CAPÍTULO CUARTO
Ole Jastrau despertó al oír un tintineo.
Al principio no estaba del todo lúcido. Despertó sobresaltado. Siempre le ocurría lo mismo cuando bebía whisky.
Pero se oía un tintineo. Un tintineo en la cocina. De platos. Y de tazas. Alguien estaba fregando.
—¡Johanne! —resonó su habitual alarido mañanero.
A continuación, se oyeron unos pasos recios por el pasillo que llevaba a la cocina y se abrió la puerta, pero no era Johanne —la contundencia de los pasos ya lo había puesto en guardia—, sino el atezado Sanders, con una sonrisa de oreja a oreja, la camisa remangada y un paño sobre el brazo.
—Pero ¿esto qué es? —exclamó Jastrau incorporándose en la cama—. ¿Veo visiones?
Y se frotó los ojos.
Sanders cambió de expresión repentinamente, tan repentinamente que Jastrau se dio cuenta de que lo hacía adrede.
—No te entiendo.
—¿Estás fregando? —preguntó Jastrau indignado.
—Sí, claro. —Una sonrisa de desdén tensó el labio superior de Sanders, que soltó a bocajarro—: ¿Eso es lo que te sorprende?… Pues sí, estoy fregando.
Jastrau volvió a tumbarse. No se sentía con ánimos para enfrentarse a las cambiantes máscaras de Sanders ya desde por la mañana.
Pero Sanders prosiguió en tono moralizante:
—Teniendo en cuenta que lo hemos puesto todo perdido, lo más razonable es que ahora lo limpiemos. Ya he fregado el suelo y pasado el plumero, y acabo de terminar con los cacharros. —Y con un deje levemente irónico, añadió—: Y enseguida les serviré el café en la cama a los señores.
—¡Los señores! —refunfuñó Jastrau con enojo por entre las sábanas—. ¿Es que Steffensen sigue durmiendo?
—En efecto, la bestia no quiere levantarse.
—Alabado sea Dios… —suspiró Jastrau—. Me tenía horrorizado la idea de que fuese tan teórico como tú.
Pero Sanders ya había vuelto a su turbia risa de pícaro.
—No, puedes estar tranquilo. Ese no tiene principios que lo perturben.
—¡Alabado sea Dios! —repitió Jastrau aliviado. Pero volvió a incorporarse bruscamente—. Oye, que es hijo de H. C. Stefani —continuó.
—Sí —contestó Sanders con sonrisa burlona—. Gran momento ayer, cuando te pusiste a hablar de Stefani por teléfono. Tenías que haberle visto la cara a Steffensen.
—¿Cómo demonios iba a saber que el hijo de Stefani se llama Steffensen? Pero Arne Vuldum, en cambio, sí lo sabía.
—Claro, por eso te esfumaste —dejó caer Sanders con sarcasmo—. Ahora lo entiendo mejor.
—¿Qué es lo que entiendes mejor?
—Es un hombre muy elegante, ese Arne Vuldum, muy distinguido… Seguro que estar en compañía de alguien tan cultivado es mucho más interesante que tener que aguantar nuestros necios disparates comunistas. Pero, en fin, nos las apañamos bien. Steffensen se bebió una botella de oporto que encontramos en tu despensa, nos fumamos casi todos tus puros y después leímos un poco y conversamos, y Steffensen escribió unos versos. Una noche muy agradable. Encontró uno de tus cuadernos y, al ver todo ese papel, tuvo un rapto de inspiración. Luego estuvimos cantando baladas sentimentales y poniendo discos en tu gramófono. Así que nos las apañamos estupendamente. Y hoy ya son las elecciones y te libras de nosotros.
—¡Pero podéis quedaros a comer! —replicó Jastrau al tiempo que sacaba las piernas de la cama. Intentaba levantarse.
—Pues la verdad es que se nos había ocurrido, pero ¿no prefieres tomar el café en la cama? Voy a ponerlo al fuego ahora mismo.
Sin decir una palabra, Jastrau cogió el pantalón. Sanders salió en dirección a la cocina con una sonrisa arrogante. ¿En qué tipo de albergue para menesterosos se había convertido su hogar? Por un instante, se quedó sentado al borde de la cama, triste y pensativo. Pero no, no, nada de pensar…
A toda velocidad se hizo con camisa, cuello, chaleco y chaqueta y corrió hacia el comedor, hacia el calor. Pero, claro, Johanne no había vuelto, de modo que el fuego no estaría encendido. Irritado, abrió la puerta de un empellón. Caramba, hasta en eso había pensado el impensable Sanders. Había cargado la estufa. Y había limpiado el polvo. Y fregado el suelo. Hasta los juguetes de Oluf estaban colocados en un orden ejemplar. ¡Demasiado femenino! ¡Absurdo! Aunque… qué bien encajaba con la teatralidad erotómana de Sanders, ¡ja!
