CAPÍTULO SEGUNDO

Ole Jastrau se encaminó hacia el edificio rojo de Dagbladet. También estaba desierto. Lo veía por las ventanas. También se había hundido en el mar en una sola noche y se había vuelto irreal. Él mismo flotaba a la deriva, sin voluntad, erguido como un ahogado.

Aún con las manos en los bolsillos y la pipa entre los dientes, continuó flotando al sol por delante de tranvías y automóviles hasta llegar a la puerta giratoria del periódico. Ahora estaba relajado, en un estado de ánimo que hacía de cualquier suceso una pieza teatral, de cualquier persona una máscara. Ahora se sentía extrañamente libre, como si otro tomase todas las decisiones en su lugar.

Arriba, en la redacción, saludó con la cabeza al redactor jefe al entrar. Después le dirigió unas palabras amables a la mujer que hacía el turno de guardia. De pronto, se preguntaba para qué había ido hasta allí.

Vagabundeó sin rumbo hasta la sala hipóstila.

Sentado en un despachito angosto como un cubículo, Eriksen bebía café con un brío inusitado mientras escribía un artículo.

¿Por qué no apoyarse en el marco de la puerta y observarlo?

—Eh, eres tú, Jazz —rio Eriksen al tiempo que derramaba unas gotas de café en su manuscrito—. ¡Uf, maldita sea, qué porquería! Estas cosas solo pasan con el café. —Se apresuró a echar mano al secante y limpiar las gotas—. Menuda porquería, un papel tan limpio… ¿Y qué demonios haces ahí asomado, como un pasmarote? —Tiró el secante al suelo.

Pero, de pronto, se echó a reír entre toses.

Never mind, Jazz. Pasa y cierra la puerta, anda.

En cuanto Jastrau le obedeció, Eriksen sacó una copa de oporto de su escondrijo, detrás de una pila de listines telefónicos con sonrisa misteriosa y se aclaró la garganta.

—No pienso darte. ¡Ah! —Y, tras vaciar la copa, volvió a ocultarla con gran esmero—. Que conste que esto no suele ocurrir en horas de trabajo —añadió; su malhumor iba en aumento—. ¡Palabra! No ocurre nunca. —Después se volvió, indignado, en su silla—. ¿Es que no me crees?

—Claro, claro —lo tranquilizó Jastrau tomando asiento.

Sin más transición, Eriksen volvió a mostrarse afable. Ladeó la cabeza y guiñó con picardía sus ojos triangulares. Sus cejas se agitaban en un espasmo nervioso, como las de un perro.

—Perdona que no te haya ofrecido. Pero hay que pensar en uno antes que nada, ¿verdad? Tú sabes de qué hablo, sí, Jazz… Tú me entiendes, ¿verdad? Tú mismo eres un borracho.

—¿Yo, un borracho? —exclamó Jastrau—. Bueno, sí… Es posible.

—No, no, no —protestó Eriksen indignado con las manos en alto y los dedos crispados como un judío desesperado—. Tú eres un borracho. Sé sincero, Jazz. Esa es la mejor manera de hundirse. ¡Sinceridad! No irás a creer que no sabemos que eres un borracho. En este periódico se sabe todo. Un noticiero de primera clase. Sabemos que eres un borracho. Hace mucho tiempo que lo sabemos. Lo sabemos todo. Y no sirve de nada que lo desmientas. Y sabemos también que tu mujer se ha largado. Vas a divorciarte, sí, señor. El muy perdulario. Sí sí, ya sabes cómo tratamos los desmentidos aquí en el periódico. Con lealtad, santo cielo. Los sacamos al final, en letra pequeña; en mi sección, «Aquí y allá», la más aburrida de todo el periódico, esa que no lee nadie y que nadie ha de leer, ya me entiendes. Por eso van ahí. Pero tú eres un borracho. Con letras mayúsculas. BORRACHO.

Y estampó el puño en la mesa con convicción haciendo tintinear el café. La copa de vino se delató tras los listines con un débil tañido.

—Un borracho, eso he dicho.

Después permaneció en silencio tratando de coger aire con dificultad mientras Jastrau lo observaba. Se oía un traqueteo ronco.

