Comienza el chismorreo
Seis días después del funeral Roscoe subió por el ancho y curvo sendero hasta la piscina de Tivoli, donde Veronica le había dicho que estaría si llegaba antes del mediodía. El pavimento era de una piedra gris que Duke Willard había traído desde los Helderbergs en sus carretas cuando Ariel allanó una parte del prado que se extendía al sur e instaló pistas de tenis para su esposa, Millicent, la madre de Elisha. De niños, Elisha y Roscoe jugaban en las pistas, pero después de que Ariel sorprendiera a Millicent desnuda con su profesor de tenis y se divorciara de ella, la familia dejó de mencionarla y el tenis desapareció como pasatiempo. Elisha, por su parte, acabó con las pistas, excavó el terreno que ocupaban y construyó allí la piscina que Veronica quería. Roscoe recordaba dos lechones girando en el espetón y las famosas ostras a la brasa servidas por Jack Rosenstein el día de la inauguración, cuando Elisha afirmó que las ostras a la brasa eran lo mejor que existía después del dinero.
Roscoe no tenía al dinero en tan alta consideración, y ésa era la principal diferencia, aparte de no tener a Veronica por esposa, entre él y Elisha. El dinero de Roscoe procedía de la fábrica de cerveza Stanwix que había heredado, y también de la política, pero en su caso el dinero jamás había sido una razón que lo levantara de la cama. En cuanto a Veronica, en quien muchos hombres verían una razón para meterse en la cama, allí estaba, sentada junto a la piscina, a solas con la nueva totalidad de su fortuna, esbelta en la tumbona de roten, las largas piernas alzadas, los pies calzados con sandalias de paja de punteras abiertas, sólo los brazos y las piernas bronceados expuestos al sol del mediodía. Una pamela de paja le protegía la cara y el cuello, y el blanco vestido de tirantes cubría el resto, excepto la zona por encima del busto y en el lugar donde se había abierto y revelaba un muslo. ¿La recuerdas con aquel traje de baño blanco cuando se inauguró la piscina? Pensar en lo cerca que estuvo de hacer suya a aquella mujer todavía puede deprimir a Roscoe. Ahora tiene otra oportunidad; también otra oportunidad de deprimirse. Aquel día de la inauguración, Elisha estaba al lado de Veronica, con la chaqueta del esmoquin sobre el bañador, y la proclamaba emperatriz del agua. Mírala ahora, irradiando, incluso en la aflicción, el aplomo de una reina, mientras Roscoe, el siervo, tiembla de sometimiento. Menos mal que ya no la necesita.
Veronica sonrió a Roscoe cuando éste tomó asiento en la tumbona frente a ella, una sonrisa con la que le daba la bienvenida, la cabeza ladeada en un afectuoso ángulo que Roscoe interpretaba como exclusivo para él. Pero piensa, Roscoe: ¿no es así cómo ella da la bienvenida al mundo?
—Me has encontrado —le dijo Veronica.
—Recuérdamelo. ¿Te había perdido últimamente?
—Siempre estás presente en mi vida.
—¿Cómo te sientes?
—Atrozmente mal y empeorando. Hay un despacho de mi hermana.
Tendió a Roscoe un dossier que estaba sobre una mesita a su lado: un recurso de hábeas corpus del Tribunal Supremo del estado, a través del bufete de Voss, Gorman y Kiley. Roscoe leyó: «Demanda de Pamela Morgan Yusupov, querellante, contra Veronica Morgan Fitzgibbon, demandada… Manifestamos que está usted en posesión de Gilbert David Rivera Yusupov, a quien tiene detenido y encerrado… ante el Tribunal Supremo en el juzgado del condado de Albany», etc. Y de la demanda de Pamela: «… su querellante, como madre de Gilbert David Rivera Yusupov, niño de doce años de edad, efectúa la solicitud, en nombre de dicho niño, de un recurso de hábeas corpus. La querellante demuestra que es la madre de dicho niño, a quien dio a luz el 12 de julio de 1933, y que su padre es el difunto Danilo Yusupov…».
—¿Es ésta la primera vez que admite que es la madre de Gilby?
