Veneno, dulce despertar

 

 

 

La majestuosa y poderosa ciudad amurallada de Rilentor, capital del reino de Rogdon, estaba situada a menos de un día a caballo del Templo de Tirsar, hogar de las sanadoras. La comitiva de sanadoras y lanceros reales, encabezadas por Sorundi y Aliana, cabalgó rauda como el viento de forma ininterrumpida forzando al máximo las posibilidades de sus excelentes monturas. El templo y la capital estaban unidos por la senda real que unía las principales ciudades del reino cruzando las verdes llanuras y atravesando los frondosos bosques.

Al entrar en la gran ciudad por la amurallada puerta sur, conocida como el Portón de los Desiertos, comprobaron sorprendidos cómo los soldados de la Guardia Real habían despejado completamente el camino a la comitiva. Las empedradas avenidas de la solemne ciudad real, habitualmente atestadas de ajetreados transeúntes, se encontraban totalmente desiertas y custodiadas por la guardia.

Las calles que comenzaban al pie de las dos inmensas murallas exteriores de la gran ciudad hasta alcanzar el castillo real estaban completamente despejadas. La estilizada fortaleza, con sus seis imponentes torres circulares, era la residencia de la familia real de Rogdon. Se alzaba majestuosa en el centro de la ciudad sobre un amplio altiplano rodeado de una robusta muralla defensiva y un foso con puente levadizo.

Aliana, que adoraba cabalgar, volaba a lomos de su montura recorriendo las calles de la gran ciudad mientras el hueco estruendo de los cascos de los caballos resonaba sobre el adoquinado suelo. Galopaba entre los uniformados soldados en azul y plata que, en posición hierática, sujetaban la lanza y el característico escudo de lágrima con el emblema de Rogdon. Custodiaban las calles para garantizar el rápido tránsito de la comitiva. Nada debía entorpecer la llegada del grupo de jinetes al baluarte.

Apenas dos suspiros después de entrar por el Portón de los Desiertos, cruzaban el puente levadizo llegando al regio castillo. Desmontaron con premura y fueron conducidos de forma expedita por dos oficiales de la Guardia Real hasta las habitaciones del malherido príncipe. Habían cruzado una de las ciudades mejor protegidas del continente y accedido a un castillo inexpugnable en un abrir y cerrar de ojos. La más pura eficiencia Rogdana despuntando y confirmando una vez más el tópico.

Tanto la habitación del único vástago real como los pasillos que conducían hasta la misma estaban fuertemente custodiados por guardias reales. Portaban un yelmo puntiagudo que cubría cabeza, cuello y nariz, dejando el rostro al descubierto. Una argente coraza protegía el pecho y la espalda, ambos de brillante acero pulido. Bajo la coraza, una larga túnica azul llegaba hasta las rodillas con el emblema del reino bordado en ambas mangas y una cota de malla larga que se extendía hasta los muslos protegiendo el tronco superior y los brazos. Vestían además botas altas de cuero reforzadas en acero que protegían sus piernas. Empuñaban lanza y escudo de lágrima. El escudo, característico del reino, mostraba el tan amado y distintivo emblema de Rogdon: un soberbio caballo blanco encabritado sobre un torreón gris de fondo.

Al entrar en la lujosa y ornamentada habitación Aliana barrió con la mirada la estancia. El Rey Solin, al pie de la cama, contemplaba cabizbajo a su malherido hijo. La reina Eleuna sujetaba con ternura la mano de su febril vástago. Dos de los cirujanos de la casa real, situados a ambos lados del príncipe, atendían al delirante joven. La tensión en la estancia era palpable, flotaba como un aire maligno llenándolo todo con su pestilencia. Un silencio temeroso reinaba entre los presentes, envolviéndolos, como evitando que algún sonido pudiera despertar a la despiadada muerte.