—Ah, sí —suspiró al fin—. Pero yo también llevo impresas las huellas de la vida. Ji, ji —añadió socarrón.

—¿Y eso es una ventaja? —preguntó Jastrau desorientado.

—Uf, ¿tú estás loco? —rio Eriksen—. Si no, me habrían licenciado hace ya mucho tiempo. Pero llevo impresas las huellas de la vida, como dice el viejo en su despacho en chaflán. Jui, jui. Tengo a mi mujer en el hospital. Fui un hombre rico, durante la guerra, cuando era imposible no serlo, y fui un vagabundo, después de la guerra, cuando también era imposible no serlo. Y, siendo un vagabundo, me presenté aquí con mi primer artículo. «Tal vez sea usted el hombre de la calle», dijo el viejo. Ji, ji, siempre esperando al hombre de la calle. Yo fui el último en llegar de la calle y eso a él nunca se le olvida… hasta que aparezca el siguiente. ¿Es mentira, acaso?

Los ojos enrojecidos le brillaban de dicha en las esquinas en ángulo.

—¿Sabes qué? —Hizo un gesto de rechazo con la mano—. Tú vienes de la universidad, y eso al viejo no le gusta; dice que no sabéis escribir. Ji, ji. Pues tú sí sabes, aunque… vas a divorciarte, y eso a él no le cabe en la cabeza. Vida privada… santo cielo… un poquito de pimienta nunca hace daño, pero ¿un divorcio? No hay gran cosa que decir porque no lo entiende. Chicas hay de sobra y son todas buenas, cada una en su estilo, la una alta, la otra gorda, así que ¿por qué divorciarse? Yo también pienso lo mismo.

Y, tras una pausa, añadió:

—Y además bebes, cabrón.

Jastrau asentía, mudo. ¿Por qué tenía que aguantar la verborrea febril de Eriksen? Y, sin embargo, escuchaba como si un deseo estuviera haciéndose realidad.

—Al cuerno con ello, Jazz —prosiguió Eriksen levantándose.

Le puso una mano en el hombro a modo de consuelo, se agachó hasta su oído y susurró con voz áspera. Un aliento acre a oporto envolvió el rostro de Jastrau como una nube de vaho.

—Al cuerno con ello, Jazz, maldita sea. Tú lo que tienes que hacer es sistematizar las cosas. Aquí arriba refunfuñan mucho, pero tú sé regular con tu trabajo, no faltes un solo día, escribe tu basura y a las seis cierra el quiosco. Es lo que hago yo. Son las seis. Accidente ferroviario en Vigerslev. Me importa un bledo, contesto. Treinta muertos. Haberse muerto antes de las seis, contesto. Son las seis. Yo me siento en el bar de Sommer, bien calentito, a jugar con una botella de oporto. Nada del Bar des Artistes. Ese gramófono no, por favor. Allí acabo dándomelas de bailarina española. Maldita sea. Maldita sea. Yo quiero alegría y bronca. Al bar de Sommer, que allí sí que se está bien. A las nueve suelo pedir otra media botella. Las diez… no están… no existen. Y a las once Sommer me mete en un taxi y a casa. Y a la mañana siguiente, listo para trabajar.

Se incorporó y sacó pecho.

—Es posible que lleve impresas las huellas de la vi-i-ida —dijo en un tono algo más solemne—, pero tengo mis derechos de borracho con conciencia de clase. ¡Y los hago valer con mano dura! Yo después de las seis de la tarde estoy beodo. Tú, en cambio, holgazaneas todo el santo día. Y sabes que te aprecio. ¡Demonios! Me caes extraordinariamente bien. —Cogió la mano de Jastrau y la estrujó—. Insisto: no tomes ni una sola co-opa hasta que el sol no se ponga en Vesterbro.

Levantó la mano izquierda con aire dramático.

—Ni u… je. —Tenía la cara roja—. Ni una co-je-je-pa.

De repente, el rojo de su rostro se volvió morado. Le soltó, se llevó ambas manos al pecho y se dobló bajo el peso de una tos oxidada y preocupante.

