comprensión —replicó Agis.

—No es eso. Tu corazón es demasiado bueno.

Agis frunció el entrecejo, preguntándose si la mujer no intentaría adularle.

—¿Cómo puedes conocer mi corazón?

—Sé que es más puro que esos cristales —respondió al tiempo que indicaba con la cabeza las estacas de cuarzo que crecían en las paredes—. De lo contrario no habrías resistido la magia que extraemos de ellos.

Agis dirigió una rápida mirada al fulgor plateado del interior de un cristal cercano.

—¿Magia proveniente del Oráculo? —preguntó, recordando lo que Nal había dicho sobre que necesitaba la lente para mantener a los desechos en el pozo.

—Es lo que nos sostiene —asintió la mujer—, y suministra la magia que corre por la cubierta de cristal que nos mantiene encerrados en esta prisión.

—Eso es muy interesante, pero no explica la crueldad de tus amigos.

La mujer dirigió una mirada entristecida a los rostros que flotaban por encima de ellos.

—Así es como se comportan los niños cuando los encierras —respondió—. Descargan su rabia sobre cualquier cosa más débil que ellos mismos.

Agis permitió que el martillo se desvaneciera.

—Entonces, si no queremos que sean crueles, supongo que tendremos que liberarlos, ¿no?

El espíritu pareció indeciso.

—No les des esperanzas —dijo—. Eso no es algo que tú puedas conseguir.

—Creo que sí —respondió Agis, estirando el cuello a lo alto para estudiar la tapa—. Y vosotros podéis ayudar reanimando a mis amigos. Los necesitamos.

Mientras hablaba, la enjuta figura de Tithian aterrizó sobre la cubierta de cristal con un ruido sordo. Un agudo zumbido resonó en toda la tapa, y el cuerpo del rey empezó a cruzar hasta el lado de la barrera en que se encontraba el noble.

Los desechos se apresuraron a correr hacia él.

—¡No va a haber nada de eso! —aulló Agis, y añadió para sí—: Incluso aunque esa serpiente lo merezca.

Los rostros se detuvieron y miraron a la mujer chata en demanda de instrucciones.

—Sugiero que hagáis lo que dice si queréis regresar algún día a vuestros cuerpos —dijo ella.

Mientras los desechos se dispersaban de mala gana, Tithian acabó de atravesar la tapa y cayó como una piedra sobre el diafragma de Fylo, lo que provocó que el cuerpo del gigante se estremeciera violentamente. Por un instante, Agis temió que el mestizo se soltara y todos ellos se precipitaran al negro abismo, pero el gigante se hundió sólo unos centímetros. Si algún efecto tuvo el impacto, fue el de encajarlo aún más.

Tithian gimió e intentó incorporarse. Luego, sus ojos quedaron en blanco y se desplomó. Agis descendió por el pecho de Fylo hasta él y colocó un dedo sobre la garganta del rey. Percibió un pulso fuerte y regular.

—Probablemente sería mejor para Athas si te matara ahora mismo —dijo Agis, utilizando un dedo para levantar uno de los párpados del rey.

Tithian abrió los ojos, y apartó de un manotazo la mano de Agis.

—Careces del valor para asesinarme —se burló—. Pero no importa. Athas ya no tiene nada que temer de mí.

—¿Cómo es eso? —inquirió Agis mientras examinaba la cabeza del rey en busca de indicios de un golpe más fuerte—. ¿Supongo que no esperarás que crea que has decidido no ir tras el Oráculo?

—¡Lo que tú creas no importa! —aulló Tithian, sujetando a Agis por los hombros. Atrajo el rostro del noble hacia el suyo y jadeó—: ¡Ese gusano me mintió!

—¿Qué gusano? ¿Sobre qué?

—¡El dragón! —chilló Tithian—. Nal me lo ha dicho. Borys no puede convertir a nadie en rey-hechicero, ¡ni siquiera con la lente oscura!