Jastrau se fue vistiendo lentamente mientras cavilaba sin dejar de pasear de un lado a otro. ¿No resultaba un poco excesivo? ¿No era una desfachatez? Frente al espejo del aparador, tironeó de la corbata. ¿No era…? De pronto vio en el espejo su mirada maligna. Dio un respingo. Un rostro mongoloide y maligno. Después, sin embargo, se sintió halagado y se obsequió con una sonrisa feroz. ¿De verdad podía parecer tan malo? ¿En qué estaba pensando cuando ponía esa cara? ¡Una maldad psicoanalítica dirigida contra Sanders! ¿No había muchachos a los que les gustaba vestirse con ropa de mujer, que se entusiasmaban tanto al imaginarse mujeres que sentían un hormigueo por todo el cuerpo?
Abrió con brusquedad la puerta del pasillo y gritó con voz aguda:
—También has encendido la estufa, ¿eh?
—Sí, por supuesto —se oyó que contestaba el otro sin inmutarse.
Jastrau cerró dando un portazo. Pero el estruendo fue tal que él mismo se sobresaltó. Un poco precipitado por su parte. Estaba descubriendo su juego completamente. De modo que volvió a abrir y gritó:
—Hay una corriente tremenda. Las puertas se cierran dando un portazo.
—Pues no lo entiendo —se oyó desde la cocina con la misma impasibilidad—, no hay ninguna ventana abierta en el otro lado.
Jastrau se esforzó por cerrar la puerta despacio y pasó a la sala de estar. No podía más.
También allí había limpiado Sanders. Pero Steffensen seguía dormido en el diván; un espectáculo que, en cierto modo, resultaba liberador. Estaba allí, tumbado boca arriba, con sus enormes fosas nasales bien a la vista y la boca abierta. Era como si por aquellos tres orificios de su tosca cabezota se hubiese escapado su conciencia. Además, en el curso de la noche su barbilla y sus mejillas se habían cubierto de una tupida barba que le hacía parecer un puercoespín. ¡Un desaliño estupendo!
Sobre la mesa había un cuaderno y varias hojas sueltas desperdigadas. Junto a una caja de puros nueva que habían abierto. Sin darse cuenta de lo que hacía —él solamente pensaba en sus magníficos puros—, cogió una de las hojas y le echó un vistazo. ¿Qué era aquello? «Cual rufián con las manos sanguinas», ponía. Y más abajo: «Cual rufián con los puños sanguinos». Y eso era todo.
Cogió otra más. De nuevo las mismas líneas, la misma variación de «manos» a «puños». Esta vez, el papel estaba pintarrajeado con perfiles de ancianos —todos con gola—, líneas alargadas, piernas de mujer, curvas de espaldas, pechos y caderas femeninas, y, de repente, un marabú.
Al parecer, Steffensen había estado intentando componer versos. Jastrau sonrió. ¡Qué familiar le resultaba aquello! La mano ociosa que dibuja mientras las ideas revolotean por encima del folio como una bandada de palomas que se resiste a posarse.
Sin embargo, en la tercera hoja había por fin unos versos.
Primero una estrofa escrita con una letra grande y clara, aunque tachada:
Cual rufián con las manos sanguinas
de peleas e infiernos de alcohol
me levanto de un lecho azaroso,
un diván al filo del horror.
Y, más abajo, casi en la esquina y sin otra relación con esta estrofa que el ritmo, había garabateado otras tres con letra menuda y apresurada, con algunas correcciones aisladas y escritas, al parecer, a vuela pluma. Cuando Jastrau, picado por la curiosidad, localizó la cuarta hoja, encontró en ella las mismas tres estrofas, pasadas a limpio, fechadas y firmadas, lo que hacía suponer que el poema estaba acabado.
Es la angustia de un poder asiático,
madurada en larga inmadurez,
a diario la siento en el pecho
cual si viera mundos perecer.
Más mi angustia libero en anhelos
y en visiones de miedo y dolor.
He anhelado barcos naufragados,
muerte súbita y devastación.
He anhelado ciudades en llamas,
razas de hombres que huyen con pavor,
un quebranto que estremezca el orbe,
un seismo al que llamen de Dios.