La cara del Rey estaba marcada por la fatiga y la preocupación. Negros surcos bajo sus intensos ojos castaños eran claramente apreciables. Era un hombre fuerte, de anchos y poderosos hombros, con cabello largo y oscuro, pincelado con el blanco que poco a poco otorgan los años. Pero lo que más llamaba la atención en el monarca era su enorme estatura. Sus ojos eran castaños, intensos, y su mirada firme. Era la viva estampa de un portentoso soldado, un líder, incluso ahora, a sus cincuenta y cinco años. La reina, de edad similar a la de su marido, era en clara contraposición de esbelta y delicada figura. Una delicadeza sublime la envolvía. Su liso y dorado cabello le caía a media espalda. Sus ojos eran pequeños y azules. Incluso en aquel estado de sumo abatimiento era evidente que se trataba de una mujer de una gran belleza. Llevaba un vestido de finas telas, en una combinación de suave beige y cálido blanco que ensalzaban su esbelto porte y su aura de sublime nobleza.

El Rey Solin al percatarse de la llegada de las Sanadoras se puso en pie y se apresuró a darles la bienvenida.

—¡Por fin estáis aquí, Maestra Sanadora! —se dirigió de inmediato a la mayor de las dos Sanadoras con apremio en la voz—. Pasad, entrad por favor. Mi hijo se encuentra al borde de la muerte —dijo indicando con la mano en dirección al convaleciente príncipe.

—Hemos venido todo lo raudas que hemos podido, Majestad.

—Lo hemos intentado todo, pero no conseguimos que mejore —explicó el más anciano de los dos cirujanos reales—. Verdaderamente no sabemos ya qué más hacer. La flecha estaba envenenada y no hay un antídoto conocido en todo el reino. La situación es desesperada. Se nos va…

—Haremos todo lo que esté en nuestro poder para devolver la salud al príncipe —aseguró la experta Sanadora de la Orden de Tirsar.

—¡Por favor, salvad a mi hijo, os lo ruego, salvadlo! —suplicó la Reina entre sollozos—. Es demasiado joven para morir, apenas ha podido disfrutar de la vida. No permitáis que muera, ¡salvadlo, por favor! —llevando las manos a sus llorosos ojos estalló en un llanto desconsolado que heló el corazón de Aliana.

—Majestad, si pudieran dejarnos a solas… sería de gran ayuda… Necesitamos quietud y tranquilidad para hacer uso de nuestro arte sanador de forma eficaz —rogó la Maestra Sanadora.

—Desde luego, lo que necesitéis no tenéis más que pedirlo —respondió el monarca. Con un rápido gesto de la cabeza indicó a los dos cirujanos que salieran, y acto seguido, sujetando con ternura a su afligida esposa, la acompañó fuera.

Las dos Sanadoras examinaron al joven de inmediato. Aliana dedujo que el príncipe sería aproximadamente de su misma edad, quizás algo mayor. Su cabello, largo y rubio, estaba sudoroso y pegado a la frente debido a la alta fiebre que padecía. Sus ojos, delirantes, eran azules como el cielo, y su rostro, bello como el de su madre. De una belleza clásica, tal y como se esperaría de un príncipe de Rogdon. Era alto y de constitución fuerte, sin duda digno hijo de su padre. Un joven verdaderamente apuesto, mezcla de la inmaculada belleza de su madre con la fortaleza y porte de su padre.

Aliana fijó su atención en la herida de flecha que presentaba en el hombro. Sobre una silla descansaba la exquisita armadura argente repujada en oro. Calculó la posición del impacto. Justo donde finalizaba la coraza y debajo de la protección de las hombreras de laminas. Un tiro certero, estudiado, buscando la vulnerabilidad de sus protecciones. La herida en sí no hubiera sido grave, los hombros iban protegidos por cota de malla que había amortiguado el impacto. Sin embargo, el veneno en el que iba impregnada se había extendido por todo su cuerpo, provocando que cayera del caballo y no pudiera moverse.

