Corazón doliente

La aguja penetró lentamente en el cuerpo de Roscoe, y el cirujano tiró del émbolo mientras empujaba a través de la piel y el músculo hacia el pericardio, la membrana que envolvía el corazón del paciente.

El monitor cardiaco y una bombona de dióxido de carbono para reanimación estaban al lado de Roscoe, que permanecía sentado en una camilla y atado con correas. A consecuencia del taponamiento, los datos del monitor eran peligrosos: pulso paradójico, tensión venosa alta, tensión arterial baja, sonidos del corazón amortiguados. El cirujano, temeroso de un paro cardiaco, había reaccionado con celeridad salvadora después de que Patsy y Bart Merrigan llevaran a Roscoe a la sala de urgencias. Ahora el cirujano dirigía la aguja a la incisura yugular del esternón, su ruta anestesiada mediante lidocaína pura al uno por ciento, y mientras penetraba con dificultad en el correoso y membranoso pericardio, seis centímetros dentro del cuerpo tras el esternón, el agudo dolor se intensificó en el pecho de Roscoe y éste se puso a gritar.

—Muy bien —dijo el cirujano—. Lo hemos alcanzado. —Y retiró la aguja unos milímetros, hasta que cesaron los gritos. Entonces tiró del émbolo, extrayendo sangre del pericardio—. Ya está.

Después del accidente que sufrió Roscoe, cuando le hicieron una radiografía no detectaron lesión alguna ni en el esternón ni en las costillas, y tras su desmayo en el local de Fogarty los rayos X no mostraron ninguna variación del tamaño o la forma del corazón; tampoco era probable un fallo cardiaco por congestión. El cirujano se inclinó por la pericardiocentesis, es decir, la aguja, y mientras aspiraba la sangre con la jeringa explicó que la causa podría ser un aneurisma provocado por el trauma del accidente, tal vez con hemorragia, curación y otra espectacular hemorragia, y sólo si le abrían, una acción peligrosa, sería posible confirmar ese diagnóstico.

Aunque estaba sedado, Roscoe encajó la cháchara quirúrgica con cierta inquietud. Nada llama tanto la atención de Roscoe como la perspectiva de su propio funeral, sobre todo cuando está ideando los Anales Dorados del Partido que se propone dictar uno de estos días: la historia de Elisha, de Patsy, de Veronica, de Hattie, de todos nosotros, cómo hicimos lo que hicimos, qué ha sido de nosotros y qué ha significado, incluida nuestra fraudulencia, una herramienta dorada, pues ninguna de aquellas vidas podría haber sido vivida sin ella, algo que Roscoe descubrió en la escuela primaria de los Hermanos Cristianos, cuando, con una precocidad excesiva, hizo un examen perfecto y seguidamente una brillante redacción y le acusaron de engañar, aunque el hermano William, conocido como Knocko, no pudo concretar el modo del engaño. Todo lo que pudo decir fue que Roscoe, aquel niño distraído que quería estar en el bosque con los pájaros y demás fauna más que en el aula, no podía haber escrito aquello de ninguna manera. Knocko, tan conocido por sus palmetadas y sus capones, y que jamás alentaba a sus alumnos a que fuesen más listos que él, hizo lo necesario para demostrar que Roscoe era un fraude, sometiéndole a un segundo examen. Roscoe, que podría haber repetido su perfección, o haberse aproximado mucho a conseguirlo, prefirió escribir unas repuestas ineptas en el segundo examen, suficientes para aprobar pero no para sobresalir (Magallanes zarpó de Irlanda para dar la vuelta al mundo), y Knocko, más los padres de Roscoe, a quienes convocaron para hablar del asunto, sonrieron ante su logro. El chico es normal, de una sana mediocridad. No vamos a encausarlo por una pecaminosa superioridad. Eso ya le ha pasado a más de uno. Se desenvolverá bien.

Así pues, Roscoe tuvo gran éxito como tramposo. Desde luego, sabes cómo ascender en el mundo, Ros. Un año después, se lo confesó todo a su padre, y Felix estuvo tan orgulloso de su hijo que le compró un rifle.