Con un respingo, se volvió hacia el durmiente. Se sentía observado. Efectivamente, los párpados de Steffensen temblaban. Por debajo de las pestañas se percibía el brillo intenso de una fina línea de sus ojos esmaltados. Y su boca estaba cerrada.
Entonces abrió los ojos.
—Este poema queda confiscado para mi página literaria —anunció de repente Jastrau mientras doblaba el folio y se lo guardaba en un bolsillo.
Steffensen se incorporó con un movimiento brusco.
—Vaya, entonces es lo bastante hermoso como para prostituirlo —exclamó con aire malévolo.
—Las chicas que se prostituyen no siempre son las peores —contestó Jastrau.
—No, claro —dijo Steffensen arrastrando las palabras—, pero deja que antes le eche otro vistazo.
—Mira el borrador, que el poema me lo quedo yo y ya no pienso sacármelo de este bolsillo.
Jastrau se dio unos golpecitos en el pecho.
En ese momento entró Sanders con tres tazas humeantes de café en una bandeja que dejó sobre la mesa.
—Mira, Bernhard, me ha comprado el poema, el de ayer —gruñó Steffensen.
Sanders miró con sorpresa a uno y a otro y después dijo en tono ácido:
—Pues no es de los mejores que tienes.
—No —refunfuñó Steffensen con cara de funeral—, me temo que peca de un exceso de psique.
Sanders se había sentado en una de las sillas rococó sin hacer ruido y se mordisqueaba el labio. No estaba del todo presente en aquel instante. Jastrau, en cambio, había tomado asiento en una silla que había acercado, inclinado hacia delante y con la mirada sombría clavada en el rostro de Steffensen, como hipnotizado.
—¿Qué quiere decir con escode «un exceso de psique»?
Steffensen hizo una mueca de desdén.
—Oye… ¿desde cuándo nos tratamos de usted?
—Qué tontería —masculló Jastrau—. Pero, de acuerdo, ¿qué querías decir con eso de la psique?
—Qué psique ni qué ocho cuartos. Yo no soy un psicópata como Sanders.
—Ya podías renovar tu repertorio de chistes de vez en cuando —le rogó Sanders—. Anda, bébete el café. Y tú, Ole —dijo dirigiéndose a Jastrau—, puedes quedarte tranquilo: seguro que no quería decir nada.
Steffensen pestañeó con picardía.
—¿Por qué iban los artistas a querer decir algo? —Volvía a arrastrar las palabras.
Jastrau le miró sorprendido.
—¡Exacto, exacto! —exclamó de todo corazón—. O mejor aún: un artista tiene que decir algo, pero da igual lo que diga.
Sanders, desdeñoso, se recostó en el respaldo oval de la silla rococó, como si las formas majestuosas del asiento envolvieran su apariencia revolucionaria en un brillo fabuloso; Lenin en el Kremlin.
—¿Por qué no hablamos mejor de la comida? —preguntó con una arrogante sonrisa marxista—. La verdad siempre es concreta. ¿Qué tienes en la despensa, Ole?
—Cerveza, desde luego, no. Lo sé desde anoche —intervino Steffensen, haciendo reír a Jastrau. Su risa ahora era sincera. Al menos se mostraba más receptivo a los comentarios que Steffensen iba dejando caer.
Pero, naturalmente, Jastrau no tenía la menor idea de qué comida había en la casa, y Sanders, naturalmente, sí estaba al tanto. Naturalmente. ¿Acaso no había estado en la cocina tomando buena nota de la mortadela, la carne y los rollitos de arenque? Faltaban huevos, pan negro y, por supuesto, cerveza.
Pero Jastrau podía bajar a hacer la compra y Steffensen acompañarlo, para cargar con las cervezas; iría de mil amores. Mientras tanto, Sanders pondría la mesa. Claro que sabía dónde había manteles limpios.
—¿También sabes dónde está la cubertería de plata? —preguntó Jastrau con malicia.
Sanders asintió, burlón.
Jastrau y Steffensen no tardaron en bajar al ultramarinos. Ahora caminaban juntos, como un par de buenos camaradas. También tenían que ir a la abacería de la esquina de la Colbjornsensgade, pero en esta ocasión Steffensen se quedó esperando en la puerta con las cervezas repartidas entre las manos y los bolsillos.
—Oye —gruñó cuando Jastrau salió del negocio—, esta Istedgade es una calle estupenda.
—¿Por qué?
—Porque es muy larga.
Jastrau estaba a punto de echarse a reír cuando se percató de la mirada perdida y brillante de Steffensen, y no pudo evitar detenerse a contemplar él también la larga calle. Era interminable. El sol de la mañana centelleaba en un hervidero de ventanas abiertas como gotas de agua y a lo lejos, a la altura de la Enghaveplads, las fachadas grises y amarillas se volvían etéreas como montañas lejanas para luego deshacerse en una niebla chispeante.
