I
Nadie se dio cuenta al principio. El niño tenía la mirada obscura, incierta, que tienen todos los niños durante algún tiempo. Pasaron días y semanas; sus ojos tornáronse brillantes; el globo del ojo quedó más saliente, pero el niño no movía la cabeza hacia los rayos de luz que entraban por la ventana mezclados con el alegre canto de los pájaros y con el murmullo del follaje de las hayas que adornaban el jardín. La madre fue la primera en notar la extraña expresión de la cara del niño, seria y poco movida.
Miró a su alrededor con espanto y preguntó:
—Decidme: ¿cómo puede ser esto?
—¿Cómo? ¿Qué dices? —le contestaron con indiferencia—. En nada se distingue de las demás criaturillas de su edad.
—Mirad cómo palpa con sus manecitas con extraño impulso.
—Es que el niño no puede relacionar todavía los movimientos de las manos con las impresiones de la luz —dijo el médico.
—Mira siempre en la misma dirección. ¡Es ciego! —exclamó la madre; y nadie fue capaz de poder tranquilizarla.
El médico tomó al niño en brazos, le acercó de pronto a la luz y le miró los ojos. Pronunció confusamente algunas palabras tranquilizadoras y se fue, prometiendo que volvería al día siguiente.
La madre lloraba; sufría mucho y estrechaba contra el pecho a su hijo, cuyos ojos continuaban inmóviles y serios.
Al cabo de dos días volvió el médico con un oftalmoscopio, encendió una luz, la acercó y apartó de los ojos del niño, miró a éste con atención, y finalmente con voz confusa y paulatina dijo:
—Por desgracia, tenía usted razón, señora; el niño es ciego y su ceguera es incurable.
La madre escuchó la noticia con silenciosa congoja.
—Lo sabía tiempo ha —dijo en voz baja.
*
El niño pertenecía a una familia poco numerosa. Constituíanla, además de la madre, el padre y el «tío Max», como todo el mundo le llamaba. El padre no se diferenciaba en nada de los demás terratenientes del sudoeste de Rusia; era de buen carácter, amable con los obreros, a los cuales, no obstante, vigilaba mucho, y tenía una sola pasión: la de construir molinos. Semejante afición le absorbía muchísimo tiempo, y por tal motivo en su casa se oía su voz raras veces; a la hora de comer, a la de almorzar y pocas veces más.
Siempre hacía a su mujer la misma pregunta:
—¿Te encuentras bien, palomita mía?
Se sentaba en seguida a la mesa, y únicamente terciaba en la conversación cuando quería decir algo de sus molinos. Un padre así, tan pacífico y descuidado, naturalmente, podía influir muy poco en el desarrollo del espíritu de su hijo.
Pero el tío Max ya era otra cosa.
Diez años antes, el tío Max había sido el joven más calavera y mala pieza, no sólo de las cercanías, sino también de las contratas[1]. Por fin, al tío Max le invadió una gran cólera contra los austríacos y se fue a Italia. Por su parte, los austríacos no demostraron, al parecer, gran cariño hacia el tío Max. De vez en cuando en el Kurier, que era el periódico favorito de los terratenientes, podía leerse su nombre entre los de los más entusiastas defensores de Italia; y por último se supo por el mismo periódico que Maximilian Iazenko se había caído con su caballo. Los furiosos austríacos, que aguardaban desde largo tiempo la ocasión de pagarle los daños que les había causado, destrozaron al odiado volini. Pero los sables de los austríacos no pudieron obligar a que el alma terca y revoltosa de Max abandonara su cuerpo; y por eso alma y cuerpo se mantuvieron unidos, aunque el último resultase muy malparado. Sus compañeros le condujeron al hospital donde curó sus heridas. Al cabo de algunos años se dirigió Max de pronto a casa de su hermana y allí se instaló definitivamente. Ya nunca pensó en volver a las andadas. Le faltaba la pierna derecha, lo cual le obligaba a servirse de una artificial de madera, y tenía la mano izquierda tan maltrecha, que sólo podía utilizarla para apoyarse penosamente en el bastón. Se había vuelto más serio y más reposado, y sólo de vez en cuando hería con la lengua como en otro tiempo con el sable. No iba nunca a las ferias, muy pocas veces a las reuniones, y pasaba la mayor parte del tiempo en su biblioteca leyendo libros cuyo contenido ignoraban todos. Escribía algo, pero como sus trabajos no se publicaban ya en el Kurier, nadie creía que tuviesen importancia.