La Maestra Sanadora situó sus pálidas manos sobre la herida al tiempo que el Rey volvía a entrar en la habitación y se sentaba junto a ellas en silencio. La respetada líder de la Orden de Tirsar se concentró y una luz celeste, sólo visible para aquellos con el Don, emanó de las palmas de sus manos, como si una energía interior abandonara su cuerpo y saliera proyectada. Aliana conocía bien la energía sanadora y era consciente de que si bien ella podía verla con total claridad, el Rey, al no poseer el Don, no la distinguiría. Era de una luz azulada muy suave, casi blanquecina, que por más que la viera, seguía hechizando su corazón. Contempló como Sorundi se concentraba y mantenía el influjo continuo de energía. En su rostro se apreciaba el duro esfuerzo que estaba realizando. Trabajó en la herida durante largas horas, sin desfallecer, y finalmente retiró las manos con un gesto de total agotamiento. Las muestras de abatimiento en su rostro eran notables.

—Es un veneno muy potente, extremadamente nocivo y está atacando, dañando por completo sus órganos vitales. No le queda mucho tiempo de vida. Debemos apresurarnos o morirá.

—¡Salvadlo, por favor! —rogó el Rey con tono desesperado—. Salvadlo y os recompensaré espléndidamente, es mi único hijo, el heredero a la corona.

—Aliana, necesitamos de tu poder. Yo no puedo parar el avance del veneno, sólo he conseguido ralentizarlo —pidió la líder de la Orden de Tirsar a la joven. Ayudada por el Rey Solin se sentó en una silla de madera junto a la cama para intentar recuperarse del tremendo esfuerzo que había realizado.

Aliana se acercó al moribundo príncipe y le colocó las manos sobre la herida al igual que lo había hecho su Maestra. Se concentró y activó su poder. La luz celeste volvió a surgir, esta vez bajo las palmas de la joven Sanadora. Se estremeció, un escalofrío le recorrió la espalda. Sintió el poder de su Don fluir desde su interior canalizándose a través de sus manos. Experimentó aquella sensación única pero tan característica entre las Sanadoras, sentía como le recorría el cuerpo entero. La energía azulada fluía hacia su pecho. Miles de celestes arroyos de pura energía viva manaban desde su interior. Confluían en un gran lago de poder en las profundidades de su pecho. La energía, una vez acumulada, fluía en forma de poder sanador. Como si una parte de sí misma, de su energía vital, de su propio espíritu, pasara a través de sus manos al malherido paciente. Después de muchos años de estudio y práctica constante bajo la atenta mirada de sus instructoras, y siguiendo al detalle las antiquísimas enseñanzas de la orden, había conseguido comprender y dominar su Don: el Don de la Sanación. Ahora se sentía segura, llena de confianza en el muy difícil arte de la curación.

Se concentró por completo y permitió que su energía fluyera por el cuerpo del enfermo. En su mente comenzó a formarse una imagen brumosa. Podía entrever, en una sucesión de imágenes, como los ríos de energía bañaban el cuerpo de pies a cabeza. La imagen comenzó a perfilarse con mayor claridad: varios puntos en el cuerpo, donde había órganos dañados por el veneno, comenzaron a ser visibles y a resaltar con un color verdusco que denotaba un estado de putrefacción. Aliana sabía lo que aquello significaba, había órganos muy dañados por el veneno. La sanación resultaría muy complicada. Acrecentó la intensidad de su concentración sobre el primer punto dañado. Focalizó la energía sanadora sobre el órgano, irradiándolo enérgicamente durante unos instantes, intentando reparar el daño sufrido. Comprobó con gran alivio cómo la energía sanadora actuaba positivamente en el órgano, que comenzaba a cambiar de color, a sanarse, como una rosada aurora, recobrando su habitual y cálida apariencia.

Aliana suspiró aliviada. No siempre lo conseguían. Todo dependía de cuán crítico fuera el daño causado. No había nunca garantía de lograr una curación, por mucho esfuerzo que las Sanadoras pusieran en su arte. Cada cuerpo, cada ser, y cada herida, eran bien diferentes. Las Sanadoras nunca sabían con certeza con qué se iban a encontrar, ni si su arte sería suficiente para sanar al enfermo. Sólo podían esforzarse al máximo. Las heridas mortales no podían curarlas, por mucho que se esforzasen, ellas no obraban milagros. Después de todo, eran humanas, y sólo a los dioses les estaba permitido obrar milagros.