Por supuesto, este acontecimiento figuraría en los Anales de Roscoe, que obedecían a una sola disposición: no dejar nada fuera, incluido el viejo señor Considine, el guardián de la Escuela Cinco, a la que asistió Roscoe antes de que su padre lo matriculara en la escuela elemental de los Hermanos Cristianos para que le inculcaran disciplina. El señor Considine se ocupaba de la caldera, barría los pasillos y por la mañana abría las puertas a los alumnos. Su bigote blanco parecía una brocha, y llevaba una chaqueta larga y un sombrero que habían estado de moda en los tiempos de la guerra civil, una reliquia, tanto como el propio señor Considine, un hombre cuya vida dependía de la política y que, poco después de que los republicanos se pusieran al frente de la ciudad en 1899, falleció. Señor C., echábamos de menos su amable paciencia con los chicos rebeldes, echábamos de menos su gran manojo de llaves, la dificultad con que caminaba, el dedo índice que le faltaba, su nariz aguileña. Para Roscoe, el señor C. encarnaba a todos los hombres que dependían del viento político predominante, y, con el cambio del viento, llegó la ociosidad y la vergüenza de estar sentado en los escalones a la entrada de su casa, confiando en el subsidio de desempleo. Esta vulnerabilidad se grabó en la memoria de Roscoe, un principio sobre el cual él, Eli y Patsy fundaron el partido. Si eres vulnerable al capricho, podemos ayudarte, pero si no estás con nosotros, eres vulnerable a nuestro capricho.

Al atardecer del día en que le practicaron la pericardiocentesis, con cincuenta mililitros de líquido extraídos del interior de la membrana y con un catéter inserto para prolongar el drenaje, el dolor y el malestar general de Roscoe se redujeron de manera espectacular, y recibió la primera visita: Alex, delgado y con uniforme militar, un soldado raso de primera clase.

—Alex, muchacho —le dijo Roscoe—, has vuelto, pero, por Dios, qué flaco estás.

—Seguramente, Roscoe, pero no podría decirse lo mismo de ti.

—Y dale, una vez más. No tienes ningún respeto hacia tus mayores.

—¿No he venido a verte? ¿Antes que a mi esposa y a mi madre? Quería charlar contigo antes de que te murieras con el corazón hinchado.

—Ay, qué caritativo eres.

—¿Estás bien o no? Tengo entendido que estabas en una pelea de gallos y te desmayaste al ver la sangre.

—Un análisis perfecto. Demasiada muerte en mi vida. Una mortalidad paralela. Así que me han atravesado el corazón para aliviar el dolor. —Se alzó la camisa para mostrarle el catéter a Alex—. Este tubo está aquí para que puedan pincharme de nuevo.

—Diles que le pongan un grifo y extraigan la grasa.

—Una sugerencia compasiva.

Alex medía dos metros, solía ser el hombre más alto en cualquier reunión, y el nacimiento de su cabello había retrocedido desde que se marchara. De su padre tenía la nariz romana y aquella manera relajada de mover el cuerpo desgarbado; esa célebre sonrisa castigadora era un rasgo suyo. En la camisa lucía una hilera de condecoraciones militares: la medalla de Buena Conducta, medallas por buena puntería, la condecoración del teatro de operaciones europeo con las estrellas de tres batallas, la mención presidencial a la unidad por el valor demostrado en la batalla de las Ardenas, la Insignia de Combate de Infantería y el Corazón Púrpura, condecoración con la que se distinguía a los heridos de guerra.

—No sabíamos que te habían herido —comentó Roscoe.

—Una herida muy leve. Ahora te dan el Corazón Púrpura por un simple padrastro.

—Cuéntame tus anécdotas de guerra —le pidió Roscoe—. Anímame.

—No he hecho nada. No he ido a ninguna parte.

—Por eso te han dado todas esas medallas.

—No son medallas, son recuerdos.

—¿Cuándo te hirieron?

—Al atardecer.

—¿Dónde te recogieron?

—En una colina verde medio cubierta de nieve.

—¿Pudiste quedarte con la bala?

—No fue un disparo. Me desgarraron los dientes de un perro que se me echó encima.

—Fascinante. Cuando me levante de esta cama, celebraremos una fiesta con Patsy y todos tus amigos. Como en los viejos tiempos. La gente querrá conocer la anécdota del perro, y hace tiempo que no montamos una juerga que dure toda la noche.

—No, nada de trasnochar.

—No me digas que has dejado la bebida.

—En absoluto.

—Pero has dejado de buscar al Espíritu Santo en las tabernas.

—Eso creo.

—El ejército te ha echado a perder.

—La verdadera cuestión es: ¿quién te ha echado a perder a ti, mi corpulento amigo?

—Ah, yo. Aún no era consciente de que me había echado a perder. El esfuerzo por llegar, claro.

—Pues ya has llegado, amigo mío. Aquí estás tendido boca arriba, con el organismo estropeado a causa de un exceso espantoso. Eres una estupenda ruina, Roscoe. Deberíamos registrarte como monumento histórico al que es preciso apuntalar.

