CAPÍTULO 10

Que refiere una caminata hacia la felicidad

Nos reunimos en el café, a las ocho de la noche, cuando don Francisco hubo terminado su labor en la oficina. Apareció mezquino y friolero, con la cabeza surgiendo entre las vueltas de una bufanda de lana, y preguntó lacónicamente:

—¿Vamos?

Abandoné con pereza el diván.

—Cuando usted guste.

En la puerta nos sacudió una ráfaga. Era un día invernal, áspero y violento. Grandes masas de nubes pasaban por el oscuro cielo, y a lo largo de las calles sin gente los vidrios de los escaparates se mostraban esmerilados por el frío. Hundida la nariz en su bufanda, don Francisco caminaba con pasos presurosos y menudos que parecían a cada momento ir a resolverse en un trotecillo.

—¿Está muy lejos su casa? —pregunté.

—¿Muy lejos? Naturalmente. Todas las colonias de casas baratas están muy lejos. No podrían hacerlas en la Puerta del Sol.

—¿Es preciso ir a pie?

—Es, por lo menos, muy recomendable. Forma parte de las ventajas de habitar esa clase de viviendas. Se practica un saludable ejercicio corporal, se queman grasas inútiles, se respira aire puro; loé pulmones realizan una gimnasia muy conveniente. Pero esto no quiere decir que carezcamos de medios de comunicación. Puede tomarse primero un tranvía, hasta el límite del término municipal, y allí un autobús que pasa a un kilómetro de la colonia. Yo no los utilizo nunca.

—¿Por qué?

—Por eso del ejercicio… y… por otra razón… La vida se encarecería mucho… El tranvía cuesta un real; el autobús, dos. Como tendría que hacer cuatro viajes diarios, el precio de la casa resultaría gravado en tres pesetas por jornada. Ya no era negocio…

Seguimos andando silenciosamente hasta los arrabales. Continuamos por una carretera en cuyo comienzo las llamitas del gas, en los faroles, temblaban de miedo y de frío. El propietario de la casa barata extendió su mano hacia una vereda que se insinuaba vagamente a un lado de la ruta.

—Aquí comienza el atajo —informó—. Sigámoslo.

Uno tras otro avanzamos por unos desmontes. Las luces se perdieron al fin, y hasta los bocinazos de los automóviles dejaron de oírse. En la oscuridad de la noche no había faro alguno guiador. El camino, deshecho en barro, se confundía con el resto de la tierra solitaria. Se hizo más fuerte el viento, y la lluvia comenzó a caer en gotas violentas. Y así caminamos media hora más. Me resolví a decirle:

—No quisiera amargarle a usted el placer de este paseo, don Francisco, pero temo mucho que termine en una pulmonía doble: una para usted y otra para mí.

—Imposible. Nada hay más sano. Ya ve usted: yo hago este recorrido desde hace largo tiempo y…

Las palabras se cortaron bruscamente y la sombra de don Francisco desapareció. Yo me detuve.

—¿Dónde está usted?

Silencio.

—¡Don Francisco! ¿Dónde está usted? Sonó una voz junto a mis zapatos.

—No lo sé exactamente, amigo mío. Desde luego, en una zanja, pero es completamente nueva para mí. Conozco todas las zanjas del camino a fuerza de haberme caído en ellas, pero estoy seguro de que ésta no me ha recogido nunca. No se mueva, haga el favor. No es absolutamente preciso que usted se caiga también, al menos hasta que yo haya salido.

Extendí las manos hacia abajo.

—Agárrese usted.

—¡Bueno! —protestó don Francisco—. Me ha metido usted un dedo por un ojo. ¡Vaya una manera de ayudar a la gente! Afírmese bien, que yo procuraré arreglármelas.

Sentí que unos brazos se ceñían a mis piernas y que mi amigo subía por ellas como una criatura por un árbol.

—Ya estoy… Pero esta zanja…

Estábamos inmóviles sobre la encharcada planicie batida por el ancho viento. Las sombras se habían espesado más aún. Don Francisco rezongó con tono malhumorado; luego insinuó:

—Es extraño…; me parece que nos hemos perdido. Si hubiésemos seguido el buen camino, hace cinco minutos que correrían detrás de nosotros los perros, pero no encontraríamos zanja alguna.

