II

Ya tenía cinco años cumplidos; era flaco y débil, pero corría sin ajeno auxilio por toda la casa. Cualquiera que hubiese visto la seguridad con que iba de una parte a otra y tomaba todo lo que necesitaba, hubiera creído que no era un niño ciego, sino un niño original cuyos ojos reflexivos tenían constantemente la mirada incierta. Por el patio andaba tentándolo con un bastón en la mano. A veces se arrodillaba, y de rodillas palpaba todo lo que podía encontrar.

*

Era un domingo muy tranquilo. El tío Max se hallaba en el jardín. El padre había salido, como de costumbre; en las habitaciones de los sirvientes no se oían ya conversaciones. El niño estaba en cama.

Comenzaba a dormirse. Tiempo ha que aquella hora estaba para él enlazada con un especial recuerdo. Él, naturalmente, no veía el cielo que iba vistiéndose su manto azul obscuro, las copas de los árboles que se movían, los tejados de las casas vecinas, que desaparecían en la obscuridad, la magnificencia que entre las tinieblas mostraban la luna y las estrellas con sus rayos de plata. Algunas noches el niño iba durmiéndose con una sensación extraña y encantadora, de la que nunca al día siguiente sabía darse cuenta.

Apenas el sueño enturbiaba sus pensamientos, el ligero rumor de los árboles se apagaba y no oía ya los ladridos de los perros del pueblo y el canto del ruiseñor del bosque vecino, ni el melancólico sonido de los cencerros del ganado. Apenas todos estos rumores morían, le parecía al niño que se fundían todos en una sola armonía que giraba dulcemente por su habitación, llevando consigo imágenes indefinidas y hechiceras. Al día siguiente, despertaba como de un sueño encantado y preguntaba a su madre:

—¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué fue?

La madre no comprendía la pregunta y creía que las pesadillas habían excitado a su hijo. Ella misma le metía en la cama, le daba un beso y no le dejaba hasta que se había dormido, sin observar nada de particular. Pero a la mañana siguiente, el niño hablaba de nuevo de aquellas imágenes magníficas e indefinidas que tanto le habían interesado.

—¡Madre! ¡Era hermoso, muy hermoso!

Una noche la madre resolvió quedarse junto a la cama del niño, ansiando descifrar aquel enigma. Se sentó en la silla que había junto a la cabecera, cosiendo medias mecánicamente y escuchando con anhelo la tranquila respiración de Piotr, que así se llamaba su hijito.

Parecía que estaba enteramente dormido, cuando, de pronto, entre la obscuridad de la habitación se oyó una ligera voz que preguntaba:

—¡Madre! ¿Estás aquí?

—Sí, hijo mío.

—Pues te ruego que te vayas. Estaba casi dormido ya y todavía no han llegado.

La madre escuchó sorprendida la queja de su hijo. Hablaba éste de las imágenes de sus sueños como si fuesen algo verdaderamente real y existente.

Se levantó, le dio un beso, y sin hacer el más ligero ruido se fue, con la resolución de bajar al jardín y acercarse en silencio a la ventana de la habitación.

Apenas salió al jardín, adivinó el enigma. Había oído las apagadas notas de una flauta, que venían del establo y se mezclaban con los ligeros rumores del exterior. Comprendió en seguida que las notas de aquella melodía eran las imágenes que impresionaban tanto a su hijo.

Se mantuvo muy quietecita, escuchando las notas de una canción propia de la pequeña Rusia, que taladraban el corazón, y luego, tranquilizada por completo, fuese por el obscuro sendero a buscar al tío Max.

—Jojem toca bien —pensó—. ¡Parece extraño que en un mozo sin instrucción quepa tanto sentimiento!

Cuando Jojem quiso tocar la flauta, herido por cierto desengaño amoroso, escogió una en casa del mercader, pero el instrumento no supo expresar tan sinceramente como él quería su triste decepción. En vano la cambió y escogió entre media docena la que le pareció mejor; la secó al sol, la expuso al viento; todo inútil; la flauta no transmitía el lenguaje de su corazón.

Se enfadó con los mercaderes y se convenció de que ninguno de ellos tenía buenas flautas. Tomó la resolución de hacerse la flauta él mismo. Un día se dirigió al bosque por la orilla del rió, y examinó los árboles uno por uno mirando si tenían alguna rama que le sirviese. Cortó algunas, pero no le resultaron buenas. Por fin llegó a un punto en que el río pasaba perezosamente. Su superficie apenas se movía, porque a causa del espesor del bosque el viento no podía empujar las aguas. Jojem se abrió camino resueltamente como si presumiese que allí encontraría lo que buscaba. Empuñó el cuchillo y después de haber mirado todas las ramas, escogió una muy recta, de tamaño adecuado, que se inclinaba hacia el río. La tocó ligeramente y se alegró de la elasticidad con que se movía, echó una mirada al río, e hizo señal afirmativa con la cabeza.