—Sí, es una tontería por mi parte, pero a veces me olvido de lo bonita que es —reconoció Jastrau.
—¡Demonios! Si eso suena a psique, de la que debería haber en los poemas —dijo el otro con una sonrisa áspera—. Tanta porquería y tanta roña convertida en luz celestial… allá a lo lejos. —Y rompió a reír con desdén.
Cuando Jastrau y Steffensen regresaron a la casa, Johanne ya había vuelto con el niño, que salió a la carrera desde el comedor escorándose peligrosamente, como una motocicleta al trazar una curva. Nada más ver a Steffensen cargado de cervezas, se detuvo en seco y, con su cuerpecillo desmañado aún oscilando, vociferó sorprendido:
—¡Huy, cuántas cedvezas!
La complicada palabra se le atragantó un poco.
Y, para pasmo de Jastrau, el larguirucho Steffensen se agachó y le dio una.
—¿Puedes llevármela? —le gruñó con un guiño.
Oluf alzó sus puños regordetes hacia la botella y estudió con interés la etiqueta mientras Steffensen le daba unas palmaditas en la cabeza y le acariciaba el cuello como quien acaricia a un perro.
—Cuchi-cuchi, cuchi-cuchi —repetía.
—¡Cuchi-cuchi! ¡Pero qué es eso! —exclamó Oluf mirándolo asombrado; Jastrau, en cambio, soltó una carcajada.
—¿Y qué otra cosa se le puede decir a alguien así? —dijo Steffensen hablando consigo mismo mientras esbozaba algo parecido a una vaga sonrisa—. Pero, a ver, ¡esa cerveza!
Y, con sus lentas zancadas de marinero, pasó al comedor, donde plantó las cervezas sobre la mesa.
Jastrau continuó hacia la cocina.
—¡No, cómo se le ocurre! Déjeme a mí, ya lo hago yo —oyó decir a su mujer. Su voz parecía muy alegre.
Nada más entrar, se detuvo asombrado. Johanne estaba de pie, al lado de la mesa de la cocina, intentando arrancarle un plato a Sanders de entre las manos. Pero no era eso lo que le asombraba. No, era el resplandor dorado que la envolvía en aquella postura vehemente y combativa. Tuvo que reconocerlo amargamente. Era el mismo que en tiempos lo había cegado a él y lo había poseído como una pasión, un fulgor.
La alegría de Johanne siempre le había parecido un espejismo.
Inmóvil junto a la puerta, pero lleno de rencor, siguió la contienda entre ella y el sombrío Sanders, en cuyos ojos brillaban colores de moscarda.
De repente la vio alzar el plato por encima de su cabeza como un pandero con gesto triunfal.
—Johanne —dijo en voz baja. Cuando ella se volvió y vio a su marido, todas las brumas doradas se desvanecieron. Él observó unos instantes los ojos empañados, la boca sin resuello. Un conejo blanco, se le ocurrió de pronto—. Aquí están los huevos y el pan —anunció en tono trivial.
Pero Johanne debía de sentirse pillada in fraganti, porque en ese momento empezó a desbordar gestos, palabras, miradas. Empezó a multiplicarse.
—¿No es increíble de parte del señor Sanders? Ha fregado los cacharros, ha limpiado la casa, ha quitado el polvo, ha encendido la estufa y ha hecho el café y todo. Al principio no quería confesar que había sido él, pero lo he descubierto. ¿No es increíble?
Su entusiasmo resultaba tan fluido que la dejaba sin aliento. Debería haberle abrumado, pero lo encontró cómico. Y se quedó allí mirándola, con una sonrisita incipiente.
—¡Tú jamás habrías hecho algo así, Ole!
La miraba desde fuera. Un cuerpo femenino lleno de vehemencia. ¡El conejo blanco! Y la sonrisita seguía ahí.
—Déjeme a mí, señor Sanders. Usted pase a la sala, que aquí los hombres no pintan nada. Desaparezca de mi cocina.
Y, entre risas, trató de sacar a Sanders a empujones. Jastrau también recibió un empellón.
—¡Fuera los dos! ¡Fuera!