—Que yo sepa, sí. Hace meses llamó a Elisha y le dijo que quería recuperar a Gilby. Él respondió que eso era absurdo y que nadie se llevaría al chico. Elisha pensó que era una treta desesperada para conseguir dinero y que no volveríamos a oír nada más de ella.
—Nunca me lo mencionó. ¿Era ella el enemigo que se le aproximaba?
—Tal vez lo fuese. ¿Te ocuparás del caso, Roscoe?
—¿Yo? La práctica jurídica se me ha oxidado, Vee. —Golpeó los papeles de la demanda con el dorso de la mano—. Esa mujer cuenta con Marcus Gorman, el mejor abogado criminalista de la ciudad. Están hechos el uno para el otro.
—¿Te encargarás del caso, por favor?
—¿Qué sabe Gilby de esto?
—Ni siquiera sabe que Pamela es su madre.
—Dios mío. ¿Quién lo sabe?
—Tú, yo y Elisha. Siempre ha sido nuestro secreto mejor guardado. Ahora todo el mundo lo sabrá. ¿Aceptarás el caso? Vamos, dime que sí.
—Recurre a un buen abogado litigante, Vee. Recurre a Frank Noonan.
—Gilby siente afecto por ti y no le importa lo oxidado que estés. Eres más inteligente que veinte abogados.
—Si fuese inteligente ya habría aceptado el caso.
Veronica se inclinó adelante, su cara a pocos centímetros de Roscoe.
—Lo has aceptado en cuanto te he dado los papeles. Te haces el tonto cuando crees que eso es lo más sensato.
—¿Estás tratando de hacer que me sienta más tonto de lo que soy?
—¡No, pero mira lo listo que eres al pensarlo!
Veronica, Pamela y su difunto hermano, Lawrence, eran hijos de Julia Sullivan, una pobre chica católica de Arbor Hill, y David Morgan, hijo y heredero de un buhonero inmigrante alemán que había hecho una fortuna fabricando polvo limpiador.
En 1933, Pamela Marion Morgan, la segunda hija de Julia y David, dio a luz un hijo en una clínica maternal del elitista barrio del Condado en San Juan de Puerto Rico, cerca de la casa en la playa que obtuvo al divorciarse de su segundo marido, un magnate de la caña de azúcar puertorriqueño. Vivió allí los últimos cinco meses de su embarazo con Esmeralda Rivera, cocinera y doncella puertorriqueña de comedida personalidad a quien, al final del quinto mes, los ataques de furia de doña Pamela convirtieron en una ruina temblorosa pero bien pagada. Pamela, que mantenía obsesivamente en secreto su embarazo, no solía salir y, cuando lo hacía, usaba una peluca negra. Recibía pocas visitas, entre ellas las de su rico prometido, Danilo Yusupov, un príncipe exiliado ruso que, como Pamela, se había casado tres veces; los dos eran famosos por sus bodas sonadas y frecuentes. El alegre cabello rubio de Pamela y el mostacho de Yusupov eran imágenes recurrentes en las páginas de sociedad neoyorquinas.
Veronica, Elisha y Roscoe también visitaron a Pamela, la primera vez para que firmara el acuerdo que Roscoe había redactado y para llevarlo al registro civil de San Juan. Legitimaba la custodia por parte de Veronica y Elisha de aquel niño de madre anónima, sin que Pamela cediera su derecho a recuperarlo. Veronica viajó a Puerto Rico por segunda vez, con Roscoe pero sin Elisha, cuyo cargo de vicegobernador le retenía en Albany, para registrar el nacimiento del niño y traerlo a casa. Le pusieron el nombre de Gilbert en honor a John Gilbert, el astro del cine mudo, con quien Pamela afirmaba que había intercambiado pasiones después de que rompiera con la Garbo; el de David, en recuerdo de su abuelo, y el fraudulento apellido Rivera, expropiado a la doncella de Pamela.
