EL FIN DE TODO

ED GORMAN

Lo peor que puede pasarle a uno después de perder a una mujer es conseguirla.

(Refrán francés).

Acepta tu destino.

(Refrán francés).

Creo que primero debería contar lo de la cirugía plástica. Lo digo porque no siempre he sido así de guapo. De hecho, si me vieras en el anuario de la universidad ni siquiera me reconocerías. Pesaba quince kilos más y tenía grasa suficiente en el pelo como para lubricar media docena de coches. Las gafas que llevaba podrían haber servido en el observatorio de Monte Palomar. Quise perder la virginidad el primer año de la escuela primaria, el mismo día en que vi a Amy Towers por primera vez, pero no la perdí hasta los veintitrés años e incluso entonces no me resultó fácil. Fue con una prostituta y, justo cuando me disponía a introducir mi sexo en el suyo, me dijo: «Lo siento, debo de haber cogido la gripe o algo parecido. Tengo que vomitar». Y eso fue lo que hizo.

Así fue como viví mi vida hasta que cumplí cuarenta y dos años: como la clase de persona de la que la gente cruel se burla y la gente decente se compadece. Era el tipo del que nadie quiere acordarse; el hombre del que las mujeres se pasaban años hablando tras haber tenido con él una cita a ciegas; y el chico que en la tienda de discos tiene que soportar la mirada de repulsión de la niña mona de la caja registradora. Sin embargo, y a pesar de los pesares, me las arreglé para casarme con una mujer atractiva cuyo marido había muerto en Vietnam y heredar un hijastro que siempre que estaba con sus amigos cuchicheaba sobre mí a mis espaldas. No había ocasión en que estuvieran cerca de mí y no se echaran a reír disimuladamente. El matrimonio duró once años y acabó un lluvioso martes por la noche varias semanas después de que nos trasladáramos a nuestra nueva y elegante casa de estilo Tudor situada en la zona yuppy más bonita de la ciudad. Después de la cena, cuando David estaba en su habitación fumando hachís y escuchando sus discos compactos de Prince, Annette dijo: «¿Te ofenderías si te dijera que me he enamorado de otra persona?». No tardamos en divorciarnos y poco tiempo después me trasladé al sur de California, donde suponía habría espacio de sobra para un inadaptado más. Al menos habría más espacio que en una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes del estado de Ohio.

Yo era corredor de bolsa y por aquel entonces había muchas oportunidades en California para la gente que había tenido agencia propia como yo. El problema era que estaba cansado de motivar a ocho corredores más para que alcanzaran sus metas mensuales, de modo que me puse a buscar y al final entré a trabajar como un sencillo y despreocupado agente más en una antigua y prestigiosa correduría de Beverly Hills. Me costó varios meses, pero al final dejé de sentirme deslumbrado por el hecho de que mis clientes fueran estrellas de cine. A ello contribuyó el que la mayoría eran gilipollas.

Traté de mejorar mi vida sexual recorriendo todos los bares para solteros que mis amigos más agraciados me recomendaban y echando vistazos prudentemente a las columnas de anuncios personales de los numerosos periódicos que infestan Los Angeles. Pero no encontré nada de mi gusto. Ninguna de las mujeres que decían de sí misma ser heterosexuales y estar en buena forma mencionaban la palabra que a mí más me interesaba: amor. Hablaban de excursiones, ciclismo y surf; hablaban de sinfonías, películas y galerías de arte; hablaban de igualdad, poder y liberación. Pero nunca de amor, que era lo que yo deseaba con más ahínco. Había otras opciones, por supuesto, pero aunque me compadecía de los homosexuales y los bisexuales y detestaba a la gente que los perseguía, no quería ser como ellos. Y aunque hacía todo lo posible por mostrarme comprensivo hacia el sadomasoquismo, la transexualidad y el travestismo, había algo en todo ello que me resultaba cómico e inexplicable, pese a la tristeza que me inspiraba. No recurría a prostitutas por miedo a contraer enfermedades. Las mujeres que conocía en circunstancias normales (en la oficina, en el supermercado, en la lavandería del caro edificio de viviendas en que vivía) me trataban como solía hacerlo todas: con la infatigable consideración de una hermana.

Fue entonces cuando unos chiflados malnacidos se liaron a tiros en la autopista de San Diego y mi vida cambió por completo.

Ocurrió un viernes por la tarde. Había mucha contaminación en el ambiente y yo regresaba del trabajo a casa, cansado y con un fin de semana largo y solitario por delante, cuando de repente vi que dos coches se acercaban cada uno por un lado. Al parecer sus ocupantes estaban disparándose entre sí, debido sin duda a las privaciones que debían de haber sufrido durante la infancia. Siguieron disparándose aparentemente sin darse cuenta de que yo me encontraba en medio del fuego cruzado. Mi parabrisas se hizo añicos y mis dos ruedas traseras explotaron, tras lo cual salí despedido de la autopista y subí por una colina hasta que, a media altura, choqué con la base de un sólido pino enano. Esto es lo último que recuerdo de aquel episodio.

Mi recuperación duró cinco meses, aunque habría sido más corta si un buen día un cirujano plástico no hubiera entrado en mi habitación y me hubiese explicado lo que tenía que hacer para que mi cara volviera a ser la de antes.

—No quiero volver a tenerla como antes —le espeté.

—¿Cómo dice?

—No quiero volver a tenerla como antes. Quiero ser apuesto como una estrella de cine.

—Ya… —repuso como si acabara de decirle que quería volar—. Lo más conveniente será que hablemos con el doctor Schlatter.

El doctor Schlatter también dijo «Ya» cuando le dije lo que quería, pero no fue exactamente el mismo tipo de «Ya» que había proferido el otro médico. En el «Ya» de Schlatter había al menos un mínimo de esperanza.

El doctor Schlatter me lo explicó todo previamente e incluso consiguió que me resultara interesante. Me dijo que el origen de la cirugía plástica se remontaba a los antiguos egipcios y que ya en el siglo XV los italianos llevaban a cabo transformaciones realmente asombrosas. Me mostró dibujos de la cara que esperaba moldearme, me enseñó algunos de los instrumentos que iba a utilizar para que no me amedrentara cuando los viera (el bisturí, el escoplo y el retractor) y me dijo cómo tenía que prepararme para mi nueva cara.

Al cabo de dieciséis días me miré en el espejo y tuve la satisfacción de comprobar que ya no existía o, por lo menos, que ya no era el mismo de antes. La cirugía, la dieta, la liposucción y el tinte para el pelo habían dado como resultado un hombre que debería parecer atractivo a una gran variedad de mujeres. Aunque a mí me daba igual, por supuesto. Sólo me importaba una mujer. Nunca me había importado otra, y durante el tiempo que había pasado en el hospital ella había sido lo único en que había pensado y para lo que había hecho planes. No iba a desaprovechar mi belleza física en flirteos. Iba a utilizarla para ganar la mano y el corazón de Amy Towers Carson, la mujer a la que amaba desde el segundo año de instituto.

Tardé cinco semanas en verla. Este tiempo lo invertí en adaptarme al puesto de trabajo que había conseguido en una agencia de corredores de bolsa, estableciendo algunos contactos y aprendiendo a utilizar un nuevo enlace telefónico que me proporcionaba análisis de bolsa en todo momento; algo impresionante para una pequeña ciudad del estado de Ohio como ésta, que era en la que había crecido y me había enamorado de Amy.

Me divertí bastante encontrándome con antiguos conocidos. La mayoría de ellos no me creyeron cuando les dije que era Roger Daye. Algunos incluso se rieron, dando a entender que daba igual lo que hubiera podido sucederle a Roger Daye, ya que jamás podría ser tan apuesto.

Como mis padres se habían trasladado a Florida al jubilarse, tenía toda la vieja casa familiar (una bonita construcción blanca de estilo colonial situada en un barrio elegante de la ciudad) para mí solo, por lo que pude invitar a unas cuantas damas para mejorar mi técnica. Era asombrosa la confianza en mí mismo que me daba mi nueva personalidad. Daba por supuesto que iba a acabar con mis invitadas en la cama, y así fue prácticamente en todas y cada una de las ocasiones. Una mujer me susurró que incluso se había enamorado de mí, y estuve a punto de pedirle que lo repitiera para grabarlo en una cinta. Ni siquiera mi esposa había llegado a decirme que me quería, o al menos no con esas mismas palabras.

Amy volvió a entrar en mi vida durante el baile del club de campo, dos noches antes de Acción de Gracias. Yo estaba sentado a una mesa, viendo bailar el box step a parejas de todas las edades. Había muchos trajes de noche. Y muchos esmóquines. Y mucha música de saxofón interpretada por la orquesta de ocho miembros que había en el quiosco (el único punto de luz que había). Y todo el mundo bailaba arropado por la intimidad que procuraban el alcohol y la oscuridad. Amy seguía siendo hermosa; no tenía el mismo aspecto juvenil de antes, cierto, pero aún poseía la tenaz y espléndida belleza y el cuerpo menudo y esbelto que habían inspirado diez o veinte mil de mis jóvenes y melancólicas erecciones. Al verla sentí esa emoción embriagadora típica de la época del instituto que se compone a partes iguales de timidez, lujuria y amor romántico y que F. Scott Fitzgerald (mi escritor favorito) habría comprendido a la perfección. Entre sus brazos encontraría el sentido de mi existencia. Esto era lo que yo pensaba durante los primeros años del instituto, en aquellas brumosas tardes de otoño en que regresé a casa con ella. Todavía lo pensaba.

