Preludio de una puta
Mac detuvo el coche en el sendero de acceso al Notchery, bloqueando la puerta lateral del viejo edificio de tres plantas junto a la carretera que en el pasado fue el Come On Inn. La casa era una antigualla, con el tejado hundido como el lomo de un caballo, revestimiento lateral de cedro y la promesa de placeres lúbricos y desautorizados. Ojos Verdes Wheeler, el nuevo y fornido gorila de Mame, salió de inmediato e hizo un gesto a Mac para que se apartase de allí. Mac apagó el motor y Roscoe, en el momento en que se apeaba del vehículo, sintió dolor en el pecho. ¿Otra punción cardiaca en perspectiva? Subió con Mac la escalera desde el aparcamiento, y Roscoe vio a Mame al otro lado de la puerta abierta. Mac llevaba puesta la chaqueta del traje para ocultar la pistola.
—No puede dejar ese coche delante de la escalera —dijo Ojos Verdes.
—Sí que puedo —replicó Mac, y mostró su placa.
—Estamos buscando a Bindy —terció Roscoe.
—No conozco a nadie de ese nombre —dijo el gorila.
—Muy bien, Ojos Verdes. Deberías buscar trabajo en el cine.
—Dile a Mame que ha venido Roscoe para ver al señor McCall.
Roscoe oía música de violín, clásica, ¿Bach, tal vez? ¿Quién podía saberlo con aquel calor? Cruzó el umbral seguido por Mac. Mame había desaparecido. Ojos Verdes corrió el pestillo de la puerta, todavía provista de la placa de acero que había retrasado la irrupción de los agentes que velaban por el cumplimiento de la ley seca en la época de la prohibición. El antiguo mostrador de nogal seguía en su sitio, y el barman Renny Kilmer, que tenía el deseo pero no la jeta para ser chulo de putas y había llegado a un arreglo profesional trabajando de barman para Mame, estaba sentado detrás de la barra leyendo la novela más popular del año, Por siempre Ámbar.
El modesto salón de baile había sido agrandado para formar el salón principal, donde un trío de músicos tocaba los viernes y los sábados, y cada noche, excepto el domingo, cuando el burdel cerraba para observar el sabbat, actuaba un pianista en solitario. La zona que limitaba con la pista de baile estaba cubierta por una alfombra oriental granate y malva, nada práctica como receptora de cerveza derramada y vómitos, pero que Mame había elegido por sus tonos elitistas. Uno de los clientes habituales, arquitecto, había diseñado de nuevo el burdel a cambio de varios meses de visitas gratuitas, y había comprado obras de arte para las paredes, desnudos femeninos de Degas, Goya, Renoir, Botticelli. Podías pedir la habitación decorada con El nacimiento de Venus, con la furcia en la concha, por un suplemento de cinco dólares.
La música de violín proseguía en el piso superior, y a Roscoe le pareció que era muy buena ¿Por qué estoy escuchando buena música en una casa de putas? No era la radio, pues no permitían encenderla, y no podía ser el tocadiscos automático. Otro misterio.
Dos mujeres con bragas blancas transparentes, négligés y chinelas blancas de tacón alto estaban sentadas en los conos de dos ventiladores eléctricos cerca del tocadiscos. Una docena de butacas, con brazos y sin ellos, y dos sofás, donde las putas esperaban a los clientes, o se sentaban en sus rodillas, estaban espaciadas a lo largo de las paredes. Uno de los clientes regulares de Mame, a quien Roscoe conocía sólo como Oke, un agente de seguros retirado, bailaba al son de la música de violín (una partita de Bach, sí) con la puta a la que Roscoe conocía como «La Paloma azul». La Paloma podía beberse tres cuartos de litro de whisky en una noche y mantenerse en pie. Se había desprendido el négligé de los hombros para asegurar el contacto de sus muy apetecibles pechos con el tórax desnudo de Oke, cuya camisa azul estaba abierta desde el cuello a la cintura.
—¿Está Pina por aquí? —preguntó Mac.
Las putas intercambiaron miradas y se encogieron de hombros, un gesto que significaba «¿cómo vamos a saberlo?».