Cuando Pamela le dijo a Veronica que iba a tener un hijo («No lo quiero, pero no voy a abortar, ¿quieres criarlo?»), Veronica lo interpretó como un gesto de solidaridad por parte de Pamela hacia ella, pues en 1928 Veronica había perdido a Rosemary, su hija de cinco años, y luego no había podido concebir otro hijo. Después del parto, ya en la casa de la playa, Veronica miraba a Pamela, apoyada en las almohadas, la fatiga marcada en los ojos, el cabello amarillo oscuro convertido en un estropajo, la cara enrojecida e hinchada, arrojando huevos duros sin cáscara al gordo caniche al que veía previa cita. El caniche atrapaba los huevos al vuelo o los perseguía como si fueran pelotas de tenis y se los tragaba sin masticar. Pamela, sonrientes los labios carnosos que se pintaba cuando tenía visitas, dijo con mucho brío a Veronica y Roscoe: «Gracias a Dios que ya no soy madre», y lanzó otro huevo al caniche. Veronica, arrobada con el bebé en brazos, comprendió entonces que la maternidad sería una mancha en el lienzo social de Pamela y, si la mancha se convertía en un escándalo de adulterio, su matrimonio con el aristocrático Yusupov no tendría lugar. Además, el príncipe Yusupov, con dos hijos de otros matrimonios, sólo sentía desprecio hacia aquel hijo bastardo, y no quería más vástagos. Veronica estrechó a Gilby contra su pecho al comprender la situación. Entonces ella y Roscoe se llevaron discretamente al hijo de Pamela y, en el avión privado de Elisha, lo trasladaron a Albany.
—Primero se llevan a mi hermosa hija, luego a mi marido y ahora quieren a mi hijo —le dijo Veronica a Roscoe junto a la piscina.
—Jurídicamente puede afirmarse que es hijo de Pamela.
—Ella nos lo dio. Lo tenemos por escrito.
—No fue una adopción legal, Vee. Lo único que tienes por escrito es el permiso para criar a Gilby. Ella siempre podía cambiar de idea. Las madres tienen influencia.
—¿Al cabo de doce años? Soy su única madre.
—No, el litigio tratará de la cuestión financiera, eso es lo único que busca siempre Pamela. El príncipe acaba de morir y Pamela quiere la custodia como madre viuda, a fin de poder reclamar apoyo para el hijo que engendró Yusupov.
—¿Sabía esto Elisha?
—Pensaba que si ella llegaba a sentirse desesperada nos demandaría. Por otro lado, Gilby tiene un fondo fiduciario de cien mil dólares, y Elisha lo blindó contra Pamela, pero si llegara a enterarse también intentaría aprovecharse de eso.
—¿Ve a Gilby alguna vez?
—La Navidad pasada le envió un tren en miniatura. «De tu tía que te quiere, Pammy.» Hace tres años que dejaron de interesarle los trenes.
—¿Os veis vosotras?
—Hace años que no nos vemos. Ya sabes lo íntimas que éramos de niñas, pero cuando empezaron a interesarnos los chicos yo me convertí en la enemiga. Se acostaba con todos los hombres que le gustaban. Siempre fue tras Elisha.
—¿Lo sedujo?
—¿No lo sabes?
—¿Yo? —replicó Roscoe—. ¿Cómo podría saberlo?
—Aunque lo supieras nunca lo dirías. Esto es increíblemente espantoso. Aún no hace dos semanas que murió Elisha y ya trata de robarme a mi chico.
—Cree que eres vulnerable.
—Dios mío, Roscoe, no puedo soportarlo más. —Veronica se quitó el sombrero, lo arrojó al aire y sonrió—. Bueno, dime, ¿qué tal te va con ese trasto llamado Trish?
—Creía haberme librado de ella, pero ha vuelto volando como un bumerán.
—En el funeral parecía muy civilizada.
—Una pausa cortés entre dos erupciones psicóticas.
—¿Por qué te tomas la molestia de seguir con ella?
—¿Tengo que explicarte eso?
—No deberías estar tan necesitado.
—No sabes nada de la necesidad, Veronica…
—¿Ah, no?
—… ni del encanto de los trastos.
—A Elisha le divertían los trastos.
—¿De veras? Nunca me había fijado en eso.
—Claro que no, los dos teníais la costumbre de recoger trastos.
—¿Aún no te has bañado esta mañana? —le preguntó él.
—Todavía no. ¿Quieres nadar? Hay trajes de baño en la caseta.
—¿Quieres nadar tú? Ésa es la cuestión.
—Ahora los dos estamos con el agua hasta el cuello, ¿verdad?
