Charla sobre caballos
Estaban en el salón del lado este de Tivoli cuando Gilby leyó el artículo sobre Pamela en el Sentinel.
—¿De veras es mi madre? —le preguntó a Veronica.
—Yo soy tu madre —respondió Veronica—. Ella te entregó antes de que nacieras.
—Ahora quiere recuperarme.
—No puede tenerte, y no serás suyo.
—¿Quién es mi padre?
—Está muerto. No le conociste.
—No sé nada de nada —dijo Gilby, y se encaminó al porche.
—¿Adónde vas? ¡Escúchame! —Pero él siguió andando. Ella se levantó y fue a su lado—. ¿Te he dicho alguna vez lo que solía decir la abuela Julia? «La paciencia y la perseverancia llevaron al caracol a Jerusalén.»
Gilby se encogió de hombros.
—Cuando la abuela era niña —siguió diciendo Veronica—, arrojó una moneda al agua desde el puente del estanque en el parque Washington y dijo: «Tendré una gran casa y un mayordomo llamado Johnny». Y así fue.
Gilby la miró con fijeza.
—No pasó del tercer curso escolar, pero tenía el mundo a sus pies. Me estoy refiriendo a la superación de los problemas, ¿comprendes? Es como criar un purasangre campeón. Tu padre y yo siempre quisimos eso para ti. Tienes dinero, inteligencia y amor, y no puedes dar ninguna importancia a esa historia del periódico. ¿Qué sabe de campeones el estúpido Sentinel?
Gilby fue a la terraza posterior, saltó la barandilla apoyándose en un brazo y corrió por el sendero hacia los establos.
—¡Gilby! —le gritó Veronica—. ¡Escúchame! Quiero hablarte de esto.
Pero él no miró atrás. Ella bajó los escalones de la terraza y corrió tras el muchacho tan rápido como se lo permitían sus tacones. Cuando llegó al segundo establo, Gilby estaba ensillando a Jazz Baby. Ticky Blake, quien había adiestrado a los caballos de Fitzgibbon durante veintidós años, dejó de cepillar a Mister Bantry, el bayo de Veronica, y escuchó.
—Tu vida no cambiará, Gilby —dijo Veronica—. No lo permitiré. Soy una persona fuerte. ¿Crees que soy fuerte? Bien, lo soy, y tenemos amigos poderosos en todos los tribunales, tengo más dinero que tu tía para enfrentarme a esto y siempre he ganado las peleas con ella.
Gilby, con zapatillas deportivas blancas, montó en la silla.
—Dime algo, Gilby —le pidió Veronica.
El muchacho empujó suavemente a Baby Jazz a la carretera y el pasto abierto, hacia la senda que discurría a través del bosque que se extendía al oeste.
—Ensíllame a Mister Bantry, Ticky —ordenó, y corrió a la casa, subió al dormitorio y se quitó el vestido, la combinación y los zapatos, se puso una sudadera y los pantalones y las botas de montar, y bajó los escalones de dos en dos; el cabello ondeante, una belleza laissez-faire cuando quería serlo.
Montó a Mister Bantry y avanzó al galope hacia el bosque en pos del muchacho, rogando a su trinidad de dioses (judío, anglicano y católico) que no dejaran que perdiera a Gilby, porque de ninguna manera podía perder a otro ser querido, ni uno más. Sin embargo, parecía galopar hacia más pérdidas y una nueva vergüenza, con la prensa fisgando de nuevo como lo hiciera cuando llamó a Elisha especulador de las demenciales quinielas de béisbol y él se la llevó a Europa, huyendo de un escándalo que nunca llegó a gran cosa, apoyado como estaba por el funcionariado y los políticos de todos los pelajes. Elisha, fantástico marido, te has ido, y has dejado a Veronica sumida en una desagradable confusión: la aflicción aún tierna pero desvaneciéndose; los hombres rondándola en el funeral, los ojos sondeando su belleza de viuda en busca de una mínima aceptación. Pero ella había rechazado todas las miradas, no desea afecto cuando todavía llora en la cama que ocupa a solas. Se enfrenta a los temores que le genera la soledad, pero la están asfixiando.