Por los años en que nació y creció el cieguecito en la casa señorial, ya tenía el tío Max algunas canas; a consecuencia de usar muletas, su cabeza se hundía entre los hombros y su cuerpo había tomado la forma de un rectángulo. Su singular aspecto, sus cejas contraídas con aire sombrío, el cric-crac de las muletas y la nube de humo de la pipa —su inseparable compañera—, que le rodeaba siempre, no eran muy a propósito para hacerle simpático a los extraños, y únicamente los que le trataban asiduamente sabían que en aquel cuerpo desventurado latía un corazón sensible, y que en aquella buena cabeza, cubierta de cabellos que parecían cerdas de cepillo, trabajaba siempre el pensamiento. Pero ni los que más de cerca le trataban, conocían cuáles eran las cuestiones que le preocupaban; sólo sabían que pasaba largas horas en la biblioteca con las cejas contraídas, la mirada sombría y rodeado de una nube de humo, pero no sabían que el guerrero viejo y estropeado ensartaba consideraciones filosóficas sobre la idea fija de que la vida es un combate, en el cual no hay lugar para los heridos; se empeñaba en creer que él fue expulsado de las filas de los guerreros y que sólo era un estorbo para los demás. En la lucha de la vida había perdido la batalla. ¿No sería cobarde acción arrastrarse por la tierra como un gusano? ¿No sería vergonzoso permanecer a las plantas del vencedor implorando piedad para las lastimosas ruinas de su existencia?
En tanto el tío Max con sangre fría se entregaba a sus meditaciones pesando el pro y el contra, crecía ante sus ojos un nuevo ser, inválido ya al entrar en el camino de la vida. Al principio no se fijó en el niño ciego, pero pronto le inspiró interés la semejanza de su suerte con la del muchacho.
—Sí —decía reflexionando—, ese muchacho es también un inválido. Si de él y yo pudiera hacerse un solo ser, quizá resultaría un hombre aceptable.
Y desde aquel momento, y cada vez con más frecuencia, se dirigían sus miradas al niñito ciego.
¡Quién sabe lo que hubiera sido el muchacho con el tiempo, destinado por la suerte, según parecía, a vivir descontento de la suya, advirtiendo además que la exagerada condescendencia de los que le rodeaban le habría conducido a convertirse en odioso egoísta, si la misma funesta suerte y los sables austríacos no hubiesen sido la causa de que el tío Max viviese retirado en casa de su hermana!
La presencia del cieguecito determinó poco a poco un cambio en la dirección de los pensamientos del enérgico, activo y viejo soldado. Es verdad que pasaba todavía largas horas en su biblioteca, rodeado de una nube de humo de tabaco, pero en sus ojos no había ya la mirada de sombría y honda pena, sino la expresión reflexiva del agudo observador, y cuanto más y más observaba, más se fruncían sus cejas y el humo de su pipa era más espeso y constante. Por fin, se resolvió a intervenir en el asunto.
—Este muchacho —dijo fumando con más fuerza que nunca— será más desgraciado que yo. Mejor hubiera sido para él no haber nacido.
La pobre madre bajó la cabeza y dejó caer una lágrima en su regazo.
—¡Es una crueldad, Max, recordarme esto! —respondió en voz baja.
—Digo la verdad; yo no tengo piernas ni brazos, pero tengo ojos; él no los tiene, y con el tiempo no tendrá manos ni pies, ni siquiera voluntad propia.
—¿Por qué?
—Fíjate bien en lo que voy a decir —añadió Max con dulzura—. No he pronunciado inútilmente estas palabras. El niño tiene una naturaleza muy sensible. Promete desarrollarse magníficamente en todos conceptos; más aún, sus restantes sentidos podrían en parte substituir al que le falta. Pero para lograr este fin es preciso el ejercicio, y éste únicamente puede determinarlo la necesidad. El necio mimo y cuidado de que rodeáis, impidiendo en él toda necesidad de esforzarse, mata toda esperanza posible de cualquier clase de desarrollo independiente.
La madre tuvo suficiente sentido para comprender la idea de Max y dominarse; desde entonces resistió la inclinación, muy comprensible por otra parte, de atender al menor llamamiento de su hijo para que no le faltara nada.
Al cabo de algunos meses de esta conversación, el niño andaba solo y aprisa por toda la casa, escuchando con gran atención hasta los sonidos menos perceptibles; y con una viveza que por regla general no suelen tener los niños, palpaba todos los objetos que caían en sus manos.
Muy pronto conoció a su madre por los pasos, por el rumor del vestido, por ciertas señales que sólo él apreciaba; por muchas personas que hubiese en una habitación, siempre sabía dirigirse con paso seguro hacia el punto en que estaba su madre. Si ella le asía súbitamente la mano, la conocía en seguida. Si hacía lo mismo alguna otra persona, inmediatamente le palpaba la cara con sus manecitas; y por este sistema pronto conoció a su nodriza, al tío Max y a su padre. Pero si se trataba de un forastero, sus movimientos eran inseguros y reflexivos; pasaba con detención sus manos diminutas por aquella cara desconocida, y en su rostro se reflejaba esforzada atención. Parecía que mirase con la yema de sus deditos.