—Vaya, el ejército te ha dotado de una lengua viperina. Pero te perdono tus calumnias. Lo único que deseo es elegirte de nuevo.

—En eso estoy de acuerdo. Lancemos la campaña en vez de organizar una fiesta. ¿Qué me estás preparando?

—Tendrás una conferencia de prensa, vestido de uniforme, en el ayuntamiento, y alabarás a todo el mundo por lo bien que han hecho las cosas en tu ausencia. Les dirás que vas a pavimentar las calles y mejorar el suministro de agua. Alabarás el trabajo de Karl como teniente de alcalde por el acierto con que gestionó nuestra crisis del carbón. Dedicarás el Cuadro de Honor del distrito Noveno a la memoria de todos los muchachos del North End que sirvieron a la patria. Pop O’Rourke lleva meses pidiéndome que deposites la corona de flores.

—¿Pop sigue vivo?

—No quiso dar por concluido el Cuadro de Honor hasta tu regreso.

—¿Y qué me dices de mi contrincante, Jason Farley?

—No lo menciones. Déjale que se busque su propia publicidad. Ahora que sabemos que te hirieron, lanzaremos una indirecta y dejaremos que la prensa te interrogue. Serás modesto y no hablarás de ello.

—Es que no vale la pena hablar de ello.

—Muy bien. El misterio realzará tu mito.

—¿Eso es todo?

—No, está Divino LaRue. ¿Te acuerdas de Divino? Todavía no lo sabe, pero planeamos presentarlo contra ti por una línea independiente, tal vez la lista de la Flatulencia. Patsy quiere un tercer candidato.

—¿Por qué?

—Para diluir a la oposición. El motivo habitual.

—¿No es eso lo que yo debo hacer? ¿Quién necesita un tercer partido?

—Has estado ausente, muchacho. Los ataques del gobernador nos han valido mucha tinta en los periódicos.

—Déjame suelto y conseguiré mucha tinta.

—No lo dudo, pero así es el plan de Patsy. Quiere humillar al gobernador con cifras. Habrá guardias estatales en todos los colegios electorales, buscando infracciones. Los hemos demandado para que no lo hagan, aduciendo que intimidarán a los votantes, pero si no nos imponemos, intervendrán en nuestro control de los votos.

—Pero Divino LaRue… ese tipo es un chiste malo.

—Sí, el chiste malo de Patsy. —El tono de Roscoe se volvió serio—. ¿Ya no te ríes de los chistes de Patsy?

—Desde que lo planteas así…

—Sigue siendo la manera de plantearlo en esta ciudad, Alex. La próxima vez no te ausentes durante tanto tiempo.

Alex se miraba los zapatos en silencio.

—Háblame de mi padre —dijo finalmente—. Joey sólo me ha dicho que fue algo repentino.

—Es cierto. Estaba más enfermo de lo que se creía. Su corazón tenía el doble del tamaño normal. Me dijo que iba a jubilarse, pero no pensé que fuera por motivos de salud. Parecía estar bien. Tenía otro conflicto, pero eso no explica lo ocurrido.

—¿Qué conflicto?

Roscoe cerró los ojos y se restregó ambos párpados con el pulgar y el índice, un gesto de ocultación. No era posible dejar de decir lo que debía decirse. Dilo, Roscoe.

—Escucha, Alex. Tienes que saberlo. Tu padre puso fin a su vida. Tomó una dosis enorme de hidrato de cloral.

El semblante de Alex no se alteró ante la revelación de tales hechos. Parecía como si, por detrás de su adusta mirada, tratara de encontrarles la lógica.

—¿Por qué lo hizo? —planteó Roscoe—. Ésa es la pregunta evidente que me estás haciendo. Parece un acto sin un objetivo, pero ése no era el estilo de tu padre. Si existe una clave para explicar por qué lo hizo, la encontraremos. La pérdida que habéis sufrido tu madre y tú es muy grande. No recuerdo haber pasado nunca por semejante trago.

—¿Estaba deprimido?

—De ser así, no se le notaba. Celebramos juntos el día de la victoria sobre Japón, y esa noche estaba bien. Tuvimos un pequeño accidente de coche y sufrió un golpe en la cabeza, nada grave.

—Debes de tener alguna teoría.