Jastrau obedeció de buena gana, aunque, en su resentimiento, no pudo evitar mirar de soslayo a Sanders. ¿De modo que así se conquistaba a una chica burguesa? ¿Cómo podía una esposa ser tan juguetona? ¡Un retazo espumoso de erotismo! Cegadora como antaño, pero solo por un instante. Repentinamente cómica a sus ojos, un conejo blanco. ¿Por qué aquella transformación? ¿El prosaísmo del matrimonio? ¿Sería eso? ¿Habría acabado todo?
—¡Una, dos, tres, cuatro! —se oyó en el comedor.
Steffensen había ocupado su sitio de costumbre, a la cabecera de la mesa, y había colocado todas las botellas delante de él.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco —contaba señalando una tras otra con un índice ganchudo mientras Oluf, con la barbilla apoyada en el borde de la mesa, seguía el dedo con la mirada sin perder ripio.
—Una, dos, cuatdo —chilló de pronto el niño, señalando a su vez sin demasiado entusiasmo.
Jastrau, sin embargo, no les prestó atención. Arrastró con apatía una silla hasta la mesa. No tenía más remedio que estar apático. Pero no pudo ignorar la sonrisa muda y distante que se adivinaba en los labios de Sanders al acomodarse en su sitio. Le caló hasta lo más hondo con un brillo de azabache.
Mientras tanto, Johanne iba de un lado a otro con su aire de ama de casa, poniendo la mesa.
—Me parece que ya podemos empezar —anunció Jastrau.
—¿No sería mejor esperar a que tu señora…? —protestó Sanders.
—No —fue la áspera respuesta.
La sonrisa de Sanders se volvió insolente.
—Ya veo —replicó con exagerada ceremonia.
Cuando la señora Johanne al fin se sentó a la mesa con los demás, la conversación volvió a girar en torno a las habilidades domésticas de Sanders. No podía mostrarse más juguetona. «Figúrese» por aquí, «figúrese» por allá, y un sinfín de grititos de alegría.
—Pero si es lo más natural —objetó Sanders con galantería mientras gesticulaba con una mano cuyo aseo no estaba a la altura de su elocuencia—, al menos para un comunista. En el Estado comunista, donde todos tienen derecho a una habitación y nada más, también existe el deber de mantenerla limpia.
—Ya está usted otra vez con su comunismo —rio Johanne, dándole unas palmaditas como si fuese una criadita a punto de decir «¡oh!». Jastrau clavó la vista en el mantel.
—Sí, siempre —contestó Sanders sin inmutarse—, porque forma parte de la lucha por la liberación de la mujer. En las sociedades capitalistas, el destino de la mayor parte de las mujeres es una pura barbaridad, tendrá que reconocerlo.
—Sí, sí —vaciló ella—. Pero el comunismo… el comunismo es otra cosa. Las mujeres son propiedad del Estado.
Jastrau no se atrevía a mirarla. Seguro que le habían salido aquellas arruguitas en la frente por el esfuerzo y que tenía los ojos sin color, pálidos y brillantes de tanto pensar. Empezó a recorrer con el dedo corazón el dibujo del mantel blanco.
—¡Eso es mentira! —exclamó Sanders—. Una mentira que los periódicos difunden por Europa a cambio efe dinero. Es sucia propaganda.
Al oír estas palabras, Jastrau miró hacia Steffensen, pero el joven estaba abriendo una cerveza sin mostrar mucho interés.
—Pero es que yo he leído en El Martillo que… —protestó Johanne.
—¿Usted ha leído El Martillo?
Ella asintió con vehemencia y Jastrau la miró por fin. En efecto, parecía algo corta de entendederas. Al verla, no pudo reprimir una sonrisa.
—Sonríes, Ole —observó su mujer con aspereza.
—Sí, te apasionas tanto…
—Pero ¿es que su marido nunca habla con usted de estos asuntos? —preguntó Sanders, astuto.
—No, desde luego que no.
—Seguramente le dice que no entiende usted de esas cosas —soltó malévolo y, sin aguardar hasta ver si el comentario había dado en el blanco, continuó triunfante—: ¡Cielos, típico de hombres burgueses!
Pero Johanne no se percató del tono y contestó llena de ingenuidad:
—No, al contrario… Más bien suele decir que es él quien no entiende de esas cosas.
—¡Ja! —rio Steffensen. Era el único sonido que había salido de entre sus labios en toda la comida.
Jastrau también se echó a reír.
Sanders, en cambio, alzó la voz y prosiguió, acalorado:
—Por cierto, nada tan ridículo como la indignación moral de nuestra burguesía ante la idea comunista de la comunidad de mujeres. Los comunistas no necesitamos introducirla. Hace mucho que existe.
Lo dijo con la precisión de una cita, y Steffensen le lanzó una mirada escéptica.
Johanne, sin embargo, resopló.
