El secreto de Roy Flinn
En el último curso del instituto, Roy fue a casa de Roscoe para decirle que tenía un chancro, regalo de una chica de dieciocho años a la que se había estado tirando con preservativo cuatro veces a la semana, que una noche le dijo: hagámoslo sin barreras, Roy; y que el día de Navidad se presentó en la puerta lateral de la casa de Roy con un predecible segundo regalo, pidiendo ayuda para librarse de él.
Roy acudió a Roscoe porque éste conocía gente, y Roscoe habló con Patsy, quien recomendó un médico de Arbor Hill que se mostró dispuesto a hacerlo y pidió treinta pavos por adelantado que ni Roy ni la chica tenían. Así pues, ella se informó en alguna parte sobre el método, esperó a que sus padres se ausentaran de la ciudad, bajó al sótano con un surtido de utensilios y un trozo de alambre, cubrió el suelo con hojas de periódico y se sentó. Al cabo de un rato se vendó para evitar que la sangre lo manchara todo y telefoneó a la sombrerería Marie’s, en la calle North Pearl, donde vendía sombreros de señora, diciendo que no podía ir a trabajar porque estaba enferma.
Cuando se recuperó, fue en busca de Roy y lo llevó a casa, abrió la puerta de la caldera y le mostró su contenido: había quemado los periódicos ensangrentados, pero no al bebé. «No arde», le dijo. Roy sacó el feto, avivó el fuego con leña y puso encima el carbón, aterrado por la posibilidad de que el padre de la chica entrara allí y le asesinase en el acto. Envolvió al bebé sin quemar en una manta de papel de periódico y, con una pala, lo puso sobre los carbones llameantes. Roy decía que pronto se extendió por el sótano un fuerte olor. Siguió alimentando el fuego, y al cabo de unas horas no había nada entre los carbones. Sin embargo, Roy seguía teniendo su chancro, y el arsénico, el mercurio, el bismuto y la vergüenza constituyeron su tratamiento en los años posteriores.
Nunca se casó, cuando estalló la primera guerra mundial el ejército lo rechazó, y se convirtió en un columnista de chismes, un mirón de los juegos sexuales a los que su trauma le había impedido jugar. Eres un penoso cabrón, Roy, y lo tuyo podría haberle ocurrido a cualquiera, pero eso no es ninguna excusa. Roscoe entró silbando en la redacción, delante de la imprenta.
—¿Dónde diablos estás, Roy Flinn? —gritó jovialmente Roscoe al entrar.
Saludó a dos reporteros que mecanografiaban en su escritorio y vio que Roy salía de la habitación del fondo con un fajo de galeradas. Sin corbata, en mangas de camisa, los dedos manchados de tinta de imprenta, Roy Flinn tenía una figura angulosa, huesuda, el cabello alisado con vaselina; una retorcida y resentida aberración del destino.
—Roscoe, bribón —le dijo Roy—, ¿qué te trae por aquí? ¿Tienes alguna noticia para mí?
—¿Noticia? ¿Qué harías con la noticia, Roy? Sabes menos de noticias que mi hermana, quien cree que Wilson todavía es el presidente. Encuentras las noticias garabateadas en las paredes de los lavabos públicos. Hasta a tu santa hermana, Arlene, le repele tu periódico. ¿Noticias, Roy? Hasta me sorprende que puedas usar esta palabra en una frase.
—He oído tu canción otras veces, Roscoe, viejo bocazas. ¿A qué has venido?
—¿Por qué los gansos corretean de una manera curiosa, Roy? Estoy aquí porque tus insidiosos garabatos me han llamado.
—¿El artículo sobre la demanda de custodia de Fitzgibbon?
—Esa demanda es de dominio público. Me refiero a tu insinuación sobre Goddard, y a que Elisha se suicidó.
—No he dicho tal cosa.
—Mira, Roy, hablo con fluidez el inglés, y tú hablas con fluidez el lenguaje de los renacuajos.