Randy estaba con ella. Hacía tiempo que se rumoreaba que su difícil matrimonio estaba condenado a desintegrarse. Randy, antiguo ala de los Big Ten y estrella del Rose Bowl, también había sido uno de los empresarios estrella del lugar durante los años ochenta (su especialidad era la construcción de edificios de viviendas), pero su éxito había menguado hacia el final de la década y se decía que había optado por recurrir al dudoso consuelo del whisky y las prostitutas.

Seguían dando la imagen que todo el mundo tiene de la perfecta pareja enamorada, y más de una persona en la pista de baile les señaló con la cabeza cuando la banda empezó animadamente a tocar un popurrí de Bobby Vinton y Randy se puso a girar en torno a Amy haciendo espectaculares movimientos. Muchos de los presentes sonrieron y alguno llegó incluso a aplaudir. Randy y Amy siempre serían el rey y la reina de todos los bailes. Quizá sus dentaduras castañetearían cuando hablaran y la próstata le haría a Randy encogerse de dolor, pero, válgame Dios, los focos siempre hallarían el ineluctable camino que conducía a ellos. Además siempre serían ricos, ya que Randy pertenecía a una antigua familia de empresarios del acero y era uno de los hombres más pudientes del estado.

Cuando Randy fue a los servicios (por la derecha se iba al bar, por la izquierda a los servicios), me acerqué a Amy. Estaba sola en una mesa, elegante, hermosa y abstraída, pero cuando sus ojos se cruzaron con los míos, sonrió.

—Hola.

—Hola —dije.

—¿Eres amigo de Randy?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

—No, soy amigo tuyo. Del instituto.

Puso cara de perplejidad y al cabo de unos segundos dijo:

—Dios mío… Betty Anne me había dicho que te había visto y… oh, Dios.

—Roger Daye.

Se levantó apresuradamente de la silla y, poniéndose de puntillas, cogió mi caliente cara con sus frías manos, me besó y dijo:

—Estás guapísimo.

Sonreí.

—Menudo cambio, ¿eh?

—Bueno, es que antes no eras tan…

—Claro que lo era. Era un empollón…

—Pero no eras nada bobo.

—Claro que lo era.

—Bueno, no del todo.

—Al menos en un noventa y cinco por ciento —dije.

—Quizá en un ochenta por ciento, pero… —Amy volvió a mostrar su regocijo por mi presencia. Sus hombros desnudos brillaban provocativamente en la oscuridad, destacándose sobre el traje de noche burdeos que llevaba—. Eras el chico que solía acompañarme a casa…

—Hasta el segundo año de instituto, que fue cuando conociste a…

—Randy.

—A Randy. Eso es.

—No sabes lo arrepentido que está de haberte dado aquella paliza. ¿Se te curó bien el brazo? Al final, entre una cosa y otra se acaba perdiendo el contacto, ¿verdad?

—El brazo se me curó perfectamente. ¿Te gustaría bailar?

—¿Que si me gustaría bailar? Me encantaría.

Bailamos. Intenté no pensar en todas las veces que había soñado con aquel momento. Tenía a Amy entre mis brazos, ella estaba bellísima y…

—Estás en una forma estupenda —dijo.

—Gracias.

—¿Haces pesas?

—Hago pesas, footing y natación.

—Dios mío, eso es magnífico. En la próxima reunión del instituto vas a romper el corazón de todas las chicas.

La acerqué más a mí y sus senos tocaron mi pecho. El sólido y duro bulto que había en mis pantalones delataba mi erección. Estaba aturdido. Quería llevarme a Amy a una esquina y follármela allí mismo. Despedía la dulce fragancia de la limpia y hermosa piel femenina y el aún más dulce esplendor que los dientes blancos arrojan al contrastar con unas mejillas firmes y bronceadas.

—Menuda zorra… —dijo Amy.

Me había quedado tan absorto en mis fantasías que no estaba seguro de haberla oído bien.

—¿Cómo dices?

—Esa de ahí. Menuda zorra está hecha.

Vi a Randy antes que a la mujer. Cómo iba a olvidarme del tío que me había roto el brazo (Randy era bastante hábil retorciendo brazos a la espalda) delante mismo de la chica de la que estaba enamorado.

Luego vi a la mujer y me olvidé de Randy por completo.

No pensaba que alguien pudiera llegar a eclipsar a Amy jamás, pero eso era precisamente lo que hacía la mujer que estaba bailando con Randy en aquel momento. Irradiaba una aureola que era más importante que su belleza, una mezcla de valor e inteligencia que me hacía sentir vulnerable a sus encantos incluso donde me encontraba. Engalanada con un vestido blanco sin tirantes, resultaba tan atractiva que los hombres no podían por menos que mirarla fijamente, del mismo modo que si vieran un OVNI volando a poca altura o algún otro fenómeno extraordinario.

Randy empezó a darle vueltas de la misma manera que lo había hecho con Amy. Pero aquella joven (no debía de haber cumplido los veinte hacía mucho) bailaba mucho mejor que Amy. De hecho se movía con tanta suavidad que llegué a preguntarme si había estudiado ballet.

Randy la mantuvo cautiva entre sus musculosos brazos durante los tres bailes siguientes. Como la joven le causaba a Amy una visible irritación, traté de no mirarla (ni siquiera furtivamente), pese a que resultaba difícil no hacerlo.

—Menuda zorra… —decía Amy.

Por primera vez en mi vida sentí compasión por ella. Siempre había sido mi diosa y allí la tenía, sintiendo algo tan impropio de las diosas como los celos.

—Necesito una copa.

—Yo también.

—¿Serías tan amable de ir por ellas?

—Por supuesto —respondí.

—Black and White, por favor. Sin hielo.

Cuando volví con las copas, Amy se encontraba en una mesa fumando un cigarrillo. Exhalaba el humo a bocanadas largas y desiguales. Randy y su princesa seguían en la pista de baile.

—La muy jodida se considera una verdadera belleza —dijo Amy.

—¿Quién es?

Pero antes de que pudiera responderme, Randy y la joven abandonaron la pista de baile y se acercaron a la mesa. Randy no pareció alegrarse de verme. En primer lugar miró a Amy y luego a mí.

—Supongo que habrá una razón justificada para que esté sentado a nuestra mesa —dijo.

Estaba pavoneándose con su última conquista delante de su esposa y todavía era capaz de enfadarse porque ella estuviera acompañada por un amigo.

Amy sonrió afectadamente.

—Yo tampoco le reconocí al principio.

—¿A quién? —barbotó Randy.

—A él. Al chico guapo.

Para entonces había dejado de mirarlos a ellos y tenía los ojos clavados en aquella joven. De cerca resultaba aún más cautivadora. Al parecer los mayores le hacíamos gracia.

—¿Te acuerdas de aquel chico Roger Daye? —preguntó Amy.

—¿El desgraciado que te acompañaba a casa?

—Randy, te presento a Roger Daye.

—Es imposible que sea Roger Daye —dijo él.

—Lo siento pero así es —repuso ella.

Me cuidé mucho de tenderle la mano, pues sabía que no me la iba a estrechar.

—¿Dónde hay un camarero, joder? —preguntó Randy.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba borracho. Su voz se oía pese al bullicio de la gente. Él y la joven se sentaron en el mismo momento en que apareció un camarero.

—Ya era hora, joder —dijo Randy al hombre de edad avanzada que llevaba la bandeja.

—Perdone, señor. Esta noche estamos muy ocupados.

—¿Y qué significa eso? ¿Qué tienen problemas o qué?

—Randy, por favor… —dijo Amy.

—Ya basta, papá —terció la impresionante joven.

En un primer momento pensé que se trataba de una broma acerca de la edad de Randy. Pero ella no sonrió, ni tampoco él, ni Amy.

Creo que me quedé simplemente sentado preguntándome por qué Randy acompañaba a su propia hija como si fuera su nueva amante y por qué Amy estaba tan celosa de ella.

Después de beberse seis copas y oír numerosas historias sobre el sur de California (las historias del sur de California hacen las delicias de los habitantes del Medio Oeste), Randy dijo:

—¿No te rompí el brazo en una ocasión?

Era el único tío que conocía que podía contonearse estando sentado.

—Me temo que sí.

—Te lo estabas buscando con tanto rondarle a Amy.

—Randy… —dijo ésta.

—Papá… —dijo Kendra.

—Pero si es cierto, ¿no, Roger? Amy te ponía cachondo y probablemente todavía lo haga.

—Randy… —dijo Amy.

—Papá… —dijo Kendra.

Pero yo no quería que se callara. Estaba celoso de mí y esto me hacía sentirme de maravilla. ¡Randy Carson, la estrella del Rose Bowl, estaba celoso de mí!

—¿Le apetece bailar, señor Daye?

Me había esforzado por no prestarle atención porque sabía que en cuanto empezara a prestarle un poco luego le prestaría muchísima y me sentiría incapaz de apartar mis ojos o mi corazón de ella. Acercarse a aquella joven era como jugar con fuego.

—Me encantaría —dije.

No había acabado de levantarme cuando Amy miró a Kendra y le dijo:

—Este baile me lo había prometido a mí, querida.

Para cuando quise darme cuenta, Amy me había cogido de la mano y estaba conduciéndome a la pista. Ninguno de los dos dijo nada. Sólo bailamos el box step de toda la vida. Como en el instituto.

—Kendra sabía que querías bailar conmigo —dijo Amy al fin.