—Sí, supongo que es verdad —admitió con calma.
—No creo necesario continuar —dijo Sanders, consciente de su victoria—. No creo necesario hurgar en la chronique scandaleuse de Copenhague, que, por otra parte, seguramente no conozco tan bien como… usted y su marido.
—No, es uno de los gajes del oficio de periodista —replicó Jastrau con ironía.
Pero la frente de Johanne estaba surcada de arrugas caprichosas como el agua de una corriente que discurre a contraviento.
—Pero… —dijo confusa—, pero… no, eso que quieren los comunistas no es lo correcto. Lo noto.
En ese momento, Jastrau se puso en pie.
—¿Qué os parece si pasamos a la sala de estar a tomar el café? —propuso.
—Como quieras.
Steffensen se levantó de inmediato y ayudó a Oluf a bajar al suelo. Resultaba cómico lo bien que se habían integrado en la casa aquellos dos individuos que se habían presentado sin invitación. Sanders también se apresuró a intentar ser útil y empezó a apilar los platos. Johanne se echó a reír.
Al llegar a la puerta, Jastrau y Steffensen chocaron hombro con hombro al tratar de pasar a la salita al mismo tiempo.
—Cuántas opiniones, ¿eh? —dijo Steffensen arrastrando las palabras en tono irónico.
Jastrau se encogió de hombros.
—Pero me temo que no son más que un sucedáneo de sabiduría —añadió el otro. Después, para dar rienda suelta a su desprecio, se dejó caer bruscamente en el diván.
—¡Pumba! —chilló Oluf, que caminaba con paso inseguro pegado a los talones de los dos adultos. Nadie reparó en él. Después echó a correr, tiró del bolsillo de la chaqueta de su padre y lo miró con sus grandes ojos de niño—. ¡Yyy pumba! —exclamó.
—Sí, pumba —contestó Jastrau con aire ausente.
—No, así no —protestó Oluf furioso asestando una patada en el suelo con su borita—. ¡No, papá!
Y, tras dar media vuelta con mucho ímpetu, salió hacia la cocina a toda prisa.
No tardó mucho en regresar a la carrera.
—¿Qué, muchachito? ¿Tú tampoco aguantas a los de la cocina? —preguntó Steffensen, rudo y afable.
—Gdita mucho —contestó el niño jadeante.
En ese instante, se oyó el vozarrón de Sanders en la cocina.
—Una mujer es independiente aunque esté casada… no un estimulante más… vino y mujeres… Lutero… punto de vista aburguesado.
—Sí que grita, demonios —rio Steffensen.
Oluf se quedó inmóvil a los pies del diván con una expresión huérfana en la mirada. Tenía los suaves labios entreabiertos como si quisiera decir algo. Pero no sabía a quién, a quién… estaba desesperado.
—Tiene que ser complicado ser un muchachito —lo consoló Steffensen con una carcajada que sonó como un bufido, inseguro en su dulzura. Jastrau sonrió con melancolía.
—¿Quieres jugar con «el hombre»? —preguntó cogiendo el fetiche.
Oluf lo miró estupefacto. Sus ojos se convirtieron en dos firmamentos infinitos llenos de luz y estupor ante los incomprensibles caprichos de los adultos. Pero no tardaron mucho en volver a ser los ojos de un niño, unos ojos humanos con voluntad y deseo, y se acercó corriendo con los brazos en alto.
—¡Con cuidado! Tienes que tratarlo bien.
De repente, se sentía en la obligación de presentarle una gran ofrenda a su chiquillo, algo cuya integridad le preocupase de veras. El niño parecía tan desamparado…
Oluf agarró el fetiche con ambas manos y lo llevó con cuidado hasta un rincón.
—El hombde —murmuró embelesado.
Jastrau se quedó mirándolo unos instantes. El recuerdo de los perplejos ojos azules del chiquillo chispeaba en su interior. Luego, de pronto, pensó en voz alta:
—Sabe Dios si no habrá sido un error. Normalmente tiene prohibido jugar con él.
—Sí, un error garrafal —se carcajeó Steffensen.
Jastrau hizo un gesto de resignación.
En aquel momento llegó el café, y con él también la discusión a la sala de estar. El aire que rodeaba a Johanne y Sanders, él con la sonrisa radiante del hábil orador que era, ella envuelta en una efervescencia de cabellos, mejillas encendidas y labios huidizos, húmedos, relucientes, estaba cargado de fervor. Jastrau quedó arrinconado en un segundo plano, donde finalmente encontró un asiento. Al menos desde allí podía vigilar el fetiche. Ya era algo. Temía por él.