Focalizándose, se situó sobre el siguiente punto de infección. Este era de mucha mayor proporción. Concentró su energía interna sobre el órgano y lo irradió aplicando todo su poder. Como si de un nuevo amanecer se tratara, comenzó a volverse rosado, a sanarse. Aquello la alentó. Continuó trabajando perdiendo la noción del tiempo, sin descanso, hasta que todos y cada uno de los puntos dañados fueron tratados. Buscó trazas de la nociva sustancia por el resto del cuerpo con intención de atacarlas pero ya no quedaba rastro de ella, su energía sanadora los había eliminado.

Por último, se centró en la propia herida de la saeta, donde aún quedaba un feo foco de infección. Lo atacó y consiguió erradicarlo. Reparó la herida regenerando parte del tejido dañado hasta donde pudo. Finalmente, se relajó. Dejó que los últimos retazos de energía volvieran a entrar en su cuerpo y la luz celeste desapareció de sus manos. Apartó las palmas del cuerpo del príncipe y echando la cabeza hacia atrás, respiró profundamente. Se sentía extremadamente feliz y satisfecha por haber podido vencer al veneno y recuperar los órganos dañados. Intentó incorporarse, pero estaba tan débil que perdió el conocimiento por un instante. Unos fuertes brazos la rescataron evitando que cayera al suelo. Levantó la mirada algo aturdida y encontró al Rey Solin sujetándola.

—¿Estás bien, joven Sanadora? —preguntó el monarca.

Aliana se encontraba completamente extenuada, casi no se tenía en pie. El uso de su Don durante un periodo tan dilatado de tiempo había acabado con toda la energía vital de su joven cuerpo, dejándola sin la más mínima pujanza ni para realizar la más liviana de las acciones. Pero no estaba preocupada, conocía bien el sacrificio físico que el Don requería, los límites a los que se enfrentaba y el peligro en el que incurría. Todas las Sanadoras eran conscientes de que el Don podía resultar mortal si no se controlaba. Aquella era la primera regla con que se les adoctrinaba. Era habitual ver a Sanadoras desmayarse al extenuar sus cuerpos en pos de la cura y, en ocasiones, llevadas por el deseo de alcanzar una cura imposible, habían perecido en el intento, pues sus maltrechos cuerpos eran incapaces de soportar el castigo recibido. El Don podía llegar a consumir por competo la energía vital de la persona, su vida, matándola. Era de obligado conocimiento en la Orden entender y respetar los límites y nunca rebasarlos.

Aliana se encontraba tan absolutamente derrotada que sólo quería tumbarse en el suelo y dormir.

—Ya está… he conseguido erradicar la infección… he sanado sus órganos. En unas horas deberíamos apreciar una mejora importante en su estado… la fiebre comenzará a bajar de inmediato… —consiguió articular Aliana con gran dificultad.

—¿Es esto cierto? —clamó el Rey Solin con incredulidad y con los ojos abiertos, colmados de esperanza, brillando de exaltación.

Aliana asintió.

—¡No puedo creer tan fantásticas nuevas! ¿Es cierto lo que dices? ¿Has conseguido curarlo? —inquirió en incredulidad con ilusión manifiesta desbordando su rostro.

Sorundi, viendo que Aliana no podía hablar, intervino:

—No existen garantías en nuestra profesión, Majestad…, pero si la hermana cree haber vencido la infección, es muy probable que vuestro hijo se recupere. Para finalizar el tratamiento y que no haya más complicaciones prepararemos varias pócimas que tendrá que tomar durante al menos un mes. Es necesario para garantizar que la infección no reaparezca nuevamente y para que la herida cicatrice sin complicaciones. El maltrecho cuerpo del joven príncipe va a requerir un largo reposo, la naturaleza humana así lo exige.

