Cómo se produjo la primera herida de Roscoe

En Albany, en el verano de 1917, Roscoe y Patsy se unen a la columna de ingenieros 102, formada por soldados exclusivamente voluntarios, perteneciente a la división 27ª de la Guardia Nacional de Nueva York, congregados para prestar servicio federal, salen de Albany hacia Manhattan, Spartanburg, Newport News para recibir instrucción hasta abril de 1918; suben a bordo de uno de los seis transportes en convoy con diez destructores, un acorazado, un cazasubmarinos, al que disparan submarinos alemanes, a uno de los cuales alcanzan, estalla y sale volando fuera del agua; instalan su campamento en Noyelles-sur-Mer y luego en Agenville y Candas, donde las bombas alemanas matan a diecisiete caballos de la columna de ingenieros; Roscoe y Patsy juntos en la misma carreta, pero ilesos, cuatro caballos en cada extremo de su nueva carreta, cuatro hombres en el centro, cada uno controlando dos caballos, Roscoe en cabeza en la silla del caballo izquierdo del tiro mientras avanzan, Patsy cabalgando con el tiro trasero, moviéndose entre el anochecer y el alba por carreteras bombardeadas, a través de pueblos en ruinas, Arques, Saint-Omer, los aviones alemanes siempre sobre sus cabezas cuando se aproximan al frente con municiones y víveres; hacia Cassel, en dirección a Bélgica, ingenieros gaseados por una larga ola, no perdáis esa máscara antigás, ningún civil en los pueblos en ruinas, la lluvia es constante, los pies y la ropa no se secan nunca, el agua penetra en las tiendas, la colchoneta sobre la que te tiendes empapada de agua, sucia de barro que rezuma, los alemanes por encima de tu cabeza, y entonces con Patsy en una iglesia francesa para escuchar la misa mayor que dice el padre Skelley de Cohoes, capellán de la división 27ª, la columna que transporta herramientas y vigas de hierro a la infantería para reforzar las paredes de las trincheras, más equipamiento para los ingenieros que reparan las carreteras a fin de que pueda pasar la artillería pesada; el campo de batalla dispuesto en líneas de trincheras, trincheras del frente, luego las trincheras de aproximación y las trincheras de reserva en la retaguardia, la infantería en cada trinchera, la primera línea avanza hacia el objetivo, la segunda avanza para reducir a los alemanes heridos o rezagados y traer a nuestros heridos, los muchachos hacen retroceder a los alemanes, que se mueven con rapidez, de modo que la columna regresa para recargar y se dirige de nuevo a la línea, se reparten botas de pescador, la columna bombardeada por un piloto que lanza las bombas desde la cabina; Roscoe y Patsy conocen a John McIntyre de Albany, que jugó de medio con Patsy en el Spartan de Arbor Hill, y que se dedica a recoger muertos y heridos, tarea peligrosa, porque los cuerpos podrían tener bombas adosadas; de nuevo a cargar munición, víveres, alambre espinoso, sacos de arena, vigas y grava para la construcción de trincheras, todas ellas infestadas, pero no hay que intentar librarse de los piojos con creosota, entonces una pausa y hay una gran multitud en misa y avanzamos de nuevo, temiendo el gas más que cualquier otra cosa, se produce una gran pérdida de animales, la carretera está tan bombardeada que ya no es una carretera, de repente estalla un obús y la metralla alcanza a Patsy en una pierna, lo trasladan a la retaguardia, descargas de la una a las cuatro de la madrugada y hay tanta luz como bajo las farolas eléctricas de las calles State y Pearl, todo el mundo espera un ataque de los hunos, hay demasiada quietud, cabalgamos durante toda la noche bajo una lluvia fría, sin comida y casi sin haber dormido, nuestras tropas se concentran en la línea del frente, el regimiento 106 de nuestra división 27ª efectúa el principal empuje, así que vamos a hacer horas extras. La columna ha avanzado en la línea todo lo posible, y esto es un matadero, salvo que en un matadero sacrifican a las vacas y aquí a algunos muchachos sólo los matan a medias, los campos cubiertos con tantos ingleses, alemanes y yanquis muertos que los pisas, tu carreta les pisa la cara, estamos muertos al cincuenta por ciento pero otros están peor, y un obús destroza nuestros cuatro caballos y la carreta, Dumas pierde el conocimiento, Llorón Walters sale despedido de su caballo y la carreta le pasa por encima de un brazo y una mano, el caballo regresa con Dumas muerto desplomado en el lomo, el caballo de Sammy Jones partido en dos por un obús, otro caballo ha recibido una dosis muy fuerte de gas, todo el mundo ha respirado un poco, Sammy ha vomitado dentro de la máscara antigás y se la ha quitado, Dios sabe qué será de él, todos están medio ciegos y no te mueves para que el gas no se extienda en tus pulmones, ahora sólo quedan dos en la carreta, Roscoe y Mike Ahearn de Worcester, las carreteras están minadas y transportamos munición, llevándola hasta tan lejos como puedan llegar las carretas, no hay manera de volver con esta lluvia, este barro, así que Roscoe y Mike cavan un hoyo de un metro de profundidad al lado de las paredes de un granero sin techo, hunden cuatro postes en la tierra y ponen una lámina de hierro ondulado como techo, utilizan una lata grande para encender fuego, no te quites las botas o te las robarán las ratas, arriba hay aviones enemigos, lo cual indica que la 106 todavía no se mueve, pero se difunde la noticia de que está a punto de comenzar un gran avance de yanquis, franceses, ingleses y australianos, y ahí llega la artillería británica con sus andanadas retumbantes para suavizar a los alemanes, nuestros proyectiles cargados de metralla, humo, gas mostaza, la primera vez que usamos ese gas, y entonces la 106 se pone en movimiento, avanza hacia las defensas de la Línea Hindenburg, que los alemanes consideran inexpugnable, y tal vez lo sea, una unidad yanqui avanza más allá del punto donde debía permanecer y esos yanquis son reprimidos por un nido de ametralladoras de los hunos y esperan, el regimiento australiano acude en su ayuda, y Roscoe piensa en sus compañeros que han volado por los aires, abatidos, gaseados, muertos de miedo o agotamiento cardiaco, y se tiende en el barro, cierra los ojos para poder permanecer despierto y, por un prosaico milagro, se duerme, o así lo parece, hasta que una bomba destroza la pared del granero y Mike Ahearn despierta llamando a gritos a su madre, él y Roscoe invadidos por una colonia de ratas negras que han salido del suelo del granero bombardeado, media docena de ratas correteando sobre Roscoe, una de ellas succionándole sangre del cuello, y él grita, rueda por el suelo, se sacude y las ratas se desprenden de él, pero no la que tiene en el cuello, una maldita rata como una tortuga mordedora, y Roscoe se tambalea, jamás ha experimentado un terror semejante, ni siquiera al gas mostaza, puro terror causado por la rata, e intenta golpearla con su fusil, pero el roedor sigue aferrado al hombro y el cuello, una maldita rata guerrera, no le dispares, Roscoe, o te herirás a ti mismo, y Roscoe se levanta y gira frenéticamente, deja caer el fusil, aprieta a la rata hasta matarla, pero no antes de que ella le haya mordido ambas manos, y entonces echa a correr, ha terminado con esta guerra, corre hacia la retaguardia, sangrando por el cuello, envenenado por la peste de las ratas y quizá muriéndose, huirá a Albany para restablecerse, jodidas ratas, requetejodidos este ejército y esta guerra, y corre, oh, cómo corre pero sin su rata y sin su fusil, Roscoe está perdido en la noche, y vuelve a lo que fue un granero, ¿es éste el camino de regreso?, pero todo es negrura hasta que una bengala de estrella ilumina el campo y ve que se halla en tierra de nadie, corriendo hacia el alambre de espinos de los alemanes, y llegará allí si sigue adelante, y salta al hoyo abierto por un obús, una ametralladora le dispara, probablemente ese condenado nido que todo el mundo quiere, y a la luz de otra bengala de estrella lanza una granada hacia la ametralladora y ésta le dispara, casi lo has conseguido, Ros, pero un australiano menudo encuentra el nido y da su merecido a los hunos hijos de puta, y Roscoe se levanta de nuevo y corre hacia su línea, sí, vuelve y recoge el fusil, esta vez va en la dirección correcta y los chicos le ven acercarse, pero lo que de verdad ven es un alemán loco que va hacia ellos en solitario (¡Eh, eh! No soy alemán, por el amor de Dios, ¡sólo soy Roscoe!), pero en la oscuridad Roscoe es un alemán que ataca, y le disparan, cae en su propia línea, habla, lo reconocen, y lo llevan sangrando a la trinchera y le preguntan: Roscoe, ¿qué diablos hacías ahí, tratabas de cargártelos a todos tú solo? Qué redaños tiene este tío, atrayendo el fuego enemigo de esa manera, perdona que te hayamos disparado, amigo, Roscoe desangrándose bajo la guerrera, y siente un dolor inconcreto en el pecho y el estómago, las mordeduras de la rata y una bala transformada en el malestar del desertor heroico.