—Quemó unos documentos, pero no sabemos por qué lo hizo. Podría estar relacionado con la investigación de la organización ordenada por el gobernador. Tu tía Pamela también tiene algo que ver. Ha puesto un pleito a tu madre por la custodia de Gilby. Ha declarado por primera vez en público que es su madre y el juicio ya está en marcha. Hace unas semanas tu padre habló con ella del asunto. Él lo consideraba una maniobra para sacar dinero, pero no sé hasta qué punto eso pudo afectar a su conducta.

—¿Por qué diablos Pamela hace tal cosa? —preguntó Alex, los labios tensos y blancos—. ¿Qué le pasa?

—Algún día me tomaré una semana libre y te lo explicaré.

—Pero Gilby fue adoptado.

—Sí, y ella lo dio en adopción, de manera anónima. Yo redacté el acuerdo, que no era exactamente una adopción. Tu madre y yo viajamos a San Juan para recoger a Gilby y traerlo a casa.

—Qué infame es la condenada.

—Podemos esperar que la justicia falle en su contra. Deberías hablar con Gilby sobre el juicio. Me dijo que ya no eras su hermano. Fue un momento difícil, pero creo que lo ha superado.

—¿A qué viene eso de que Pamela busca dinero?

—Puede que esté haciendo chantaje a la familia —respondió Roscoe—. No me gusta sacar esto a relucir, pero es posible que amenace con decir que Elisha era el padre de Gilby. ¿Se te había ocurrido alguna vez?

Alex echó la cabeza atrás y resolló.

—Dios mío, ¿y qué más?

—¿Se te había ocurrido?

—Nunca.

—Pues a tu madre y a mí, sí, pero no lo creo.

—Claro, tampoco yo lo creo.

—Eso no impedirá que Pamela amenace con divulgarlo.

—Esa zorra, esa zorra asquerosa.

Estaba pálido de furia. Roscoe no recordaba haberle visto jamás una expresión tan furibunda. Una enfermera entró en la habitación para comprobar los signos vitales de Roscoe y Alex se levantó. Se sacó la gorra que llevaba sujeta bajo el cinturón y se la puso.

—Bienvenido a casa, soldado —le dijo Roscoe.

—Puede que me quede en el ejército —replicó Alex.

Después de que Alex se marchara, un desfile de visitantes pasó por la habitación de Roscoe. Hattie le trajo media docena de panecillos azucarados y untados con mantequilla. Trish le mostró su nuevo sujetador y le propuso que se trasladara a la suite de su hotel, donde ella le cuidaría. «Gracias, Trishie —le dijo Roscoe—, eres muy amable, pero preferiría que unos lobos cuidaran de mí.» Joey Manucci volvió tras haber acompañado a Alex a su casa y le trajo los periódicos sensacionalistas de Nueva York, cuatro tabletas de Hershey y la noticia de que Bart mantenía a Patsy informado de la acción en el cuartel general y que más tarde iría a visitarle.

Roscoe también recibió un telegrama de Cress, su hermana soltera, que aún vivía en el hogar de la familia Conway, un edificio de ladrillo en la calle Ten Broeck. «Querido Roscoe —le decía—. Me han dicho que estás enfermo de varicela. ¿Sabe tu médico que la tuviste de pequeño? No puedes padecerla dos veces. Probablemente tienes otra cosa. No dejes que los médicos te engañen.»

Y entonces, al fin, se presentó Veronica con un vestido veraniego rosa, zapatos y collar del mismo color y un brazalete a juego, y le trajo un florero lleno de orquídeas jaspeadas de rosa, procedentes del invernadero de Tivoli. Besó a Roscoe en la mejilla, aumentando su tensión sanguínea, y luego se sentó en una silla delante de él y cruzó sus bonitas piernas.

—¿Qué te han hecho? —le preguntó ella—. Nadie lo sabe con precisión.

—Me han clavado una aguja en la membrana que rodea el corazón para extraer sangre, y es posible que vuelvan a hacerlo. Si eso no funciona, me abrirán el tórax y coserán la herida del corazón. Y si eso tampoco funciona, les he dicho que me degüellen. No siento dolor y, ahora que te veo, mi placer es desbordante. Pero sólo tratar de sentarme en la cama es como si corriera tres kilómetros.

—¿Cuándo te darán el alta?

—Cuando me encuentre mejor.

—¿Quién cuidará de ti? ¿Quién te alimentará?

—Contrataré a una enfermera. Y recurriré al servicio de habitaciones.

—Eso no puede ser. Vendrás a Tivoli. Los criados y yo cuidaremos de ti hasta que te repongas.

—Tivoli —dijo Roscoe.

—No discutas conmigo —le pidió Veronica.