—Es muy atractiva.

—Dios mío, lo que me faltaba…

—¿He dicho algo inoportuno?

—No. Lo que pasa es que ya nadie se fija en mí. Sé que es repugnante decir esto sobre mi propia hija, pero es cierto.

—Eres una mujer muy hermosa.

—Para mi edad.

—Pero ¿qué dices?

—No tengo un aspecto vibrante y fresco como Kendra.

—Kendra es un nombre muy bonito.

—Lo elegí yo.

—Pues elegiste bien.

—Ojalá la hubiera llamado Judy o Jake.

—¿Jake?

Amy se echó a reír.

—Soy terrible, ¿verdad? ¿Cómo puedo hablar de esta manera sobre mi propia hija? Menuda zorra está hecha…

Esta última frase la farfulló. Se había bebido sus copas a toda velocidad (Black and White sin hielo) y ahora estaban pasándole factura.

Bailamos un poco más y ella me pisó en un par de ocasiones. De tanto en tanto me sorprendía a mí mismo buscando la mesa con la mirada para echar un vistazo a Kendra. Llevaba toda la vida esperando bailar de aquella manera con Amy Towers y ahora me resultaba prácticamente indiferente.

—He sido una niña mala, Roger.

—¿Y eso?

—Lo he sido de verdad. Con Kendra, quiero decir.

—Supongo que no es raro que haya un poco de rivalidad entre madre e hija.

—No es sólo eso. El año pasado me acosté con su novio.

—Ya veo…

—Lo que deberías ver es tu cara. Tienes unas facciones preciosas. Estás azorado.

—¿Ella lo sabe?

—¿Lo de su novio? Pues claro. Lo planeé para que nos sorprendiera. Sólo quería mostrarle que… bueno, que podía resultar atractiva incluso a sus amigos.

—Supongo que luego te arrepentirías.

—Oh, no. No me arrepentí en absoluto. Kendra se lo contó a Randy, naturalmente, y él reaccionó armando un alboroto de cuidado. Destrozó varios muebles y me atizó en la cara unas cuantas veces. Fue algo estupendo. Volví a sentirme joven y apetecible. ¿Te parece que tiene sentido?

—Pues no mucho.

—De todos modos me están haciendo pagar con la misma moneda.

—¿Ah, sí?

—Claro que sí. ¿No les has visto esta noche en la pista de baile?

—No me ha parecido preocupante. Al fin y al cabo es su hija.

—Cómo se nota que últimamente no has hablado con el bueno de Randy.

—¿A qué te refieres?

—Una vez leyó un artículo en Penthouse en el que se decía que el incesto es en realidad un impulso muy natural y que no acarrea ningún problema cepillarse a los miembros de tu familia si hay consentimiento mutuo y se toman las debidas precauciones.

—Dios mío

—De manera que ahora ella se pasea por la casa prácticamente desnuda y él se dedica a rozarla, hacerle caricias y darle unos estrujones de cuidado.

—¿Y a ella no le importa?

—Ése es el problema. Lo hacen conjuntamente. Es así como me hacen pagar el desliz con Bobby.

—Bobby es…

—El novio de Kendra. Bueno, el ex novio, supongo.

Kendra y Randy regresaron a la pista para el siguiente baile. Si Amy y yo habíamos llamado algo la atención, ellos la monopolizaron. Pero esta vez en lugar de moverse espectacularmente se decantaron por el estilo íntimo. Yo pensaba que Randy empezaría en cualquier momento a frotarse contra Kendra como hacen los estudiantes de instituto cuando se reduce la intensidad de la luz en la pista.

—Dios mío, qué asco dan… —dijo Amy.

Era difícil no estar de acuerdo con ella.

—Kendra va a intentar seducirte, ¿sabes? —dijo Amy.

—Pero ¿qué dices?

—Estoy hablando en serio. Querrá convertirte en un trofeo lo antes posible.

—Pero si no tiene más de veinte años.

—Tiene veintidós años. Pero eso no importa. Espera y verás.

Cuando volvimos a sentarnos, me bebí dos copas más. Nada estaba saliendo como había previsto. Roger el guapo iba a regresar a su ciudad natal y seducir a la antigua reina de la fiesta de aniversario del instituto. Es decir, sueños en tecnicolor. Sin embargo esto era distinto: era algo oscuro, complicado y bastante siniestro. Por un lado podía ver a Randy tocando el maravilloso cuerpo de su hija medio desnuda y, por otro, a Amy dando un espectáculo bochornoso arrojándose a los brazos de un fornido estudiante universitario especialista en gónadas.

Dios mío, en menudo lío me había metido, cuando lo único que quería era destrozar un hogar, como ha sido toda la vida…

Kendra y Randy regresaron a la mesa. Randy maltrató a un par de camareros más y luego me dijo:

—Me sorprende que con tanta cirugía plástica no te hayan convertido en una tía. Siempre fuiste un poco maricón.

—Randy… —dijo Amy.

—Papá… —dijo Kendra.

Pero para mí esto era el cumplido supremo. Randy Carson, la figura del Big Ten, estaba otra vez celoso de mí. Kendra se levantó, y me preguntó:

—¿Por qué no bailamos?

—Roger está cansado, querida —dijo Amy.

Kendra sonrió.

—Pues yo diría que aún le queda algo de energía, ¿verdad, señor Daye?

En la pista de baile, entre mis brazos, provocativa, suave, dulce, pausada, astuta y absolutamente dueña de sí misma, Kendra dijo:

—Va a intentar seducirle, ¿sabe?

—¿Quién?

—Amy, mi madre.

—No sé si te has dado cuenta, pero está casada.

—Como si eso importara algo…

—Somos viejos amigos, eso es todo.

—He leído algunas de las cartas de amor que usted le escribió.

—Oh. ¿Las ha conservado?

—Todas. Las de todos los chicos que estaban enamorados de ella. Las tiene todas en el desván metidas en cajas por orden alfabético. Siempre que empieza a sentirse vieja, las saca y las lee. Cuando era pequeña me las leía.

—Imagino que las mías eran muy sensibleras.

—Las de usted eran muy tiernas.

Nuestras miradas se cruzaron, como les gusta decir a los novelistas. Pero no fueron lo único que se cruzó. No sé cómo, pero el dorso de su mano pasó por la parte delantera de mi pantalón y de repente tuve una erección que me hubiera envidiado un quinceañero. Luego su mano regresó a la posición de baile correcta.

—¿Sabe usted que es un hombre realmente guapo?

—Gracias. Pero ¿has visto alguna vez una foto de cómo era antes?

Sonrió.

—¿Se refiere a la del anuario del instituto? Sí, la he visto. Creo que me gusta un poquito más la foto de como es ahora.

—Se te da muy bien la diplomacia.

—Pues no es lo único que se me da bien, señor Daye.

—¿Por qué no me llamas Roger?

—Me encantaría.

Me gustaría concluir el relato de lo que ocurrió durante aquella velada en el club de campo con alguna anécdota sorprendente, pero no ocurrió nada más digno de mención. Para cuando Kendra y yo volvimos a la mesa, Amy y Randy estaban totalmente borrachos e incluso empezaban a tener dificultades para hablar de forma inteligible. Me disculpé para ir un rato al servicio y cuando salí vi a Amy en la terraza hablando con un individuo que tenía toda la pinta del típico gigoló triunfador de la clase macho. Al cabo de cierto tiempo me enteraría de que se llamaba Vic. Cuando llegué a la mesa, Randy insultó a unos cuantos camareros más y me amenazó con pegarme «si ponía las jodidas manos encima» de su esposa o su hija. Pero articuló tan mal que sus palabras prácticamente no tuvieron efecto, sobre todo cuando empezó a derramar su bebida por todas partes y el vaso se le escurrió para hacerse añicos sobre la mesa.

—Creo que éste es un buen momento para irse —dijo Kendra, y comenzó el arduo proceso de recoger a sus padres y llevarlos a su nuevo Mercedes, que, por suerte, conducía ella.

Justo antes de irse, Kendra me dijo:

—Puede que nos veamos pronto.

Y me dejó pensando qué significaba exactamente «pronto».

Después de ducharme, servirme la última copa de la noche, ver la mayor parte del programa de David Letterman y quedarme lentamente dormido, me enteré de lo que significaba «pronto».

Kendra llamó a mi puerta, engalanada con una trinchera London Fog que era, como al poco pude comprobar, lo único que llevaba encima pese al fuerte viento que soplaba.

No dijo nada. Simplemente se puso de puntillas y apretó sus maravillosos labios esperando que la besara. Yo le complací y, ciñéndola con un brazo, la hice pasar, sintiéndome algo cohibido por el pijama y el albornoz que llevaba.

No lo hicimos en el dormitorio. Me arrojó de un suave empujón sobre un enorme butacón de cuero que había delante de las débiles llamas de la chimenea y se colocó suavemente sobre mí. Fue entonces cuando me enteré de que no llevaba nada bajo su London Fog. Sus sabios y preciosos dedos consiguieron rápidamente que se me pusiera tiesa; no tardé en penetrarla, y si contuve la respiración no fue sólo por el jubiloso placer que sentía, sino también por el miedo que me embargaba.

Imagino que los adictos a la heroína tendrán la misma sensación la primera vez que consumen: al placer producido por la fortísima subida se sumará el miedo a convertirse en un verdadero esclavo de algo que nunca volverán a ser capaces de dominar.

