XXIII
Desde Gorki, Bennigsen bajó por el camino general hacia el puente que el oficial había indicado a Pierre, desde lo alto del túmulo, como centro de la posición junto al que había montones de hierba cortada que olía a heno. Por el puente entraron en la aldea de Borodinó; desde allí giraron hacia la izquierda y, dejando atrás una gran concentración de tropas y cañones, llegaron a un alto montículo donde los milicianos cavaban trincheras. Era un reducto al que aún faltaba el nombre, y que después fue llamado reducto de Raievski o batería del túmulo.
Pierre no prestó especial atención a ese lugar; ignoraba que para él sería el más memorable de todo el campo de Borodinó. Después, cruzando un barranco, se dirigieron a Semiónovskoie, de donde los soldados se llevaban las últimas vigas de las isbas y cobertizos; seguidamente, tras nuevas subidas y bajadas a través de los campos de centeno que parecían arrasados por el granizo, salieron a un camino nuevo, abierto por la artillería, hacia las fortificaciones que todavía se estaban haciendo en los surcos de los campos.
Bennigsen se detuvo ante esas obras para ver el reducto de Shevardinó (que el día anterior era todavía ruso), donde se veían algunos jinetes. Los oficiales afirmaban que allí estaba Napoleón o Murat. Todos miraban ávidamente aquel grupo de jinetes. Pierre también miraba, tratando de adivinar quién de aquellos hombres, apenas visibles, era Napoleón. Por último, los jinetes descendieron del túmulo y desaparecieron.
Bennigsen se volvió a un general que se le había acercado y comenzó a explicarle la posición de los rusos. Pierre prestó oídos a las palabras de Bennigsen, aguzando toda su inteligencia para comprender el plan de la próxima batalla, pero advirtió acongojado que sus facultades intelectivas no alcanzaban a tanto. No comprendía nada. Bennigsen dejó de hablar y, dándose cuenta de la atención de Pierre, le dijo:
—Me imagino que esto no le interesa…
—¡Oh, no! Al contrario, me parece muy interesante— replicó Pierre, no del todo sincero.
Desde allí siguieron más hacia la izquierda por un camino serpenteante entre el espeso bosque de abedules pequeños. En medio de aquel bosque, una liebre de lomo oscuro y blancas patas saltó al camino delante del grupo; asustada por el ruido de tantos caballos, corrió aturdida, dando saltos por el camino, entre la atención y la risa de todos; por fin, cuando algunos gritaron tras ella, se apartó de otro salto y desapareció en el bosque. Después de caminar dos kilómetros entre el boscaje, salieron a un claro donde se hallaban las tropas del cuerpo de ejército de Tuchkov, encargadas de defender el ala izquierda.
Allí, en el extremo del flanco izquierdo, Bennigsen habló mucho y con gran ardor dio una orden que a Pierre le pareció muy importante.
Delante de las tropas de Tuchkov se elevaba una colina, no ocupada por los soldados; Bennigsen criticó en voz alta aquel error, diciendo que era una locura no ocupar un punto que dominaba el territorio y colocar las tropas debajo. Algunos generales expresaron la misma opinión. Especialmente uno, con gran ardor bélico, dijo que los habían enviado al matadero. Bennigsen, bajo su propia responsabilidad, ordenó que se ocupara la altura.
Esta orden referida al flanco izquierdo hizo dudar todavía más a Pierre sobre su capacidad para entender el arte militar. Comprendía a Bennigsen y a los generales que criticaban la posición de los soldados al pie de aquella altura y participaba de su opinión; pero precisamente por eso no podía comprender cómo aquel que había colocado a los soldados al pie de esa altura fuera capaz de cometer un error tan grande y evidente.
Pierre ignoraba que aquellas tropas no habían sido puestas allí para defender la posición, como creía Bennigsen: fueron situadas en un lugar escondido para tender una emboscada y debían permanecer allí sin ser vistas, de manera que pudieran lanzarse de improviso sobre el enemigo cuando éste avanzara. Bennigsen tampoco lo sabía y colocó las tropas según sus particulares consideraciones, sin informar de ello al general en jefe.