Recorrió la senda hasta salir del bosque en la orilla del lago Tivoli. Tal vez Gilby hubiera ido a la choza de pesca para estar allí con sus recuerdos de Elisha. Ella debería haberle contado a Gilby la historia de su nacimiento, como quería Elisha, pero habría esperado a que fuese mayor de edad para que el muchacho estuviera en condiciones de asimilar un rechazo tan perturbador. Tan sólo le habían dicho que era hijo adoptivo y que desconocían los nombres de sus padres.
Vio la choza, el embarcadero y el lago, a los que Gilby aún tenía un apego infantil pero que ya no consideraba suyos. Son tuyos, Gilby, y yo me encargaré de que los conserves. Quería encontrarle en el embarcadero, pero no estaba allí. Enfiló por otra senda, lo atisbó un instante por delante de ella y lo perdió de vista. Se detuvo y aguzó el oído, oyó la susurrante respiración del bosque y la de su caballo, pero ningún sonido procedente del muchacho. Lo había perdido. No, jamás lo perdería. Había desaparecido. No, no había desaparecido. Desaparecido. Jamás.
Regresó lentamente a los establos. Ticky estaba alimentando a los caballos con alfalfa, salvado y pulpa de remolacha triturada.
Dejó a Mister Bantry en su box y miró hacia el bosque esperando ver a Gilby, pero a quien vio fue a Roscoe, que salía de la casa, y su presencia allí fue tonificante. Ahora las cosas cambiarían.
Entonces llegó Gilby cabalgando por el pasto que se extendía al oeste. Saltó de la silla, y a ella volvió a sorprenderle su parecido con Elisha: esbelto, larguirucho y prometiendo hacerse todavía más alto, y la misma línea resuelta de la mandíbula. El cabello negro y liso, revuelto por el viento, y los ojos negros. Yusupov también tenía rasgos oscuros, pero desde que Gilby era muy pequeño Veronica sospechaba que Elisha, y no Yusupov, era su padre. Cierta vez se lo insinuó a Roscoe, quien le explicó que los niños, al crecer, se parecen a las personas con las que viven, lo mismo que los bulldogs.
—Así que has vuelto —le dijo Ticky a Gilby cuando éste llevaba a Jazz Baby al grifo de la manguera en el exterior del establo—. ¿Vas a quedarte algún tiempo?
Gilby no respondió.
—¿No vas a hablar con nosotros? —le preguntó Veronica. Gilby ni respondió ni la miró siquiera.
—¿Qué te sucede, muchacho, para que no hables con tu mamá? —insistió Ticky—. ¿Qué sacas de eso?
Gilby enganchó las riendas de Jazz Baby en la valla y le quitó la silla de montar. Llenó un cubo de agua con la manguera y lavó al caballo con una esponja.
—Vaya, este muchacho no le dirige la palabra a su mamá. ¿Qué clase de chico es?
—No tengo nada que decir —replicó Gilby sin alzar la voz.
—Tienes muchas cosas que decir y que no dices.
Gilby lavó el morro del caballo y le susurró.
—El chico le habla a su caballo pero no a su mamá.
—Déjalo estar, Ticky —intervino Veronica—. Ya hablará cuando le parezca.
—Yo hacía eso con mi mamá —dijo Ticky—. Mi papá decía: «Si no quieres hablar con la gente, sal de esta casa y vive con ese caballo».
—Eso puedo hacerlo —replicó Gilby.
—Puede hacer eso —replicó Ticky—. Puede vivir con Jazz Baby, y éste le hará el desayuno. Jazz Baby le comprará las camisas. Eh, Roscoe, este chico no le habla a su mamá, ¿sabe? Va a vivir con su caballo.
Roscoe hizo un gesto de asentimiento a Ticky y saludó a Veronica tocándola en el hombro.