Yo iba a enamorarme de Kendra de una manera desastrosa; lo supe en aquel mismo momento, cuando, sentado en el butacón, sentí la suave y dulce caricia de su aliento y el cálido y sedoso esplendor de su sexo.

Cuando acabamos la primera vez, volví a encender el fuego, fui por vino y queso y nos tumbamos bajo su trinchera con la mirada clavada en las llamas que chisporroteaban tras el cristal.

—Jo, no puedo creérmelo.

—¿Qué no puedes creerte?

—Lo bien que estoy contigo. Lo digo en serio.

No dije nada durante un rato.

—Kendra…

—Ya sé lo que vas a preguntarme.

—Está relacionado con tu madre.

—He acertado.

—¿Te has acostado conmigo sólo porque…

—… ella se acostó con Bobby Lane?

—Exacto. Porque ella se acostó con Bobby Lane.

—¿Quieres que te responda con franqueza?

En realidad no, pero ¿qué le iba a decir? No, no quiero que me respondas con franqueza.

—Por supuesto —mentí.

—Ésa ha sido la razón por la que se me ocurrió, supongo. Me refiero a lo de venir aquí y acostarme contigo. —Rió—. Mi madre se ha quedado realmente pasmada contigo. No había más que fijarse en la expresión de su cara esta noche. Uf… Bueno, el caso es que pensé que sería una buena forma de hacer que pagase por lo que hizo. Me refiero a acostarme contigo. Pero a última hora…, Dios, esto es una verdadera locura, Roger, pero me he dado cuenta de que estaba… no sé, totalmente colada por ti.

Quería decirle que yo también estaba colado por ella, pero no podía hacerlo. Por mucho que en apariencia fuera una persona distinta, en mi fuero interno me sentía exactamente como el Roger de toda la vida: tímido, nervioso y aterrado de que fueran a destrozarme el corazón.

Para cuando amaneció habíamos hecho el amor tres veces, la última de ellas en mi gran cama mientras un arrendajo y un cardenal que se habían posado en la ventana nos observaban y la brisa de la mañana susurraba entre los pinos que servían de barrera contra el viento.

Cuando hubimos acabado la última vez, permanecimos abrazados hasta que al cabo de unos veinte minutos ella dijo:

—Tengo que romper el hechizo.

—Estás en tu casa.

—Carne de gallina.

—¿Carne de gallina?

—Y vejiga.

—¿Vejiga?

—Y aliento matutino.

—Me he perdido.

—A: Me estoy quedando helada. B: Tengo que ir urgentemente al servicio. Y C: ¿Me dejas tu cepillo de dientes?

Durante las tres semanas siguientes pasó al menos doce noches en mi casa y en las noches en que el uno u el otro tenía algún compromiso, manteníamos esas largas conversaciones telefónicas que mantienen los enamorados y en las que da igual lo que digas mientras tú oigas su voz y ella oiga la tuya.

Sólo de vez en cuando me asaltaban las dudas y permitía que el miedo se me echara encima como una ola incontenible. Le perdería y me vería privado de ella para siempre. Estaba empapado de sus sabores, sus olores, sus sonidos y sus texturas y, sin embargo, llegaría el día en que todas esas cosas me serían arrebatadas y me quedaría solo para siempre y sumido en la mayor de las tristezas. Pero ¿qué demonios podía hacer? ¿Marcharme? Imposible. Ella era mi socorro y mi fuente de vida, y lo único que podía hacer era aferrarme a ella hasta que perdiera las fuerzas y me quedara flotando en el vasto y oscuro océano.

El 8 de diciembre de aquel año fue uno de esos días absurdamente soleados que tratan de engañarte para que creas que la primavera está cerca. Aquella tarde estuve dos horas cortando leña en el patio trasero. Combustible para más visitas… Durante uno de mis viajes al interior de la casa sonó el timbre. Era Amy. Tenía muy buen aspecto, a decir verdad mucho mejor que la noche en el club de campo. El único problema era que tenía un ojo morado.

Le hice pasar y le pregunté si quería una taza de café. Ella rehusó. Se sentó en el sofá de cuero y yo en el butacón de cuero que Kendra y yo aún utilizábamos de vez en cuando.

—He de hablar contigo, Roger.

Llevaba un jersey blanco de cuello vuelto bajo una cazadora de piel de camello y unos vaqueros de diseño. Lucía un lazo azul en el pelo y con su aire de vecina de zona residencial resultaba muy atractiva.

—De acuerdo.

—Y quiero que seas franco conmigo.

—Si tú lo eres conmigo…

—¿Te refieres al ojo morado?

—Sí, me refiero al ojo morado.

—¿De quién va a ser? De Randy. La otra noche vino a casa borracho y le dije que no quería dormir con él, de modo que me pegó. Se acuesta con tantas que tengo miedo de que vaya a contraer alguna enfermedad.

Meneó la cabeza con una solemnidad de la que jamás le hubiera creído capaz.

—¿Lo hace a menudo?

—¿Lo de acostarse con otras?

—Y lo de pegarte.

Se encogió de hombros.

—Bastante a menudo. Las dos cosas.

—¿Por qué no lo dejas?

—Porque me mataría.

—Dios mío, Amy, eso es absurdo. Puedes pedir un mandato judicial para que lo vigilen.

—¿Crees que un mandato judicial lo detendría? ¿Y borracho además? —Suspiró—. Ya no sé qué hacer.

Aquélla era la mujer que yo había ido a robar. Pero ahora ya no quería robarla. Ni siquiera quería pedirla prestada. Lo único que sentía era compasión por ella, algo que además me resultaba desconcertante.

—Bien, quiero que me cuentes lo de Kendra.

—La quiero.

—Joder… Esto era lo que faltaba, Roger, justo lo que faltaba.

—Ya sé que soy mucho mayor que ella, pero…

—Por amor de Dios, Roger, no me refiero a eso.

—¿No?

—Claro que no. Ven aquí y siéntate.

—¿A tu lado?

—Pues sí.

Fui y me senté. A su lado. Olía estupendamente. Llevaba la misma colonia que Kendra.

Me cogió de la mano y dijo:

—Roger, quiero acostarme contigo.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Después de todos los años que estuviste enamorado de mí? No es justo.

—¿Qué no es justo?

—Deberías haber seguido enamorado de mí. Así es cómo funciona en teoría.

—¿Qué es lo que funciona así en teoría?

—Los amores que duran toda la vida. Tú y yo somos unos románticos, Roger. Kendra se parece más a su padre. Todo se reduce al sexo.

—Tú te has acostado con su novio.

—Sólo porque tenía miedo y me sentía sola. Randy acababa de darme una paliza y me sentía terriblemente vulnerable. Necesitaba recuperar la confianza de alguna manera. Me refiero a la confianza de que aún podía resultarle atractiva a alguien como mujer. —Me cogió las dos manos, se las llevó a los labios y las besó tiernamente, empezando a obrar en mí el efecto que estaba buscando—. Quiero que vuelvas a enamorarte de mí. Puedo ayudarte a olvidar a Kendra. De veras.

—No quiero olvidar a Kendra.

—En el fondo ella es como Randy. Una puta. Acabará rompiéndote el corazón. En serio.

Se metió dos de mis dedos en la boca y empezó a chuparlos.

Era muy buena en la cama, quizá incluso mejor técnicamente que Kendra. Pero no era Kendra, y ahí era donde dolía.

Estábamos acostados cuando cayó la tarde, tiñéndose de gris, y empezó a soplar un viento repentino, invernal y desapacible. Fue entonces cuando ella trató de que se me levantara por segunda vez. Pero no hubo manera. Yo quería a Kendra y ella lo sabía.

Había algo muy triste en todo aquello. Ella tenía razón. El amor, la clase de amor en tecnicolor con el que yo había soñado, debería durar eternamente, a pesar de los pesares, de la misma manera que ocurría en los relatos de F. Scott Fitgerald. Pero no había sido así. Ella no era más que una mujer más para mí, con más arrugas de las que había imaginado, una tripita que resultaba al mismo tiempo entrañable y patética, y unas venas que parecían serpientes azules bajo la pálida piel de sus piernas.

Entonces se echó a llorar y lo único que pude hacer fue abrazarla. Ella intentó que se me levantara de nuevo y comprendió que la incapacidad no era mía sino suya.

—No sé cómo he llegado hasta aquí —dijo finalmente a la oscuridad crepuscular que se extendía por los tristes y fríos campos del Medio Oeste.

—¿Te refieres a mi casa?

—No. Aquí. A esta situación. Tengo cuarenta y dos jodidos años y una hija que me ha robado al único hombre que me ha querido de verdad. —Con una mirada helada como la luna de invierno, añadió—: Pero quizá las cosas no acaben siendo tan jodidamente maravillosas como ella piensa.

Luego me acordaría claramente de lo que había dicho. Me refiero a lo de «jodidamente maravillosas».

Kendra apareció aquella misma noche a las nueve. Pasé la primera media hora haciendo el amor con ella y la segunda decidiendo si debía contarle lo de la visita de su madre.

Luego, delante de la chimenea, mientras ponían en la televisión por cable una estupenda película antigua de cine negro titulada Futuro aciago, hicimos el amor por segunda vez, tras lo cual, cuando nuestros olores y secreciones ya se habían fundido y yo estaba tumbado en la dulce y tibia concavidad de sus brazos, dije:

—Amy ha estado hoy aquí.

Kendra se puso rígida. Todo su cuerpo se tensó.

—¿Para qué?

