Las esferas de la guerra y la paz
Roscoe Owen Conway presidía la reunión en la sede del Partido Demócrata de Albany, en la undécima planta del edificio State Bank, la principal parada de los demócratas camino del cielo. La sede ocupaba tres grandes oficinas: una donde Roscoe, secretario y número dos del partido, recibía a suplicantes y deudores, otra en la que Bart Merrigan y Joey Manucci controlaban el flujo de visitantes y las llamadas telefónicas, y una más para una caja fuerte que, cuando la instalaron allí, era la más grande de la ciudad después de la cámara acorazada de un banco. Ultimamente no contenía dinero, sino tan sólo engañosos estados financieros de los demócratas destinados a los investigadores del gobernador que llevaban abalanzándose sobre los archivos del partido desde 1942, año en que el gobernador electo juró que destruiría a los demócratas de Albany.
En vez de ir a la gran caja fuerte, el dinero iba al cajón superior de la mesa de Roscoe, donde lo depositaba sin contarlo cuando un visitante como Philly Fillipone, que vendía productos agrícolas a la ciudad y el condado, le entregaba un fajo de billetes de dos centímetros y medio de grosor sujeto por una goma.
—Quizá sería mejor que lo contara y se asegurase de que no hay ningún error —observó Philly.
Roscoe no admitió que Philly se hubiera planteado la posibilidad de sisar al partido, ni siquiera por error. Metió el dinero en el cajón abierto, y Philly vio un montón de billetes de veinte en su interior. Las transacciones de los demócratas se realizaban con billetes de veinte.
—¿Alguna variación en nuestra manera de trabajar este año, Roscoe? —le preguntó entonces Philly.
—No, seguimos como de costumbre —respondió Roscoe, y Philly se marchó.
Sentado en su mesa al lado de la puerta, Joey Manucci estaba registrando, en el bloc pautado donde llevaba la cuenta de los visitantes por orden de llegada, los nombres de las personas que acababan de entrar: Jimmy Givney y Divino LaRue. Joey escribía los nombres con letra de molde, pues las minúsculas no sabía ni leerlas ni escribirlas. Bart Merrigan hablaba con los dos recién llegados. Merrigan, que en 1917 había estado en el ejército con Roscoe y Patsy McCall, tenía forma de bolo y era ex boxeador y un hombre de gran energía a quien Roscoe confiaba su vida. Merrigan se asomó al despacho de Roscoe.
—Ha llamado Patsy. Estará en el vestíbulo del Ten Eyck dentro de quince minutos. Givney, del distrito Duodécimo, y Divino LaRue acaban de llegar.
—Diles que vuelvan el viernes —replicó Roscoe—. ¿Ha terminado la guerra?
—Todavía no. Divino dice que querrás verle.
—¿Cómo lo sabe?
—Divino lo sabe. Y lo que Divino no sepa, lo averiguará.
—Hazle pasar.
Merrigan le dijo a Jimmy Givney que volviera el viernes y Joey tachó su nombre con una línea, pulcramente trazada con una regla. Merrigan subió el volumen de la radio de mesa por la que seguía las noticias de la rendición oficial japonesa. Una gran foto enmarcada del nuevo presidente pendía de la pared detrás de su mesa. En la pared de enfrente pendían los retratos de George Washington, Franklin Delano Roosevelt, todavía con un crespón negro, y Alexander Fitzgibbon, el joven alcalde de Albany.
—¿En qué puedo ayudarte, Divino? —le preguntó Roscoe.
—¿Podemos cerrar la puerta?
—Ciérrala.
Divino la cerró y se sentó. George (Divino) LaRue era un aspirante a abogado que había suspendido los exámenes de Derecho catorce veces en ocho estados antes de aprobar. No ejercía, pero se tuteaba con la mayoría de los políticos de Albany. Actuaba como miembro de un lobby, y todo el mundo lo conocía por sus grandes ojos de párpados caídos y su aire oriental, aunque era francés. Tenía la frente baja y el cabello peinado hacia atrás, y un tic que le hacía alisárselo sobre la oreja derecha con el pulpejo de la mano, mientras exhalaba por la boca el humo del cigarrillo y lo inhalaba por la nariz. Divino conocía tus necesidades y en ocasiones cabildeaba por ti, tanto si le pagabas como si no. Si cumplía, le pagabas. Si no cumplía, volvería a intentarlo en la siguiente sesión. No guardaba rencor, pues era ambicioso. Cierta vez Divino oyó casualmente decir a Patsy que quería un libro sobre Ambrose Burnside, un general de la Unión en la Guerra de Secesión, pero que estaba agotado. Divino se enteró de que había un ejemplar en un estante de la biblioteca de West Point, así que fue allá en coche, robó el libro y se lo dio a Patsy.