—Crees en los caballos, ¿verdad? —le dijo Roscoe a Gilby. El chico dejó caer la esponja en el cubo, tomó el raspador colgado de un clavo y eliminó el agua de los flancos, los cuartos delanteros y la grupa del caballo—. ¿Sabes lo estúpidos que son los caballos?
—No son estúpidos —respondió Gilby mientras raspaba la grupa.
—Más estúpidos que las piedras —dijo Roscoe.
—Los caballos son inteligentes —afirmó Gilby, raspando con más rapidez.
—Dame ese raspador —le pidió Ticky—. Vas a despellejar al caballo.
—No me hables de lo listos que son los caballos —dijo Roscoe—. Dicen demasiadas mentiras.
—Los caballos no mienten —protestó Gilby.
—¿Lo dices en serio? No sólo hay un corazón roto por cada farola de Broadway, sino también una yegua engañada. ¿Has intentado alguna vez meter una pelota de tenis en la oreja de un caballo? No puedes hacerlo. Por otro lado, nunca he conocido un caballo que no me gustara.
—Yo tampoco —replicó Gilby con una tensa sonrisa.
—¿Por qué quieres vivir con tu caballo?
—Nadie me cuenta nada.
—¿Te refieres a esa noticia del Sentinel sobre el juicio?
Gilby hizo un gesto de asentimiento.
—Así es como aprendes. Lees los periódicos. Sabes que necesitarás un abogado para enfrentarte al asunto ante los tribunales. ¿Tienes algún amigo abogado?
—No.
—Claro que lo tienes. Yo.
—¿Eres abogado?
—Soy tu abogado. Tu madre me ha contratado.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—No me lo ha dicho.
—No te lo decimos todo de golpe. Lo dividimos. ¿Te hemos hablado alguna vez de la teoría de Einstein según la cual la luz se curva con la gravedad? ¿Te hemos contado alguna vez que Juan Calvino trató de abolir el béisbol los domingos?
—Nadie me ha dicho siquiera dónde nací.
—En San Juan, Puerto Rico. Estuve allí.
—¿Ah, sí? ¿Dónde está Puerto Rico?
—Allá abajo, en medio de todo. Era un día muy caluroso, brillante y soleado, los vientos alisios soplaban desde el Atlántico, palmeras, playa de arena, cabrillas en el océano. Tenías muy buen aspecto cuando naciste. Parecías una piña tropical. Te trajimos aquí en el avión de tu padre en cuanto saliste de la clínica con esa mujer de cuyo nombre no me acuerdo.
—¿Tía Pamela?
—La misma —respondió Roscoe.
—¿Por qué me quiere, si ni siquiera le gusto?
—No le gusta nadie que yo conozca. Quiere dinero y te necesita para conseguirlo, aunque no pudo esperar a librarse de ti. Pero tus padres te querían incluso antes de que nacieras.
—¿Cuál es mi verdadero nombre?
—Gilbert David Fitzgibbon. Un nombre majestuoso.
—¿Qué es majestuoso?
—Digno, magnífico. No dejes que nadie te lo cambie.
—Yo y Alex tenemos el mismo apellido, pero no es mi hermano.
—Siempre será tu hermano.
—Es mi primo.
—Entonces es tu primo hermano. ¿Le quieres?
—Supongo que sí.
—Sin suposiciones. ¿Le quieres o no?
—Sí. Pero mi padre no es mi padre.
—No, claro que no.
Roscoe se quitó la chaqueta y el sombrero, se los dio a Veronica y se arremangó la camisa. Se subió a una bala de heno, tomó las riendas de Jazz Baby, alzó la pierna derecha y montó el caballo.
—¿Vas a cabalgar?
—Podría hacerlo.
—No sabía que supieras montar. No tienes silla.
—Montaba a pelo en los rodeos. Participé en diez o quince rodeos, uno tras otro.
—Nunca has estado en rodeos.
—Bueno, tienes razón, pero tu padre y yo cabalgamos mucho a pelo en Texas. Allí todo el mundo cabalga a pelo.
—Mi padre no cabalgaba.
—Te regaló un poni, ¿no?
—Sí.