—No es fácil de explicar.

—Esa furcia. Sabía que lo haría.

—¿Te refieres a venir aquí?

—A venir aquí e intentar hacérselo contigo. Que es lo que ha hecho, ¿no?

—Sí.

—Pero tú le has frenado…

Nunca había tenido que mentirle hasta aquel momento y me resultó más difícil de lo que había imaginado.

—A veces se dan situaciones que nos desbordan…

—Mierda…

—Lo que quiere decir es que, aunque uno no desea que el asunto vaya a mayores, sucede que…

—Mierda —repitió—. Te la has follado, ¿verdad?

—… pese a las buenas intenciones…

—Deja de decir tonterías de una jodida vez y dilo. Di que te la has follado.

—Me la he follado.

—¿Cómo has podido hacerlo?

—No quería hacerlo.

—Sí, ya.

—Y sólo he podido hacerlo una vez. La segunda no he podido.

—Qué noble…

—Y me he arrepentido inmediatamente.

—Amy me ha dicho que cuando tenías pinta de colgado eras una de las personas más dulces que conocía.

Se levantó, con toda su hermosa e insolente desnudez, y se fue airadamente al cuarto de baño.

—Deberías haber conservado tu fea cara, Roger. Entonces tu alma seguiría siendo hermosa.

Me quedé tumbado un momento pensando en lo que había dicho y luego yo también fui airadamente al cuarto de baño.

Estaba vistiéndose. Todavía no se había puesto el sujetador del todo. Sólo tenía un pecho cubierto. El otro tenía el aspecto más solitario y encantador que hubiera visto jamás. Me entraron ganas de besarlo y decirle cosas cariñosas, pero entonces recordé el motivo por el que había ido allí.

—Eso es una idiotez.

—¿Qué es una idiotez? —preguntó ella, poniéndose la segunda copa del sujetador. Llevaba panties, pero todavía no se había puesto la camisa.

—Eso de que debería haber conservado mi fea cara para que mi alma siguiera siendo hermosa. Si no me hubiera sometido a una operación de cirugía plástica, ni tú ni tu madre os habríais fijado en mí.

—Eso no es verdad.

Sonreí.

—Por Dios, Kendra, reconócelo. Eres una mujer muy bella. Tú no saldrías con un tipo anodino.

—Oyéndote hablar cualquiera diría que soy inteligentísima.

—Vamos, Kendra, esto es una estupidez. No debería haberme acostado con Amy. Lo siento.

—Lo que pasa es que me sorprende que no me lo haya contado todavía. Probablemente estará esperando el momento oportuno para que resulte más dramático. Estoy segura de que en su versión tú te lanzas sobre su cama y la violas. Eso fue lo que mi padre le dijo la noche en que nos sorprendió juntos: que había sido yo quien había empezado todo…

—Dios mío, estás diciéndome que tú…

—Oh, no llegamos hasta el final. Tenían una de esas fiestas que organizan en el club de campo. Tanto Randy como yo estábamos bastante borrachos y, no sé cómo, acabamos en la cama forcejeando. Entonces apareció ella y… Bueno, supongo que al verla me esforcé por darle la impresión de que estábamos a punto de hacerlo…

—Menuda relación tenéis.

—Es de lo más asqueroso. Y, créeme, soy consciente de ello.

De pie en el oscuro dormitorio me sentí cansado. La única luz que había era la que arrojaba la luna menguante de diciembre sobre los espesos pinos.

—Kendra…

—¿Te parece bien si simplemente nos tumbamos juntos?

Ella también parecía cansada.

—Claro.

—Pero sin hacer nada, ¿eh?

—Me parece una idea estupenda.

No llevábamos más que seis o siete minutos tumbados cuando empezamos a hacer el amor. Nunca lo habíamos hecho con tanta violencia. Ella se abalanzaba sobre mí, causándome placer y dolor a partes iguales. Para mí fue una purgación absolutamente necesaria.

—Ella siempre ha sido así —dijo luego.

—¿Quién? ¿Tu madre?

—Aja…

—¿Quieres decir que siempre le ha gustado competir?

—Aja… incluso cuando yo era pequeña. Si alguien me dirigía un cumplido, ella se enfadaba y decía: «Bueno, a las jovencitas no les resulta difícil ser bonitas. Lo complicado es mantenerse bella conforme pasan los años».

—¿Y tu padre no se daba cuenta?

Kendra rió amargamente.

—¿Mi padre? ¿Estás de broma? Lo que mi padre solía hacer era volver tarde a casa, acabar de emborracharse y acostarse en mi cama para meterme mano.

—Dios mío…

Kendra soltó un suspiro de amargura.

—Pero no me importa. Antes me preocupaba, pero ahora por mí se pueden ir a la mierda. Dentro de medio año tendré mi propio dinero. Voy a recibir la herencia de mi abuelo paterno. Entonces me iré de casa y les dejaré para que sigan divirtiéndose con sus juegos de mierda.

—¿Es ahora el momento oportuno para decirte que te quiero?

—¿Sabes qué es lo más disparatado de este jodido asunto, Roger?

—¿Qué?

—Que yo también te quiero. Por primera vez en mi vida quiero a alguien de verdad.

El 20 de enero por la noche, al cabo de seis semanas, me acosté temprano con la última novela de Sue Grafton. Kendra me había dicho que no podía venir a causa de un resfriado. Soy muy hipocondríaco, de modo que no me entristeció no verla.

Recibí la llamada antes de las dos de la madrugada, cuando hacía rato que estaba dormido y en el preciso momento en que cuesta despertarse.

Pero me levanté y escuché los gemidos de Amy durante largo rato. Tardé en comprender el mensaje exacto que pretendía comunicarme con sus sollozos. El entierro se celebró un triste día de nieve. Las violentas y gélidas ráfagas de viento hacían tambalearse a los portadores del reluciente féretro en el camino del coche fúnebre a la tumba. El campo tenía un aspecto tan inhóspito como la tundra.

Luego, en el club de campo, donde se ofrecía un almuerzo, un viejo amigo del instituto se acercó y me dijo:

—Seguro que cuando le pillen resulta que es negro.

—No me sorprendería.

—Pues claro que no, joder. Ese pobre diablo está durmiendo en su propia cama y va y aparece un jodido negrata, le mata de un tiro y luego va a la habitación de Kendra y también le pega un tiro. Según dicen, Kendra no podrá andar ni hablar de nuevo. Tendrá que quedarse para siempre en una jodida silla de ruedas. Antes, en los sesenta y los setenta yo era un hombre tolerante, pero ya estoy harto de todo.

Amy llegó tarde. En otra ocasión se le podría haber acusado de hacerlo con idea de llamar la atención; ahora sin embargo tenía un motivo justificado. Caminaba con un bastón y lo hacía lentamente. El ladrón que había entrado a tiros en su casa por la noche y se había llevado más de setenta y cinco mil dólares en joyas la había herido en un hombro y una pierna y al parecer la había dado por muerta al igual que a Kendra.

Amy estaba estupenda con su vestido negro y su velo. El negro le daba un aire funerario que resultaba muy provocativo.

Se formó una fila. Amy pasó la hora siguiente recibiendo a las personas que la formaban de la misma manera que lo habían hecho la noche anterior en la funeraria. Hubo lágrimas; risas y lágrimas; y maldiciones y lágrimas. Los más viejos tenían cara de perplejidad (el mundo había dejado de tener sentido: aunque fueras una persona rica la gente seguía entrando en tu casa y pegándote un tiro en la cama); los de mediana edad de enfado (pensaban: «Negros de mierda») y los jóvenes de aburrimiento («¿Randy, el borracho que se dedicaba a dar pellizcos a las jovencitas en el culo? Pero si era un pervertido. ¿A quién le importa que haya muerto?»).

Yo era el último de la fila. Cuando Amy me vio, meneó la cabeza y empezó a sollozar.

—Pobre, pobre Kendra —dijo—. Sé cuánto significa para ti, Roger.

—Me gustaría visitarla esta noche en el hospital si es posible.

Amy soltó unos cuantos hipidos con la cara oculta tras su velo.

—No sé si es buena idea. El médico dice que necesita descansar. Y Vic me ha dicho que esta mañana parecía muy cansada.

La bala se había introducido en su cabeza justo debajo de la sien izquierda. Debería haber muerto al instante por lógica. Pero los dioses se habían tomado el asunto a broma y le habían dejado vivir. Eso sí, paralizada.

—¿Vic? ¿Quién es Vic?

—Nuestro enfermero. Oh, se me había olvidado. Creo que no lo conoces, ¿verdad? Empezó el domingo. Es encantador. Nos lo recomendó uno de los cirujanos. Ya lo conocerás.

Lo conocí cuatro días más tarde en la habitación de Kendra.

Nuestro querido Vic era rubio, fuerte y arrogante y había nacido con un cuerpo y una cara que ninguna cirugía o ejercicio físico podría llegar a proporcionar jamás. Yo era todo artificio y él un Tarzán de nacimiento. Parecía como si en cualquier momento fuera a arrancarse su caro traje negro para volver directamente a la jungla a dar una paliza a un par de leones. Era además el orgulloso poseedor de una sonrisa despectiva que resultaba tan imponente como su cuerpo.

—Roger, éste es Vic.

Vic puso empeño en estrujarme la mano y yo en evitar hacer una mueca. A continuación los tres miramos a Kendra, que estaba en la cama. Amy se inclinó y la besó cariñosamente en la frente.