Roscoe se sacó el Sentinel del bolsillo y leyó un pasaje de la columna del Jinete Fantasma: «¿Recuerdan al alcalde Goddard, muerto en La Habana en extrañas circunstancias, en 1928?… Hablando de asuntos serios, ¡el Jinete Fantasma ha oído decir que un reciente fallecimiento por causas naturales parece haber sido un suicidio!». Muerte en extrañas circunstancias, asuntos serios y suicidio. Considero que esto es una insinuación, Roy.
—La muerte de Goddard nunca se ha explicado, como bien sabes.
—Murió de una infección.
—Después de haberse caído de un coche.
—Estaba borracho —replicó Roscoe—. Los borrachos se caen de los coches. Los borrachos se caen de la cama.
—A mucha gente le pareció extraño.
—Pues yo encuentro extraño que lo saques a colación en el contexto de Elisha y entonces añadas esa insidiosa observación sobre el suicidio.
—Este artículo no tiene nada que ver con Elisha.
—¿Con quién, entonces?
—No puedo revelarlo.
Roscoe asió a Roy por la pechera de la camisa y lo empujó contra la pared.
—¿Estás recurriendo al privilegio constitucional, Roy? ¿O amparándote en la sacrosanta ética periodística? ¿De qué estás hablando?
—No puedo decirlo.
Roscoe deslizó a Roy pared arriba con una sola mano y lo retuvo allí. El movimiento extrajo el faldón de la camisa de Roy y tensó el cuello como un lazo corredizo.
—Eres un mequetrefe embustero y traidor. Te dijeron que no te metieras en política.
—Suéltame, Roscoe —dijo Roy, su voz un graznido de la tráquea.
—¿Por qué lo has publicado, Roy? Dime el motivo.
—Tú y tu gente vais a veros en aprietos —respondió Roy.
Roscoe deslizó a Roy pared abajo y le soltó la camisa.
—¿Aprietos?
—Probablemente saldréis del paso como siempre —dijo Roy mientras se arreglaba el cuello de la camisa—, pero habrá gresca.
—¿Con quién?
—Los hombres del gobernador saben que Elisha tenía una manzana de casas con varios burdeles. Eso es sólo el principio.
De repente el codo derecho de Roscoe se movió hacia arriba, y el puño, desde una posición de descanso, golpeó la cara de Roy con tres rápidos restallidos del antebrazo; a cada uno de los golpes, la cabeza de Roy chocó contra la pared y rebotó.
—Ahí tienes, Roy —dijo Roscoe, mientras Roy se tambaleaba hasta apoyarse en una mesa—, ahí tienes tus titulares. Abogado da una paliza a director de periódico por difamar a un amigo suyo. Una noticia auténtica.
Antes de salir, Roscoe saludó a los dos reporteros, que se habían levantado y trataban de decidir cómo rescatar a Roy.
—Nos vemos luego, muchachos —les dijo, recreándose con la visión de la sangre de Roy mientras se lamía su propia condecoración ensangrentada, el gran nudillo en el que se habían clavado los hostiles colmillos de Roy.
Recordó el mandamiento de su padre sobre la justicia, «No permitas jamás que un enemigo se quede sin castigo», y pensó: lo he hecho bien, ¿verdad, papá?
Roscoe realizó el trayecto de veinticinco minutos hasta la residencia de verano de Patsy para darle la noticia. Estaba situada en una ladera montañosa de Helderberg que ofrecía una panorámica de ciento ochenta grados del Jardín del Edén de Patsy, la ciudad y el condado de Albany. Allí el padre de Patsy, en la época en que era sheriff, construyó un bungalow veraniego de tablas de cedro. Cuando el anciano falleció, Patsy acondicionó la casa para que fuese habitable en invierno, añadió un piso, construyó dependencias para criar gallos de pelea y un reñidero donde pudieran luchar. En los años que siguieron a la toma del Ayuntamiento por parte de los demócratas, la casa se convirtió en el centro veraniego de la acción política. Importantes miembros del partido peregrinaban allí con regularidad desde Albany para escuchar al oráculo Patsy que les decía lo que deberían pensar al día siguiente.