—¿Qué perros? —indagué sobresaltado.

—Los que guardan la granja El Pavipollo, a cuya orilla es preciso pasar. Son dos lobicanes feroces, pero muy útiles para los que vivimos en el Robledal, porque nos ayudan a abreviar el camino en un cuarto de hora. Por cansado que llegue usted, en cuanto oye sus ladridos, les siente lanzarse en su busca, aprieta a correr y no para hasta dejarlos muy atrás. Con todo ello se llega a casa más pronto. Debíamos de haberlos tenido detrás de nuestros talones hace ya algún tiempo. ¡Qué raro! No se alarme usted excesivamente, pero… no sé dónde estoy…

—¡Don Francisco!

—¿Qué?

—¡Don Francisco, por Dios, no me diga usted eso! Estoy aterido, desalentado y chorreante; tengo una zanja a mis pies, el mundo parece haberse acabado en esta negrura deshabitada. ¿Qué va a sucedemos? No me engañe usted. Sobre todo, no se aparte de mí. Si me dejase solo, me moriría. ¿Dónde cree usted que estamos?

—Yo supongo que no hemos salido de la provincia. Serénese usted y continuaremos. No somos los primeros que sufren algo parecido. Una familia entera, a la que sorprendió la noche en el camino cuando se dirigía a su casa del Robledal, se extravió también y nunca se volvió a oír hablar de ella. Y un vecino nuestro, el señor González, que había refugiado su soledad de solterón en la colonia, se desorientó en una noche como ésta, y andando, andando, llegó tan lejos, que se quedó allí para siempre. Sí, se quedó. Mandó un telegrama diciendo que como el billete para el viaje de regreso le costaría más de lo que valía su casa, renunciaba a todos sus derechos sobre ella. Pero a mí no me ha sucedido nada hasta hoy. Únicamente…, algunas veces…

—Algunas veces, ¿qué?

—En noches de temporal…, muy oscuras…, no se puede marchar todo lo aprisa que se quiere… Y cuando llego a mi casa a las tres de la madrugada, entonces doy un beso a mis chicos, que ya están durmiendo, devoro rápidamente la cena que me ha reservado mi mujer y vuelvo a salir para emprender el viaje de regreso a Madrid, porque tengo que entrar en la oficina a las nueve.

—Es espantoso.

—Pero es muy sano. Además, puede usted criar gallinas. Iba yo a formular un comentario inconveniente acerca de las gallinas, cuando mi cabeza, inclinada hacia adelante para abrirme paso entre la furia del viento, tropezó contra un obstáculo. Entonces el cerebro abandonó instantáneamente el tema de las aves de corral y envió a los labios una interjección quejumbrosa.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó mi compañero.

—¡Maldita noche! Me he roto la nariz contra algo que hay aquí… Parece un poste.

—¿Un poste? —don Francisco se acercó a tactar el obstáculo—. ¿No cree usted más bien que es un árbol?

—Un árbol, o un poste, o un diablo —gruñí.

—No, no; esto tiene mucha importancia. Si es un árbol, estamos de enhorabuena, porque habremos hallado la orientación.

—Por toda esta parte de Madrid no hay más que un árbol: el que se alza a cien metros de la colonia de casas baratas La Buena Sombra.

—Pues de un árbol se trata —corroboré.

—Bien; cójase a mi brazo. Ya no tardaremos más de una hora en llegar a mi casa. Desde aquí puedo recorrer el camino con los ojos vendados.

Reanudamos la marcha animosamente. Pocos minutos después, don Francisco volvió a dar señales de preocupación.

—Debíamos de haber encontrado ya los primeros chalés de La Buena Sombra —dijo—. Es curioso… Extendió el índice en la oscuridad.

—Allí veo una luz. Quizá descubramos alguien que nos guíe…

Encaminamos nuestros pasos hacia el lugar, no muy distante, donde una llamita abría un agujero en la pavorosa negrura, y cuando llegamos pudimos contemplar un espectáculo explicable. Sobre unos baldosines que cubrían la tierra en una extensión de cuatro metros cuadrados había una mesa, un trinchero y un aparador. En la mesa, una lámpara de acetileno. Alrededor un caballero, una dama y una señorita, jugando a las cartas. En un sillón un poco alejado, otra señora de cabellos grises dormía sujetando sobre el regazo un periódico que las ráfagas intentaban arrebatarle. Aquel islote, extraño y luminoso, tenía en la desierta llanura un enternecedor aspecto de hogar a la intemperie.