Eran las 8.04 de la mañana y Joey Manucci estaría preparando el café de Roscoe en el cuartel general. Pero aquella mañana a Roscoe no le apetecía el café, ni siquiera cruzar la calle, y por eso le pidió a Joey que cogiera el coche y pasara por el hotel a recogerle. Roscoe diluyó un sobre de gránulos Bromo-Seltzer para el estómago, se comió las dos tabletas de Hershey de almendras que había comprado la noche anterior, lo único que pudo desayunar, y tomó el ascensor para bajar a la calle.

El calor ya era insoportable, un día para dormir a la sombra en la orilla de un lago o para holgazanear en una bañera llena de hielo. Roscoe, con la corbata desanudada y la chaqueta deportiva de pana en el brazo, le pidió al portero, Wally Condon, su informe sobre el estado de Albany aquella mañana («Se va al infierno, Roscoe, llegará allí a mediodía»), y entonces salió y se detuvo en la esquina de las calles State y Chapel para esperar a Joey y contemplar la ciudad que abría sus puertas: joyeros, camareros de cafeterías, repartidores de periódicos, estanqueros que bajaban toldos, barrían las aceras, limpiaban los cristales de las ventanas, hacían rimeros de periódicos, todos ellos preparando su rincón del universo para otra jornada de gran actividad. Al otro lado de la calle, las luces estaban encendidas en Malley’s, un establecimiento que los hermanos Malley abrieron como taberna, que luego fue bar clandestino y más adelante se transformó en un importante restaurante. Por allá venía Jake Berman, desde el South End y camino de su bufete en un edificio sin ascensor de la avenida Sheridan, donde, con una firmeza inquebrantable, defiende por muy poco dinero a todo aquel socialista que se vea atrapado en el sistema legal hostil, admirable penuria. Y Morgan Hillis, que va al banco State, un hombre que en su infancia tenía que usar un retrete en el exterior de su casa y ahora es vicepresidente y maneja las cuentas modestamente millonarias de los demócratas. Y Glenda Barry, la novia de Tierno Trainor, manicura en la peluquería del Ten Eyck, quien, cuando te corta las cutículas, lleva una bata blanca, recién almidonada y muy ceñida, que puede quitarse en ocasiones especiales. Y, mira por dónde, bajando por la calle State con ese paso agresivo que le caracteriza, Marcus Gorman, el abogado de Pamela, dejadle el paso libre al Poderoso Marcus, que le consiguió a Jack (Piernas) Diamond dos absoluciones sin recibir jamás un centavo por ello. Engañado por ese gañán. Pero esas absoluciones te llevaron muy lejos, tío.

—Buenos días, abogado —le dijo Roscoe a Marcus.

—Hombre, Roscoe. Tengo entendido que nos veremos más tarde, esta mañana.

—Sí, en efecto.

—Bieeen, pues bonne chance, muchacho.

¿Muchacho? Dos años más joven que tus crujientes huesos, arrogante cabrón republicano. Y a punto estuvimos de nombrarte congresista, pero la proximidad a Jack Diamond lo impidió. Por eso Gorman el Grande prosperó de otra manera, convirtiéndose en el Demóstenes de Albany, en el Gran Picapleitos de una serie ininterrumpida de delincuentes que siguieron a Diamond: Dutch Schultz, Vincent Coll, Pittsburgh Phil Straus, Pamela Yusupov.

Al contemplar los movimientos de esa miríada de criaturas que tan importantes eran en la ciudad (incluso las robóticas repeticiones de Ikey Finkel, el repartidor de periódicos, un hombre de cincuenta años que voceaba el periódico de la mañana), Roscoe sintió un acceso de depresión. Al cabo de una hora iría al cuartel general para dedicar un día más a rituales del partido que perpetuarían la hemorragia de su alma.

Joey detuvo el coche en la esquina, y Roscoe subió con dificultad y se sentó a su lado. Joey, que medía dos metros, apenas cabía en el vehículo. Roscoe era ancho, pero no tan alto. Los automóviles corrientes no estaban hechos para hombres de su envergadura, sobre todo para Joey, un verdadero gigante, la clase de gigante que desearías ser, Ros, un auténtico héroe militar por haber avanzado en solitario, después de que todos los miembros de tu pelotón hubieran caído, al ver a cuatro nazis que habían puesto a punto una ametralladora, por haberlos matado con su pistola y, luego, retener la posición hasta que llegaron refuerzos y capturaron a cuarenta nazis más, todo lo cual le valió a Joey la Medalla de Honor del Congreso. Ahora Patsy lo presenta como candidato al Senado del estado. ¿Qué hará Joey con un fajo de proyectos legislativos cuando ni siquiera entiende el menú del Ten Eyck y Roscoe tiene que leérselo? ¿Crees que la gente quiere un senador analfabeto? Y Patsy: ¿crees que alguien votará contra la Medalla de Honor?

¿Medallas? Roscoe tiene medallas. El mismo escaño del Senado que Joey ocupará pronto estuvo al alcance de Roscoe en los primeros años, después de que los demócratas se hicieran con el Ayuntamiento, y eso le habría acercado un paso más a la equiparación con los logros políticos de su padre. En aquel entonces, y durante unos minutos, Roscoe se sintió seguro como héroe, pues ni siquiera Patsy sabía que, después de que Ros se integrara en la columna de ingenieros, había trabajado en el cuartel general de la compañía y falsificado, con la caligrafía del capitán muerto, la mención que alababa la valentía de Roscoe Conway al atraer el fuego enemigo, una obra de ficción merecedora de un premio que le valió a Roscoe la Cruz de Servicios Distinguidos. ¿Fraudulento? Tal vez, pero lo cierto es que intervino en la peligrosa acción, lo cierto es que estuvo bajo el fuego directo enemigo en la línea alemana, y sus propios camaradas dispararon contra él y a punto estuvieron de matarle. ¿Tenemos que poner objeciones a los motivos? ¿Cuándo un héroe no es un héroe? Si un héroe cae solo en una trinchera, ¿produce un sonido heroico? Adivínalo.

Patsy estaba convencido de que la Cruz de Servicios Distinguidos le valdría a Roscoe un escaño en el Senado, pero Ros le dijo: gracias, Pat, pero preferiría no hacerlo. Pues por entonces el malestar se había instalado y Roscoe era otra bomba de relojería esperando a estallar con una publicidad vergonzosa para todo el mundo. Algo que el partido no necesitaba.

—¿Estás enfermo? —le preguntó Joey.

—¿Tengo aspecto enfermizo?

—Nunca diría tal cosa, y no me tomes la palabra, pero pareces un perro moribundo.

—Estoy enfermo, pero no tanto. Dejemos de hablar de eso y llévame a casa de Hattie.