—Cariño mío. Ojalá hubiera podido salvarla…

Aquélla fue la primera vez que vi a Vic tocarla, y enseguida supe, por la actitud posesiva con que lo hizo, que algo no encajaba. Quizá fuera enfermero, pero para Amy también era algo más especial e íntimo.

Debieron de darse cuenta de mi curiosidad, ya que Vic apartó la mano del hombro de Amy y clavó la mirada en Kendra con el mismo decoro que un monaguillo. Amy me dirigió una sonrisa, tratando de leerme los pensamientos.

Pero no tardé en perder interés en ellos. Era a Kendra a quien quería ver. Me incliné sobre la cama, le cogí la mano y se la besé. Al principio me sentí cohibido, ya que Amy y Vic estaban observándome, pero luego me dio igual. La quería y me importaba un comino que me miraran. Estaba pálida, tenía los ojos cerrados y sobre su frente brillaba una película de sudor. Llevaba la cabeza cubierta de esas vendas blancas que siempre utilizaban en las películas de Humphrey Bogart, las mismas que Bons Karloff utilizó en La momia. La besé en los labios y me quedé helado al comprender la enormidad de lo que había ocurrido. Ante mis ojos se encontraba la mujer que amaba prácticamente muerta (es más, dada la naturaleza de su herida, en realidad debería estar muerta) y a mis espaldas, lamentando su desgracia pero sólo por cumplir, su madre.

En ese momento entró un médico y le informó a Amy de los resultados de unas pruebas realizadas aquel mismo día. A pesar de estar en coma, al parecer Kendra respondía a ciertos estímulos que la semana anterior ni siquiera le habían causado efecto.

Amy se echó a llorar, cabe presumir que en señal de gratitud o algo parecido, y luego el médico nos pidió que le dejáramos a solas con Kendra, por lo que salimos al pasillo.

—Vic va a trasladarse a nuestra casa —dijo Amy—. Estará allí cuando Kendra vuelva. Así podrá ayudarla las veinticuatro horas del día. ¿Verdad que es maravilloso?

Vic me observaba con detenimiento. La sonrisa de desprecio no desaparecía de sus labios. Su expresión era la misma que habría puesto si acabara de comprobar que tenía una cagarruta de perro en el tacón del zapato. No le resultaba fácil ser un imponente dios de cabellos dorados y tenía dificultades para mantener una actitud humilde.

—¿De manera que conoces al cirujano de Kendra? —le pregunté.

—¿Cómo?

—Amy me ha dicho que fue el cirujano quien te recomendó.

Se miraron el uno al otro y luego Vic dijo:

—Ah, sí, el cirujano, claro…

Farfullaba como un aspirante al título de Mr. América cuando tiene que responder a una pregunta sobre patriotismo.

—¿Y vas a trasladarte a casa de Amy y Kendra?

Él asintió con un gesto que supongo él consideraría de solemnidad. El problema seguía siendo la sonrisa de desprecio.

—Quiero ayudar de todas las maneras posibles.

—Qué amable… —Si percibió mi sarcasmo, no se le notó.

El médico salió al pasillo y musitó una jerga repleta de tecnicismos. Amy derramó unas cuantas lágrimas de gratitud.

—Bueno —dije—, será mejor que me vaya. Supongo que querréis estar un rato a solas con Kendra.

Besé a Amy en la mejilla y le estreché a Vic la mano que me tendía. La presión de sus manos se redujo a un nivel intermedio. Incluso las bestias se ponen a veces sentimentales. Nuestro querido Vic intentó incluso actuar un poco.

—El problema va a ser convencerla de que se vaya antes de medianoche.

—Se acuesta tarde, ¿eh?

Amy mantenía la mirada clavada en el suelo, como corresponde a un santo cuando se está hablando de él.

—¿Tarde? Se quedaría toda la noche si le dejaran. Es imposible sacarla de aquí.

—Bueno, ella y Kendra tienen una relación muy especial.

Amy percibió el sarcasmo. Un destello de ira iluminó sus ojos fugazmente.

—Quiero recuperarla —dijo. La madre Teresa no habría sido capaz de expresarlo de una forma más convincente.

Bajé a la planta baja en el ascensor y luego volví a subir al cuarto piso por las escaleras de emergencia. Aguardé en un hueco que había en el pasillo desde el que podía ver la puerta de la habitación de Kendra. Si tenía cuidado ni Amy ni Vic podrían verme.

Se fueron a los diez minutos de irme yo. Conque no podía apartar a Amy de su hija, ¿eh?

Durante las seis semanas siguientes, Kendra volvió en sí y aprendió a manejar vacilantemente un lápiz con la mano derecha. Cada vez que entraba en su habitación me miraba con lágrimas en los ojos. Seguía sin poder hablar ni mover la parte izquierda y la mitad inferior del cuerpo, pero a mí me daba igual. La quería más que nunca y, al hacerlo, me demostraba a mí mismo que no era tan superficial como siempre había sospechado. Saber esto sobre uno mismo está muy bien: a los cuarenta y cuatro años todavía tienes posibilidades de convertirte en un adulto.

La mandaron a casa en mayo, tras tres intensos meses de rehabilitación física y profundo abatimiento a causa de su suerte, un mayo de mariposas, cerezos en flor y olor a carne a la parrilla que pasamos en los extensos jardines que Amy tenía detrás de su enorme mansión estilo Tudor. Los jardines ocupaban dos hectáreas de tierra de primera calidad y la casa, de tres pisos, contaba con ocho dormitorios, cinco cuartos de baño completos, tres servicios, una biblioteca y un solario. También tenía una larga escalera justo delante de la puerta principal. Amy había instalado en ella unos raíles para que Kendra pudiera subir y bajar con su silla de ruedas.

Amy, Vic, Kendra y yo nos convertimos en un grupo de lo más animado. Cuatro o cinco noches a la semana salíamos al jardín a cocinar y cenar y luego volvíamos a la casa para ver una película en el televisor de pantalla grande del cuarto de estar. Tres enfermeras se alternaban en turnos de ocho horas para que siempre que Kendra (sentada silenciosamente en su silla de ruedas y enfundada en una de sus ocho batas acolchadas de color pastel) necesitase algo, lo tuviera. Al menos dos veces por noche Amy daba cuatro voces poco convincentes por algún asunto relacionado con Kendra, y Vic iba a buscar algo insignificante en un intento por persuadirme, al parecer, de que realmente era un enfermero en activo.

Yo salía cada vez con más frecuencia de la correduría antes de la hora para pasar el resto del día con Kendra en su habitación. Ella realizaba varios tipos de ejercicios terapéuticos con la enfermera del turno de tarde, pero jamás se olvidaba de dibujarme algo y entregármelo con el orgullo de una niña pequeña que quiere contentar a su padre. Este gesto siempre me conmovía, y pese a que en principio había dudado sobre si sería capaz de llegar a ser su esposo (podía salir huyendo y encontrar a alguien fuerte y con las extremidades sanas; al fin y al cabo no me había sometido a una operación de cirugía estética tan importante para nada, ¿no?), me di cuenta de que la quería más que nunca. Me inspiraba una ternura agradable, ya que me hacía concebir una vez más la vaga esperanza de que algún día pudiera llegar a madurar. Veíamos la televisión, yo le leía noticias interesantes del periódico (le gustaban los artículos nostálgicos) o le decía simplemente que la quería. «No te convengo», me escribió un día en su pizarra. Luego señaló sus piernas paralizadas y se echó a llorar. Me arrodillé a sus pies durante una hora, hasta que las sombras se alargaron y adquirieron un tono púrpura. Entonces pensé que todo aquello era una locura. Si antes yo había temido que ella me fuera a dejar (era demasiado joven, demasiado guapa, demasiado resuelta, y me estaba utilizando sólo para vengarse de su madre), ahora ella estaba preocupada por lo mismo. Traté de hacerle comprender que no la dejaría jamás y que la quería de tal modo que por primera vez en la vida creía que era una persona cuya existencia tenía sentido.

Llegó el verano y el calor. La hierba estaba seca y de color marrón, y en las oscuras colinas de detrás de la mansión las hogueras nocturnas parecían el resultado de un bombardeo. Fue una de aquellas noches cuando encontré a Amy esperándome en mi coche. Hacía un calor sofocante, Vic había salido y Kendra, que se cansaba con facilidad, acababa de ser acostada. Llevaba unos shorts exageradamente cortos y una camiseta de tirantes con la que apenas conseguía cubrir sus tentadores pechos. Estaba sentada en el asiento delantero, y tenía un martini en una mano y un cigarrillo en la otra.

—¿Te acuerdas de mí, marinero?

—¿Dónde está el guaperas?

—No te cae bien, ¿verdad?

—No mucho.

—Él cree que le tienes miedo.

—También tengo miedo a las serpientes de cascabel.

—Qué poético… —Dio una calada al cigarrillo y exhaló una bocanada de humo bajo la luz de la luna.

Yo había aparcado al final de la vereda, junto al garaje de tres plazas. Era una especie de callejón sin salida que quedaba disimulado tras unos pinos.

—Ya no te gusto, ¿verdad?

—Verdad.

—¿Por qué?

—Prefiero no hablar de ello, Amy.

—¿Sabes qué he hecho esta tarde?

—¿Qué?

—Me he masturbado.

—Me alegro por ti.

—¿Y sabes en quién he pensado?

No dije nada.

—He pensado en ti. Y en la noche que estuvimos juntos en tu casa.