—Vete, vete —jadeó encorvado, agitando una mano. Luego le volvió la tos minando cada palabra y sacudiendo su cuerpo, pequeño y ancho.

Jastrau se puso en pie con la intención de ofrecerse a ir a buscar agua, pero Eriksen se incorporó, amoratado, con lágrimas en los ojos y lanzando saliva en todas direcciones por efecto de la tos.

—Vete, maldita sea… —Otro ataque—. Estoy… muy… ocupado.

Jastrau se marchó y cerró tras de sí la puerta de Eriksen. Pero incluso a través de la puerta oía su tos cavernosa, el sonido de un hombre abandonado a su suerte.

En el vestíbulo, el sol entraba a raudales por las puertas abiertas de par en par de dos despachos vacíos. El rincón, sin embargo, que conducía al despacho en chaflán estaba a oscuras. El director Iversen debía de estar dentro.

De repente, se dio de bruces con el redactor jefe.

—¿Tiene usted tiempo, Jastrau? —preguntó clavando en él una mirada sombría, cortés.

—No, lo lamento, voy con mucha prisa —contestó Jastrau cohibido como un colegial.

Era de todo punto imposible que aquellos dos hombres se entendieran. Por eso Jastrau se sentía ínfimo. También podría haberse sentido superior.

—Pues quisiera hablar con usted, porque esto, a la larga, no puede seguir así —insistió el redactor jefe.

—¿El qué? —preguntó Jastrau sin comprender.

—Está descuidando sus oportunidades en el periódico. Lo sabe tan bien como yo. No me refiero a su trabajo, pero se relaciona con el resto de la casa. No comparte su destino con nosotros, Jastrau, y eso que podríamos hacer de usted un gran hombre. Pero no quiere.

—Sí, sí, claro que sí —replicó Jastrau con énfasis.

El redactor jefe meneó la cabeza de un lado a otro con tristeza y, a la vez, con sentido del humor.

—En fin, me gustaría tener una conversación seria con usted un día de estos, Jastrau. Que no se le olvide, ¿de acuerdo? —concluyó en tono burocrático. Una sonrisa se deslizó entre ambos. ¿Acababan de comprender en un fogonazo lo inútil que era todo?

—No, no —le aseguró Jastrau con un deje cantarín que no sonaba fiable, precisamente, antes de salir por la puerta.

¡Un gran hombre! Como si le interesara. Qué tendría eso que ver con la infinitud del alma, aquella alma que había tras las cosas, el ser humano. ¡Escribir todos los días un artículo cultural! ¿Era eso ser un gran hombre? ¡Estar al tanto de intrigas de redacción e intereses editoriales, conocer al dedillo la vida privada, amigos y enemigos de los grandes gurús de la intelectualidad danesa, saber de qué hilos tirar! ¿Un gran hombre?

—Asco del extravío de este mundo —dijo mientras bajaba por las escaleras. Hablaba solo, pero sonaba como si estuviera citando a alguien.

Cuando, sin sombrero, se encontró de pie en la acera, frente a Dagbladet, observando el brillo del sol en bicicletas, tranvías y automóviles, grandes superficies espejeantes que se deslizaban a través de la centelleante neblina soleada, figuras claras encorvadas, mujeres, pantorrillas curvas, recordó repentinamente la oscuridad que envolvía la puerta cerrada del despacho en chaflán de Iversen.

—Me voy por donde he venido. —Eso también tenía cierto regusto de cita.

¿Y si subía de nuevo, irrumpía en el enorme despacho en chaflán como quién se adentra en una cascada luminosa y hablaba con aquella sombra larga y encorvada que guiñaba sus ojos apáticos allí dentro frente a aquella avalancha de sol, sol, sol? ¿Si hablaba con él y presentaba su renuncia, ya, de inmediato? ¿Si se dejaba derrubiar?

Cargó la pipa, inmóvil sobre la acera. El viento le revolvía los cabellos. Pasó un coche azul. Intuyó que un brazo de mujer le hacía señas y cabeceó distraído, como si sonriese a través de un velo. ¿Quién era? Imposible saberlo.