Y Joey condujo el coche hacia la calle Lancaster, a la modesta casa de ladrillo desde donde Hattie Wilson dirigía su imperio inmobiliario: cuarenta y seis casas de huéspedes de tres y cuatro pisos, cuatrocientos cuarenta inquilinos cuyos alquileres Hattie cobraba personalmente, con excepción de los ocho edificios que hacían de burdeles, y cuyos alquileres Hattie recibía mensualmente en persona de manos de Mame Ray, mujer de Bindy McCall y madama supervisora de las ocho prósperas casas de putas. Algunos inquilinos de Hattie habían sido protagonistas de la historia negra: la señora Falcone, que llevó a su casa a dos vagabundos para que apuñalaran a su marido cincuenta y siete veces y que entonces se mudó del sótano de la casa de Hattie al corredor de la muerte en Sing Sing; una historia en la que también habían intervenido los visitantes de Jack Diamond, quien estaba acostado en una casa de Hattie en la calle Dove (la misma Hattie se encontraba en el sótano, atizando el fuego de la caldera, aquella mañana a comienzos de diciembre) cuando los muchachos subieron y dejaron seco a Jack.

La misión de Roscoe aquella mañana consistía en hablar con Mame Ray, pero no podía hacerlo por teléfono y, como los espías le vigilaban, no podía ir al burdel en pleno día, sobre todo antes del desayuno. La casa de Hattie era segura, y la misma Hattie, un almacén de chismorreos, pues sus inquilinos eran una muestra representativa de Las Tripas, la ciudad nocturna de Albany: camareros y camareras, ladrones de asueto, marginados y fugitivos de sus familias, borrachos medio solventes que aún podían pagar el alquiler, reinas sin madre, bailarinas hawaianas, prostitutas aficionadas y artistas de striptease, apostadores en las carreras de caballos que hacían todo lo posible por morir en la ruina, lavaplatos aspirantes a cocineros de comida rápida, chicas de vida alegre que aprendían lo necesario para ser profesionales. Y todos los incompetentes, impúdicos y haraganes que ponían la cabeza en su grasienta almohada cuando el sol también se levantaba sobre los tejados de Las Tripas. Una pregunta famosa en el vecindario era: ¿estás casado o pagas un alquiler a Hattie Wilson?

La gente decía que Hattie atesoraba dinero entre sus paredes, pero el último ladrón que intentó cerciorarse de eso apareció medio muerto en una zanja, cortesía de la patrulla nocturna, que protegía a Hattie y su imperio no sólo porque era la esposa de O. B., sino también porque era una excelente soplona para la policía y había sido un tesoro para el partido durante dos décadas, una fuerza convincente que el día de las elecciones hacía que cuatrocientas cuarenta personas votaran sin la compensación de un cheque, sin correo, sin calefacción ni agua en el garito hasta que votes como está mandado, como mandan los demócratas, y sabemos a quién votas.

Joey aparcó y Roscoe subió lentamente los escalones en la entrada de la casa de Hattie.

—Hasta caminas como un enfermo —dijo Joey, y tocó el timbre.

—Anda, calla y abre la puerta.

Entraron en el vestíbulo y Roscoe llamó a la puerta interior de Hattie.

—Abre —dijo—. Es una redada.

—A esta hora no podría ser una visita de cortesía —replicó Hattie desde el otro lado de la puerta, y entonces la abrió a Roscoe y Joey, con Bridget, su setter irlandés, a los pies.

Hattie tenía cincuenta y un años, llevaba una bata con flores estampadas, tenía el cabello prematuramente blanco y cortado a lo paje sin variación desde mediada la década de 1920, fumaba un Camel, como de costumbre, y las caderas se le estaban ensanchando un poco, aunque conservaba su cintura de ánfora, y, para Roscoe, incluso a primera hora de la mañana, era una mujer a la que merecía la pena mirar, como lo había sido desde la primera vez que se cruzó con ella en la fiesta de la victoria organizada por Patsy en 1919. Se habría casado con ella si no le tuviera tanta ojeriza al matrimonio y ella no estuviera ya casada; y ella siempre estaba casada, excepto durante breves pausas entre los «sí, quiero»: la novia perpetua, más lista que un marido, sobreviviendo a otro o dejándolo atrás y encontrando uno nuevo, siempre deseosa de esa alianza matrimonial, porque esa alianza significaba que así se concentraría en el hogar y no sólo en la cama. También significaba que no tenía otro sostén de la familia, pues ella ya había ganado todo el dinero que podría necesitar durante el resto de su vida, sino otro esclavo sentimental con el que cohabitar, la concentración en un solo hombre, aun cuando ella siempre había tenido media docena a la vista, no podía evitarlo, la pobrecilla, siempre había sido un imán para los hombres, un magnífico triunfo cuando la ganaban, la tenían, sin saber que era ella quien los tenía, que nunca podrían habérsela ganado si ella no los hubiera elegido primero entre la multitud, fiel a cada uno a su manera, sin ofender jamás al anterior o al actual, al margen de cuántos anotara en su tarjeta de puntuación; y Roscoe siempre estaba enterado de su actividad, de lo que hacía y de con quién lo hacía.

—Tienes razón de nuevo, Hat —dijo Roscoe. Hattie se hizo a un lado para que los dos hombres entraran en el salón, cuyo mobiliario, como gran parte de su vida, como Roscoe, era de segunda mano y hacía por lo menos una generación que había pasado de moda—. Enciende los ventiladores. En un día como el de hoy, hasta los perros abandonan la ciudad y se dirigen al agua. ¿Por qué no estás en el lago, Bridget?

La perra le lamió la mano. A Hattie le apasionaban tanto los perros como los maridos, y visitaba a los vecinos sólo para hablar de sus perros. Roscoe colgó la chaqueta del respaldo de una silla y se sentó en el sofá, ante uno de los ventiladores eléctricos de Hattie, esperando refrescarse.

—Pareces un tanto pachucho, Rosky —le dijo Hattie, y encendió los dos ventiladores.

—Ya le he dicho que parecía enfermo —intervino Joey.

—¿Tienes té helado? —preguntó Roscoe.

—En la cocina. Ve a prepararlo, Joey —dijo Hattie, y Joey abandonó la sala—. ¿Qué te pasa Rosky? Tienes mal color. Y estás resoplando.

—Al diablo con eso. ¿Sabes si alguien prepara una jugada contra las casas de putas?

—¿Alguien? ¿A quién te refieres?

—La policía, el gobernador.

—Creía que el año pasado os quitasteis de encima al gobernador.

—No está dispuesto a marcharse. Se acercan las elecciones.

—Lo único que he oído decir es que el negocio prospera desde el día de la victoria sobre Japón. Ahora que la guerra ha terminado, la gente puede pensar en otra cosa.

—¿No pensaban en ello durante la guerra?

—No me achuches. ¿Quieres que llame a un médico?

—Nada de médicos. Tengo demasiado que hacer.

—¿Alguien más a quien dar una paliza? Vuelves a salir en la prensa.

—Hay quien necesita que le den una paliza por su propio bien.

—Nunca cambias, Rosky.

—Cambio como una emanación de la naturaleza, querida. Cambio como un roble al que le brotan bellotas. Cambio como la leche batida, cambio como un nabo que se hace más grande, más redondeado y más gustoso sólo cuando ha hervido bien.

—Todavía pareces el muchacho al que conocí en la trastienda de Malley.

—Ese macho cabrío. Conocías a muchos como él. ¿Has llevado alguna vez la cuenta?

—No puedo contar hasta unas cifras tan altas, cariño.

—Si nos hubiéramos casado, estaría muerto, habría desaparecido como tus cinco primeros maridos. Eres una mujer letal, Hattie.

—Floyd aún vive, en el oeste. Me envía postales. Y O. B. se defiende.

—O. B. está vivo porque te ve con moderación. O. B. es inteligente. A Floyd no le he comprendido jamás.

—Floyd me hacía reír, me leía poemas, tocaba el arpa. Le compré una preciosa, de gran tamaño, y la tocaba todas las noches.

—Pero nunca jodías con él.

—No tenía necesidad de hacerlo.

—Ésa no era su preferencia.

—No podía tomarle en serio después de sorprenderle desfilando con mis medias y ligas puestas. Al marcharse se llevó un cajón entero de ellas. Y el arpa también.

—Tu figura todavía me da vértigo. Siento la necesidad de volver a tenerla entre mis manos.

—En el estado en que te encuentras, podría acabar contigo.