—Está arriba, con el violinista —dijo Oke, quien interrumpió su baile con la Paloma y fue al encuentro de los recién llegados.
Las putas fulminaron a Oke con la mirada, sin poder dar crédito a una estupidez como la suya. Él ni se dio cuenta. Llevaba dentadura postiza y las articulaciones de sus manos paralizadas estaban hinchadas por la artritis. Su cara tenía los profundos surcos, causados por la constante sonrisa, de un hombre que no reflexiona.
—¿Qué violinista es ése? —preguntó Mac.
—No sé cómo se llama —respondió Oke—, pero ¿no lo oyes? ¡Toca de maravilla! Cuarenta años en burdeles y nunca había oído nada así.
—¿Qué es, un encantador de serpientes? —inquirió Mac—. ¿Toca para levantársela a los clientes que la tienen dormida?
—Si pudiera hacer eso le daría trabajo a perpetuidad —dijo Oke—. A la mía no la despertarías ni a gritos.
—Sé tocar el violín, si te interesa —le dijo la puta Trixie a Roscoe. Trixie iba camino de adquirir proporciones vacunas si no controlaba su dieta.
—En otro momento, cariño —replicó Roscoe—. ¿Sabes dónde ha ido Mame?
—¿Eres policía? —le preguntó Trixie, y Roscoe sonrió.
—Mame tiene el coño más poderoso de los estados del Atlántico Norte —dijo Oke—. No podrías entrar en él con una palanca si ella no quisiera, pero si te acepta y te acoge en su interior, no puedes salir. Tiene en el coño unos músculos que ni los médicos conocen.
—Eres buen amigo de Mame, ¿eh?
—Hace años que vengo aquí… aquí y al tugurio de Lily Clark. Le digo a la familia que me voy a pescar, y entonces meto las cañas en la consigna automática de la estación y vengo a pasar aquí el fin de semana. Había una puta, Rosie, a la que le gustaba tanto que podrías haber pensado que yo era el follador más grande de la ciudad. «Cásate conmigo, Oke —me decía—. Nos divertiremos y luego podrás divorciarte de mí.» Era una cachonda.
—¿Has visto hoy a Pina? —le preguntó Mac.
—Pina —respondió Oke—. Ésa sí que es una mujer de bandera. Daría mi huevo izquierdo por una noche con ella, eso me haría mucho bien. No se me despierta ni a gritos.
—¿Sólo vienes aquí para bailar? —le preguntó Roscoe.
—Si no puedes hacer otra cosa, no está mal —respondió Oke.
—¿Cuánto cuesta un baile?
—Doce pavos toda la tarde, con quien esté libre, una vez a la semana.
—Como pagar las cuotas del Elks Club —dijo Roscoe.
Oke cubrió los hombros de la Paloma con su négligé.
—Mujeres así no las encuentras en el Elks Club —comentó.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Renny Kilmer.
—Ginger ale con mucho hielo —respondió Roscoe.
—Que sean dos —dijo Mac, y la esbelta puta cuyo nombre Roscoe desconocía les trajo las bebidas.
—¿Cuánto tiempo lleva sonando ese violín? —preguntó Mac.
—Cerca de una hora —dijo Oke—. De vez en cuando deja de tocar y pasa a la acción un rato.
Mame bajó por la escalera posterior y cruzó el salón al encuentro de Roscoe, la Dama de la Tarde, el cabello pelirrojo peinado en alto y recogido de la manera más práctica, el cuerpo profesional camuflado por un vestido en forma de tienda con flores estampadas. Sus putas volvieron a las butacas y Oke las siguió.
—Podemos subir —le dijo Mame a Roscoe—. Pero sólo tú. —Señaló a Mac—. ¿Para qué ha venido?
—Hoy es mi chófer.
—No te creo.
—Muy lista. Yo tampoco me creo nada de lo que digo, pero ésa es mi respuesta, Mame, y vas a tener que conformarte con ella.
Roscoe apuró la ginger ale y se dirigió a Mac.
—Enseguida vuelvo. Espera aquí.
—No quiero esperar —dijo Mac.
—No te excites hasta que te lo diga.
—He de subir en busca de Pina.
—Todavía no, por Dios. Todavía no.