Wally Mitchell, un antiguo peso pesado que había noqueado a Jim Jeffries y ahora era chófer y guardaespaldas de Patsy, abrió el candado de la cadena tendida a través del sendero e hizo pasar a Roscoe. Semejante medida de seguridad era la norma desde que una banda local de contrabandistas intentó abatir a Bindy y más adelante secuestró a su hijo, Charlie Boy McCall. Roscoe vio el Packard negro de Bindy, hecho de encargo y blindado, y aparcó a su lado. Salió al sol de una clara tarde agosteña y pudo verlo todo, desde el comienzo del centón de huertas de árboles frutales al pie de las montañas hasta la torre del espléndido ayuntamiento de Albany y el Smith State Office Building, el modesto rascacielos de Albany. Vio la sombra de una nube que se movía con rapidez a través de la llanura, pero el cielo claro, de un azul desleído, no descubrió nube alguna. Vio a Patsy y Bindy cerca de los corrales y fue a su encuentro.
—¿Qué tal les va a los gallos? —les preguntó.
—Los gallos son gallos —respondió Patsy—. Hazles pelear y cómetelos.
—La idea más extendida —dijo Roscoe—. ¿No hay ninguna pelea inminente?
—Mañana por la noche, en el local de Fogarty —respondió Bindy.
—He estado separando a los enfermos —dijo Patsy, con un gallo bajo el brazo—. Uno de los más fuertes tiene migraña por haberle alimentado en exceso. Y éste ha cogido la varicela luchando con sus amigos. Los ha molido a picotazos.
Los hermanos McCall criaban gallos desde los inicios de su adolescencia en North Albany. Más adelante, cuando se trasladaron a Arbor Hill, Patsy conservó sus corrales dentro de un establo al lado de su casa de la calle Colonie, pero a medida que aumentaba el número de gallos se le consideró una molestia para los vecinos y le pidieron que se librara de ellos. Un vecino que tenía relaciones políticas le instaló sus corrales en la azotea del Palacio de Justicia del condado de Albany, el inicio de la vida de Patsy por encima de la ley.
Patsy depositó su gallo varicélico en el suelo y precedió al visitante camino de la cocina. Wally Mitchell estaba sacando del horno una asadera azul que contenía dos pollos. Los recogió con tenedores y los depositó en una fuente de loza blanca. La casa olía a domingo.
—¿Tú mismo los cocinas, Wally? —inquirió Roscoe. La oreja izquierda de Wally, muy castigada por otros, parecía un ala de pollo parcialmente comida.
Rose Carbone, la criada permanente que Patsy tenía desde la muerte de su esposa, Flora, estaba ante el fregadero, lavando una cacerola.
—¿Has preparado la salsa? —le preguntó Patsy a Rose.
—No lo he hecho, no lo haría y usted lo sabe —respondió ella.
—Bien —dijo Patsy.
Rose salió de la cocina y Patsy comentó: «Trabaja bien, pero no sabe hacer la salsa». Sacó una lata de harina de la despensa, puso la asadera con su grasa sobre el fogón de gas y lo encendió. Mezcló la harina con un poco de agua, la vertió en la asadera cuando la grasa empezó a hervir, añadió sal, pimienta, un poco de sazonador Kitchen Bouquet y agua de una tetera, y entonces removió la mezcla con una cuchara de madera. Por nada del mundo Roscoe desviaría la atención de Patsy mientras éste cocinaba, así que se sentó a la mesa de la cocina para observar un ritual que se remontaba a las excursiones de pesca de su adolescencia, cuando Patsy cocinaba a modo de defensa propia contra los condumios letales de Roscoe y Elisha, y, una vez más, en 1918, cuando estaba en el ejército y la metralla lo derribó de su caballo. Después de que se le curase la pierna, lo nombraron ayudante del cocinero. Patsy vertió la salsa densa y marrón en un cuenco y se sentó al lado de los pollos.