—Lo que recomendéis así se hará —aseguró el monarca mostrando gran alegría por las fantásticas noticias con su semblante, habitualmente adusto, iluminado—. Casi no puedo creer esta milagrosa sanación. Hace sólo unas horas daba casi por perdida la vida de mi único hijo —expresó abrazando afectuosamente a Aliana, un gesto nada habitual en el monarca, cuya severidad y hosquedad eran bien conocidas por la corte—. Sé que es mucha imposición pero ¿sería posible contar con vuestra presencia unos días más, hasta que el príncipe se recupere completamente? Me quedaría mucho más tranquilo si supervisáis la recuperación personalmente —pidió el Rey.

—Aliana se quedará y cuidará de que su Alteza se reponga completamente. El Don de mi aventajada pupila es ahora más poderoso que el mío propio y si surge alguna complicación, que podría ocurrir, mejor que sea ella quién lo atienda —ofreció la Madre Sanadora.

El monarca concluyó:

—Que así sea. Dispondremos de una habitación en este mismo ala del palacio para que puedas descansar y recuperar las fuerzas, joven Sanadora. Voy a contarle estas fantásticas noticias a la Reina inmediatamente, no cabrá en sí del gozo —expresó mientras salía con paso decidido de la habitación.

La Madre Sanadora se acercó a Aliana:

—Será mejor que descanses, estás excesivamente pálida. La curación se ha alargado demasiado. Por un momento he temido por tu vida, hija mía —comentó Sorundi a su aventajada alumna.

—El veneno era muy agresivo, me ha costado muchísimo sanar algunos órganos. Por un momento he creído que estaba perdido. He luchado sin descanso, utilizando toda mi energía, todo mi poder, forzando mi cuerpo al límite. No era un veneno conocido sino uno muy potente y extraño, extranjero diría yo, el príncipe no hubiera sobrevivido ni unas horas más.

—Deja que te lleven a tu habitación, estás desfallecida. Descansa ahora, mi querida niña, lo has hecho muy bien, realmente bien. Otra vida salvada gracias al Don. Una vida de suma importancia para el futuro de las naciones y la estabilidad de este complejo continente: Tremia.

 

 

 

Una semana más tarde, Gerart abría finalmente los ojos. Una luz intensa, una claridad cegadora, lo atacó desde todas direcciones cegándolo por completo y acrecentando un punzante dolor en el interior de su cabeza. No sabía dónde se encontraba y se sentía completamente desorientado y perdido. En medio del penetrante dolor volvió a intentar abrir los ojos y creyó estar en medio de un sueño, de una visión: una mujer tan bella sólo podía tratarse de un ser celestial, una diosa, se le apareció con su dorada melena y sus brillantes ojos azules inmensos como el mar. Un sentimiento de bienestar y de armonía lo envolvió de inmediato como fresca brisa marina, haciendo que su alma se calmara y el dolor comenzara a disiparse.

—¿Eres… eres un ser celestial? ¿Una diosa, quizás? —preguntó el joven príncipe heredero a la corona de Rogdon profundamente confundido.

La pregunta debió de coger por sorpresa a la bellísima mujer que tras mirarlo con extrañada expresión prorrumpió una melódica carcajada.

—¡No, nada de eso!

—¿No serás Asra… diosa de la belleza, verdad?

—Nada más lejano de la realidad, Alteza. Me llamo Aliana y simplemente soy una Sanadora del Templo de Tirsar, no una diosa de la antigüedad —explicó ella con una sonrisa y realizando una pequeña reverencia—. No intentéis incorporaos, habéis estado muy enfermo, al borde de la muerte, pero lo peor ya ha pasado. Necesitáis descansar, todo está bien os lo aseguro, no os preocupéis, pronto os recuperareis completamente.

El príncipe miró a la bellísima joven intentando dar sentido a la situación sin éxito.

—Gracias… Una Sanadora… Había oído hablar de vuestra orden pero nunca había conocido a una Sanadora —le respondió realmente confuso.