Ella se puso en pie y se quitó el sombrero. Contorneada de manera sublime por el prieto bañador, de un negro intenso para el duelo bajo el agua, caminó hasta el borde de la piscina y se zambulló olímpicamente. Roscoe la contempló mientras ella nadaba y entonces fue a la caseta, se desvistió y se puso el bañador, la nueva piel de la serpiente. Escurridizo Roscoe: protector de la viuda y el niño, marido suplente sin privilegio, abogado y sabueso a contratar, un hombre en pos del amor sepultado y las respuestas a enojosos secretos, en qué útil tonel de vísceras te has convertido. Parpadeó al salir a la luz y exponer su homérica circunferencia a la inspección de Veronica.
—¿Estás preparada para contemplar esta oronda y pálida corpulencia? —le preguntó.
—Parece que estás adelgazando —respondió ella, pedaleando en el agua.
—Tus mentiras son como naranjitas chinas confitadas —dijo él—, pero ni la gordura ni el amor pueden ocultarse. —Brincó dos veces en el trampolín y penetró en el agua después de trazar un grácil arco, satisfecho de su audacia y diciendo en el aire «Todo se lo debemos a las guerras… de nuevo», y, con un dolor en algún órgano interno no identificado, se hundió bajo una gran ola que él mismo había creado.
Una sirvienta que trabajaba en la cocina de Fitzgibbon trajo a la piscina el té helado y los sándwiches de jamón y pollo sin corteza que había pedido Veronica. En la bandeja, junto a la comida, estaba el Albany Sentinel, que había llegado por correo con una nota de Gladys Meehan en la faja: «Querida Veronica: Este ejemplar ha llegado hoy a la oficina junto con los demás periódicos, y he pensado que deberías verlo lo antes posible. Si hay algo que yo pueda hacer, llámame, por favor».
Roscoe desplegó el periódico, que estaba abierto por la página con la columna de chismorreo del «Jinete Fantasma», y leyó con Veronica el texto que Gladys había subrayado en lápiz rojo:
¡DRAMA EN EL TRIBUNAL!
¡El hermano menor del alcalde, Gilby Fitzgibbon, puede que sólo sea su primo! Pamela Morgan Yusupov, dama de la alta sociedad y hermana de la madre del alcalde, Veronica Fitzgibbon, pleitea con ésta por la custodia de Gilby que, según ella, es hijo suyo. Este hecho, que se suma a la muerte repentina de su marido, Elisha Fitzgibbon, es doblemente penoso para la señora Fitz… La muerte de Fitzgibbon es también una gran pérdida para los demócratas locales… ¿Recuerdan al alcalde Goddard, muerto en La Habana en extrañas circunstancias, en 1928?… ¡Hablando de asuntos serios, el Jinete Fantasma ha oído decir que un reciente fallecimiento por causas naturales parece haber sido un suicidio!
—¿Cómo se han enterado? —preguntó Veronica.
—Su abogado ha tenido que entregar su solicitud al actuario del condado y algún reportero la ha encontrado o le han dado el soplo. Repugnante pero legal.
—¿Crees que se refieren al suicidio de Elisha?
—Creo que visitaré al Sentinel y me informaré.
Envolvió en una servilleta dos emparedados de pollo y se los comió durante el trayecto hasta el periódico. El chismorreo le hacía hervir la sangre, y cuando llegó al distrito de los periódicos, en las calles Green y Beaver, estaba dando forma a las maldiciones que lanzaría a Roy Flinn, el dueño del Sentinel. Los Flinn se cruzaban sin cesar en la vida de Roscoe: primero Arlene, luego el fallecido Artie y ahora Roy.
Roscoe subió las escaleras hasta el desván donde el impresor Warren Skaggs fundara en 1909 el semanario Sentinel, que medró en la época del control republicano de la ciudad. Skaggs realizaba trabajos de impresión para los republicanos, y en 1920 también empezó a imprimir, y luego a financiar, los boletos de la quiniela de béisbol, limitada al barrio y con un premio semanal de quince dólares. Su popularidad se incrementó con rapidez, los premios llegaron a novecientos dólares y luego a tres mil, y los ingresos de los promotores de la quiniela se multiplicaron.