Poco después, un hombre aupó a un niño pequeño y lo montó en un tranvía. Un niño pequeño. No, parecía más bien una niña. ¡Tenía que ser una niña! ¡Fuera dolores ahora! Que todo se diluya en luz. Un fotógrafo de prensa lo saludó. Los castaños escuálidos de las isletas hacían parpadear sus hojas verdes y sus flores rojas.

La pipa estaba cargada.

¿Y si se la guardaba en el bolsillo, subía y lo resolvía de una vez por todas? ¡Arriba, escaleras, adentro, despacho! Pero las cosas no eran así; no podía llegar de la calle a la carrera y sin sombrero, con el pelo alborotado, las manos en los bolsillos, y despedirse sin más. Al viejo le daría un ataque de tos, escupiría en la papelera y se quedaría sin fuelle de pura risa. Aquello era un asunto serio, con contrato y tres meses de preaviso. Había que llevar sombrero para poder dejarlo encima del escritorio antes de comenzar las negociaciones.

Tenía que ir a casa a buscar un sombrero. Eso lo reafirmaría en su decisión. De lo contrario, tal vez lo olvidara todo.

Tranquilo y decidido, echó a andar por la Vesterbrogade y atajó por la Estación Central en dirección a la Istedgade. Como primera medida, se despediría. ¿Y el futuro? Eso nadie lo sabía. Y, embriagado de su propio destino, empezó a silbar.

Sin embargo, al subir a su casa la encontró extrañamente muda. Atravesó silbando el pasillo en penumbra. ¿Qué ponerse? ¿La gorra o el sombrero? ¡Extrañamente muda! El sombrero, por supuesto. Y el bastón de paseo. El bastón estaba bien. Era un punto de apoyo y confería un aspecto respetable. Pero ¿por qué ese silencio? ¿Se habrían marchado Steffensen y Anna Marie? Anna Marie. Y, sonriente, se puso el sombrero.

Silbando, entró en la sala de estar. Mecánicamente hizo su gesto secreto, ritual, al pasar junto a las dos fotografías de la mesa. Lo había ideado él mismo. O, mejor dicho, había sido una ocurrencia de un momento. La mano izquierda atravesada en el pecho. Siempre podía conjurar algún peligro. Pero la mortecina luz del día que entraba por las ventanas, que llevaban algún tiempo sin limpiar, lo frenó de inmediato sin que él fuera consciente. ¡Un cambio de tiempo! Dejó de silbar.

Entonces oyó que Anna Marie exclamaba:

—¡Aaaahh, no me va a salir nunca!

Y luego un chasquido.

Descorrió la puerta del comedor. De inmediato, percibió un aroma extraño, un olor suave y narcotizante en medio de aquella atmósfera de ruina y polvo.

Había rosas sobre la mesa.

—¿Qué…? —Se quedó boquiabierto.

Anna Marie hacía solitarios con una baraja y Steffensen estaba echado en el diván con las manos debajo de la cabeza.

—Idílico —refunfuñó Steffensen con desdén.

—Sí, pero ¿a qué vienen esas rosas?

Anna Marie meneó la cabeza y soltó un «¡bi-i-iz!» para insinuar una demencia pasajera.

—Exactamente —replicó Steffensen—. Oye, ¿no tendrás tabaco? No puedo pensar.

—¿Y las flores?

—Ahh —gruñó Steffensen—, me he puesto sentimental. Aunque el castigo ha sido fulminante. En toda la jeta. Me he encontrado con mi Viejo justo aquí abajo. ¿Qué trapicheos se traerá por estos barrios?

—¡Tu padre! ¡Tu padre! No me habías dicho nada, Steffensen —exclamó Anna Marie muy excitada saltando de la silla como un resorte—. Oh, tu padre… ¿Está aquí? Ah, no lo soporto. ¿Por qué? ¿Por qué? No, no puedo seguir aquí un minuto más. Yo, yo…

Jastrau se apoyó en el bastón y la miró con gesto interrogante. ¿Por qué aquel miedo en sus ojos, aquel brillo turbio? Un espasmo nervioso contraía las comisuras de su boca, ¿por qué?

—Justo ahora que las cosas empezaban a arreglarse. Casi a arreglarse. Pero las cosas nunca se arreglarán.