Aliana, ayudándolo a incorporarse en la cama, le dio a beber una pócima que tenía sobre la ornamentada mesilla.

Gerart bebió al tiempo que miraba alrededor y reconocía su alcoba real.

—Gracias, sabe a rayos este brebaje —se le escapó.

Aliana se echó a reír y respondió:

—En efecto, pero os ayudará a recuperar algo de vitalidad.

Gerart la miró con inusitado interés y comentó:

—Mi madre, la Reina, me ha hablado de vuestra Orden, de lo milagroso de vuestro Don y el excelente trabajo que realizáis en el reino sanando a los enfermos y heridos voluntariamente, sin recibir nada a cambio.

—Gracias, Alteza, nos debemos a la sanación, es nuestra obligación. Si me disculpáis voy a buscar a vuestros padres que están esperando la buena nueva de vuestra recuperación como agua de mayo. Lo han pasado verdaderamente mal, casi os pierden, han sido momentos muy difíciles.

—¿Has sido tú quien me ha sanado, quien me ha cuidado?

Aliana inclinó ligeramente la cabeza y confirmó:

—Sí, Alteza. Estaréis bajo mi cuidado hasta que vuestra recuperación sea completa.

—Dime, Aliana… la flecha estaba envenenada ¿verdad?

—Así es, por fortuna llegamos a tiempo de poder detener el veneno y sanar los órganos dañados pero un día más y…

—Y… Hubiera muerto. Entiendo…

El príncipe tragó saliva e intentó abandonar la cama realizando un colosal esfuerzo, pero no lo consiguió. Sus músculos no le respondían, estaban débiles, sin nervio ni fuerza alguna. La cabeza le iba a explotar. Miró a la Sanadora, la luz del mediodía que inundaba la habitación bañaba a la bella joven; su cabello brillaba con una luminosidad casi irreal, los largos mechones reflejaban la dorada esencia de la vida, su bellísimo rostro irradiaba pureza y tranquilidad.

Gerart quedó sin habla.

Irreversiblemente prendado.

Un embarazoso silencio, sin motivo aparente, se interpuso entre ambos. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna.

Gerart finalmente reaccionó.

—Pero, ¿dónde están mis modales? Que torpeza por mi parte, perdóname no pienso con claridad. Te debo la vida, me has salvado, y yo sin agradecértelo. No tengo perdón.

—No es necesario, Alteza… —comenzó a decir Aliana.

—Claro que lo es —se apresuró él interrumpiéndola—. Quiero agradecértelo, de corazón, estoy en deuda contigo. Muchas gracias, no lo olvidaré jamás, eso puedo asegurártelo. Serás espléndidamente recompensada, mi padre se encargará de que así sea.

—No es necesario, Alteza, sólo cumplo con mi deber, ninguna recompensa es necesaria. Me debo a mi Orden.

—¿No quieres ninguna recompensa? —se sorprendió el príncipe—. Extraña actitud, te honra pero no es nada común. Estoy seguro que mi padre encontrará la forma de agradecérselo a la Orden de Tirsar. Un último favor, si me permites, ¿te importaría tutearme? Somos de edad similar y te debo la vida, creo que es lo adecuado.

—Como deseéis, Alteza… perdón, como queráis… No, como quieras —corrigió Aliana, con clara torpeza.

Aliana abandonó la habitación cerrando suavemente la puerta tras de sí. Gerart se llevó la mano a la boca del estómago. Un extraño sentimiento lo acongojaba, como si le arrancaran algo de su interior. En ese mismo momento, al percatarse de la ausencia de la bella joven y de la sensación que le envolvía, se dio cuenta de que algo nuevo y excitante le sucedía. Sentía una mezcla de excitación y temor que no lograba entender. Aquel ser tan exquisito, tan puro, y tan bello lo había cautivado, embelesado irremediablemente. Su cabeza volvió a martillar, pero aún en medio del repicar y del dolor, estaba feliz, extasiado. Su corazón, alegre y ansioso, sólo anhelaba volver a ver a aquel ser celestial.