Mac se enfurruñó y tomó su ginger ale. Cesó la música de violín, y Mac disparaba balas imaginarias a través del techo. Nunca le había gustado el violín, aunque los violinistas de música country no estaban mal. La semana anterior había visto un reportaje sobre un violín robado que valía un dineral. A Mac le gustaba el piano. Trixie apretó un botón del tocadiscos automático y sonó Muñeca de papel: los hermanos Mills lamentándose de que jugaban a muñecas. Un juego al que ha jugado Mac.
Bindy estaba desnudo de cintura para arriba, refrescado por tres ventiladores eléctricos, con dos jarras en una mesita auxiliar al lado de la butaca, una de té helado y la otra con cubitos de hielo, más un rimero de toallitas junto a las jarras, con las que se estaba humedeciendo el pecho, los brazos y la alta frente; un buda sudoroso en el santuario del amor. A sus espaldas se hallaba su gran caja fuerte, cubierta por un tapiz de terciopelo, la manera que tenía Mame de evitar que ofendiera el elegante decorado: sillones de estilo Jorge III, cortinas de lino rosa en las ventanas, figurillas equinas de mármol sobre la mesa de centro, un pequeño piano de cola que le había regalado a Mame un apasionado cliente, un retrato de Mame cuando era una joven belleza… en resumen, la noción cada vez más grandiosa que Mame tenía de sí misma como señora de un mundo distinto al de la tórrida actividad que se desarrollaba en las camas del piso de abajo.
Bindy estrechó reciamente la mano de Roscoe con su sonrisa habitual, siempre tan grata; pero ¿significa la sonrisa de hoy que se considera un ganador?
—¿En qué estás pensando, Roscoe? ¿Tienes problemas para los que pueda servirte mi ayuda?
—Todos tenemos problemas, Bin. Estoy tratando de resolverlo.
Con la frente perlada de sudor, Roscoe se sentó ante su anfitrión, quien dirigió un ventilador hacia él. La última vez que se vieron, Bindy le ofreció dulces; ahora le ofrecía corrientes de aire. Era un esclavo de la generosidad.
—¿Té helado? —le preguntó Bindy. Vertió té en un vaso alto y añadió hielo.
—Esa apuesta que ganaste en el local de Fogarty —dijo Roscoe, tomando el vaso—. Patsy quiere desquitarse.
—Debería tener mejores gallos.
—El cambio no le ha hecho ninguna gracia.
—No hubo ningún cambio.
—¿No te has enterado, Bin? Fogarty descubrió que el Socaliñero tenía un gemelo y que el gallo ganador no era el que había peleado. La salida de esta situación es que le devuelvas a Patsy sus cuarenta mil.
—¿Eso es todo?
—No. Págale cuarenta mil más. El gallo del cambiazo era fraudulento, lo cual no cuesta nada si no te cazan, pero te han cazado. Págale, Bin, y se habrá terminado el problema.
Unas espasmódicas ondulaciones recorrieron el torso desnudo de Bindy mientras reía.
—Eso es bueno, Roscoe. Muy divertido.
—No tiene nada de divertido. Patsy está dispuesto a cerrar este sitio y detener a quienes estén dentro, tú incluido.
—No haría eso.
—Eso es lo que dijo de ti cuando le informaron del cambio de los gallos, pero anoche dio la orden. No bromeo. Y si no puedo parar esto, todo el mundo va a perder excepto el gobernador. Podríamos cargarnos las elecciones.
—Si Patsy nos hace una redada, se hunde con nosotros —dijo Bindy—. Podría encerrarlo en Sing Sing. Y también lucharé contra el gobernador. Tenemos buenas películas de uno de sus peces gordos con medias de malla y encamado con tres tías.
—¿No sería estupendo? Primero Pina y el Holandés, ahora películas de orgías.
—¿Qué pasa con Pina y el Holandés? —preguntó Mame, que estaba al lado de los dos hombres, escuchando nerviosa su conversación.
—Saben que ha sido ella, Mame. Sus huellas estaban por todas partes en la vivienda de ese hombre.
—Ella vivía allí —observó Mame.
—Huellas con sangre del muerto. —Y Roscoe escuchó el silencio de Bindy y Mame—. Tal vez deberías buscarle un abogado a Pina.