—Estoy enamorado de tu hija, Amy.

—Sé que piensas que no valgo una mierda como madre.

—Vaya, ¿qué te hace pensar eso?

—Quiero a mi hija a mi manera… Lo que quiero decir es que tal vez no sea la madre perfecta, pero la quiero.

—¿Por eso nunca la maquillas? Está condenada a una silla de ruedas, joder, y todavía tienes miedo de que te impida ser el centro de atención.

Me sorprendió. En lugar de negarlo, se echó a reír.

—Eres muy perspicaz.

—A veces preferiría no serlo tanto.

Echó la cabeza hacia atrás y miró por la abierta ventanilla.

—Ojalá no hubieran llegado a la luna…

Guardé silencio.

—Jodieron todo el asunto al hacerlo. Antes la luna era algo romántico. Había muchos mitos al respecto y era divertidísimo pensar en ella. Ahora no es más que una jodida piedra más. —Bebió un trago y añadió—: Me siento sola, Roger, y te echo de menos.

—Estoy seguro de que a Vic no le gustaría oír eso.

—Vic tiene otras mujeres.

La miré. Era la primera vez que veía a Amy con expresión de verdadera angustia. Sentí un profundo gozo.

—Después de lo que hicisteis, tú y Vic os merecéis el uno al otro.

Reaccionó con rapidez: me arrojó el martini a la cara, salió del coche y cerró la puerta de golpe.

—¡Hijo de puta! ¿Crees que no sé a lo que te refieres? Crees que fui yo quien mató a Randy, ¿verdad?

—Mataste a Randy e intentaste matar a Kendra. Pero ella no se murió como se suponía cuando Vic le disparó.

—¡Eres un hijo de puta!

—Algún día pagarás por ello, Amy. Te lo prometo.

Amy tenía todavía el vaso en la mano. Lo arrojó contra el parabrisas de mi coche y el cristal de seguridad se convirtió en una tela de araña. Luego se alejó con paso airado, pasó por delante de los pinos y se perdió de vista.

No fui yo quien lo sacó a colación. Fue Kendra. Yo confiaba en que no llegara a averiguar la identidad del ladrón que había entrado en casa aquella noche; bastante difícil le resultaba la vida para que encima tuviera que soportar aquella carga.

Pero lo averiguó. Un día de agosto, el primero en que el ambiente delató la cercanía del otoño, me escribió una nota que yo supuse que sería su mensaje de amor de todos los días: «Vic. Cheque. Pelea. Dinero».

Leí la nota y luego la miré a ella. En un primer momento no supe qué pensar: Vic, cheque… Pero luego pregunté:

—¿Significa esto que Vic tiene que cobrar un cheque?

Los penetrantes ojos azules de Kendra asintieron.

—¿Vic se ha peleado por un cheque?

Sí.

—¿Con tu madre?

Sí.

—¿Sobre la suma del cheque?

Sí.

—¿Porque pensaba que no era suficiente?

Sí.

Entonces se echó a llorar. Y yo supe lo que ella ya sabía: la identidad de la persona que había matado a su padre y había intentado matarla a ella.

Aquella tarde pasé con ella mucho tiempo. En cierto momento un cervatillo se asomó entre los pinos. Al verlo Kendra se enterneció y, emocionada, profirió una especie de arrullo. Anocheció y el cielo se sembró de estrellas. Por la ventana abierta pudimos oír una lechuza y luego un perro que parecía un coyote. A veces Kendra se quedaba dormida y otras yo le contaba los cuentos que le gustaban, Ricitos de oro y los tres ositos y Rapunzel, cuentos que, según me había dicho una vez en confianza, ni su padre ni su madre le habían contado jamás. Pero aquella noche yo estaba inquieto y creo que ella lo notó. Quería que comprendiera cuánto la quería, que comprendiera que incluso si no había justicia en el universo, al menos la había en el pequeño rincón que nosotros ocupábamos.

Un lluvioso viernes de septiembre por la noche, en el piso que Vic tenía para reunirse con varias de las jóvenes que Amy había mencionado, irrumpió un hombre alto, fornido y, según la descripción de dos vecinos que acertaron a verlo, negro, y mató a Vic de un tiro. El intruso disparó tres balas, dos de ellas directamente a la cabeza, y luego cogió más de cinco mil dólares en efectivo y cheques de viaje. Vic planeaba irse de vacaciones a Europa cuatro días más tarde.

La policía preguntó a Amy cómo se había comportado Vic últimamente, por supuesto. Todavía no estaban del todo convencidos de que su muerte derivara de un simple robo. La policía es gente suspicaz, pero, por desgracia, no lo suficiente. De la misma manera que habían acabado atribuyendo la muerte de Randy a un robo con homicidio, al final decidieron que Vic había muerto a manos de un ladrón.

Yo le había preparado a Amy una sorpresa para cuando volviera del entierro con la que quería hacerle ver que a partir de aquel momento las cosas serían muy distintas. Aquella mañana había llamado a una peluquera y a una maquilladora para que arreglaran a Kendra. Pasaron tres horas con ella y la dejaron tan bella como siempre había sido.

Cuando llegó Amy (vestirse de negro estaba convirtiéndose en una costumbre para ella), nosotros estábamos esperándole bajo la bóveda de la puerta principal para saludarla. Al ver a Kendra, me miró y dijo:

—Da pena verla. Espero que seas consciente de ello.

Se fue directamente al estudio, y allí se pasó la mayor parte del día bebiendo whisky y chillando a los empleados domésticos.

Kendra pasó una hora llorando en su habitación y escribió la frase «doy pena» varias veces en un papel. Yo le cogí la mano y traté de convencerla de que estaba bellísima, lo cual era cierto.

Aquella noche, cuando me disponía a irme (habíamos cenado en la habitación de Kendra porque ninguno de los dos quería ver a Amy más de lo necesario), estaba esperándome otra vez en mi coche, aún más borracha que la otra vez. Tenía su inevitable vaso en la mano y llevaba un jersey de cuello vuelto negro, un vaquero blanco y un cinturón de cuero ancho parecido a un fajín. Estaba más atractiva de lo que yo hubiera deseado.

—Cabrón. ¿Te piensas que no sé lo que has hecho?

—Bienvenida al club.

—Daba la jodida casualidad de que lo quería.

—Estoy cansado, Amy. Quiero irme a casa.

La noche olía a pino y la plateada luna de octubre parecía más antigua y feroz que un icono azteca.

—Has matado a Vic —dijo.

—Sí, claro. Y también a Kennedy.

—Lo has matado, hijo de puta.

—Fue Vic quien disparó a Kendra.

—Eso no lo puedes probar.

—Bueno, tú tampoco puedes probar que he sido yo quien disparó a Vic, así que quita tu culo de mi coche.

—Jamás hubiera imaginado que tuvieras huevos para hacerlo. Siempre he pensado que eras algo amariconado.

—Lárgate, Amy…

—Crees que te has salido con la tuya, Roger, pero no es así. Estás jodiendo a la persona equivocada.

—Buenas noches, Amy.

Salió del coche y luego se asomó a la ventanilla abierta.

—Bueno, al menos hay una mujer a la que puedes dejar satisfecha. Estoy segura de que Kendra opina que eres un gran amante, al menos desde que es paralítica.

No pude contenerme. Salí del coche y me abalancé sobre ella, le arranqué el vaso de la mano y le dije:

—Déjanos tranquilos a Kendra y a mí, ¿lo has entendido?

—Eres todo un hombre —dijo—, todo un hombre… Arrojé el vaso a los arbustos y regresé al coche.

A la mañana siguiente ya se me había ocurrido la idea. Tras llamar al trabajo y decir que no iba a ir, pasé tres horas haciendo llamadas telefónicas a varios médicos y establecimientos de material clínico para informarme de lo que necesitaba y de lo que tenía que hacer. Incluso confeccioné un plan provisional para enfermeras privadas. Iba a tener que recurrir a mi herencia, pero lo que iba a hacer merecía la pena. Luego fui a una joyería del centro, y al volver entré en una agencia de viajes.

No telefoneé. Quería darle una sorpresa.

El jardinero australiano estaba tapando unos tulipanes cuando llegué. En el pronóstico del tiempo habían dicho que iba a helar.

—Buenos días —dijo sonriendo. Si no hubiera tenido más de sesenta años, barriga y el pelo blanco, hubiera sospechado que Amy lo utilizaba para su disfrute personal.

Me abrió la criada, y fui a la azotea trasera, donde me dijo que encontraría a Kendra. Avancé de puntillas y me detuve detrás de ella, abrí el estuche del anillo y lo puse ante sus ojos. Al verlo, Kendra profirió el arrullo de júbilo que solía hacer. Yo la rodeé, me incliné y le di un beso tierno y cariñoso.

—Te quiero —le dije—. Quiero que te cases conmigo ahora mismo y que te traslades a mi casa.

Se echó a llorar, como yo. Me arrodillé a su lado y apoyé la cabeza sobre su regazo, sobre su acolchada bata rosa. Permanecí en aquella posición largo rato, observando cómo el pájaro oscuro y elegante se dejaba llevar por las corrientes de aire que soplaba bajo los rayos de un sol otoñal que se negaba a declinar. Llegué incluso a quedarme un momento adormilado.

A la hora de cenar llevé a Kendra a la sala, donde Amy estaba agasajando al guaperas de turno. Ya tenía problemas para articular las palabras.

—Venimos a decirte que vamos a casarnos.