—¡Me conviene! ¡Me conviene! —dijo entre dientes con visible gozo. Y arrojó al agua las ramas inútiles.

¡Y es innegable que hizo con ella una magnífica flauta! Después de haberla secado y atravesado, la agujereó por seis partes de un lado, del otro la perforó una sola vez y cubrió el extremo con un tapón de madera, dejando únicamente un diminuto intersticio. No hizo más que una ligera prueba durante el día, pero por la noche manaron de la flauta notas tiernas, tristes y temblorosas.

Jojem estaba satisfecho. Diríase que su flauta había llegado a ser una parte de sí mismo. Las notas que daba al aire parecía que saliesen de su propio pecho, y cada uno de sus sentimientos y el exacto reflejo de su tristeza se ponía de manifiesto en los sonidos de la flauta que se dejaba sentir cada noche.

*

Desde entonces, el niño iba todas las noches al establo para oír a Jojem. Nunca se le hubiera ocurrido pedirle que tocase durante el día. En su imaginación el ruido del día aparecía como incompatible con las melodías suaves y tristes. Al obscurecer, el niño entraba ya en un estado de febril impaciencia. El té y la cena no eran para él más que el anuncio del deseado momento, y la madre, a quien no gustaban mucho los consabidos entretenimientos musicales, no podía privarle de que fuera a oír a Jojem y pasase las horas muertas a su lado.

Estas horas eran las más agradables para el ciego, y con verdaderos celos notaba su madre que las impresiones que por la noche recibía su hijo, le dominaban todavía al día siguiente, de modo que sus caricias resultaban molestas para él, y si estaba sentado en su regazo y le daba besos, se acordaba, según podía leerse en su rostro, de la canción de Jojem del día anterior.

Entonces la madre se acordó de que años atrás, cuando iba al colegio de la señora Radetki en Kiev, entre otras artes de adorno, había aprendido la música. Ciertamente ese recuerdo no sería de los más agradables, porque le traía a la memoria la imagen de la maestra, una vieja solterona, la señorita Klaps, muy seca, muy prosaica y sobre todo muy rigurosa. Aquella señorita malhumorada, que con tanto arte enseñaba a sus discípulas a mover los dedos, sabía matar en ellas de modo magistral el despertar de todo sentimiento musical. Sentimiento de tal naturaleza, delicado y tímido, no podía soportar la presencia de la señorita Klaps y mucho menos resistir su arte pedagógico. Por esto Ana Mijáilovna al salir del colegio no pensó volver a dedicarse a ejercicios musicales. Pero ahora, al escuchar la rústica flauta, sintió que, mezclada con los celos que ella tenía, entraba en su espíritu la sensación de la melodía viviente, quedando en segundo lugar la imagen de la maestra alemana. El resultado de semejante proceso fue que la señora Popelski pidió a su marido que mandara buscar un piano a la ciudad.

—Bien, como quieras —respondió su marido—. Pero antes no parecías hacer gran caso a la música.

El mismo día enviaron una carta a la ciudad; pero hasta que el instrumento fue comprado y llegó, pasaron dos o tres semanas todavía.

Al cabo de tres semanas llegó el deseado piano. Piotr estaba en el patio escuchando con gran atención el ruido que hacían los obreros al conducir hacia la sala la caja de música extraña.

Según parecía, el piano era bastante pesado, porque el entarimado crujió y los trabajadores respiraron pesadamente. Luego lo llevaron con pasos acompasados al lugar en que debía instalarse, y a cada paso que daban hacían resonar algo sobre sus cabezas. Cuando la caja de música singular quedó instalada en la sala volvió a resonar en tono vacío como si amenazase a alguien, muy enfadada.

Todo esto produjo a Piotr una impresión semejante al miedo y no le inspiró grandes simpatías a favor del pobre e inanimado huésped. Se fue al jardín y no oyó los últimos pormenores de la instalación del instrumento, ni el afinador venido de la ciudad, que lo afinó y repasó. Sólo cuando hubieron concluido por completo su tarea los operarios, su madre le llamó a la sala.

Ana Mijáilovna estaba convencida de su triunfo. Con los ojos brillantes de alegría miró a su hijo, que entraba temeroso en la sala acompañado del tío Max, a quien seguía Jojem, que había pedido permiso para oír la nueva música y que se quedó al lado de la puerta con los ojos bajos. Cuando el tío Max y el niño se hubieron sentado, la madre empezó a tocar.

Tocó una pieza que en el colegio Nadetzki había aprendido a la perfección, dirigida por la señorita Klaps. Se trataba de una pieza no muy ruidosa, pero dificilísima, que exigía gran ligereza y flexibilidad de dedos. En un concierto público obtuvo Ana Mijáilovna con su ejecución grandes alabanzas, que se hicieron extensivas a su profesora.