—Deberíamos llevárnosla de la ciudad —sugirió Mame.
—No podría alejarse de la manzana. Esta casa se encuentra bajo vigilancia.
—Fue en defensa propia —dijo Mame—. Ese Holandés cabrón la maniató y la sometió a tortura.
—Por ahí corre el rumor de que a ella le gusta que la aten.
—¿A quién le importa lo que a ella le guste? Ese tipo le hizo mucho daño.
—¿Estás diciendo que O. B. se dispone a detenernos? —inquirió Bindy, asimilando por fin la noticia.
—Patsy podría acusarte de dar refugio a un asesino. Puede ser desagradable cuando se lo propone.
Roscoe observó a Bindy mientras éste pensaba. Tras haber organizado ese descabellado trueque de gallos, vuelve a la carga, pensando en el desafío que destruirá lo que ha tardado la vida entera en crear, su imperio de amor negociable, además de dividir brutalmente al partido en un año electoral y tal vez hacerle acabar a él mismo entre rejas. Tiene dinero en la caja fuerte, está rodeado de personas que buscan amor, y todo lo que quiere es derrotar a su hermano, otra apuesta imposible. ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco?
Se oyeron unos golpecitos en la puerta antes de que Ojos Verdes entrara sin esperar a que le dieran permiso.
—Ese poli pegará un tiro al hombre que está con Pina.
Mame bajó corriendo la escalera, seguida por Ojos Verdes y Roscoe detrás de éste. En efecto, en el salón estaba Mac con su calibre 38 en la mano, Pina con négligé a su lado, la pistola sin apuntar del todo al joven que sujetaba un violín contra su cuello.
—No hay ninguna duda —dijo Mac—, éste es el violín robado. Dicen que vale treinta mil.
—No lo he robado, hace siete años que lo tengo —se defendió el joven, un chico apuesto con aspecto de gigoló—. Lo compré por dos mil dólares.
—Creo que eres un ladrón —insistió Mac.
Pina parecía convencida de que Mac podría hacer algo con aquella pistola. El barman y Oke estaban en un rincón con las putas, como si fuesen papel de pared.
—Baja el arma, por favor —dijo Mame—. Esto es innecesario.
—Estoy deteniendo a un ladrón —replicó Mac—. ¿Proteges a un ladrón?
—No soy ningún ladrón —protestó el joven.
—Ha robado este violín en Chicago —dijo Mac—. Se lo quitó a un músico que estaba a punto de dar un concierto.
—Nunca he estado en Chicago —dijo el joven.
—Llamó al músico, le dijo que lo había encontrado en un taxi y que podía recuperarlo por diez mil dólares —explicó Mac—. ¿No es un ladrón quien hace eso? Es un delito de extorsión aplicada a la música.
—Yo no he hecho nada de eso. Es absurdo.
—¿Puedes demostrar que el violín te pertenece? —le preguntó Roscoe.
—Lo compré a plazos en la Tienda de Música Moderna del centro, diez pavos a la semana. Ellos me conocen.
—Podemos comprobar lo que dice, Mac —dijo Roscoe.
—Es un buen muchacho —terció Pina—. Nunca nos ha dado ningún problema.
—Lo comprobaremos —convino Mac, y enfundó la pistola—. Quiero hablar contigo —le dijo a Pina. La tomó del brazo y se sentó con ella en un sofá. Le acarició el cabello, la besó, como en los viejos tiempos, y se puso a hablar con ella. ¿Dándole la noticia?
—No deberían permitirle llevar armas —le dijo Mame a Roscoe.
—A veces sus intuiciones son certeras —replicó él.
Ojos Verdes parecía nervioso, dispuesto a hacer algo para devolver la paz al burdel, pero ¿qué? ¿Disparar contra un policía? Renny Kilmer volvió a la barra.
—¿A alguien le apetece un trago? —preguntó Renny, pero no obtuvo respuesta de nadie.
Oke se levantó de su asiento entre las putas, se abrochó la camisa y la remetió en los pantalones.
—Demasiado jaleo hay aquí esta noche —comentó—. Creo que voy a irme.