—¿No te parece el colmo, Ole? —dijo Johanne entre risas mientras se apartaba los dorados cabellos de la frente—. Tener que oír estas cosas en mi propia casa… y ni siquiera me inmuto. Ja, ja.
Sanders se sentó en una pose revolucionaria.
De pronto, Steffensen aulló desde el diván:
—Sí, sí, ¡viva la revolución!
—Querrás decir la destrucción —gruñó Sanders.
—Quiero decir la revolución, demonios —refunfuñó Steffensen.
—¿Pero no se da usted cuenta, señor Sanders, de lo ridículo que suena todo eso de la revolución? —preguntó Johanne.
—En boca de este, sí —replicó él en tono mordaz.
—Y también en la suya —aseguró ella sonriente—. ¿No lo entiende? Después de todo el día paseando por la Vesterbrogade y por Strøget, cuesta mucho imaginar una revolución en esas calles.
—Tienes razón, Johanne —observó Jastrau desde el fondo.
—Sí, ¿verdad? —exclamó ella volviéndose hacia él con alegría.
—Ya, ya nos lo sabemos. Eso son cosas que solo pasan en Rusia —gruñó Steffensen—. En nuestra preciosa Dinamarca jamás podrían ocurrir… Pues se equivoca.
—No —dijo Jastrau con un cabeceo triste—. No se equivoca. —No tenía muy claro si deseaba continuar hablando, pero lo hizo—: Yo mismo he sido testigo. Lo he visto. En Dinamarca, una revolución quedaría ahogada… en risas.
—Ah, ¿sí? —protestó Sanders.
—Sí, he tenido ocasión de verlo con mis propios ojos. Es tan ridículo que no vale la pena ni hablar de ello, pero lo sé porque yo mismo estuve allí, bajo los estandartes rojos, traía, lalala, aquellos días de marzo, cuando el rey puso en la calle al ministerio radical[11]. Permaneció unos segundos con la mirada ausente, pero al ver que los demás se habían vuelto hacia él, de repente lo encontró todo muy cómico. ¡Estaba hecho un abuelo! ¡Allí, contándoles sus recuerdos! Y, emulando a Storm Petersen[12], añadió:
—¿Un viejo veterano? ¡Sí, sí! ¿De la Guerra de los Bóers? ¡Valiente sarta de idioteces!
—No, ibas a decir algo. —Era Sanders el que hablaba.
—No me apetece hablar de eso, maldita sea. Pero, bueno, el caso es que yo también estuve rompiendo el cordón policial en la plaza de Amalienborg[13] y gritando «¡Viva la república!» delante del palacio. ¡Valiente sarta de idioteces! Hasta hubo un tipo que se encaramó a una farola con la intención de pronunciar un discurso revolucionario. «¡Camaradas!», chilló, y después se entusiasmó tanto que abrió los brazos, se olvidó de agarrarse y fue resbalando poquito a poco hasta volver al suelo… en medio de una sonora carcajada revolucionaria.
—Bueno, pero aquello no fueron más que chiquilladas —protestó Sanders—. Diversiones callejeras.
Jastrau se encogió de hombros.
—Es muy posible. Además, oí el único tiro que dispararon. De fogueo. ¡Ja! Un policía, que se emocionó. También estuve en las concentraciones de La Concha, delante del ayuntamiento. ¡Ja! ¡Muy divertidas, por cierto! Un borracho dio un discurso. ¡Un efecto muy pintoresco! Turbas sombrías. La luz de las lámparas de arco. Todo muy bonito, mucho claroscuro. ¡El drama revolucionario! —volvió a emular a Storm Petersen—. ¡Ja, ja! Un borracho… Danton… como una cuba… ¡Se había tomado un zumo de manzana! Y, en plena curda, chillaba: «¡Abajo la ley electoral! ¡Abajo con ella! ¡Maldita sea! Uno de Copenhague vale la tercera parte que uno del oeste de Jutlandia». Eso chillaba. Y poco le faltó para caerse de bruces entre los espectadores. Tuvieron que tumbarlo en la tribuna y hasta con dos tipos encima seguía chillando: «¡Viva la revolución!»… Igualito que aquí nuestro Steffensen.
Los demás se echaron a reír. Jastrau, sin embargo, continuó con el mismo tono amargo salpicado de humor.