Bindy salió del baño y entró en la cocina.
—¿Has visto lo que ha publicado el Sentinel? —preguntó a Roscoe.
—Tengo una noticia importante sobre ese asunto —respondió Roscoe.
Patsy hizo un gesto de asentimiento, dejó la cuchara y, camino del salón, los tres hombres cruzaron la habitación donde Patsy hacía sus ejercicios gimnásticos. Patsy golpeó el saco de arena y lo dobló por la mitad. Se sentó en su mecedora del salón con los pies cruzados en el suelo, un libro, Tiempos difíciles, abierto sobre la mesa de lectura y, debajo, el Sentinel. Su sombrero de fieltro marrón estaba en una silla de respaldo recto junto a la puerta, bajo la pila de agua bendita, que era un regalo navideño del padre Tooher, pastor de San José.
Roscoe se sentó en un sillón frente a Patsy y Bindy, que pesaba dos kilos menos que un caballo y hacía sentirse delgado a Roscoe. Bindy ocupaba la mitad del sofá y picoteaba cacahuetes de un plato de plata.
—Acabo de darle una paliza a Roy Flinn —dijo Roscoe.
—Estupendo —replicó Patsy.
—Ese tipo despreciable —terció Bindy.
—Veronica tiene los nervios deshechos. Sólo fui allá para abroncar a Roy, pero me dijo que Elisha tenía una manzana de casas con varios burdeles, así que le casqué.
—Bien hecho —dijo Patsy.
—Dijo que vamos a tener gresca con el gobernador. ¿A qué crees que se refería, Bindy? —El control de los burdeles y del juego era responsabilidad de Bindy desde que se hicieron con el poder en 1921.
—¿Gresca? —replicó Bindy—. Yo le diré una o dos cosas sobre grescas. Le romperé las dos piernas. Mándale la brigada nocturna, Pat, que le rompan las dos piernas.
—¿Has oído algo sobre una redada de putas? —preguntó Roscoe.
—Han estado husmeando en la calle Division —dijo Bindy—, pero no parecía una redada.
—¿No deberíamos cerrar los burdeles para estar seguros?
—¿Y dónde follará el personal? —preguntó Bindy.
—Diles a los chicos que lo intenten con sus mujeres —propuso Roscoe.
—Habrá muchas violaciones.
—No será un cierre definitivo —dijo Roscoe—. Sólo hasta que les veamos el blanco de los ojos.
—Si esto llegara a saberse, el obispo se pondría hecho una fiera —observó Patsy—. No haría ningún daño darles unas vacaciones a las chicas.
—¿Cómo ha podido Roy decir una cosa así de Elisha? —preguntó Roscoe.
—En 1933 compramos todo lo que estaba disponible —dijo Patsy.
—Eso lo recuerdo, pero Elisha no intervino —dijo Roscoe.
—Estabas en Kentucky, tonteando con los caballos de carreras —señaló Patsy.
—Fue una cosa rápida —dijo Bindy—. Los ingresos de las madamas sufrieron una merma de dos mil dólares en dos semanas, murieron dos propietarios, otro se marchó de la ciudad y cerraron tres casas. Le dije a Patsy que deberíamos comprar los negocios, así que los compramos. Y seguimos comprando más.
—¿Elisha compró? —inquirió Roscoe.
—Él organizó a los inversores —respondió Patsy.
Los banqueros que suspiraban por hacer negocios con el Ayuntamiento de la ciudad podían demostrar su sinceridad invirtiendo en fincas dedicadas a burdeles, y los abogados podían hacer lo mismo representando a las putas cuando las detenían periódicamente para poner sus fotos en los archivos y justificar la existencia de la brigada contra el vicio. Al cabo de dos meses el barrio de las putas estuvo estabilizado por medio de corporaciones falsas, y el puterío también tuvo nuevos amigos en el juzgado.