—Buenas noches —saludó don Francisco al acercarse.

—Buenas noches —le respondieron.

—¿Me hacen el favor?… ¿Está muy lejos la colonia de La Buena Sombra?

El padre, la madre y la hija se miraron.

—Hace un par de horas —dijo el primero sacando la pipa de entre los dientes— aún estaba aquí. Pero en este momento me es imposible determinar dónde se encuentra.

—¿No querrá usted bromear, caballero?

—Nada más lejos de mis propósitos, señor. La única indicación concreta que puedo darle es que, al marchar, llevaba la dirección noroeste.

—¿Marchar…, adonde?

—No lo sé. A la caída de la tarde el viento se llevó los cinco chalés más antiguos, que estaban secos ya y pesaban mucho menos. Luego, cuando se recrudeció el vendaval, todas las casitas de la colonia salieron volando. De la nuestra queda lo que usted ve: el piso y los muebles que en él había. Las paredes y la techumbre se levantaron, como se puede levantar un sombrero de la cabeza de un hombre bien educado, y huyeron por los aires goteando tejas. El perro marchó ladrando detrás de ellas, de igual modo que si persiguiese una perdiz. Pero nosotros hemos pensado que no son estas horas convenientes para ir corriendo en pos de una casa que no se sabe dónde querrá aterrizar. Actualmente no hay más vecinos que nosotros en el antiguo solar de La Buena Sombra —agregó el caballero con cierto orgullo—, y si ustedes son periodistas pueden decir que mí señora, aquí presente, había vaticinado ya que la colonia no resistiría el primer huracán. Lo dijo hace seis meses.

—Lo dije hace año y medio, Manolo —intervino la dama—. Fue cuando nuestro vecino instaló en el mes de agosto un ventilador eléctrico y al hacerlo funcionar le derribó un tabique. Entonces también te advertí: «Manolo, tú que te constipas frecuentemente, harás el favor de salir a estornudar a la azotea, si no quieres que esto acabe mal, porque la casa es muy débil»

—Así fue —asintió envanecido el caballero.

Nos despedimos, prometiendo que, si encontrábamos algo parecido a una casa de tipo vasco en las proximidades, volveríamos a darles aviso, y seguimos con el paso acelerado por la inquietud.

Eran las dos y media de la madrugada cuando logramos descubrir entre las sombras las blancas paredes de unas construcciones delirantes. A la puerta de una de ellas —especie de cajón con tumores— se detuvo don Francisco. Extrajo una llave de su bolsillo, abrió la cancela de un jardín microscópico y suspiró:

—¡Ya estamos! No hay nada como poseer una casita en la que reposar de las fatigas diarias con la paz de saberla decentemente adquirida.

En esto ladró casi junto a sus piernas un enorme perro.

—¡Oh, oh! —gritó don Francisco para tranquilizarlo.

—¡Chucho! —vociferé alarmado, retrocediendo detrás de mi amigo.

El perro continuaba intransigente.

—¡El diablo del bicho! —murmuró el propietario—. Siempre sucede igual. Lo han traído hace unos días de un latifundio extremeño y no es capaz de comprender que existe la pequeña propiedad y que su nuevo amo no posee más que seis metros cuadrados. Se cree que toda la colonia es suya. ¡Ramírez: llame usted a este animal!

—¡Quieto, Pernales! —se oyó gritar a través de los muros de la edificación vecina.

Y don Francisco pudo entonces franquearme la puerta de su morada.

Fuese por la fatiga de la caminata o por el silencio de aquellos apartados lugares, dormí con el sueño pesado de la infancia, y, casi con el sol, nos levantamos para visitar la colonia.

Mi amigo me enseñó su casa con el mismo alegre orgullo que una joven puede poner en mostrar su blanca dentadura.

Los principales encantos que la finca tenía eran el jardín y el corral. En aquél había una mata de pensamientos, un rosal trepador, que ya lanzaba una larga y delgadísima rama por la pared de la casita, y un árbol. Nada más; ni una brizna de hierba. Sin embargo, don Francisco movió su brazo con tan amplio ademán como si mostrase toda la extensión de Aranjuez o de San Ildefonso.