—¿Qué mejor manera de desaparecer? Mejor que la de Elisha. ¿Estarás dispuesta si vengo por aquí una noche?

—Si prometes no morirte encima de mí, te amaré como a un marido.

—Estupendo. Ahora necesito que me hagas un favor.

—Faltaría más.

—Llama a Mame y dile que venga. Muchos políticos pasan por su casa, y ella les afloja la lengua. No te refieras a mí por teléfono.

—Esto te tiene preocupado, ¿eh?

—Me pagan por lo que sé de esta ciudad, y lo que no sé me comerá las entrañas.

Hattie se acercó a la mesa donde estaba el teléfono, fuera del campo auditivo de Roscoe, y llamó a Mame. Joey volvió de la cocina con una jarra de té, tres vasos, un limón cortado, cubos de hielo y el azucarero. Faltaban las cucharillas, pero por lo demás era un logro notable. Hoy Roscoe no le pediría nada más.

Mame Ray tenía cuarenta años, era hija de una prostituta, se había criado en una casa de putas, había empezado a practicar en la pubertad, a los veinticinco era madama y aportaba al puterío una actitud que su hombre, Bindy McCall, explicó a Roscoe al comienzo de su relación con ella: «Es una tía degenerada, pero toda una tía».

Roscoe podía estar de acuerdo con esta apreciación, puesto que había trabado contacto intermitente con Mame durante tres meses antes de que Bindy se liara con ella, un salvaje trimestre de sexo melodramático que terminó cuando Mame invitó a espectadores de pago a observarles por una mirilla. Ahora Roscoe evitaba a Mame a menos que tuviera una razón para verla. La consideraba narcisista y un caldero de resentimiento, una maligna virago si la enojabas; sin embargo, también era una perspicaz administradora del negocio y de la gente, eficiente carroñera en mercados de comestibles y tiendas de baratijas en busca de dependientas pobres pero con buen tipo dispuestas a cederse en alquiler, una maga respecto a las texturas del deseo y la conversión de clientes incluso ocasionales en esclavos de su propia sexualidad. Cuando tenía poco más de veinte años era autónoma e itinerante, y luego fue la princesa de cada prostíbulo en el que se instalaba, en Nueva York, Hudson y, finalmente, Albany, en 1930, cuando Roscoe la encontró. Bindy, una vez que hizo de ella su pareja, se ocupó de que pasara menos tiempo en posición horizontal y más contando los ingresos de las ocho casas que le dio a supervisar, todas ellas en edificios de Hattie.

El principal burdel de Mame, el único edificio de Hattie que estaba fuera del distrito de las pensiones, era un antiguo restaurante de la época de la prohibición, en el West End de la ciudad, llamado primero Come On Inn y ahora el Notchery, y el dinero entraba a raudales. Sus dos primeros pisos estaban lujosamente amueblados para ser un burdel, y Mame vivía en el tercer piso, que estaba decorado con suma elegancia. También era el centro recaudatorio de los pagos que Bindy recibía de todos los burdeles de la ciudad, unas sumas que entregaba a Roscoe tres veces por semana en el cuartel general del partido, tras haberse llevado su parte, cada vez más grande, según sospechaba Patsy, y motivo de discusión entre los hermanos.

Cuando Hattie vio bajar a Mame del taxi, le abrió la puerta interior y regresó a su butaca. Mientras tomaba su segundo vaso de té helado, Roscoe miró a Joey, que jugaba un solitario en la mesita baja. Hacía trampa y, sin embargo, perdía. ¿Qué clase de senador era aquél? Mame cruzó la puerta abierta contoneándose, el cabello con una nueva tonalidad de castaño rojizo desde la última vez que la viera Roscoe, su seductora amplitud inalterada, con una falda de lino color canela y una blusa blanca. El rostro no era lo más agraciado de Mame: la nariz era un bulto, los ojos, demasiado pequeños, los pómulos, perdidos en la hinchazón de las mejillas, pero la boca y la astuta sonrisa ofrecían auténtica intimidad.

—Dios mío, Hattie —dijo, dejando la puerta entreabierta—, hace más calor aquí que en la calle. Sírveme un vaso de té, Roscoe.

—Yo también me alegro de verte, Mame —replicó Roscoe.

Hattie cerró la puerta y llenó un vaso de té helado para Mame, que se había sentado en el otro extremo del sofá ocupado por Joey.

—Hola, Mame —le dijo Joey.

—¿Cómo va eso, Joey?

Eso va tirando.

—Pues dale recuerdos de mi parte.

—Dejemos la cháchara profesional —dijo Roscoe—. Tenemos entendido que el gobernador podría hacer una redada por sorpresa y cazar a varias chicas.

—¿Cómo va a ser posible? —preguntó Mame—. Pagamos a todo el mundo, incluidos uno de los abogados del gobernador y un par de los mejores legisladores del estado.

—¿Has oído algún rumor?

—Pina ha dicho que los agentes han hablado con los chulos del South End, y ha mencionado que les interesaba la calle Division.

—Dime algo que yo no sepa.

—También están hablando con el Holandés, y Pina dice que conocen a un policía de barrio que acepta sobornos, ocho dólares a la semana.

—Ocho dólares. Un dato fantástico, pero no base suficiente para una redada. ¿Quién le dijo eso a Pina?

—No lo tomé en serio —respondió Mame.

—¿Quién pudo haber sido? ¿Cuándo fue?

—Anoche. Podría haber sido cualquiera.

—¿Tú y Pina trabajasteis anoche?

—Nunca cerramos.

—Todos los demás cerraron —observó Roscoe.

—Eso he oído decir.

—Ayer Patsy ordenó que se cerrara.

—Patsy, Patsy, Patsy. A la mierda con Patsy. La mirilla es para algo. Sólo entra gente que conocemos.

—¿Has dicho a la mierda con Patsy? —le preguntó Hattie.

—Eso he dicho. Hace años venía aquí, y entonces, de repente, se quedó en casa rezando el rosario. Creo que se le ha desprendido la polla. Espero que le haya pasado eso.

—Oh, Mame, Mame —dijo Hattie—. Has perdido la chaveta.

—¿Estás diciendo que Bindy no cerrará? ¿Las ocho casas funcionan?

—Sólo el Notchery —respondió Mame—. ¿Sabes cuánto dinero perdemos con siete sitios a oscuras? ¿De qué va a vivir el personal?

—¿Sabes cuánto habría que pagar para sacaros a ti y a tus chicas de la cárcel? ¿Los abogados, la fianza, untar a jueces que no controlamos, las apelaciones si condenaran a alguien? Esto sucede a nivel estatal, encanto, y las elecciones se acercan.

—No sería la primera vez que sufrimos una redada —dijo Mame—. No cambia nada, y luego volvemos al trabajo. Por Dios, Hattie, no soporto este calor. —Mame se desabrochó los botones de la pechera y se quitó la blusa. Llevaba un corpiño que le dejaba al descubierto gran parte de los senos.

—Tienes buen aspecto, Mame —le dijo Joey.

—No como más de la cuenta —replicó ella.

—¿Quieres ir al dormitorio?

—Gracias, Joey, pero nunca follo antes de comer.

—¿Me estás diciendo entonces que ahora Bindy trabaja por su cuenta? —preguntó Roscoe.

—¿No ha sido así siempre? —replicó Mame.

—Pensaré en ello —dijo Roscoe—. Entretanto, señora, te sugiero que vigiles muy bien tu mirilla.

Roscoe avanzó lentamente por el pasillo hacia el Tribunal Supremo cuando faltaba un minuto para las diez, con Veronica y Gilby a su lado. Por delante de ellos, reporteros gráficos de los periódicos de la ciudad disparaban sus cámaras, caminando hacia atrás mientras cargaban sus Speed Graphics. Mañana saldrás en primera plana, Ros. Mete esa tripa.