—Y cuando creciste te dio un caballo.
—Sí.
—Pero no era muy buen padre, porque nunca montó a caballo, ¿verdad? Y nunca te llevó de pesca, nunca te llevó a Nueva York para ver las luces de Times Square, nunca te presentó a Jack Dempsey, nunca te regaló una bicicleta ni te abrió una cuenta bancaria para que tuvieras tu propio dinero, nunca te envió a una de las mejores escuelas de la ciudad, nunca te enseñó a lanzar una pelota de béisbol y una herradura, nunca te llevó a Hyde Park para que pudieras estrecharle la mano al presidente, nunca te dejó dormir con él y tu madre cuando entraban ladrones a través de las tuberías de vapor, nunca te llevó a ver películas del Gordo y el Flaco ni te compró hamburguesas White Tower, pero eso sí, todos sabemos que te azotaba con su fusta de montar, por lo que llenabas la cama de sangre. También sabemos que todos los días, por la mañana temprano, te hablaba de algo importante. Lo sé porque estuve presente en muchas de aquellas conversaciones a la hora del desayuno. ¿Eres capaz de imaginar hasta qué punto tu padre te ha hecho como eres? ¿Y dices que no es tu padre? Tonterías, muchacho. ¿Quién más habría hecho todo eso por ti?
Gilby miró a su madre y a Ticky, quienes seguían asintiendo. El muchacho quería decir que su padre no debería haberle engañado, pero por su mente cruzó la imagen de Elisha lanzando una herradura. Antes de que Gilby pudiera responderle, Roscoe hizo avanzar a Jazz Baby y, cuando estuvo en el pasto abierto, emprendió el trote y luego el galope hasta llegar al bosque, galopó de regreso al establo, desmontó con elegancia y se dobló por la cintura, presa de dolor.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó asustada Veronica, y tomó a Roscoe del brazo—. ¿Te has lesionado?
—Sólo son las habituales ondas expansivas al montar a caballo —respondió Roscoe—. Le ocurre a todo el mundo. —Se enderezó lentamente y tomó asiento en la bala de heno—. Oye, Ticky, dile a Gilby lo que te dijo tu padre sobre los caballos.
—Oh, mi padre —dijo Ticky—. La gente decía de mi padre: «Es un hombre que sabe manejar bien a un caballo», y yo le preguntaba: «Papá, ¿qué haces con ese caballo? ¿Es ésa la manera de hacerlo?». Y él respondía: «Calla, hijo, si quieres aprender, hazlo por ti mismo», y no me enseñaba. Trabajé para otros jinetes y me enseñaron, pero nada de lo que sé de caballos lo aprendí de mi padre.
—Lo mismo que yo —dijo Roscoe, quien trataba de sentarse para sentir menos dolor—. Fijaos en mi padre. Creó una familia numerosa y entonces nos abandonó para alojarse en un hotel. Cuando vivía en casa nunca me dejaba entrar en su dormitorio, y si me sorprendía allí me encerraba en el desván. Así que me quedaba en mi cuarto, mirando el atlas, memorizando poemas y canciones, países y ciudades, y mi cerebro se llenaba tanto que no le quedaba lugar para los resultados del béisbol; pero me gustaba tanto que me llevaron al médico, quien habló conmigo durante una semana y llegó a la conclusión de que mi cabeza estaba perfectamente y lo único que necesitaba era ir a ver de nuevo a los fantasmas, los que tu padre y yo veíamos de niños en Tristano, dos ancianos que aparecían en plena noche en el Pabellón de Trofeos, se sentaban al lado de la chimenea, tomaban coñac, charlaban y contemplaban la luna hasta que el sol salía sobre el lago, y entonces se levantaban y se iban.
Gilby miraba fijamente a Roscoe.
—¿Veíais fantasmas?
—Desde luego.
—¿Hablabais con ellos?
—Les oíamos respirar. Se decían el uno al otro: «bisbis, bisbis, bisbis, bisbis».
—¿Qué significa eso?
—Es una charla de fantasmas.
—Mi padre nunca me habló de eso.