El guaperas, que no comprendía el tipo de relaciones humanas que imperaban en aquella casa, dijo con aire hollywoodiense:

—Enhorabuena a los dos. Es una noticia estupenda.

Incluso brindó por nosotros con su martini.

—En realidad está enamorado de mí —dijo Amy.

El guaperas me miró, luego a Amy y finalmente a Kendra. Yo giré la silla de ruedas bruscamente sobre el parquet y empecé a empujarla en dirección al vestíbulo.

—¡Ha estado enamorado de mí desde el colegio y va a casarse con ella sólo porque sabe que a mí no puede conseguirme!

Dicho esto, arrojó su vaso contra la pared, haciéndolo añicos. En el silencio que se produjo a continuación oí al guaperas carraspear y decir:

—Más vale que me vaya, Amy. Quizá sea preferible que nos veamos otra noche.

—Tú te quedas donde estás, joder —exclamó Amy—. Y no se te ocurra moverte.

Ante la remota posibilidad de que Amy viniera a pedir disculpas, cerré la puerta de la habitación de Kendra con llave. A eso de las diez empezó a roncar suavemente. La enfermera llamó a la puerta levemente.

Me incliné sobre Kendra y la besé tiernamente en la boca.

Fijamos la fecha de la boda para dos semanas más tarde. A Amy no le pedí ninguna ayuda. De hecho evité hablar con ella en la medida de lo posible, aunque ella tampoco parecía muy dispuesta a hablar conmigo. Siempre era una sirvienta quien me abría la puerta cuando llegaba y me acompañaba a la salida cuando me iba.

Kendra estaba cada día más nerviosa. Íbamos a casarnos en la sala de estar de mi casa y la ceremonia la iba a celebrar un pastor que yo conocía vagamente del club de campo. A Amy le mandé una nota escrita a modo de invitación, pero ella no respondió.

Supongo que yo no reunía los requisitos necesarios para que se me considerara un pariente cercano. Ésta debió de ser la razón por la que tuve que enterarme de la noticia por la radio una mañana encapotada cuando iba a trabajar.

Una de las familias más importantes de la ciudad había vuelto a ser víctima de una tragedia. Un año antes el padre había muerto durante un robo y ahora la hija, que estaba inmovilizada en una silla de ruedas, se había caído por la larga escalera de la residencia familiar. Al parecer se acercó demasiado a lo alto de las escaleras, perdió el control y se rompió el cuello. Según la información recibida, a la madre tuvo que administrársele una fuerte dosis de sedantes.

Aquel día debí de llamar a Amy unas veinte veces, pero ella no contestó a mis llamadas. Quien cogía el teléfono era el jardinero australiano.

—Ha sido muy triste, amigo. Era una muchacha encantadora. Le acompaño en el sentimiento.

Lloré hasta decir basta. Luego cogí una botella de Black and White y, sumido en la oscuridad de mi estudio, di buena cuenta de ella. El alcohol me hizo pasar por tantos estados de ánimo como puede suscitar una ópera de Wagner (el desamparo, la melancolía, el sentimentalismo, la rabia…) y acabó dejándome abrazado a la fría y dura taza de mi retrete, vomitando. Beber no se me daba especialmente bien.

Amy me llamó poco antes de la medianoche, cuando yo estaba viendo distraídamente la CNN. Todo lo que estaban diciendo me pasaba inadvertido.

—Ahora ya sabes cómo me sentí cuando mataste a Vic.

—Era tu propia hija.

—¿Qué clase de vida hubiera tenido en esa silla de ruedas?

—¡Fuiste tú quien la constreñiste a ella!

Entonces me levanté presa de la furia y empecé a dar vueltas como un animal enloquecido, describiendo pequeños círculos e insultándole a viva voz.

—Mañana voy a ir a la policía —la amenacé.

—Hazlo y yo iré detrás de ti para contarles lo de Vic.

—No tienes ni una jodida prueba de nada.

—Puede que no. Pero puedo llenarles la cabeza de sospechas. Yo de ti lo tendría en cuenta.

Colgó.

Era noviembre y por la radio sólo se oían breves y cínicos mensajes navideños. Yo iba al cementerio todos los días y hablaba con ella; luego regresaba a casa y recurría al Black and White y al válium para conciliar el sueño. Sabía que con aquella combinación estaba jugando a la ruleta rusa.

Amy volvió a llamar al día siguiente de Acción de Gracias.

—Me voy.

—¿Y?

—Nada. He pensado que quizá querrías ponerte en contacto conmigo.

—¿Y por qué habría de querer hacer algo así?

—Porque tú y yo, querido, somos como hermanos siameses, por decirlo de alguna manera. Puedes llevarme a la silla eléctrica, pero yo puedo hacer lo mismo contigo.

—Puede que me importe un comino.

—No dramatices. Si realmente te importara un comino, habrías acudido a la policía hace dos meses.

—Eres una malnacida…

—Cuando vuelva de mi viaje te daré una pequeña sorpresa. Una especie de regalo de Navidad.

Me esforzaba por trabajar, pero no conseguía concentrarme. Pedí una larga excedencia. El alcohol estaba convirtiéndose en un problema. El alcoholismo se ha dado en las dos ramas de mi familia, por lo que supongo que no es extraño que me desmayara cada vez con mayor frecuencia. Dejé de salir a la calle. Descubrí que, si disponías del dinero suficiente, te llevaban a casa sin ningún problema prácticamente todo lo que te hacía falta. Una asistenta venía un día por semana y se abría paso entre la suciedad como un bulldozer. Yo veía películas antiguas en la televisión por cable y trataba de abandonarme a la frivolidad de los musicales. A Kendra le habrían encantado. Muchos días amanecí en medio del estudio, despatarrado en el suelo, al parecer como consecuencia de un intento fallido de llegar a la puerta. Una mañana descubrí que me había orinado encima. No me importó mucho, a decir verdad. Intentaba no pensar en Kendra, y sin embargo era lo único en que quería pensar. Debía de llorar unas seis o siete veces al día. En dos semanas perdí unos cinco kilos de peso.

La llegada de la Nochebuena me puso sentimental, por lo que decidí beber moderadamente y reformarme un poco. Me dije que lo hacía por Kendra: habría sido nuestra primera Nochebuena.

La asistenta, que también era buena cocinera, me había dejado en el frigorífico un magnífico asado con guarnición de verduras y patatas. Lo único que tenía que hacer era calentarlo en el microondas.

Acababa de poner el cubierto en mi lugar de la mesa del comedor (después de poner uno idéntico a mi derecha para Kendra) cuando llamaron a la puerta. Abrí y me asomé a la oscuridad salpicada de copos de nieve.

Sé que proferí un sonido fuerte y destemplado, aunque no sé si fue un grito exactamente.

Me aparté de la puerta y la dejé pasar. Incluso había cambiado un poco su forma de andar para que se asemejara a la de su hija. El tipo de ropa que llevaba (un abrigo largo y cruzado de pelo de camello y una boina rojo burdeos) también se parecía más a la de su hija que a la de ella. Debajo llevaba un vestido estilo imperio de cuatro botones a juego con la boina: el mismo vestido que Kendra había usado muchas veces.

Pero la ropa no era más que un accesorio. Fue la cara lo que me dejó estupefacto.

El cirujano, quienquiera que fuese, había realizado una labor condenadamente buena. Sí, condenadamente buena. Le había dejado la nariz más pequeña, la barbilla en forma de corazón y los pómulos más pronunciados y a más de un centímetro de altura. Si a esto añadías las lentillas azules…

Kendra… Era Kendra.

—Te he impresionado, Roger, como tenía que ser. Lo celebro —dijo al tiempo que pasaba a mi lado y se dirigía al bar—. Lo digo porque ha sido doloroso, créeme. Pero qué te voy a contar a ti, que eres perro viejo en esto de la cirugía plástica.

Dejó caer el abrigo en un butacón y se sirvió una copa.

—Malnacida… —dije, arrebatándole la copa y oyendo cómo se hacía añicos sobre la piedra de la chimenea—. Eres un maldito monstruo…

—Puede que sea la reencarnación de Kendra —sonrió—. ¿No se te había ocurrido?

—Lárgate de aquí ahora mismo.

Se puso de puntillas, de la misma manera que Kendra había hecho en una ocasión, y me besó en los labios.

—Sabía que ibas a ponerte de mal humor. Pero tiempo al tiempo. Ya verás cómo acaba picándote la curiosidad. Querrás saber si tengo un sabor distinto o produzco una sensación diferente. Querrás saber si soy… Kendra.

Cogí su abrigo, la agarré a ella por la muñeca, me dirigí a la puerta, la eché violentamente a la fría calle y le lancé el abrigo encima. Luego di un portazo.

Al cabo de veinte minutos volvieron a llamar. Abrí, sabiendo perfectamente quién era. No sé cuánto tiempo estuvimos bebiendo. Horas, supongo. Luego, antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo y en contra de lo que consideraba más sagrado y querido, fuimos, no sé cómo, a la cama. Entonces, mientras me rodeaba con sus brazos en la oscuridad, dijo:

—Siempre has sabido que algún día acabaría enamorándome de ti, ¿verdad, Roger?

Ed Gorman es autor de más de una docena de novelas y tres colecciones de cuentos. De él se ha dicho que es «el maestro moderno del laconismo y la mezquindad en el suspense». (Rocky Mountain News), «uno de los mejores narradores del mundo». (Million) y «el poeta del suspense más macabro». (The Bloomsbury Revtew).

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