Los jugadores pagaban un dólar por jugada y elegían seis números (del uno al dieciséis), uno por cada día de juego, de lunes a sábado. A comienzos de semana se publicaba una clave que hacía coincidir cada número con cada uno de los dieciséis equipos de la liga mayor de béisbol. Los jugadores cuyos números coincidían con los seis equipos que acumulaban el mayor número de tantos durante la semana ganaban el premio. El juego atraía no sólo a los hinchas del béisbol sino a todos los primos que creían en el dólar fácil, y Albany había sido bendecida con muchos de ellos.
La primera vez que Patsy prestó seria atención a las quinielas del béisbol fue en 1924, en el funeral de Willie Altopeda, cuando vio que el republicano Warren Skaggs conducía un Cadillac de cuatro mil dólares. «Conocí a ese vago cuando no podía permitirse una carretilla de mano», comentó Patsy.
Artie Flinn, un ingenioso jugador de Arbor Hill que se había criado con Patsy, le ilustró sobre lo rentable que eran las quinielas de béisbol de Skaggs. Entonces Patsy invitó a Skaggs y sus socios a compartir con él los beneficios del juego al cincuenta por ciento. Skaggs hizo rechinar los dientes y dijo que no. Patsy le amenazó con enviar a la policía para que clausurase el juego y metiera en la cárcel a Skaggs y compañía, pero dijo que aceptaría una parte menor si Artie Flinn participaba como socio.
Patsy, el nuevo mandamás de las quinielas, expandió su territorio y su cuerpo de vendedores, y en 1926, cuando se lo arrebató por completo a Skaggs, los boletos de las apuestas se vendían en todo Nueva Jersey y Nueva Inglaterra con unos ingresos brutos de cuatro millones al año, una cantidad insuficiente. El verano siguiente Artie y Patsy pusieron en práctica un plan para embaucar a los jugadores: hicieron competir millares de jugadas falsas con la jugada pública. Artie supervisó el señuelo y contrató a varias mujeres jóvenes, por veinticinco dólares a la semana, para que preparasen libretas llenas de jugadas cebo, más de cien libretas a la semana con veinte jugadas cada una. Artie, su grupo de preparadoras de los señuelos y veinte contadores manipulaban y publicaban millares de jugadas y combinaciones, y daban el visto bueno a un número suficiente de ganadores legítimos para mantener el boca a boca a un ritmo frenético.
En mayo de 1927, los organizadores de las quinielas anunciaron que su primer premio de veintidós mil dólares lo había ganado «Mutt», el segundo premio de dieciséis mil, «Joan», el tercero de once mil lo compartían «Fulano de Tal», «Hermosa» y «Marie», todos ellos anónimos, y había cuarenta empates para el premio más bajo de cinco mil dólares. Nada de esto inquietó al público. La gente atascó las centralitas telefónicas con sus llamadas para conocer los resultados del béisbol. El sábado, a las cuatro de la tarde, era imposible transitar por Broadway desde Union Station, pues delante de su bar clandestino Sport Schindler informaba con todo detalle de las puntuaciones de las ligas mayores, esenciales para los premios de las quinielas. A finales de la temporada de béisbol de 1928, los organizadores tuvieron unas ganancias brutas de cinco millones, y en 1929 de siete millones.
Warren Skaggs era un perdedor malhumorado y hacía volar a su Sentinel como un molesto abejorro, tratando de clavar su aguijón a los demócratas una vez por semana. Que su periódico sobreviviera se debió al atrevimiento con que se ocupaba de divorcios y escándalos. Los lectores cautos lo llevaban a casa oculto bajo la chaqueta. En 1929 publicó una veintena de tórridas cartas amorosas, todas ellas falsas, del «escándalo del nido de amor» de 1908, en el que estuvieron involucrados un dramaturgo de Albany y una actriz. Cuando el primero ganó una demanda por libelo contra Skaggs, Patsy utilizó este agravio como un motivo para presionar a los anunciantes a fin de que retirasen su publicidad. Skaggs tuvo que cerrar el periódico.
En septiembre de 1930, un fiscal federal actuó contra la organización de quinielas por violación de la ley de loterías interestatales y acusó a Artie y dos docenas de personas más, entre ellas Warren Skaggs, quien testificó con gran entusiasmo sobre la apropiación de Patsy y el sistema de señuelos de Artie, y también implicó a Elisha. Citaron a Patsy para que compareciera ante el jurado de acusación de Artie, pero desapareció y vivió como un fugitivo durante tres semanas antes de que se le ocurriera qué podría decir. Se entregó a su abogado, Roscoe Conway, y declaró ante el tribunal federal.