Cuando entraron en el tribunal, Roscoe hizo que Gilby diera un paso adelante, mientras él y Veronica recorrían juntos el pasillo, tal vez su única oportunidad de hacerlo, porque pensar en el pasillo de una iglesia era quimérico. Pamela y Marcus Gorman no habían llegado, pero el tribunal estaba medio lleno de público, sobre todo mujeres que habían ido a ver a Pamela, una mujer de la alta sociedad que tenía mala fama. Aquella mañana el Times-Union publicaba una historia condensada de sus matrimonios y escándalos, sus relaciones con millonarios, exiliados regios y gigolós caribeños, y destacaba la noche que pasó en la cárcel por destrozar la cara de una mujer con una copa de champaña, treinta y dos puntos de sutura, porque la mujer había insultado al presidente Roosevelt. Hay que reconocer los méritos de la diablesa. Sigue siendo demócrata.

—Aún no está aquí —le dijo Roscoe a Veronica—. ¿Ya sabes lo que vas a decirle?

—Que le arrancaré el corazón y se lo echaré a mis perros tal como ella lanza huevos duros a su caniche.

—Espléndido —replicó Roscoe.

Acomodó a sus clientes en la mesa de la defensa y examinó a los representantes de la prensa: Frank Merola, que se ocupaba de la sección de tribunales del Times-Union, una cara amiga, otra manera de decir que estaba en la nómina del partido y no sería hostil a un cliente de Roscoe, sobre todo a la viuda de Elisha; Bill Cooley, del Knickerbocker News, que también estaba en nómina, pero cuya información del caso podría ser menos amistosa, pues uno de sus jefes de redacción era republicano de nacimiento y moriría republicano, y también Vic Fenster, del condenado Sentinel.

Roscoe oyó a Pamela antes de verla, pues su volumen anunciaba la llegada de la gran dama. Llevaba un sombrero de ala ancha color lavanda, más apropiado para el hipódromo que para el tribunal, un vestido lavanda a juego y zapatos rojos. Sus medias de nailon tenían un brillo peculiar, distinto al que Roscoe había visto yendo de compras con Trish, y sin duda procedían del mercado negro de haute-couture.

—Qué segura me siento porque eres tú quien se ocupa del caso —decía Pamela al entrar, sonriendo a Marcus Gorman, radiante a su lado.

Se dirigieron hacia el tribunal, y Marcus saludó comedidamente, con una inclinación de cabeza, a su colega Roscoe. Pamela se detuvo para mirar a Gilby, sentado al lado de Veronica en la mesa de la defensa, y fue hacia él.

—Oh, Gilby, cariño, qué guapo estás. —Le tomó la mano y se la apretó.

—Déjale en paz —le dijo Veronica.

Pamela le hizo caso omiso y fue a la mesa donde aguardaba Marcus. Un alguacil entró en la cámara del juez y entonces George Quinn, el funcionario que anunciaba las órdenes del tribunal, declaró abierta la sesión, presidida por el honorable Francis Finn, todo el mundo en pie. Finn era un joven interrogante, pues, aunque debía su presencia en el tribunal al aval de Patsy, era Marcus quien había empleado su influencia para que ingresara en la Facultad de Derecho de Albany al terminar la enseñanza media, donde cursó el programa de postgrado, saltándose la licenciatura.

—He leído su petición, señor Gorman, y su respuesta, señor Conway —dijo el juez Finn—, y me parece que hay aquí unas cuestiones de hecho a determinar. ¿Están de acuerdo?

Miró a Marcus, muy formal con su traje azul oscuro y su corbata de un rojo apagado, que se puso en pie y habló con una circunspección desacostumbrada, pues la exuberancia, que no la modestia, era el sello distintivo de Marcus.

—No, señoría —respondió Marcus—, porque de lo que estamos tratando es del derecho de una madre, al amparo de la ley, de tener la patria potestad de su propio hijo. Veronica Fitzgibbon no adoptó legalmente a este niño, se trató tan sólo de un acuerdo de custodia temporal al que accedió una madre muy turbada cuyas circunstancias no le permitían educar al niño como ella deseaba. Pero ha triunfado sobre la adversidad y ahora reclama el derecho a tener consigo el fruto de sus entrañas, a fin de proporcionarle la educación que merece por parte de su verdadera madre. Y solicitamos que se le conceda de inmediato la custodia de su hijo, hoy mismo. —Dicho esto, se sentó.

—¿Qué dice usted a lo que acabamos de escuchar, letrado? —preguntó el juez a Roscoe.

Y Roscoe se levantó y contó el plan de adopción antes del nacimiento de Gilby, mencionó la ausencia de contacto entre la madre biológica y el niño durante tres años después del nacimiento y tan sólo ocho encuentros de la madre y el hijo durante los nueve años siguientes.

—Y así, Pamela Yusupov —siguió diciendo—, que entregó a su hijo con una gran expresión de alivio antes de que naciera, ha visto al muchacho solamente diez veces en toda su vida, incluidos el día en que vino al mundo y el de hoy. Sin embargo, quiere separarlo de su madre, quien, cuando mecía al bebé en sus brazos pocas horas después de su nacimiento, oyó decir a Pamela Yusupov: «¡Gracias a Dios, gracias a Dios que ya no soy madre!». Ahora esta madre desnaturalizada trata de arrancar a este niño de los únicos brazos maternos que siempre ha conocido. El chico no quiere dejar a la que para él es su madre, y sería trágico confiarlo, contra su voluntad, a la custodia de esta desconocida. Más aún, el único propósito de esta desconocida es obtener dinero de la herencia de su difunto esposo, que la repudió cinco años atrás, y que fue el padre de este niño pero nunca lo vio, ni una sola vez, en toda su vida. ¿Debería medirse el más profundo de los vínculos humanos, el que existe entre madre e hijo, por el beneficio económico que aportará? Sus demandados piden que se declare improcedente este juicio perverso.

El juez Finn sacudió la cabeza.

—No desperdiciemos el tiempo del tribunal, señores Gorman y Conway. La manera de resolver esto es mediante declaración jurada, y tenemos que escuchar al niño.

—Entonces solicitamos que la declaración se realice in camera —dijo Roscoe— a fin de que el entorno intimide menos al muchacho.

—Nos reuniremos de nuevo, en mi despacho, dentro de dos semanas —dijo el juez.

Cuando eran niños, Veronica había sido para Roscoe una avispada diosa, una criatura de cuerpo celeste con quien él tenía el modesto privilegio de relacionarse; pero luego ella se convirtió, oh, sí, en la suma sacerdotisa de la traición y los sueños corruptos, humana después de todo. Pamela era una Veronica frustrada, avispada y resuelta, la vulvácea criatura de cuerpo diabólico y pecaminosa audacia. Roscoe amaba la sangre que corría por las venas de las jóvenes hermanas, amaba su vitalidad y, por supuesto, su belleza. Que ambas eran bellas nadie lo ponía en duda. Cuando Veronica tenía diecinueve años y estaba a punto de casarse con Elisha, la fotografiaron en un salón blanco de su casa, con un vestido de noche blanco, de escote «palabra de honor», sin rastro de vulgaridad en los hombros desnudos, bajo una luz grisácea que le oscurecía la mano derecha y le daba un aura etérea. Cuando la foto apareció en revistas y fotograbados, fue la favorita de todo el mundo, y por ello Pamela, a los diecinueve años y a punto de contraer matrimonio con Roscoe, quiso que le hicieran una foto idéntica para demostrar que la imagen de Veronica no era un fenómeno singular, y demostró lo contrario. La foto de Pamela le acentuaba los huesos de los hombros y su postura curiosamente poco elegante, y Roscoe llegó a la conclusión de que, si bien trataba de mantenerse erguida para el retrato, su alma torcida la traicionaba. Ahora, veintinueve años después, allí estaba, en el tribunal de justicia, todavía desquitándose de las desigualdades genéticas.

