XIX

El 1 de septiembre, por la noche, Kutúzov dio a las tropas rusas la orden de retroceder, pasando por Moscú, al camino de Riazán.

Las primeras fuerzas se pusieron en movimiento por la noche. Durante la marcha nocturna no se daban prisa y avanzaban lenta y tranquilamente. Pero al amanecer las unidades que se acercaban al puente de Dorogomílov vieron delante de sí y al otro lado inmensas oleadas de tropas que se empujaban en el puente, ocupando en la otra orilla calles y callejones y, detrás de sí, otras infinitas oleadas de tropas que lo presionaban. Se apoderó de los soldados una prisa y una inquietud inmotivadas. Todos se lanzaron al puente, a los vados y a las barcas. Kutúzov ordenó que lo llevaran al otro lado de Moscú por calles apartadas.

El 2 de septiembre, hacia las diez de la mañana, no quedaban en el arrabal de Dorogomílov más que las unidades de retaguardia. Todo el ejército había pasado ya el río y estaba al otro lado de Moscú.

Al mismo tiempo, el 2 de septiembre, a las diez de la mañana, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklónnaia y contemplaba el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Del 26 de agosto al 2 de septiembre, desde la batalla de Borodinó hasta la entrada del enemigo en Moscú, en el curso de toda aquella semana agitada y memorable, se mantuvo ese magnífico y sorprendente tiempo otoñal que tanto asombra a la gente, cuando el sol calienta más que en primavera y todo es tan brillante en la atmósfera leve y pura que hace daño a la vista y el pecho se fortalece y respira con facilidad un aire fresco y perfumado; cuando hasta las noches son tibias —noches cálidas y oscuras en que se desprenden del cielo a cada instante, asustando y alegrando a la vez, estrellas doradas.

Así era el tiempo el día 2, a las diez de la mañana. El esplendor diurno era mágico. Desde el monte Poklónnaia, Moscú se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias; la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus cúpulas centelleantes que semejaban estrellas bajo los rayos del sol.

A la vista de tan extraña ciudad, con su arquitectura nunca vista, de formas exóticas, Napoleón experimentó esa curiosidad un tanto envidiosa e inquieta que suele invadir a la gente en presencia de formas de vida ajenas e ignoradas. Esa ciudad, al parecer, vivía plenamente; según los indefinibles indicios que, a lo lejos, permitían distinguir un ser vivo de uno muerto, aquella ciudad tenía una vida pletórica. Napoleón, desde la altura de Poklónnaia, sentía palpitar la vida en la ciudad y hasta, por así decirlo, la respiración de aquel cuerpo grande y bello.

Todo ruso, al mirar Moscú, ve en ella a una madre. Todo extranjero que la contemple, aunque no vea en ella a una madre, debe percibir su carácter femenino. Y así lo sintió Napoleón.

—Cette ville asiatique aux innombrables églises, Moscou la sainte. La voilà donc enfin, cette fameuse ville! Il était temps— dijo Napoleón, y, echando pie a tierra, ordenó que extendieran ante él un plano de Moscú y llamó al intérprete Lelorme d’Ideville. “Une ville occupée par l’ennemi ressemble à une fille qui a perdu son honneur”,[470] repitió la frase que él mismo había dicho a Tuchkov en Smolensk. Y en esa disposición de ánimo contempló la beldad oriental nunca vista que aparecía tendida ante él.

A él mismo lo asombraba que su deseo, aparentemente irrealizable en otros tiempos, se hubiera por fin cumplido. Bajo aquella diáfana luz de la mañana miraba alternativamente la ciudad y el plano, comprobando todos los detalles de la ciudad; y la certeza de su pronta posesión lo inquietaba y asustaba.

“¿Podía ser, acaso, de otra manera? —pensó—. Ahí está esa ciudad, a mis pies, aguardando su destino. ¿Dónde estará ahora Alejandro? ¿Qué pensará? ¡Una ciudad extraña, bella y majestuosa! ¡Qué extraño y majestuoso momento! ¿Qué pensarán mis soldados de mí? Ésta es la recompensa para todos los escépticos —miró a su propio séquito y, más allá, a los hombres que avanzaban y se alineaban—. Bastaría una sola palabra de mis labios, un solo movimiento de mi mano, y esta vieja capital des Czars estaría perdida. Mais ma clémence est toujours prompte à descendre sur les vaincus.[471] Debo mostrarme magnánimo y realmente grande… ¡Pero no, no es verdad que me encuentre ante Moscú! —se le ocurrió de pronto—. Y, sin embargo… ahí está, a mis pies, con sus doradas cúpulas y sus cruces centelleantes a los rayos del sol. Seré clemente con ella. En los antiguos monumentos de la barbarie y el despotismo inscribiré nobles frases de justicia y misericordia… Alejandro sentirá eso más que nada, lo conozco bien.”