—Nos vemos la semana próxima, Oke —le dijo Mame.
—¿Ese tipo estará aquí? —preguntó Oke.
—No, sólo ha venido hoy —respondió Mame.
—Esta clase de cosas destrozan el ambiente —dijo Oke.
El violinista se levantó y preguntó a Roscoe:
—¿De veras va a detenerme?
—No lo creo —respondió Roscoe—. Deja el violín y recógelo mañana.
—Gracias, señor, gracias —le dijo el joven, y mientras éste y Oke se dirigían a la salida, Roscoe oyó las recias pisadas de Bindy que bajaba por la escalera y, al mismo tiempo, el sonido de disparos y de los golpes que derribaban la puerta, y pensó: maldita sea, O. B., ¿por qué lo haces ahora? No estamos preparados, ni mucho menos.
Pero no se trataba de O. B., sino de media docena de guardias estatales, y más en la calle, una docena de coches con treinta guardias que rodeaban el burdel y todas las calles que lo limitaban: una visita del gobernador. Roscoe observó que Bindy se había puesto camisa para la ocasión.
Los guardias estatales recorrieron el edificio, confiscaron documentos y tomaron nota de la caja fuerte de Bindy, que éste no les quiso abrir. Detuvieron a Mame por dirigir un prostíbulo, a sus cuatro putas por putear, a Renny Kilmer y Ojos Verdes por ayudar a la práctica de la prostitución.
Dory Dixon, el inspector de la policía estatal a quien O. B. había expulsado de la escena del crimen en el caso del Holandés, dijo que clausuraba el burdel y detenía a Mac, Bindy, Roscoe, Oke y el violinista por tener tratos con prostitutas. Las mujeres y los dos clientes fueron escoltados a los furgones policiales que aguardaban en el aparcamiento. A dos mujeres polacas que se encargaban de la limpieza y la colada en el local de Mame las dejaron marcharse libremente.
—Lamento interrumpir su diversión de la tarde, Roscoe —le dijo Dixon.
—Si nos detiene de veras, mi diversión acaba de empezar —replicó Roscoe.
—Dígame que no ha venido aquí para ver a las chicas —siguió diciendo Dixon—. Dígame que no ha visto a McEvoy en un rincón con una puta desnuda.
—El teniente tenía la información de que un violín robado, de valor incalculable, se encontraba aquí. Puede ver el instrumento que está encima del piano.
El inspector fue al piano y tomó el violín.
—¿Esto es de valor incalculable?
—No sabría decirlo —respondió Roscoe—. No soy experto en Stradivarius. ¿Usted sí?
—No.
—Pediremos a un experto que lo valore —propuso Roscoe.
—¿Ha venido aquí para ayudar al teniente a transportar el violín?
—Estaba consultando al señor McCall sobre mi cliente en un caso de homicidio.
Bindy se había dejado caer en un sofá cuando entraron los policías, y guardaba un sombrío silencio, pero esas palabras le llamaron la atención.
—Una tarde de mucho movimiento —dijo Dixon—. Un violín de valor incalculable y un homicidio. ¿Qué homicidio?
—Eso no puedo decírselo.
—Es una defensa peculiar, Roscoe. Eso se lo concedo.
—¿Adónde nos lleva?
—A presencia del juez Dillenback, de Colonie.
—¿Y vamos en sus furgones?
—Creo que pueden irse de aquí en su propio vehículo —respondió Dixon.
—¿Mis clientes también? ¿El señor McCall y el teniente McEvoy?
—De acuerdo. Les seguiremos, por si hubiera alguna confusión.
—Muy bien. Y tenga cuidado con la vaca[2], inspector.
—¿Vaca? ¿Qué vaca?
—La que va a seguirle a usted cuando se haya ido de aquí.
Roscoe, Bindy y Mac se dirigieron en el coche de Mac a una cabina telefónica, donde Roscoe llamó a O. B. para darle la mala noticia: como jefe de redada, te han superado.
—¿Qué diablos estás haciendo ahí? —le preguntó O. B.
—Estoy salvando al mundo —respondió Roscoe.
—¿Mac está contigo? ¿Quién ha dado las órdenes?
—Yo, porque tanto él como yo tenemos más cerebro que tú.
