Mujeres que ha conocido

Imaginad a Roscoe: viste su pijama a rayas verticales azules y blancas, el dolor abdominal a causa del accidente parece empeorar, aunque él procura hacer caso omiso e intenta dormir en la cama doble de su suite del Ten Eyck. Es cliente de un hotel y probablemente seguirá siéndolo durante el resto de sus días. No siente el menor anhelo de vivir en la montaña como Patsy o en una casa solariega como Elisha, aunque si Veronica jugara las cartas apropiadas podría convencerle de que viviera en la casa solariega. Es por naturaleza un invitado, no el anfitrión, aunque normalmente es él quien paga la cuenta. Jamás ha ansiado la permanencia que tantos desean, pero lo cierto es que aquí parece permanente, en una continuidad ilimitada, pues en estas habitaciones su padre pasó los últimos diez años de su vida, en estos mismos dormitorio, baño y salita de estar, aunque la alfombra es nueva.

La influencia de su padre es muy profunda en Roscoe, se revela incluso en sus nombres: Rosky, Ros, Rah-Rah (como le llamaba Gilby), diminutivos de Roscio, de Quinto Roscio, el actor cómico romano y amigo de Cicerón, «para que no te tomen por irlandés», le dijo Felix. Roscoe es abogado porque Felix adquirió su formación jurídica en el bufete de Peter Coogan pero nunca terminó sus estudios de Derecho. Se dedica a la política porque lo lleva en la sangre, y Felix, antes de su muerte en 1919, asesoraba con regularidad a Patsy, Elisha y Roscoe sobre cómo inventarse su papel de salvadores del Partido Demócrata de Albany. Es cierto que Roscoe, al convertirse en abogado, ha ido más lejos que su padre, pero no, jamás igualará la fama política de su padre, y la verdad es que nunca ha detentado un cargo público.

Incapaz de seguir durmiendo esta mañana, Roscoe se levanta de la cama y se queda varado entre sus posesiones, casi todo lo que tiene en el mundo: una estantería rebosante de libros, un escritorio rebosante de papeles, un armario rebosante de ropa, un mueble bar rebosante de botellas, más la prueba de que él existe en medio de una población que está fuera de su mente: fotos de sí mismo con Al Smith, Franklin Delano Roosevelt, Jimmy Walker, Harry Truman, Bing Crosby, Connie Boswell, Jack Whitney, Earl Sande, Sophie Tucker, Patsy, Elisha y Veronica; sobre la repisa de la chimenea, el cuadro de una pelea de gallos que le dio Patsy porque Flora no le dejaba colgarlo en su casa; sobre el sofá, un cartel con la imagen de Falstaff y el anuncio de una producción londinense de Enrique IV, primera parte, regalo de Elisha.

Al moverse, Roscoe descubre que su dolor está empeorando. Viene pero ya no se va, y se percata de que, una vez liberado de las obligaciones de la jornada, tendrá que apechugar con él. Es un malestar inconcreto en el estómago y el pecho que experimenta desde que recibió el golpe en el accidente de tráfico. Ocupa la misma extensión que la herida por arma de fuego que recibió durante la primera guerra mundial, razón por la cual Roscoe cree que la causa del dolor se encuentra en él: esto te lo estás haciendo tú, idiota.

En el pasado, cuando llegaba a esa conclusión, el dolor disminuía, pero ahora no. Especula con la posibilidad de que este dolor se deba a unos poderes fraudulentos muy por debajo de la histeria superficial que normalmente crea el dolor fantasma de Roscoe que desaparece cuando lo reconoce. Éste podría ser un nuevo elemento de su alma que se resiste a algún motivo inconsciente. Una explicación alternativa es que se trata de un dolor auténtico, y tan extraño que podría ser fatal.

Fatal.

¿El final de la inmensa vida que bulle en el cerebro de Roscoe? ¿Qué hará sin él el mundo inacabado? Se formuló este interrogante en 1918, cuando sufrió su primer traumatismo… el que debería haberte matado, Ros. Ahora tienes otra oportunidad de liquidarte.