—No te has enterado por mí de lo que voy a decirte, ¿de acuerdo? —le dijo Divino a Roscoe.
—Ni siquiera sé qué aspecto tienes —replicó Roscoe.
—Lo he oído esta tarde en la oficina de Scully. Es de buena tinta, Roscoe. No te engaño.
—Oye, Divino, ¿sólo estás hablando o tratas de decirme algo?
—Quieren trincarte.
—Es una gran noticia, Divino. Siento que no puedas quedarte más tiempo.
—Tienen unos datos que pueden utilizar.
—¿Cómo que faltaban cuarenta mil cuando nos hicieron comparecer con los libros de cuentas? —inquirió Roscoe—. Ese dinero no falta.
—Te están interviniendo los teléfonos, leen tu correo, vigilan a tu alocada novia, Trish Cooney.
—Es fácil vigilarla. Además, deja las persianas abiertas.
—Conocen todos tus movimientos con mujeres.
—¿Les pagan para eso?
—Tienes una reputación. Ya sabes cómo les gusta el escándalo.
—Ojalá mi vida fuese tan interesante. Pero gracias, Divino. ¿Eso es todo?
—Te vigilan a todas horas. He oído decir al mismo Scully que trincarte sería lo mismo que trincar a Patsy.
—Te agradezco la noticia.
—Ya sabes qué es lo que estoy buscando, Roscoe.
—Sí, lo sé. Un tribunal al que puedas llamar tu hogar.
—No es pedir demasiado. No hablo del Tribunal Supremo. Un tribunal de jurisdicción limitada, tal vez, o el proceso judicial de las multas de tráfico. Sería un juez sensacional.
Roscoe reflexionó sobre ello: el juez divino. Divino el juez. Una divinidad de juez. En su tribunal los miembros del jurado harían un servicio divino.
—Un juez sensacional —dijo Roscoe—. Ni que decir tiene.
Roscoe se puso su chaqueta de cloqué azul, se despidió de los muchachos agitando la mano, bajó en el ascensor, salió del edificio y caminó cuesta arriba por la calle State. Era el 14 de agosto de 1945. Roscoe lucía una barba poblada que se estaba volviendo gris, pero el bigote era casi del todo negro. No confíes en ningún hombre, ni siquiera en tu hermano, si tiene la barba de un color y el bigote de otro. Estaba gordo pero sólo daba la impresión de fornido, pensaba que se le estaba formando una úlcera, pero parecía en buena forma. Se abrasaba bajo el sol, pero nadie habría dudado de que iba fresco con su traje de cloqué.
Cruzó la entrada del Ten Eyck en la calle State y subió la escalera hasta el vestíbulo, también fresco y con varias personas ante el mostrador de recepción: tres soldados, dos mujeres del Cuerpo Militar Femenino, un marinero y una joven; si los japos se rendían, esa noche escasearían las habitaciones. Cruzó el suelo de mármol del vestíbulo y tomó asiento en su lugar habitual, precisamente donde su padre, Felix Conway, se había sentado, en el rincón conocido entonces y ahora como el rincón de Conway. Hizo una seña a Whitey, el botones, para que un camarero le trajera ginebra y agua tónica, su rito diario a aquella hora. Miró al otro lado del vestíbulo tratando de ver a su padre. Busco consejo, le dijo al viejo.
Roscoe estaba tan desconcertado que había pedido a Patsy McCall y Elisha Fitzgibbon, sus dos grandes amigos, con los que formaba el grupo triaxial de expertos del Partido Demócrata en Albany, que fueran al hotel para hablar con él a salvo de oídos indiscretos. Roscoe, que en este momento mira a través del tiempo, encuentra a su padre sentado en ese rincón. Es una gélida tarde primaveral de 1917, en Europa se libra la primera Gran Guerra y Roscoe, de veintisiete años, pronto luchará en ella. Es un joven pulcramente afeitado, un abogado cuyo principal cliente es la Acería Fitzgibbon y que también tiene puestas sus miras en la política.