—Sí, ese era el parlamento de la calle. ¡Escenas de Copenhague! Por fin lograron bajar de allí al borracho, pero, demonios, ¡el pueblo solo quería escucharle a él! «¡El jutlandés!», gritaban. «¡Que suba el jutlandés! ¡No era un mal tipo!». ¡Dios mío, cuánta estupidez! Y también recuerdo haberme despedido de un amigo, un vendedor de anuncios, al final de Vesterbro. Era de madrugada. «Bueno, mañana es la huelga general», nos dijimos. Y nos quedamos mirando las farolas. «O sea, que mañana todo apagado». No era una perspectiva desagradable. ¿Y qué pasó? ¡Nada de nada! Bueno, sí, una manifestación con el concejo municipal al frente del cortejo. ¡A ver al rey! ¡Vaya chasco! Y los periódicos, que habían amenazado con la huelga general… en fin…
—Sí, entre ellos Dagbladet —le recordó Sanders con aire malévolo.
—Sí —admitió Jastrau, cansado—. Aquellos días supusieron la muerte de los radicales. Y, aun así, todavía se aparecen de vez en cuando, como fantasmas. Aunque… ¿a vosotros qué os importa? —Se levantó malhumorado—. Yo no creo en la revolución en este país —prosiguió con vehemencia—. A los daneses nos falta carácter para algo así. Uf, no me importaría escribir un libro sobre el carácter nacional danés: la hipocresía clara y la escasa fiabilidad rubia.
—¡Oye, oye! —protestó Johanne, lo que suscitó las risas de Sanders y Steffensen.
—Dispara contra usted —la previno Steffensen guiñándole los ojos con una coquetería burda que los dotó del brillo pringoso de la complacencia forzada. Johanne, sin embargo, fingió no haberlo oído.
—¿Con qué estás jugando, Oluf? —preguntó.
—¡Con el hombde! —se oyó desde el rincón.
—¿Es que no sabes…?
—Le he dado permiso yo —la interrumpió Jastrau con calma.
Johanne clavó en él una mirada fría y meneó la cabeza de un lado a otro como si fuese un idiota.
—Pues yo creía que… —comentó.
—Lo mismo creía yo —replicó Jastrau lleno de ironía.
Entonces sonó el teléfono.
Jastrau fue a contestar:
—¡Jastrau al habla!… ¿Cómo dice?… Pero ¿cómo diantres se ha enterado Stefani?… Lo escribí anoche y lo mandé a componer de inmediato… No, no puedo. Lo estaba pidiendo a gritos… ¿Blasfemo? ¿En serio?… ¿Eso dice Iversen?… ¡Vaya!… ¡Vaya!… Pues que lo escriba Eriksen, por Dios; aunque hasta donde yo sé, Eriksen de literatura no tiene ni idea… Pero que lo haga él… Sí, voy enseguida y lo hablamos… ¡Sí!… ¡Que sí!… Pues hasta ahora.
Exasperado, colgó el aparato con rabia y empezó a pasear de un lado a otro seguido por las miradas de los demás.
—¿Cómo diablos se ha enterado Stefani de lo que pone en mi crítica? La escribí ayer en el periódico y la subí a componer inmediatamente. Y ahora resulta que Stefani ya ha ido a ver a Iversen y le ha montado un follón.
—Tiene buen olfato —rio Steffensen.
—Sí, qué encanto de progenitor el tuyo —gruñó Jastrau, pero, al mirar a Steffensen, lo vio con las mejillas pálidas y el gesto rígido. Sus labios asomaban amenazantes, como los de una figura tallada en madera. Los ojos, en cambio, erraban blancos, acuosos. ¿Acaso tenía a un demente sentado en su diván? Sanders y Johanne también lo observaban atentamente. Entonces se hizo un silencio desapacible que empezó a extenderse en círculos fantasmales más y más grandes. Jastrau estaba inmóvil.
Al cabo de un rato se aventuró a hablar de nuevo en voz baja y con tono indiferente:
—Será mejor que vaya a ponerlo todo en orden. Puedes venir conmigo y cobrar por tu poema, Steffensen.
—Pero la policía… —objetó Johanne.
—Bah, en día de elecciones no habrá ningún peligro —dijo Sanders—. Creo que lo mejor será que vayamos juntos. O ganan los socialdemócratas y nos conceden la amnistía o… bueno… habría sido una pena que nos cogieran justo antes de las elecciones. Permita que le agradezcamos que nos haya cobijado, señora. Esperamos que etcétera, etcétera y todas esas cosas.
Se levantó e hizo una caballerosa reverencia.
—Oh, no hay nada que agradecer… —protestó Johanne al tiempo que le tendía la mano.
En ese mismo instante, Steffensen alargó la suya hacia una caja de puros y se hizo con cinco de ellos.
Después se despidieron.