P: ¿Tiene usted negocios en Albany?
R: No tengo ningún negocio en Albany.
P: ¿Tiene negocios en otro lugar?
R: No, señor.
P: ¿Cómo se gana la vida?
R: No lo sé con precisión.
P: ¿Cómo se ganó anteriormente la vida?
R: Regentaba una taberna de mi padre hasta que la ley Volstead la cerró.
P: ¿No ha trabajado desde 1920? ¿De qué vive?
R: Apuesto un poco en las carreras de caballos y los combates de boxeo.
P: ¿Y las quinielas de béisbol?
R: Me niego a responder porque sería humillante y podría incriminarme.
P: ¿Vive de las apuestas?
R: De eso y de lo que debo.
P: ¿Cómo puede vivir de lo que debe?
R: Mucha gente lo hace.
P: ¿Ha oído hablar de las quinielas de béisbol de Albany?
R: No lo recuerdo con precisión.
P: ¿Conoce a un hombre llamado Warren Skaggs?
R: No lo recuerdo con precisión.
P: ¿Ha conocido a alguien llamado Skaggs relacionado con quinielas de béisbol?
R: No lo recuerdo con precisión.
El juez lo declaró culpable de desacato y lo sentenció a seis meses en una cárcel federal en Manhattan. No se hicieron otras acusaciones, pues sólo la palabra de Skaggs vinculaba a Patsy con la organización de quinielas. Artie, varios de cuyos contadores y de cuyas chicas que preparaban los señuelos declararon contra él para librarse de la cárcel, fue condenado a seis años, el comienzo de su enemistad hacia Patsy por el desequilibrio de la justicia. A Warren Skaggs le cayó una multa de cinco mil dólares y una condena condicional de un año.
Tras haber declarado contra Artie y Patsy, Skaggs percibió la hostilidad de que era objeto en Albany, por lo que vendió su imprenta, más los derechos de su difunto Sentinel, por una suma irrisoria al único comprador que se atrevió a interesarse, el hijo de Artie, Roy, que se había encargado de la sección de escándalos del Sentinel antes de que Patsy se hiciera con la organización de las quinielas.
¿Afectó a Roscoe la práctica de los señuelos? El asunto no era precisamente deportivo, pero ¿puede uno en su sano juicio enrocarse en las alturas morales cuando hay mucho dinero sobre la mesa? Lo que ganaba le permitía participar en las carreras de caballos con Elisha y Veronica, pero su parte era minúscula comparada con la de Patsy, un dineral guardado en un banco fuera del estado, en Wilkes-Barre, bajo diversos nombres, y preparado para la siguiente crisis del Partido Demócrata. ¿Qué hacía Patsy con su nueva fortuna millonaria? Daba grandes propinas en el restaurante de Keeler y el bar del Elks Club, dejaba que los dirigentes de distrito robaran más que el año anterior, apostó más fuerte en peleas de gallos y se compró un nuevo sombrero panamá.
Roy Flinn se puso al frente de la imprenta de Skaggs, y en 1943 preguntó a Roscoe si la organización le permitiría resucitar el Sentinel, que llevaba largo tiempo muerto, del que se proponía hacer un periódico patriótico que se ocuparía de los conciudadanos que servían en el ejército y publicaría chismorreos de dentro y fuera de los tribunales, pero carecería por completo de contenido político. Roscoe y Roy habían sido compañeros de clase en la academia de los Hermanos Cristianos, una escuela de enseñanza media militar de Albany, y debido a esa relación y al sentimiento de culpa que aún experimentaba por lo sucedido a Artie, Roscoe persuadió a Patsy para que autorizara el proyecto de Roy. Éste dirigía el periódico con dos reporteros y un fotógrafo, y él mismo redactaba la columna anónima del Jinete Fantasma.
Roscoe se detuvo ante la puerta del Sentinel y aspiró hondo seis veces, una táctica que utilizaba para librarse de la cólera. Primero, descubre lo que sabe Roy, ya que desde luego cuenta secretos.