Cuando se casó con Pamela, Roscoe disponía de unos ingresos modestos gracias a la fábrica de cerveza Stanwix de su padre, una empresa que databa de 1886, año en que Felix se la compró a John Malley, quien abandonó la fabricación de cerveza para venderla al por menor en el local que sus hijos convertirían en el mayor saloon de la ciudad. Dos años después eligieron a Felix primer alcalde de origen irlandés de Albany, y al día siguiente de la elección encabezó un desfile de doce carretas de Stanwix, cada una tirada por un doble tronco de caballos, a través de toda la ciudad, expresión de los beneficios que aguardaban a los taberneros que sirvieran cerveza Stanwix y ale irlandesa, las nuevas bebidas oficiales del Partido Demócrata, categoría que las cervezas conservaron incluso después de que destituyeran a Felix de su cargo por fraude, pues siguió siendo una figura poderosa dentro del partido, y la fábrica le enriqueció. El negocio también permitió conservar la regia posición de su esposa Blanche entre las Primeras Familias Irlandesas, aquel grupo social de élite con el que Felix no quería relacionarse, pues, como todo el mundo sabe, la clase social elevada convierte a los irlandeses en republicanos.

En 1899, cuando los republicanos perdieron el Ayuntamiento, la demanda de cerveza Stanwix cayó en picado, pero su calidad hizo que siguiera siendo popular, y en 1914 sus beneficios procuraron a Roscoe el dinero suficiente para moverse cómodamente en el círculo social de los Fitzgibbon, que incluía a las hermanas Morgan. Y fue en estas hermanas en las que se centró Roscoe, no en el dinero ni en la política. Cuando finalizó sus estudios de Derecho en Albany, le propuso matrimonio a Veronica Morgan, pero ella se casó con Elisha y la fortuna de éste.

Entonces llegó Pamela.

Roscoe contempló a Pamela, la demandante, que seguía siendo fotogénica para la prensa, el cabello, en esencia rubio, permanentemente teñido del color del whisky añejo. Pero su sonrisa había cambiado: dos incisivos se le habían torcido. Y aquel cuerpo tentador que él había presionado tantas veces, los dos montados en un trineo, en el baile, incluso cuando cortejaba a Veronica, había experimentado uno de los máximos temores de Pamela, el ensanchamiento de la cintura. En el banquete de bodas de Veronica, celebrado en el Club de Campo de Albany, Roscoe y Pamela habían observado a Honey Mills, una cincuentona de cintura ancha, el cabello como paja teñido de negro, hablando con tres hombres sentados en sillas frente a ella a los que ofrecía una prolongada exhibición de su muslo. Pamela comentó que una mujer fea e informe que hacía tal cosa acuciada por la necesidad era patética; pero entonces ella y Roscoe entraron en el penumbroso guardarropa, donde Pammy le besó y le concedió derechos de exploración. Despojado de una hermana, Roscoe tomó la otra. Cortejó a Pamela, fue con ella al centro de la ciudad, incluso a la Quinta Avenida en el tren de Nueva York, donde compraron sombreros, chaquetas, vestidos. Le hacía compañía cuando estaba triste, la llevaba al consultorio del doctor Warner cuando le dolía el estómago, un trastorno debido a veces a la regla, iban a cenar al restaurante de Keeler, a bailar en el Club Náutico y el Roof Garden de Hampton, y juntos fueron de vacaciones a Tristano, el gran campamento en las montañas Adirondack que Lyman empezó a construir en 1873 y que era el retiro favorito tanto de Ariel como de Elisha. Éste siempre había invitado a Roscoe, y éste siempre había aceptado, pues Veronica estaría allí.

Pero Pamela se convirtió en su principal interés durante aquella visita a Tristano, donde las fantasías sociales saturaban la atmósfera como el aroma de los pinos. Desde la cabeza de vía en North Creek, sólo se podía llegar en un carruaje tirado por caballos y luego en un vapor a través del lago. Tristano estaba aislado entre los somorgujos y los mapaches, los zorros, las águilas y los grandes búhos reales, y rodeado de alisos, piceas, cedros, pinos blancos y pinabetes. A primera vista, los veinticuatro edificios a lo largo de la orilla parecían el borde de una pequeña ciudad que se extendía infinitamente hacia atrás en las mil hectáreas boscosas de la finca. Y lo cierto era que bullía como una ciudad cuando los amigos de la familia y los sirvientes lo utilizaban plenamente. La vida en medio de aquel animado aislamiento, en la lujosa cabaña de troncos para personas riquísimas, hacía que cambiaran las expectativas del visitante. Lo que sucedía allí parecía una charada realizada por seres reales que se atenían a unas reglas irreales de consecuencias inverosímiles. Por ejemplo, Roscoe y Pamela solos en el suelo sobre dos abrigos de mapache a las cuatro de la madrugada, él proponiéndole matrimonio, que ella aceptaba, y luego llevándola de nuevo allí una vez casados.

Su luna de miel fue de romántica soledad ante la chimenea, largos paseos por los densos pinares, baños en las frías aguas del lago en la quietud de la mañana, y una conversación mordaz, nunca sobre el mañana, sino sobre cómo gastarían la abundancia del hoy. Mientras mira a Pamela en el tribunal, Roscoe recuerda aquel cabello de un rubio intenso cuando ese color era real, la evoca con un vestido de noche veraniego de un azul reluciente y la facilidad con que luego se lo quitó, recuerda cómo caminaba o se sentaba de manera provocativa y cuánto la amaba; pero ahora sabe que ese amor era independiente de Pamela, una consecuencia de su revoltosa capacidad de amar.

Después de que Veronica se casara con Elisha, Roscoe no pudo seguir amándola como antes, y por ello amó a Pamela en su lugar y ella le correspondió, y se casaron, hicieron el amor y volvieron a hacerlo, media docena de veces el primer día. Entre una y otra vez comieron lo que les preparaban los cocineros de Tristano: pescado fresco del lago, un faisán cazado por Kendrick, el leñador de Ariel residente en la finca. Bebieron poco para que el alcohol no embotara sus impulsos amatorios y embarcaron en el bote amarrado en la orilla del lago para buscar un paraje donde no les llegara ningún sonido. Sus vidas se volvieron elementales, centradas en el bosque, el agua, la cama y la creencia de que la vida tenía sentido, aun cuando su único propósito discernible era el amor, un amor fluido que Roscoe podía dar y recibir a voluntad. Y él lo amaba, amaba a Pamela, amaba el hecho de amarla, amaba a las mujeres, amaba al amor.

Al tercer día de la luna de miel, cuando se despertaron, Pamela experimentó un nuevo acceso de su dolor crónico. Comió frugalmente y dijo que no se dejaría vencer por aquel malestar. Pescaron desde la terraza del Pabellón de los Trofeos, y Roscoe estaba sacando del agua una pequeña trucha cuando vieron el vapor que surcaba las aguas del lago y fueron al embarcadero para recibir a los invasores. Ariel fue el primero en bajar del vapor.

—Ah, pequeños míos —les dijo a Roscoe y Pamela—. No contaba con encontrar a nadie esperándonos.

—Hoy es el tercer día de nuestra luna de miel —le explicó Roscoe.

—Cuánto siento molestaros.

—Pero somos nosotros los que molestamos en tu propia casa, Ariel —dijo Roscoe—. Elisha sabía que íbamos a venir. Me sorprende que no te lo dijera.

—Elisha y yo no nos hablamos —replicó Ariel.

Ariel destacaba en el embarcadero por la elegancia de su figura, con chaqueta azul y pantalones blancos, el bigote trazado a lápiz, un rubí ridículamente grande en el dedo anular de la mano izquierda y el abundante cabello de un blanco impoluto. No aparentaba los sesenta y ocho años que tenía, y causaba una sensación de madura dignidad totalmente inmerecida. Desde que Elisha le privara de sus poderes en la acería, había estado en perpetuo movimiento entre Albany, Manhattan, Miami, Saratoga y las cúpulas del placer europeas, nunca solo, dedicando por completo sus días a la feria hedonista en que se había convertido su vida en los últimos años. Ahora, mientras los sirvientes descargaban el equipaje de los recién llegados, Ariel presentó a sus compañeros de viaje, a medida que bajaban por la pasarela, a Pamela y Roscoe: Lamar Kensington, el ejecutivo de seguros que se había unido a él para apoyar el musical de Broadway Encore, maestro, un éxito que renovó las finanzas de Ariel después de que dejara la fábrica; tres bailarinas de Broadway, Billie, Lillie y Dolly, procedentes de otro espectáculo financiado por Ariel y Lamar que había sido un fracaso; dos jueces del sur del estado a los que Ariel presentó tan sólo como Jerry y Ted; el chófer de Ariel, Griggs, su cocinero personal, Philippe, y, desembarcando los últimos, su médico, Roy Warner, y su pechugona esposa, Estelle. Ariel veía a Warner o hablaba con él a diario para combatir sus diversas molestias, enfermedades y otros disfraces variopintos que la muerte adoptaba en su incesante persecución del alma y el cuerpo dolientes de Ariel.