Y, como si acabara de quebrarse, se sentó con la cabeza enterrada entre los brazos y los cabellos sueltos formando una ondulación por detrás de su cabeza.

—Nunca, nunca se arreglarán del todo… Voy a volverme loca, loca, loca —gimoteó.

—Déjalo ya, Anna Marie —ordenó Steffensen poniéndose en pie lánguidamente con una mueca cansada—. No me ha visto. Supongo que habrá venido al barrio a buscar una chica. Sería muy propio de él.

En ese momento, Anna Marie levantó la cabeza y chilló, chilló con tanta fuerza que debió de oírse por toda la casa:

—¡Y ahora me pegarás! ¡Ahora me pegarás! —Su rostro era feroz, ardía—. Pero… pero… yo… —bufó con los labios carnosos brutalmente marcados. Y, de pronto, sus rasgos se difuminaron, flácidos, reducidas boca y barbilla a un amasijo blando, y con tres notas largas, ¡no! ¡no! ¡no!, su voz descendió a la humildad, a la súplica—: No me pegues, Stefan. No me pegues. No me pegues. Haz conmigo lo que quieras. Pero no me pegues. Yo solo quiero marcharme, marcharme.

Jastrau se sentía cohibido. ¿Qué estaba sucediendo en su propia casa? Algo salvaje e incomprensible, una vida privada tan próxima a él que podía olería. Y mientras tanto su propia vida, sus propios asuntos, se habían esfumado. Lo que había vivido en aquellas estancias, ¿dónde estaba? Unas palabras al teléfono —«¿dónde habéis estado tanto dato?»—, una voz de mujer cansada y adiós, ahora nada más que dos extraños chillando. No debía olvidar…

—Por cierto, que iba de luto, mi Viejo. ¡Con sombrero de copa! —rio Steffensen.

Jastrau aún llevaba el sombrero puesto. No debía olvidar. Claro, tenía que ir a hablar con el director Iversen; y estrujó el bastón con fuerza.

—Deberíais salir a dar un paseo —propuso sin mucho énfasis— y hacer las paces.

¡Palabras suaves! ¡Cómo Jesucristo! A Jastrau se le quedó cara de tonto.

Steffensen sonrió burlón, apenas un destello lleno de dureza. Anna Marie se incorporó y señaló con la cabeza.

—Yo no pienso poner un pie fuera de esta casa.

A Jastrau le dieron miedo sus ojos.

—No, claro —replicó Steffensen.

—Y tú tampoco salgas, tú tampoco. ¿Qué tal si te lo encuentras? —exclamó echando su cuerpo voluminoso sobre la mesa. Jadeaba histéricamente con un pitido largo y peligroso que parecía presagiar el estallido de otra violenta erupción. Se oía en su pecho.

—¿Qué tal… qué tal si nos olvidamos del tema? —propuso Jastrau conciliador, el Hijo del Hombre con sombrero y bastón—. Voy a buscar un poco de oporto y nos olvidamos del tema.

Tenía que ir al periódico a presentar su renuncia, no fuera a seguir siendo crítico de Dagbladet por un despiste.

—Sí, olvidar, olvidar, olvidar —canturreó Anna Marie dejándose caer de nuevo en la silla. A Jastrau su semblante lo tenía estupefacto. Era una encrucijada de toda suerte de estados de ánimo y expresiones, el mentón perdido en el cuello carnoso.

—Debes de estar chalada, Anna Marie —exclamó Steffensen—. A mí, el Viejo no puede hacerme nada, y a ti… —resopló burlón.

Anna Marie abrió los ojos de golpe y los clavó en Steffensen con un miedo sin fin.

—Stefan, Stefan —gimoteó suavemente.

—Sí, sí, no lo he dicho en serio.

Steffensen se mostraba asombrosamente tierno. De repente, Jastrau comprendió las rosas. El perfume de la reconciliación en medio de aquellas ruinas despiadadas.

—Voy a buscar el oporto —repitió Jastrau, de nuevo él mismo y con sombrero. Le alegraba haber encontrado aquel remedio. Pero ¡más flojo! ¡Más flojo! Un cerebro pensante era una enfermedad muy dolorosa.