—Este es el jardín —explicó.

—Muy bonito —alabé, deteniendo la mirada en cada hoja del árbol y en cada rama del rosal, para no agraviar al propietario con una inspección demasiado rápida.

—He aquí el mejor árbol que hay en toda la colonia —agregó.

—Ya se ve.

—El sol vale por un bosque. Puede decirse que es un bosque.

—¡Oh, es un bosque, es un verdadero bosque!… Hay bosques más pequeños.

—Los hay. En cuanto al rosal trepador, es formidable. Un rosal escalatorres. Venga usted a ver el corral. Es mi regalo. Muchas veces vuelvo a mi casa vencido por las preocupaciones, y el cuidado de mis gallinas me aísla de todos los demás. Mírelas.

En el pequeñísimo espacio que unos barrotes de madera separaban del jardín vi dos gallinas de polvoriento plumaje, que ofrecían el mismo lamentable aspecto que si acabasen de llegar caminando desde la lejana Guinea.

—¿De qué raza son? —pregunté, por decir algo.

—Nadie lo sabe —respondió don Francisco con aire satisfecho—. Nadie lo pudo decir jamás. Un amigo mío creyó una vez que eran dos patos, y otro que eran dos urracas. Sin embargo, son dos gallinas. Y no las cambiaría yo por dos avestruces. Tienen una particularidad extraordinaria. Las cáscaras de sus huevos no son como las demás, porque aquí no encuentran en sus picoteos cal que les sirva de primera materia, sino únicamente barro. Vea usted lo que es la sabia naturaleza, amigo mío. ¿Sabe usted de qué hacen las cáscaras, las pobrecillas? De ladrillo. Producen unos ladrillitos, como diminutos pucheros cerrados, y dentro están la clara y la yema. ¡Qué maravilla es la adaptación al medio!

—Un asombro.

Alentado por mi exclamación, iba a continuar mi amigo, cuando una voz cayó bruscamente al jardín desde una de las ventanas de la casa.

—¡Francisco!

—Es mi mujer —explicó el llamado—. ¿Qué sucede?

—Ven a darle la cucharada de emulsión al pequeño, que dice que no la toma.

—¿Ha salido ya Cayetana?

—Va a salir —contestó la voz.

Con un ligero rubor, el propietario se creyó en el deber de informarme:

—Como la casa es así…, tan limitada, no cabemos a gusto, y si entro yo, ha de salir alguien. En rigor, esto no es culpa de la casa, sino de Cayetana, que es demasiado gorda. Pensamos despedirla y tomar otra criada, tipo mosca. Entonces estaremos muy bien.

Una mujer de treinta y tantos años apareció en la puerta y se sentó en el umbral, con aire de fatiga. Don Francisco entró, pidiéndome perdones, y yo probé a distraer la espera contemplando el paisaje; pero descubrí que nada era tan triste como aquella colección de débiles casitas, alegremente blancas y rojas, condenadas a tener una vida achacosa y fugaz. Quise recordar dónde había recibido una impresión análoga, y mi memoria me sirvió la evocación de un sanatorio de niños escrofulosos en una playa del Norte. También parecían alegres, pero muchos de ellos no alcanzarían a jugar bajo el sol de otro verano. En estas casitas había la tristeza de todos los destinos truncados, de todas las infancias malogradas. Algunas hasta parecían haberse dado cuenta de que no podrían soportar las lluvias muchos inviernos, y tenían en sus ventanas la melancólica expresión de los ojos de un enfermo, bien ceñido el tejado como una boina en la cabeza del aprensivo.

—Quizá les sentasen bien unas inyecciones de cemento —pensé, y desvié los ojos del espectáculo enternecedor para fijarlos sobre la rama del rosal que subía por la pared de la casa.

Vi un caracol y aproximé mis dedos en pinzas para cogerlo.

—Como supongo que no querrá usted disgustar a don Francisco —habló entonces la mujer gorda, que continuaba sentada en el umbral con la barbilla entre las manos—, le recomiendo que vuelva a dejar ahí la plaga.

—¿Qué plaga? —indagué.

—El caracol que ha cogido usted. Es el mejor de cuantos hemos tenido. Ya lleva tres días en la finca y parece que el señor lo aprecia mucho.