A Napoleón le parecía que el sentido principal de cuanto ocurría se debía a su lucha personal con Alejandro.

“Desde las alturas del Kremlin, si aquello es el Kremlin, les daré leyes justas. Les mostraré la grandeza de la verdadera civilización; obligaré a generaciones enteras de boyardos a recordar con cariño el nombre de su conquistador. Diré a su delegación que nunca he querido ni quiero la guerra, que sólo he combatido la política engañosa de su Corte, que amo y respeto a Alejandro y aceptaré en Moscú condiciones de paz dignas de mí y de mis pueblos. No quiero aprovecharme del éxito de la guerra para humillar a un Emperador al que estimo. Boyardos —les diré—, yo no quiero la guerra, deseo la paz y la felicidad de todos mis súbditos. Sé, además, que la presencia de esos hombres me inspirará, y les hablaré como lo hago siempre: con precisión, solemnidad y grandeza… Pero ¿será verdad que estoy en Moscú? ¡Sí, ahí está!”

—Qu’on m’amène les boyards[472]— dijo a su escolta.

Un general, seguido de brillante séquito, galopó inmediatamente en busca de los boyardos.

Pasaron dos horas. Napoleón había almorzado y estaba de nuevo en el mismo sitio, en el monte Poklónnaia, esperando a la delegación. En su imaginación había trazado claramente todo el discurso que pensaba dirigir a los boyardos. Unas palabras llenas de toda la dignidad y grandeza necesarias, a juicio de Napoleón.

Él mismo estaba conquistado por el tono de magnanimidad con que pensaba actuar en Moscú. En su imaginación había fijado los días de la reunion en que debían encontrarse los dignatarios rusos con los franceses, dans le palais des Czars. En su imaginación, ya nombraba gobernador a alguien que supiera atraerse a la población; y desde que supo que en Moscú abundaban los establecimientos de beneficencia, los colmaba mentalmente con sus favores. Pensaba que, lo mismo que en África, donde tuvo que vestir el albornoz y visitar las mezquitas, en Moscú sería preciso mostrarse tan caritativo como los zares. Y para conmover definitivamente el corazón de los rusos, él, como todo francés que no puede imaginar nada sentimental sin acordarse de ma chère, ma tendre, ma pauvre mère,[473] decidió que en todas aquellas instituciones haría escribir en grandes caracteres: Établissement dédié à ma chère Mère o sencillamente: Maison de ma Mère.[474]

“¿Estoy de veras en Moscú? —volvió a pensar—. Sí, ahí está, delante de mí. Pero ¡cuánto tarda en llegar la delegación de la ciudad!”

Entretanto, en las últimas filas del séquito imperial, generales y mariscales discutían inquietos y en voz baja entre sí. Los que habían ido en busca de la delegación volvían con la noticia de que Moscú era una ciudad vacía y que todos sus habitantes se habían marchado. Todos sus rostros estaban pálidos e inquietos. No los asustaba que los habitantes de Moscú hubieran evacuado la capital (a pesar de la importancia de este hecho); lo que más los asustaba era tener que comunicárselo al Emperador. ¿De qué manera, sin poner a Su Majestad en esa situación que los franceses llaman ridicule, debían decirle que en vano esperaba a los boyardos y que en Moscú no quedaban más que multitudes de borrachos? Unos decían que era necesario, a cualquier precio, formar una delegación cualquiera; otros se mostraban disconformes y afirmaban que lo mejor era, con inteligencia y cautela, comunicar la verdad al Emperador.

—Il faudra le lui dire tout de même— decían los señores del séquito. —Mais messieurs…[475]

La situación se hacía todavía más difícil porque el Emperador, meditando sus magnánimos proyectos, contemplaba febrilmente ante el plano, mirando de vez en cuando hacia el camino de Moscú, o sonriendo con orgullo y alegría.

—Mais c’est impossible…— comentaban encogiéndose de hombros los señores del séquito sin atreverse a pronunciar la terrible palabra: le ridicule

Mientras tanto, el Emperador, cansado de la vana espera y notando, con su intuición de actor, que el momento solemne se retrasaba demasiado y perdía toda solemnidad, hizo un gesto con la mano. Un cañonazo —que era la señal convenida— tronó en el espacio y las tropas, que por diversas partes rodeaban Moscú, se lanzaron hacia las puertas de Tver, Kaluga y Dorogomílov. Cada vez con mayor rapidez, adelantándose unas a otras, avanzaron a paso ligero y al trote; desaparecieron bajo la polvareda que ellas mismas levantaban, atronando el aire con su confusa gritería.

Arrastrado por el movimiento de sus tropas, Napoleón llegó con ellas hasta la puerta de Dorogomílov, se detuvo allí de nuevo, dejó el caballo y estuvo un buen rato paseando a lo largo del baluarte de Kamer-Kolezhki, esperando la llegada de la delegación.

Guerra y paz
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