Claro es que no era artículo de fe, pero muchos creían que precisamente en aquel cuarto de hora fue cuando el señor Popelski se enamoró de Ana. Ahora tocaba Ana la misma pieza con la esperanza de otra victoria: quería ganar el corazón entero de su hijo, seducido por la sencilla flauta de un pastor.

Pero esta vez su esperanza la engañó. Cierto que el piano vienés era magnífico, pero la flauta de la pequeña Rusia tenía un poderoso aliado: su patria, la naturaleza de donde había surgido.

Antes de que Jojem la cortase y agujerease, la rama se había balanceado sobre las aguas del río; el sol del país la había calentado, ese mismo sol que con sus rayos acariciaba al niño; el viento de aquella tierra la había movido dulcemente antes de que la atenta mirada del humilde peón se hubiese fijado en ella… Y finalmente, faltaba también a la señora de la casa el sentimiento musical del mozo.

Es verdad que sus dedos delicados eran ligeros y más flexibles que los de Jojem, y la melodía que tocaba más difícil y más rica, y que a la señorita Klaps le había costado no pocas horas y esfuerzos enseñarle a tocar el complicado instrumento. En cambio, Jojem poseía ya naturalmente un sentimiento musical; estaba enamorado y triste, y con su amor y su tristeza se dirigía a la naturaleza de su tierra. Su maestra fue la naturaleza misma; el rumor del bosque y el balanceo más ligero aún de la hierba de las estepas y la vieja melancólica canción del país en que había vivido desde la cuna.

Apenas hubieron pasado algunos momentos, el tío Max dio un fuerte golpe con sus muletas como para llamar la atención. Cuando se volvió Ana Mijáilovna, vio la cara de Piotr invadida por intensa palidez.

Jojem, que contemplaba compasivamente al muchacho, dirigió una mirada despectiva a la música alemana y se fue, haciendo gran estrépito con los tacones claveteados de sus zapatos.

Sí; el rústico Jojem poseía un caudal de verdadero e intenso afecto. Pero ¿y ella? ¿Acaso no poseía ni una chispa de pasión? Su pecho se agitaba, su corazón latía fuertemente y las lágrimas pugnaban por salir a sus ojos. ¿No era esto el poderoso sentimiento del amor hacia su desgraciado hijo, que huía de ella para ir con Jojem y al cual no podía ofrecer la misma satisfacción que el mozo le proporcionaba?

No podía borrar de su retina la expresión de pena que había aparecido en la cara del niño mientras ella tocaba el piano, y con gran dificultad pudo ahogar un sollozo desconsolador.

Pese a todas las dificultades, aumentó cada día la confianza en sus fuerzas, y durante las noches, mientras el niño jugaba lejos de ella o se iba a pasear, Ana se sentaba al piano. No pudieron satisfacerla los primeros ensayos; las manos no seguían su impulso interior, y las notas que arrancaban no eran las que ella quería. Pero poco a poco fueron tomando formas más conocidas; las lecciones del rústico peón no habían sido inútiles, y así el amor maternal y la comprensión de lo que con tanta fuerza había aprisionado el espíritu del niño, le daban la posibilidad de aprovechar debidamente estas lecciones. En la sala del piano no resonaban ya piezas aparatosas de salón, sino suaves melodías; los tristes sueños rusos temblaban y lloraban en la obscura sala reflejando el corazón de la madre.

Por fin, cuando se creyó segura, tuvo valor para luchar cara a cara, y entonces empezó una guerra singular entre la casa de los señores y el establo de Jojem. De las sombras del establo cubierto de paja surgían las suaves notas de la flauta y de las ventanas abiertas de la casa, que relucían con la luz de la luna, salían a combatirlas los acordes más llenos y poderosos del piano.

Al principio, ni el niño ni Jojem hicieron caso alguno de la música fina de la casa, pues estaban prevenidos contra ella, y el niño hasta arrugaba la frente y tiraba de Jojem si éste quería detenerse un instante.

—Toca tú, toca —le decía.

Mas apenas hubieron transcurrido tres días, los descansos de Jojem se hicieron más frecuentes. Varias veces éste dejaba la flauta a su lado para escuchar con atención creciente, y el niño se olvidaba también de la flauta y escuchaba lo que tocaba su madre. Por fin, Jojem exclamó:

—¡Es hermoso! ¡Es una melodía bellísima!

Luego, con el mismo aire de atención, tomó al niño de la mano y se fue con él hacia la ventana abierta de la sala. Jojem creía que la señora tocaba únicamente por su placer personal y que no se preocupaba de ellos. Pero Ana Mijáilovna oyó muy bien que su rival, la flauta, había cesado de tocar; comprendió que había triunfado y su corazón latió con más fuerza.

En ese mismo instante desapareció la antipatía que sentía por Jojem; Ana era feliz y reconoció que al humilde peón le debía su dicha; él le había mostrado de qué modo podía recobrar el corazón del niño; y si el niño recibía tesoros de impresiones nuevas, ambos, ella y su hijo, debían agradecérselo al mozo, su maestro común.