—¿Por qué? —pude balbucir, perplejo.

—¡Pchs!… El señor estaba descontento porque el jardín carecía de plagas. Dice que todos sus amigos, los que poseen tierras, hablan frecuentemente de las plagas, hasta el punto de que, según creo, no hay cultivo sin ellas. No tener alguna plaga en el jardín, según don Francisco, viene a ser como no tener jardín. Y aquí no se vio nunca ni una mariposa, ni una oruga, ni otras moscas que las que se especializan en molestar a la gente, y a las que se les da una higa de todas las plantas. Entonces, el señor decidió importar él mismo una plaga. Y un día trajo un caracol.

—Eso le honra mucho —decreté, después de meditar un momento.

—Pero el caracol se marchó aquella misma noche. Y el señor trajo otro. Y se le escapó. Y otro. Y ocurrió lo mismo. Y así cien más. Este es el que más tiempo ha permanecido aquí. Al anterior a él le atamos al árbol con un hilo bastante largo para que recorriese el jardín sin poder salir de sus límites. Pues bien: se suicidó al día siguiente:

—¿Se suicidó?

—Sí. Traspuso la valla del corral y se entregó a las gallinas, que lo comieron en dos picotazos. Como se tragaron también parte del hilo, que seguía atado al tronco, el señor pudo reconstituir la tragedia.

—¿Y por qué cree usted que ocurre eso? —pregunté, ya preocupado.

—Por las plantas —respondió sombríamente la mujer gorda—. No hay una sola hoja que pueda servir de alimento a un caracol, por poco exigente que sea. Fíjese usted en la tierra. La del Sahara es más nutritiva. No encontrará usted ni medio milímetro de tierra vegetal en toda la finca. ¿Qué quiere usted que salga de ella? Ese caracol puede quedarse aquí todo el tiempo que guste, si es tan imbécil, pero yo, que le he observado, le digo a usted que ya está enfermo del estómago y que adelgazó hasta el punto que no le reconocería su madre. La mitad del día se la pasa vomitando. ¿Ve usted ese arbusto? En la finca de al lado hay otro. Pues a veces se advierte que los troncos se mueven y se agitan las copas sin que haya un soplo de viento, y es que alguna de las raicillas ha encontrado algo que chupar, y se agarran bajo tierra las del uno con las del otro, como dos perros que se disputasen un hueso. La casa es tan pequeña que la arreglo en seguida, y me sobra tiempo para estudiar estas luchas.

—El hambre es negra —reflexioné.

—Pero nada hay que aguce tanto el ingenio —añadió la mujer—. Si yo le contase lo que hace el rosal, acaso no me creería. El pobre, bien lo comprendo, no encuentra de dónde sacar para alimento de sus hojas. ¿Qué supone usted que ha ideado? Meter esa larga rama por los barrotes que separan el jardín del corral, y engullir el condumio de las gallinas.

—¡Imposible! —salté.

—Cuando se trata de defender la vida, nada hay imposible —dogmatizó la mujer, con la oscura mirada ausente, como si recordase episodios en su propia existencia—. También parece imposible que yo haya comido en algunas casas latas de sardinas vacías… Pero no quiero hablar de mí. La verdad es que el rosal hacía lo que he dicho y que las gallinas no tenían ya fuerza ni para cacarear. Cuando descubrimos el truco, sujetamos la rama con escarpias a la pared de la casa.

—¿Y qué hace ahora?

—Se estira, se estira, y cuando llega a la habitación de señor se bebe el vaso de leche que dejamos en la mesilla de noche.

Contemplé con nueva atención los seres de quienes me acababan de contar historias tan extravagantes.

—En las viviendas de Madrid —pensé— todo es tedio y fragilidad. Me conviene una casa en esta colonia.

Y entablé negociaciones. Me dieron toda clase de facilidades para pagar aquella adquisición en noventa y nueve años. Acepté. Era la salud, como decía muy bien don Francisco. Firmé el contrato y observé:

—Lo que no haré nunca es recorrer a pie esos infernales caminos. Puesto que en nuestros días la fortuna y el amor y la tranquilidad y los glóbulos rojos no se conquistan sino persiguiéndoles en automóvil, tendré un automóvil.

Y sólo de pensarlo me sentí más feliz.