Felix Conway es un hombre de sesenta y cinco años, con una poblada barba gris que le llega al pecho y le oculta la corbata. Viste chaleco, chaqueta, sobretodo y gorra, pero también se cubre con una manta para protegerse de las mortíferas corrientes de aire primaveral del vestíbulo del hotel Ten Eyck. Felix vive en el hotel, y seguirá haciéndolo durante el resto de sus días, que no son muchos. Fue elegido alcalde de Albany en tres ocasiones, en una de ellas fue destituido, y amasó una considerable fortuna en la industria cervecera. Le expulsaron del ayuntamiento en 1893 tras un pleito por fraude en las votaciones, pero sus demócratas recuperaron el gobierno municipal en las siguientes elecciones y lo conservaron durante cinco años. En aquella época Felix era el estadista más veterano del partido, con un despacho contiguo al del nuevo alcalde y una mesa reservada en la Sala Sadler del restaurante de Keeler, donde estaba rodeado de demócratas y toda suerte de traficantes de influencias. Este exuberante periodo de Felix finalizó en 1899.
Aquel año los republicanos tomaron el Ayuntamiento y también descubrieron que podían permitirse comer en el gran restaurante de Keeler. Pero Felix no soportaba los efluvios que despedían, así que comía en su casa. Tardó seis meses en admitir que no estaba hecho para vivir a tiempo completo con su mujer, dos hijos y tres hijas, y, una vez admitido, se trasladó al flamante hotel Ten Eyck y dijo a los suyos: adiós, querida familia, estaré en casa los sábados por la tarde y me quedaré hasta el té del domingo. Lo pasaremos bien yendo a misa y tomando la comida casera, ¿espléndido, no? Sí, y entonces me libraré de vosotros durante una semana.
Los republicanos de 1917 tienen asegurado el poder, y los demócratas ya ni siquiera intentan ganar, pues resulta más beneficioso jugar a ser perdedores y recibir dádivas de los republicanos por adoptar esa postura. Sin embargo, los elementos reformistas de los demócratas perduran, y ahí está Roscoe sentado al lado de su padre, escuchando mientras el viejo es el centro de atención de un continuo y vigorizante flujo de políticos, amigos, nombres del pasado y aspirantes. Cada día los botones colocan letreros de «reservado» sobre el mármol de la mesita de té, el sillón y el sofá Imperio en el rincón de Conway. En estos momentos, Felix está sentado en su sillón, concediendo audiencia a Eddie McDermott, dirigente de otra facción reformista que confía en enfrentarse a la inútil pero invulnerable organización del Partido Demócrata de Albany de Packy McCabe en las primarias de 1917.
Con los ojos fijos en los de Felix, Eddie le revela sus planes para reformar el partido si gana las primarias y para reformar la ciudad si gana las elecciones. Se inclina cada vez más hacia él mientras le habla en voz queda, y finalmente se desliza fuera del sofá e hinca una rodilla en el suelo, para hacer que su mensaje no sólo sea sincero sino también genuflexo, y susurra al Salomón de la política de Albany:
—Querrá usted que los demócratas vuelvan y se hagan una vez más con el Ayuntamiento, ¿verdad, señor?
—Oh, sí, claro que sí —dice Felix, y ciertamente eso es lo que quiere.
—Tengo mucho que aprender, señor Conway, pero hay una cosa que sólo puedo aprenderla de usted, pues nadie más me ha dado una respuesta, y se lo he planteado a todos.
—¿Y de qué se trata, señor McDermott?
—Una vez nos pongamos al frente del partido, ¿cómo vamos a conseguir el dinero para financiarlo?
Felix Conway abre bruscamente los brazos, lanzando la manta como una cometa hacia el vestíbulo, y Roscoe se sobresalta. Su padre se desabrocha el abrigo y la chaqueta, se quita la bufanda, para poder respirar mejor, y se echa a reír.
—Quiere saber cómo se consigue el dinero —le dice Felix a Roscoe y, lanzando incontenibles risotadas, se levanta del sillón y grita—: ¿Cómo consigues el dinero? ¡Oh, Dios mío, cómo consigues el dinero!
La risa, ahora paroxística, obtura la garganta de Felix, que se abotarga. Se eleva del sillón como un globo de aire caliente, todavía con una sonrisa de oreja a oreja, rebota contra la balaustrada de la escalera de mármol de Tennessee, y sigue elevándose hasta chocar con la araña de luces francesa del vestíbulo, donde estalla en un trueno final de risa, derramando una lluvia de esquirlas de cristal sobre Eddie McDermott, el aterrado reformista que está debajo.