—No sabes a qué me estoy enfrentando.
—Oye, O. B., se acerca una avalancha. Ve en busca de Patsy y reuníos con nosotros en el grill de Black Jack. Que no falte Patsy, ¿entendido?
Roscoe llamó a Freddie Gold, el agente de fianzas del partido, y le pidió que pagara la fianza de todo el que lo necesitase y que trajera un coche para las prostitutas.
En el tribunal del juez de paz Elgar Dillenback, en Colonie, una fortaleza republicana, los investigadores del gobernador podrían sentirse seguros y presentar sus acusaciones; una seguridad no siempre probable con un tribunal presidido por uno de los jueces de Patsy. Se había avisado a la prensa y los fotógrafos esperaban la llegada de Mame, sus damas y sus cortesanos. Pina, la bella del grupo, recibió la atención que concita una estrella de la pantalla, pero Mac, Bindy y Roscoe eran la captura del día. Otro golpe maestro en primera plana para Roscoe. ¿Cómo lo hace?
Ante el juez Dillenback, un hombrecillo anodino con el cabello negro como el hollín de cocina, todo el mundo se declaró inocente, Oke llorando por la destrucción de su estilo de vida y tal vez de su familia.
—Sólo iba ahí a bailar —dijo Oke—. No tenía relaciones íntimas con prostitutas. No se me despertaría ni a gritos.
Todas las acusaciones eran por delitos menores, y la fianza, obligatoria. El pecado es un acto; el vicio, un hábito, la prostitución, arriesgada.
—Se le acusa de tener tratos con prostitutas —le dijo el juez a Roscoe—. ¿Cómo se declara?
—Menos culpable que usted, con el debido respeto, Señoría, pues usted no estuvo allí y la verdad es que yo tampoco. Inocente.
—Refrene sus observaciones, señor Conway.
—Refrenadas, Señoría.
—La fianza se fija en quinientos dólares.
El juez llamó a Bindy, otro inocente que debía pagar quinientos dólares, y seguidamente a Mac, a quien Roscoe también defendió:
—Detienen a un policía que está investigando un robo. Esto no debería hacerse, Señoría.
—Tal vez no, pero así son las cosas. Quinientos.
Bindy se sacó de un bolsillo de los pantalones un fajo de billetes de cinco centímetros de grosor doblado por la mitad y sujeto con una goma elástica. Extrajo dos billetes de mil dólares, pagó la fianza de Roscoe, de Mac y la suya al funcionario del tribunal, y esperó el cambio.
—¿Es el dinero que tenías en la caja fuerte? —le preguntó Roscoe.
—No, es sólo para pequeños gastos —respondió Bindy.
—¿Queda algo en la caja fuerte?
—Nada.
Roscoe miró a Pina, sentada en el otro extremo de la sala: una belleza desaliñada, con un ceñido vestido azul, zapatos de tacón alto y el cabello necesitado de arreglo para la siguiente toma. El agente de fianzas estaba pagando las fianzas impuestas, y Pina se disponía a marcharse con las demás prostitutas. Roscoe tocó a Mac con el codo.
—Dile a Pina que vendrá con nosotros —le dijo.
Roscoe y Bindy avanzaron hacia la puerta, y Mac trajo a Pina. Dory Dixon hablaba con un reportero del Sentinel.
—Su vaca vendrá de un momento a otro, inspector —le dijo Roscoe a Dixon.
Una vez en el coche, Roscoe le preguntó a Pina, que se sentaba en el asiento trasero con Bindy, si sabía por qué estaba allí.
—Mac me lo ha dicho.
—¿Qué te ha dicho?
—Que voy a la cárcel.
—¿Estás preparada para eso?
—No quiero ir a la cárcel.
—Pero mataste al Holandés.
—A veces.
—Una sola vez es suficiente.
—Es una mala pieza.
—Cierto, e intentaremos ayudarte.
—¿Por qué me ayudarás?
—Porque era una mala pieza.
—Está bien. ¿Qué hago?
—Dinos qué ocurrió.
—¿Cuándo?
—Cuando lo mataste.
—No soy culpable.
—De acuerdo. Ahora dinos qué te hizo.