—Roy ha dicho que Elisha era el propietario de los burdeles —dijo Roscoe.
—Nunca fueron suyos —replicó Patsy.
—Me pregunto si su nombre figuraba en alguna escritura.
—Utilizaba testaferros.
—Pero ¿pueden demostrar que era él quien estaba detrás?
—No sé cómo podrían hacerlo —respondió Patsy—. ¿Y quién acusará a un muerto? Quieren ponernos contra la pared para la reelección de Alex. Lo que no entiendo es de dónde ha sacado Roy Flinn los cojones para enfrentarse a nosotros.
—Tal vez quiera vengarse de nosotros por lo que le ocurrió a Artie.
—¿Artie? Eso fue hace quince años.
—Artie murió hace seis meses en Poughkeepsie —dijo Roscoe—. Tal vez su muerte afectó a Roy. Ni siquiera quiso que la noticia apareciera en los periódicos.
—¿Qué influencias tiene? —preguntó Patsy.
—Está en buenas relaciones con la gente del gobernador, por lo que tal vez se sienta protegido —respondió Roscoe—. Además, su periódico tiene muchos anuncios de fuera de Albany, hoteles de verano, clubes nocturnos, restaurantes, ranchos de vacaciones a los que no les preocuparán nuestras presiones.
—Su edificio carece de medios adecuados en caso de incendio —terció Bindy—. Envía un inspector. Oblígale a gastarse treinta de los grandes en acondicionarlo. Eso le convencerá.
—Es un mal asunto —dijo Roscoe—. Acoso a la prensa, y a la prensa patriótica, por cierto. Hay otras maneras de hacerlo.
—Dinos algunas —le pidió Patsy.
—Apodérate de la manzana donde está su periódico. Lo hiciste con las casas de putas.
—¿La manzana entera?
—Es una manzana pequeña. Expropia un lado a fin de ensancharlo para mejorar la fluidez del tráfico y coloca nuevas tuberías de alcantarillado. Págale a Roy la cuarta parte de lo que vale su edificio, llega a un buen acuerdo con los… ¿cuántos…?, ¿otros tres o cuatro propietarios? Entonces seremos dueños de la manzana. Cuando Roy se haya ido y tengamos la propiedad, cancelas el proyecto.
—Expropiar la manzana… —dijo Patsy—. Joder, Roscoe, eres un retorcido y estupendo hijo de puta.
—Eso es lo que siempre decía mi madre.
—¿Quieres comer pollo?
—Pues claro que quiero comer pollo.
—La salsa es buena.
—La vida sin salsa no es vida —dijo Roscoe.
Cuando volvieron a la cocina para comer, O. B. telefoneó para informar de que Roy Flinn y su abogado habían presentado una demanda por agresión en tercer grado contra Roscoe. Roy tenía partidos una ceja y un labio, y la nariz rota.
—Dile a Rosy que convoque al tribunal a las dos para la comparecencia ante el juez —instruyó Roscoe a O. B.—. Dile que fije la fianza en cuatrocientos para que Roy se sienta bien.
—Vendrás aquí, como un ciudadano íntegro —le dijo O. B.
—Pues claro que iré. A las dos en punto.
Patsy consultó su reloj.
—Las dos es demasiado pronto —observó—. Tienes que comerte el pollo.
—Que sean las tres —le dijo Roscoe a O. B.
En el juzgado, Roscoe oía latir la nariz de Roy Flinn bajo el vendaje. Estaban ante el tribunal para escuchar a Rosy Rosenberg, a quien Roscoe y Patsy habían colocado ahí, leer la ley sobre las agresiones y fijar una fianza de cuatrocientos dólares, «que de no hacerse efectivos supondrán su ingreso en la prisión del condado de Albany». Roscoe sonrió a Rosy, saludó con un gesto de la mano a Roy y pagó los cuatrocientos.