—Oh, doctor Warner —le dijo Pamela al verle—, gracias a Dios que ha venido usted. Tengo unos dolores espantosos.

—No se encuentra bien desde ayer —explicó Roscoe al médico.

El doctor Warner, un cuarentón afable de mandíbula prominente, grandes orejas y una sonrisa perfecta para exhibirla junto a la cabecera del paciente, estrechó la mano de Pamela.

—¿El estómago vuelve a hacer de las suyas? —le preguntó.

—Mejora y entonces me vuelve a doler.

—¿Tiene las píldoras que le receté?

—Se me terminaron, pero hacía semanas que no las necesitaba.

—Le daré más cuando nos instalemos y abra el equipaje.

—Comeréis y cenaréis tarde con nosotros —dijo Ariel—. La fiesta es continua, ¿sabéis?

—Por supuesto —respondió Roscoe, que ya planeaba marcharse de allí.

Al cabo de media hora Roscoe, tras haber acompañado a Pamela hasta la casa de campo de los Warner, paseaba con Ariel bajo el ardiente sol de julio, ambos sin chaqueta. Se aproximaban a la casita suiza, el más elegante de los edificios secundarios, construido, como la vivienda principal, con torcido cedro y tosco abeto. En la pendiente cubierta de césped que se extendía delante, Billie, Lillie y Dolly tomaban el sol tendidas en la hierba, las tres en decúbito supino y desnudas con excepción de unas pequeñas toallas sobre la parte superior de los muslos.

—El paisaje de Tristano es demasiado exuberante —dijo Ariel, y saludó a las mujeres agitando la mano. Ellas le devolvieron el saludo, y Billie se quitó la toalla.

—Y cambia radicalmente de un momento a otro —replicó Roscoe.

—En tus circunstancias presentes no creo que necesites nada de esto, Roscoe, pero deberías saber que estas jóvenes son muy amistosas.

—Pero tengo una mujer muy amistosa.

—También tienes la reputación de que te gusta la diversidad, y es un alivio disponer de un exceso a mano para emergencias.

—No puedo imaginar que surja ninguna —dijo Roscoe—. ¿Cuál de esas criaturas excesivas te pertenece?

—No, no es así como se hace. Aquí no existe la propiedad.

—Dulce tierra de libertad. E pluribus unum.

—Tú lo has dicho.

Los excesos sexuales de Ariel habían distanciado a muchos, pero divertían a Roscoe. Desde su infancia le unía a Ariel una amistad de familia. Había sido doloroso verle dilapidar su dinero y debilitar la acería mientras se transformaba en un sátiro insaciable, pero el sueño adopta formas curiosas.

—Supongo que echas de menos la acería —le dijo Roscoe.

—En absoluto —replicó Ariel—. Le di cuanto tenía. Ahora estoy haciendo lo mismo por mí.

—Lamento el conflicto que hubo ente tú y Elisha —dijo Roscoe—. En la guerra entre padres e hijos no puede haber un vencedor, y en general uno acaba por mutilarse a sí mismo. Y Tivoli es distinto si tú no estás allí.

—Te has educado bien, Roscoe, y tienes labia. Creía que ibas a abrirte camino en la política, como tu padre.

—No estaba hecho para la vida pública.

—Nunca sabemos para qué estamos hechos. ¿Quién habría predicho que cambiaría mi establo de caballos por un establo de mujeres?

—Algunos podrían considerarlo una mejora.

—Eso mismo hago yo los días en que no pienso que me estoy muriendo.

—El sexo psíquico como antídoto de la enfermedad psíquica. ¿Te estás muriendo ahora?

—En este momento no, pero el día es joven.

—No vamos a atosigarte mientras estés agonizando —le dijo Roscoe—. Por la mañana nos habremos ido.

—No tengas prisa. Siempre hay sitio para dos más en Tristano. Cuantos más seamos, tanto mejor. Y el tiempo asignado al retozo se agota, Roscoe. Créeme.

Estelle Warner estaba sola en el porche del edificio principal, tomando algo que parecía ginebra, cuando Ariel y Roscoe se acomodaron en sendos balancines verdes. Nada más llegar, Lee, un criado oriental, se les acercó para preguntarles si deseaban tomar algo. Los dos hombres pidieron whisky, y Lee desapareció en el interior de la casa.

—¿Habéis dado un agradable paseo, Ari? —le preguntó Estelle.

—Pues sí. Las chicas están tomando el sol.

—Yo también lo he pensado —dijo Estelle—, pero el sol está demasiado alto. Me saldrían pecas donde no conviene.

—No tiene nada de malo que salgan pecas donde no conviene —observó Ariel.

—Te gustan esos lugares —dijo Estelle.

La mujer sonrió a Roscoe, revelando una dentadura tan claramente postiza que neutralizaba por completo el significado de la sonrisa. Su actitud, lo mismo que su pecho, estaba llena de vivacidad.

—¿Esperas al médico? —le preguntó Roscoe.

—Ahora está atendiendo a su paciente.

—Te refieres a Pamela.

—Oh, sí, Pamela. Hace mucho rato que están juntos.

—Lo sé. Yo la he acompañado a su consultorio.

—Hace que la acompañes, ¿eh? Él la ha tenido en sus manos desde que era quinceañera. La ha adiestrado.

—¿Ah, sí? ¿Qué quieres decir con eso?

—Le ha enseñado cómo se hace. A Roy le gustan las pollitas.

—Roscoe y Pamela están casados, Estelle.

—¿Casados dices? ¡Qué agradable! Tú y yo deberíamos celebrar una consulta matrimonial. Podríamos hacerlo aquí mismo, con una silla delante de la otra. Los sirvientes no se entrometerían nunca y Ari podría animarnos. ¿Sabes? Apuesto a que mientras hablamos Roy le está ajustando de nuevo la pelvis.

—Están de luna de miel, Estelle.

—¡Luna de miel! Ah, eso es muy picante… y el doctor visitando a domicilio a la recién casada.

Roscoe recordó la cara de Pamela el día que subió los escalones del porche con el doctor Warner. Era una media sonrisa, una máscara de alivio por la presumible desaparición del dolor, de retorno de la luz a su estado sumido en la oscuridad, pero también, en sus mejillas y labios, el tono encendido de la gratificación que él conocía muy bien. La fuerza de la mandíbula del médico, su sonrisa parsimoniosa, expresaban un triunfo sereno. «Llévame de regreso a la habitación, Roscoe», le pidió Pamela. «Todavía me siento un poco mareada. Necesito tumbarme.»

Cuando abandonaron el porche, Roscoe llegó a la conclusión de que nada de lo que Estelle sugería era cierto, y que actuaba así bajo los efectos de Tristano, que imponía su aura de fantasía. Una vez en su habitación, Pamela se entregó a Roscoe de inmediato, con ardor, y, aunque no pudiera confirmarlo, él entendió que no era la fantasía de Tristano sino la experiencia de recibir a un segundo amante quince minutos después de haber dejado al primero lo que llevaba a Pamela al éxtasis, que aquella pasión no procedía de ninguno de los dos actos amorosos sino de su putesca sucesión. Entonces Roscoe comprendió que ésa había sido la pauta de su amor desde que se unieron, que el amor de Pamela no se relacionaba con él más de lo que el suyo se relacionaba con ella, que ambos eran astutos maestros del estilo llevando a cabo un ritual sin amor que carecía de significado más allá del orgasmo. El significado destruiría el éxtasis. Ahora a Roscoe le pareció un placer repugnante, consumado por traidores. La vida sin traición no es vida.