—¿Quién está discutiendo? —replicó Roscoe.

Cuando el dolor hubo desaparecido por completo, una vez retirado el catéter, el médico le dijo a Roscoe que podía irse a casa, pero en silla de ruedas, pues tardaría en recuperar las fuerzas. Bart Merrigan le condujo al Ten Eyck y le ayudó a hacer el equipaje para su traslado a Tivoli.

—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó Bart.

—Mejor.

—¿Ya tienes el corazón en buen estado?

—Fantástico. ¿Qué me quieres decir, Bart?

—Nadie tiene intención de enojarte, Roscoe, y mucho menos yo.

—Pues me estás enojando con tus preguntas. ¿Qué diablos te pasa por la cabeza?

—Patsy está de un humor de perros. El soltador de Bindy cambió los gallos en aquella última pelea. Bindy tenía dos Socaliñeros, marcados como gemelos, ambos del mismo peso, por lo que habían planeado el cambalache tiempo atrás. Uno de los gemelos peleó una sola vez, pero el otro había participado en cinco peleas, y es ése el que mató al gallo de Patsy. Aventajaba al Rubí. A Tommy Fogarty le pareció que había algo raro durante la pelea, pero no se le ocurrió qué podía ser hasta después de haber pagado a Bindy los cuarenta mil de Patsy. El y Jack Gray registraron la camioneta de Emil y encontraron el gallo gemelo en un saco. También investigó lo que había hecho Emil en Nueva Orleans. Allí hizo trampa dos o tres veces antes de que lo echaran de la ciudad.

—¿Qué dice Bindy al respecto?

—Nadie le ha visto. O. B. dice que se ha escondido.

—Ese hombre está chiflado. Si haces una cosa así, no puedes esconderte de Patsy. Cuarenta mil más todas las demás apuestas. Dios mío. Ahora nos enfrentamos a una maldita enemistad mortal entre familias.

Veronica encargó en el restaurante de Keeler la comida para Roscoe y pidió que la llevaran a Tivoli en taxi: fresas y melón cantaloupe, una docena de ostras en hielo, ensalada de langosta, petits pois, zanahorias glaseadas, patatas au gratin y tarta de arándanos o los famosos bizcochuelos en forma de dedo, especialidad de Keeler, a elegir. Hizo que los criados abrieran una botella de Sauternes para las ostras y otra de Pouilly-Fuissé para la langosta, y que lo sirvieran todo en el antiguo invernadero, con sus geranios colgantes, tradescantias, plataneros en macetas y faroles eléctricos.

Era la primera vez que Roscoe estaba allí con Veronica, y le pareció que ella lo había calculado para crear intimidad. Se rodeaba el cuello con un pañuelo de gasa dorada y llevaba el cabello recogido detrás de las orejas. Él se fijó en su bella oreja izquierda, y deseó mordisquearla.

—¿Te gusta la comida? —le preguntó ella.

—Este lugar es un espacio encantado. Hay algo que me gusta mucho más que la comida.

—Pues que no te guste más de la cuenta.

—Cuanto más te gusta algo, tanto más feliz eres. ¿Es malo tratar de ser feliz?

—No trates de ser demasiado feliz —respondió ella.

—Elisha querría que fuéramos felices. Él sabía cómo serlo.

—No, no lo sabía. Se suicidó.

—Lo hizo por otros —dijo Roscoe.

—¿Qué otros?

—Tú y los chicos.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Estoy descartando posibilidades.

—Se suicidó por mí… Estás loco, Roscoe.

—También es posible que lo hiciera porque estaba en deuda conmigo.

—¿Qué era lo que te debía?

—A ti. Te apartó de mí. Tal vez esté tratando de devolverte.

—No estoy seguro de que lo consiga, pero hasta ahora va bien.

—Me estás salvando la vida y estamos juntos en este hermoso lugar.

—No creo que sea juicioso hablar así. Elisha querría que fuéramos juiciosos.

—¿Crees que eso es todo lo que querría que fuéramos?

Mientras la miraba, sentada frente a él al otro lado de la mesa, pensaba: «Ésta es la mujer más sublime que ha existido jamás, aunque tal vez exagere». Pero todo lo que Roscoe quería del mundo en aquellos momentos era mirarla, amarla, comer con ella, allí mismo, para siempre. ¿Acaso era pedir demasiado? Además, de vez en cuando, le gustaría besarla, hacer el amor con ella, siempre, aquí, en cualquier lugar, sobre la mesa, de vez en cuando. ¿Acaso era pedir demasiado?