—Sí, ve. De todas formas, no consigo pensar —dijo Steffensen.

—Ah, pero ¿tú piensas? —De nuevo el viejo destello de desdén.

—Sí, estaba a punto de tener una idea importante, a puntito. —El rostro de Steffensen volvió a cerrarse, la frente anormalmente alta parecía próxima a estrellarse contra un muro, los ojos adquirieron su cruel brillo esmaltado.

Cuando Jastrau bajó a la expendeduría de enfrente a comprar tres botellas de oporto, recordó que también les faltaba tabaco.

Volvía a entrar por la puerta, tranquilo y desenfadado, con el tabaco y las tres botellas, cuando se topó con el portero pelirrojo, que reía con aire cómplice. Era algo más joven que Jastrau.

—Eso sí que es sensatez —dijo con un guiño húmedo de sus ojos azules e inocentes.

—¿Le apetece subir? —preguntó Jastrau cediendo a un impulso repentino.

—Muchas gracias. —El portero lanzó una mirada burlona a su atuendo. Llevaba un peto azul—. No soy de los que rechazan una invitación. Eso jamás. Pero permítame que las lleve yo. Tengo más práctica en estas cosas que usted.

Y, en cuestión de un segundo, el portero salió zumbando escaleras arriba con su peto susurrante y los pasos ligeros y danzarines de sus pies planos.

—Se me levantan los ánimos —decía cada vez que alcanzaba un nuevo rellano—. Ah, cómo se me levantan.

Sin embargo, al llegar a la puerta se detuvo pensativo.

—¿Qué dirá su señora? —susurró.

—Se ha marchado —respondió Jastrau con un encogimiento de hombros—, no va a volver. Nos divorciamos, maldita sea.

El portero se quedó boquiabierto.

—Caramba… conque eso era. Y… el niño también. Bueno, son cosas que pasan, sí, señor, no hay mucho más que decir. Pero, qué diablos, ¿no pensaría beberse esas tres botellas usted solo? Aún no está tan loco, ¿verdad, señor Jastrau? ¿Tiene invitados, tal vez?

—Pues sí. Pero pase, pase.

El portero entró despacio, tímidamente. Con el peto azul avanzaba a trote de oso. Igual de tímidamente, dejó las botellas.

—Soy Edwin Jacobsen, portero de este edificio.

Anna Marie se enjugó las lágrimas. Había estado llorando. Saludó con una reverencia.

Steffensen tendió una mano con brusquedad por encima de la mesa y murmuró su nombre. A punto estuvo de volcar las rosas.

—Pero, por favor, siéntese, portero —dijo Jastrau.

—¡Ja, ja! —El portero dio un salto en la silla de pura alegría—. Está uno ahí, en el portal, creyendo que el alcohol está fuera de su alcance y sin atreverse ni a soñar con él, y de repente aparece por la puerta tan campante y se le echa en los brazos; tres botellas, nada menos. Tralará, tralará.

Steffensen permanecía indiferente. Una vez descorchadas las botellas, se hizo con una. Su rostro era impenetrable. Le lloraban los ojos.

Anna Marie que, por el contrario, se sentía la señora de la casa, sacó las copas verdes.

—Vaya, ahí está el gramófono, señor Jastrau —exclamó el portero con una risita socarrona—. La de veces que lo he oído en plena noche. —Algo había que decir, tenía una copa de oporto en la mano—. No, no importa, señor Jastrau. ¡Salud! Lo que ocurre es que a uno lo anima en la cama y ahora mismo no puedo permitirme tener más hijos, así que tiene que prometerme que solo lo pondrá de vez en cuando, solamente un disco. ¡Ay! Disculpe, señorita, no sé en qué estaba pensando…

—No tiene la menor importancia —se apresuró a contestar Anna Marie.

Sonreía tímidamente.

—¿Ponemos un disco?

Jastrau fue a girar la manivela del gramófono.

—¡Eh, eh, qué modales son esos! —exclamó el portero indignado—. ¡Qué forma de trasegar!