Por temperamento, era vivo y movedizo, pero con el tiempo la ceguera obró sobre su carácter; poco a poco fue aquietándose y empezó a retirarse a los rincones obscuros, quedando allí inmóvil durante largas horas escuchando algo, según todos creían comprender. Si en la habitación no se oía rumor alguno y nada le llamaba la atención, parecía que el muchacho reflexionase acerca de alguna cosa incomprensible con expresión de sorpresa en su rostro, que tenía una seriedad rara e impropia en un niño.
El consejo del tío Max había sido acertadísimo. La organización nerviosa del muchacho, delicada y fuerte a un tiempo, se desarrolló, esforzándose en substituir por la sensibilidad del tacto y del oído, al menos en parte, el sentido de la vista que le faltaba.
Todo el mundo se admiraba de la sensibilidad de su tacto. A veces parecía que los colores le eran accesibles. Si le daban una tira de color vivo, la palpaba con más atención y se marcaba en su cara una expresión de sorpresa. Pero pronto se vio claramente que el sentido que más se desarrollaba en él era el del oído.
En poquísimo tiempo supo distinguir unas habitaciones de otras por las condiciones acústicas de cada cual; conocía los pasos de todos los moradores de su casa, el ruido que hacía la silla cuando se sentaba el tío Max, el pespunteo seco y uniforme de las agujas cuando cosía su madre, el tictac del reloj. A veces, cuando iba siguiendo la pared, su oído apreciaba sonidos que nadie hubiera notado; con las manos trataba de coger una mosca, y cuando la mosca huía, veíase en la cara del muchachito una expresión de penoso desencanto. No sabía explicarse la desaparición de la mosca. Más adelante, hasta en tales casos, enmarcaba en su rostro la expresión de haber comprendido lo que pasaba y andaba en la dirección que había tomado la mosca, pues su oído era tan fino, que apreciaba su ligerísimo vuelo.
El mundo, con sus movimientos, colores y rumores, entró en la cabeza del niño en forma de sonidos, y sus ideas tomaron también esta forma en su imaginación. Leíase en su rostro la expresión especial que pone de manifiesto una gran atención hacia los sonidos que se trata de apreciar; su boca se abría ligeramente, sus cejas se fruncían, su cabeza se inclinaba, y entre tanto sus ojos, hermosos e inmóviles, daban a la cara del cieguecito una expresión seria y conmovedora.
Llegaba a su ocaso el segundo invierno del niño ciego. En el patio se derretía la nieve, el agua corría por los torrentes primaverales, y al mismo tiempo mejoraba la salud del niño, que durante el invierno no pudo salir de casa por estar algo enfermo.
Abriéronse las ventanas, y con poderosa fuerza entró en la habitación el aire tibio de la primavera. El sol sonreía amistosamente, se balanceaban las ramas de las hayas desnudas todavía, y a lo lejos relucían las praderas en las que había aún algunas manchas de nieve que se derretía mientras el resto verdeaba. El viento corría libre y aromático, y la primavera, al despertar, llenaba a todo el mundo de fresco hálito vital.
La primavera consistía para aquel ser privado de vista en un ruido misterioso; oía el murmullo del agua de los torrentes, como si cada ola quisiera abalanzarse sobre las demás al saltar en su rodar sobre las piedras y remover el fondo; oía el rumor del ramaje de las hayas al golpearse mutuamente y al golpear la ventana. Al deshacerse la escarcha del tejado, las gotas del agua caían al suelo con variado juego de colores y ligero ruido.
Y todos esos sonidos llegaban al oído del cieguecito, junto con los cantos que entonaban las cigüeñas en sus vuelos.
En la cara del niño volvió a dibujarse la expresión de la sorpresa. Frunció las cejas y escuchó. Angustiosamente, dominado por aquellos tonos incomprensibles, tendió sus manecitas a su madre y escondió la cabecita en su regazo.
—¿Qué tendrá? —se preguntó ella. Y los demás pensaron lo mismo.
El tío Max observaba la expresión de la cara del niño, sin hallar ninguna explicación a su estado de excitación incomprensible.
—No comprende, no puede comprender algo —adivinó la madre al leer en la cara del niño la expresión de pregunta muda.
Sí; el niño estaba excitado e intranquilo, llegaban hasta él notas nuevas y desconocidas, y le sorprendía que las que estaba acostumbrado a oír hubiesen callado y desaparecido súbitamente.