—Se lo guardaba hasta que fueses lo bastante mayor para apreciar a los fantasmas.
—Ya soy bastante mayor.
—Entonces te diré una cosa. Opino que tu padre muy bien podría estar allí, en Tristano, con esos fantasmas. Es la clase de lugar adonde van los padres cuando mueren, sobre todo un padre como el tuyo, a quien le gustaba hablar y pescar y era muy aficionado a los fantasmas. Uno de estos días los dos iremos allí y esperaremos a que los fantasmas salgan, y entonces nos sentaremos a mirarlos y escuchar lo que dicen. Y cuando salga el sol y los fantasmas se vayan a la cama, incluso podríamos pescar un poco. ¿Qué te parece?
—De acuerdo —respondió Gilby—. De acuerdo.
Ticky asentía, y cuando Roscoe se levantó, con evidente dolor, Veronica tendió al hechicero la chaqueta y el sombrero. Se sentía misteriosamente excitada por su presencia, algo nuevo que dejaba entrever que llegaría un día en que su matrimonio con Elisha habría terminado. No podía hablarle a Roscoe de ese sentimiento, porque ni ella misma lo comprendía. Era nuevo, inoportuno, y se sentía culpable por experimentarlo. Roscoe había afianzado la sonrisa de Gilby, pero el chico no estaba fuera de peligro sólo porque su estado de ánimo hubiera cambiado. Era posible perderlo, como ella había perdido a su tierna hijita Rosemary.
Veronica rodeó a Gilby con un brazo y lo estrechó mientras caminaban hacia la casa. Roscoe caminaba muy lentamente detrás de ella, la chaqueta colgada del hombro, el sombrero en la parte posterior de la cabeza, siempre cercano, siempre un enigma, tan dotado, tan audaz, tan tímido. A veces llegaba a la conclusión de que Roscoe era espiritualmente ilegal, un contrabandista del alma, una criatura mítica hecha de palabras, ingenio, actos temerarios y una memoria ilimitada. Veronica le miraba y veía un hombre con un espíritu inmenso, un hombre hecho para la pérdida, como ella era una mujer para la pérdida. Se volvió y le tomó la mano.
Cuando estuvieron en el salón principal de la casa y Gilby hubo subido al piso de arriba, ella tomó en las suyas las dos manos de Roscoe y, en pie bajo la luz bruñida de aquella singular tarde en Tivoli, acercó su cara a la de él y le besó en la boca como no lo había hecho a ningún otro hombre desde el Elisha de un ayer sensual. Roscoe, transformado de súbito en un budín de tapioca de metro noventa de altura, trató de recuperarse y se volvió audaz.
—¿Pasarás un día a solas conmigo? —le preguntó.
—¿Un día a solas? ¿Dónde?
—En Tristano. Te pido un día, no una noche.
—Hace falta medio día sólo para llegar allí.
—Podemos salir temprano y volver tarde. Un día largo. O, si quieres, podemos quedarnos, pero no es eso lo que pido.
—No estaríamos solos. En Tristano hay personal.
—Les vendaremos los ojos. ¿Estás poniendo impedimentos para evitar una respuesta?
—Tengo una respuesta.
—¿Cuál es?
—Quizás.
—Me aplastas bajo la carga de la esperanza. Ojalá pueda sobrevivir a ella.
Cuando regresaban al coche, Roscoe vio un cuervo, más negro y voluminoso que los cuervos que había visto hasta entonces, y hembra, cosa que dedujo después de que el ave se posara en una rama alta de un roble y de inmediato se abalanzara sobre ella otro cuervo grande y negro, que la montó. Entonces yacieron de costado en la rama y copularon. Roscoe detuvo el coche para mirar y se convenció de que el cuervo hembra sonreía. Podría haberlo tomado por un buen augurio, pero sucedía muy poco después del beso que había recibido, los cuervos eran negros como el pecado y estaban subyugados por la pasión. Eran los cuervos de la fornicación.
¿Qué esperabas, Roscoe, los azulejos de la felicidad?