Al volverse, Jastrau vio que Steffensen se había llevado a los labios una de las botellas y bebía a largos tragos. La nuez, tensa como un puño, le asomaba por encima del cuello de la camisa.

—Menudo pellejo está hecho —rio el portero—. He visto ya de todo en esta vida, sí, señor. Pero semejante pellejo solo lo he visto en Riga, bebía y se caía redondo; aquello no era un ser humano, aquello era un ruso.

Steffensen seguía impertérrito. Después de un largo trago, se apartó la botella de los labios y la plantó en la mesa.

—Ja, ja, menudo pellejo está hecho —repitió el portero mientras se daba palmadas en los muslos azules del peto.

Steffensen lo miró de reojo con una sonrisa fría y socarrona, pero no dijo nada.

—Stefan —exclamó Anna Marie. Estaba a punto intervenir, pero de pronto meneó la cabeza de un lado a otro—. No, no sirve de nada —suspiró antes de apurar su copa.

Jastrau, en cambio, se echó el sombrero hacia atrás con brío y puso en marcha el gramófono. No debía olvidar. El jazz empezó a sonar con algunas disonancias. El ritmo se hizo sentir. Lo poseyó. No olvidar. Tenía que acordarse como fuera de renunciar a su contrato con el periódico. Oh, evening star.

El reflejo del sol de la tarde penetraba a través de los cristales sucios.

—¿Baila, señorita? —preguntó el portero, que se había puesto en pie galantemente y movía los pies.

Anna Marie se apartó el pelo de la frente.

—Ay, sí —resopló—, pero ¿no hace un calor horrible aquí dentro? ¿O es el vino ya?

—No hay que beber oporto mientras luce el sol —contestó el portero entre risas con voz experta.

Después arrastró a Anna Marie a un ágil trote osuno por toda la habitación. Rodillas blandas, inestables.

—Y yo que creía que hoy solo cenaba albóndigas —charlaba—. Porque ese es el menú que se sirve hoy en mi casa, a las seis. Pero, al final, de eso nada.

El jazz llenaba la habitación. Jastrau zapateaba sin fortuna y marcaba el ritmo con el bastón. Estaba a punto de irse. Steffensen, en cambio, había vuelto a llevarse la botella a los labios sin hacer ruido con la cabeza hacia atrás.

—¡El muy pellejo! —Rio el portero deteniendo su trote—. Es que bailar da sed.

Bajo la piel tostada le hervía la sangre.

Jastrau puso otro disco. Oyó a Anna Marie gemir:

—Uh, ya lo noto.

De repente, se encontró con el portero junto a él.

—Entonces dejará la casa, supongo —le dijo pestañeando.

—Sí, ya he escrito al casero.

—Y todos estos muebles tan estupendos, los venderá, supongo.

Sus ojos cándidos se encendieron con más brillo.

¡Los muebles! Jastrau era incapaz de pensar. Eran tan irreales. Estaban en una casa que flotaba por el cielo, un arca de Noé llena de despojos de su pasado, de alcohol y de desconocidos que bailaban.

—Mi reino no es de este mundo —contestó.

—Ja, ja. —rio el portero con familiaridad—. Yo tampoco creo en Dios.

Jastrau no respondió. Se sentía flotar. Y más allá, en su silla, Steffensen estaba ya al acecho.

—¡Salud! —exclamó Jastrau—. Tengo la sensación de que no estamos bebiendo.

Anna Marie le lanzó una mirada embotada y meneó la cabeza.

—Todo va tan deprisa… —suspiró estrujando la copa con un brío desesperado.

—Pues es un gramófono estupendo —observó el portero dándole unas palmaditas—. Y los discos también son estupendos. Esuna lástima que casi no te den nada cuando los vendes. Porque no, no te dan nada, señor Jastrau —añadió apesadumbrado.

—¿Se ha olvidado usted de mí, señor portero? —chilló Anna Marie.

—¡No, eso nunca! —exclamó él con patetismo extendiendo los brazos desde su peto azul—. Qué mujer tan estupenda —le dijo riendo a Jastrau. Después adoptó la posición de un oso dispuesto a abrazar el mundo y Anna Marie se le echó al cuello.