Consumó el acto y entonces la dejó durmiendo, para que en el sueño se disipara su aversión. Salió por la puerta trasera del edificio principal, se internó en el bosque, enfiló el serpenteante sendero que conducía al cobertizo para botes, y cuando miró atrás, a la ciudad de Tristano, no pudo ver ningún aura de fantasía ni creer que jamás hubiera existido tal cosa. Tu única fantasía, Roscoe, es tu credulidad.

Desamarró la motora fuera borda y navegó casi hasta la otra orilla del lago. Agotado el combustible, el motor petardeó y se detuvo. Roscoe echó el ancla, se zambulló, recorrió a nado los últimos cien metros que le separaban del embarcadero y caminó hasta la estación de ferrocarril de North Creek. Con dinero mojado sacó un billete de regreso a Albany, donde el éxtasis era el amor imposible de Veronica, más dos docenas de ostras en el restaurante de Keeler.

—Siempre has sido una zorra malintencionada —le decía Veronica a Pamela en el tribunal—, pero hay que tener maldad para hacer algo así.

—Sólo quiero lo que es mío —dijo Pamela.

—Gilby no es tuyo y nunca lo ha sido. —Veronica se volvió para ver si el muchacho seguía tras la mesa, y bajó la voz—. ¿Sabes siquiera quién es su padre?

—Pues claro que lo sé.

—Tu querido ruso nunca lo aceptó.

—¿Qué quieres decir, Veronica? —inquirió Pamela, sonriente—. ¿Acaso tienes información secreta sobre el padre? Ponme al corriente, por favor.

—No te harás con el muchacho.

—Vamos a verlo, ¿no?

—No vas a ganar nada con esto, Veronica —terció Roscoe—. Pamela hará lo que quiera y nosotros le impediremos que se salga con la suya.

—Todavía babeando por ella —dijo Pamela—, como el pequeño y gordo Roscoe que siempre has sido. Y todavía tan insufriblemente listo. Pero sabes mejor que nadie lo que nunca tendrás y nunca serás. Me encanta lo mucho que eso debe de torturarte.

—Mi tortura terminará cuando abandones la sala, Pamela.

Gilby se levantó de su asiento y Pamela se le acercó.

—Estaremos juntos, cariño —dijo para que todos le oyeran, y le abrazó—. Te quiero y siempre cuidaré de ti.

—Ni siquiera me gustas —replicó Gilby.

Pamela se apartó de él.

—Te gustaré, querrás a tu madre. Recuerda que te quiero.

—No eres mi madre —dijo Gilby.

—No empeores las cosas —le dijo Roscoe a Pamela—. Vete a casa y clávate una daga en lo que te queda de corazón.

Roscoe vio que el semblante de Pamela reflejaba rencor puro, necesidad malévola. Elisha estaba en lo cierto: aquella mujer estaba desesperada y haría cualquier cosa por lograr su objetivo, pero, a pesar del juicio, su objetivo no era necesariamente la custodia de Gilby. Así lo confirmó al susurrarle a Veronica: «Niño sabio es el que conoce a su padre».

Roscoe estaba sentado en la Sala Sadler del restaurante de Keeler, bajo un grabado con doce monjes felices, gordos y viejos a los que seis monjes hoscos, delgados y jóvenes servían una opípara cena, obra de W. Dendy Sadler. Cuando comía, Roscoe se identificaba con los monjes gordos. De las paredes de la sala pendían docenas de otros grabados de Sadler que representaban a caballeros ingleses y a alguna que otra mujer, todos ellos dieciochescos, siempre en escenas de celebración o ritual, pensativos o afligidos, entre comida y bebida. Roscoe sumergió una galletita salada en la salsa rosa, cuando ya había tomado buena parte de su segunda botella de espléndido Cheval Blanc y cinco piezas de la segunda docena de ostras. ¿Pediría una tercera docena? Lo pensaría, pues tal vez aquélla iba a ser su última comida en el mundo civilizado. Entonces dejó de lado las ostras para reflexionar sobre la noticia que acababa de darle O. B., que estaba sentado al otro lado de la mesa con Mac. El olor de hamamelis, la loción de O. B. para después del afeitado, mezclada con el aroma de la salsa rosa, no era una fusión muy agradable. Tampoco la noticia lo era: al Holandés, cuyo verdadero nombre era Vernon Van Epps, un chulo que trabajaba en un club nocturno, lo habían encontrado muerto en su piso situado encima del club, el Double Dutch, en la Avenida Hudson.

—Una veintena de cuchilladas, en la espalda y el pecho —dijo O. B.

—No sabes cuánto me alegro —replicó Mac.

—No te alegres en voz demasiado alta —le sugirió O. B.

—Era un bicho repugnante e inútil —dijo Mac—. Deberían enterrarlo en mierda de cerdo.

—No le tenías mucho afecto, ¿eh? —terció Roscoe.

—Era un puñetero y gordo pelele —respondió Mac.

—Sigue así y acabarán acusándote de su asesinato —le advirtió O. B.

—¿Qué te hizo, Mac?

—Sacó a la chica de Mac de la calle y la puso a trabajar en su bar —explicó O. B.—. Entonces dejó de ser la chica de Mac.

—¿Te refieres a Pina? —inquirió Roscoe—. ¿Giuseppina?

—Pina —dijo Mac.

—Es una prostituta —observó Roscoe—. Hace la calle desde que la conozco.

—Cierto, pero vino a casa conmigo —replicó Mac.

—Conmovedor —dijo O. B.—. El Holandés informaba a la gente del gobernador. Probablemente les habló de los sobornos de la calle Division. La policía lo encontró muerto.

—¿Quién dijo que informaba?

—Un agente de paisano, Dory Dixon. Es inspector y estaba investigando. Nuestro policía de barrio, Eddie Miller, vio coches patrulla de la guardia estatal y nos llamó. Bajé y vi que había guardias en la puerta del Holandés. «Un momento», les digo, «esto todavía es Albany. ¿Quiénes diablos son ustedes para apostar guardias sin consultarnos?». Dixon dice que alguien ha matado a su confidente. «Puede que sea así», replico, «pero lo han matado en mi ciudad, y desde ahora mismo la investigación depende de mí, mi juez de instrucción se encarga del asunto, y el juez, como usted bien sabe, puede detenerle si está de mal humor, de modo que sea buen chico, diga a sus guardias que se larguen y le dejaré asistir a la autopsia». Dixon echaba chispas, pero retiró a los guardias. Llamé a Nolan, y éste bajó y envió el cadáver a Keegan.

—Probablemente piensen que hemos sido nosotros —dijo Roscoe.

—No me sorprendería —replicó O. B.

—No hemos sido nosotros, ¿verdad?

—Que yo sepa, no —respondió O. B.

—¿Se lo has dicho a Patsy?

—No he podido encontrarlo. Por eso he venido aquí.

—Ha ido a una pelea de gallos en Troy. Él y Bindy se ocuparán del asunto.

—¿Quieres que vaya a decírselo?

—Iré yo —dijo Roscoe—. Pensaba ir al hospital después de comerme las ostras.

—Esas puñeteras enviarían al hospital a cualquiera… ¿Cómo has dicho, al hospital?

—Por los dolores del accidente. No desaparecen.

—Entonces ve al hospital. Anda, ve, y yo buscaré a Patsy.

—No, quiero ver a Patsy y Bindy para hablar de esto.

—¿Quieres que te lleven a Troy? ¿Quieres un coche?

—Bart va a venir para llevarme al hospital.

—¿Dónde está Manucci?

—Fue a Nueva York en busca de Alex. ¿Tienes alguna idea de quién lo ha hecho?

—Cualquiera puede acuchillar a un macarra —respondió O. B.

—Es necesario acuchillarlos —dijo Mac.

—Quienquiera que haya sido le conocía muy bien. Estaba en la cama, desnudo.

—¿Habéis encontrado el arma?

—Hemos encontrado muchos cuchillos limpios —dijo O. B.—. En su cartera no había dinero. Habían registrado el piso de arriba abajo. Debía de tener cinco mil fotos pornográficas.

—Le roban y apuñalan —comentó Mac—, y muere desnudo, hecho un guiñapo, lleno de agujeros y cubierto de sangre. Me gusta.