Jastrau dejó el bastón para beber con mayor comodidad.

—Je —rio Steffensen con desgana. Su cuerpo largo y huesudo tembló—. Portero pelirrojo de azul. ¡Je!

Luego refunfuñó algo y buscó la botella con la mano a lo tonto.

¡Otro jazz! ¡Otro saxofón! El subconsciente se elevaba en nubecillas oscuras al compás de las notas graves. Un instrumento silbante las despejó y convirtió la música en un ritmo puro y deslumbrante, carente de alma.

—¡Un gramófono estupendo! —Era el portero, que volvía a estar a su lado—. La de veces que he querido hacerme con un gramófono a buen precio, la de veces, sí. —Un suspiro ahogado.

—Entonces seguro que un día lo consigue, señor Jacobsen —exclamó Jastrau dándole una palmada en el hombro.

¡Otro jazz! ¡Música de negros! ¡Estribillo! Du-du-di-du-du! Wob-li-wob! I love you so dearly!

—¡Oh, Ole! —Era Anna Marie, que de pronto colgaba de su cuello y le restregaba los voluminosos senos por el cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirándolo, acuosos los ojos y acuosa la boca—. No pensarás mal de mí. No creerás que estoy enferma. Ah, podría llegar a volverme loca por ti.

Y, de repente, empezó a bizquear.

—Ja, ja, ja, ¿no es gracioso? ¿Por qué no te ríes? Podría llegar a quererte —dijo con voz estridente.

Luego lo apartó de un violento empujón y se quedó sola, tambaleándose un poco.

—Portero, ¿por qué no me seduce?

—Es mejor esperar un rato, señorita —contestó el portero haciéndole un guiño a Jastrau.

Anna Marie osciló. Estaba pálida como un cadáver y buscaba a tientas un asiento.

Cayó una copa. Steffensen agitaba sus largos brazos por la mesa en busca de otra botella.

—Esto se está poniendo interesante —observó Jastrau. Sentía una aguda tristeza, y se creía sobrio. Sin embargo, en la habitación había movimiento, como si un relámpago encrespase los muebles.

—Me encuentro muy mal, ay —gimoteó Anna Marie apoyándose en la silla—. Ay, aquí, aquí, debajo del pecho.

—Debería echarse en la chaise longue, señorita —aconsejó el portero—. Ya me encargo yo —dijo dirigiéndose a Jastrau—. Pero traiga un cubo, por favor.

Jastrau corrió a la cocina, se detuvo bruscamente junto a la pila y silbó unas notas. Terriblemente desafinadas. Se disponía a dar media vuelta y regresar, pero ¡el cubo! Faltaba el cubo. Lo sacó de debajo de la pila y echó el trapo de fregar el suelo seco en la mesa de la cocina. Estaba tiesa como un palo.

En el comedor, Anna Marie estaba echada en el diván, pálida como un cadáver. Los labios le colgaban. Tenía el rostro desdibujado.

—No, no puedo vomitar —le gruñó al portero, que trataba de atenderla.

—Inténtelo. ¡Vamos, inténtelo, señorita! —decía él con suavidad mientras le acercaba el cubo a la cabecera—. Métase el dedo en la garganta, señorita, y ya está… Verá cómo la alivia.

En ese momento, Steffensen se levantó —la cara amarilla, la mirada fija—, agarró con ambas manos las rosas del jarrón, estrujó las flores entre los dedos y llevó el ramo hasta el diván como una coliflor. Los tallos chorreaban agua.

—Mi amor —balbució al tiempo que le echaba por encima las rosas mojadas—. Mi a… mi a… —Intentó arrodillarse junto al diván, pero se desmoronó. Un sollozo salió de entre sus labios, como si el llanto tratara de abrirse paso. Después, se desmayó.

—El muy… —exclamó el portero apartándolo indignado con el pie. Pero después no pudo contener una carcajada—: Ja, ja, ja, maldita sea, aquí el que no se divierte es porque no quiere. Pero, señor Jastrau, ¿me ayuda a cargar con él hasta el otro diván?

Jastrau se tambaleaba bajo el peso de Steffensen, aunque aún conservaba el sombrero en la cabeza.