La historia de Pina

A Pina le gustaba que el Holandés la atara y la castigara, y al Holandés le gustaba hacerlo porque a Pina le gustaba. A menudo se le había sometido de esa manera cuando vivía con él. Pero después de que le dejara para trabajar con Mame, ¿por qué había vuelto a hacerlo? Cierto que él la perseguía y le prometía que iba a ser muy generoso. Mame le pidió que fuera con él y averiguase lo que había dicho a la guardia estatal acerca de las siete casas de Bindy. ¿Sabía cuánto y a quién pagaban a nivel estatal?

El Holandés, Vernon Van Epps, de cincuenta y cuatro años de edad, que había bebido más de lo acostumbrado, llegó a la conclusión de que sólo el numerito de la cuerda activaría su motor, y Pina, como aún no había obtenido de él la información que deseaba, le dijo que muy bien. Él se sentó en la cama, le puso la mordaza, le ató las manos a la espalda, le levantó la falda del vestido, le ató con otro cabo los tobillos, le pasó la cuerda entre las piernas, dejándola expuesta, y tiró de la cuerda más fuerte de lo habitual sobre el hombro. Ella mostró su disconformidad sacudiendo la cabeza, y él se echó a reír y tiró aún más fuerte. Pina se contorsionó, resistiéndose, pero ahora era un fardo a merced de aquel hombre, y él la levantó de la cama, la llevó a un rincón del cuarto cerca de la cama y la sentó en una silla de madera. La ató a la silla y ésta a una cañería de la calefacción que se extendía del suelo al techo, y entonces le puso una venda en los ojos.

Sola en su oscuridad, Pina oye beber al Holandés, el tintineo del vaso y la botella. Pasa el tiempo. Él le quita la venda de los ojos y Pina lo ve desnudo ante ella, tocándose y bebiendo mientras juega. Le sube más la falda, se va a la cama y desde allí la mira. Se levanta y vuelve a ponerle la venda en los ojos. Pasa el tiempo. Ella nota el olor de la marihuana. No puede aflojarse las ligaduras, y la posición en que él la ha atado le produce un intenso dolor en las piernas y muslos. Una larga oscuridad. Un largo silencio, y entonces voces. El Holandés le quita la venda y ella ve a una mujer desnuda en la cama con él. Pina no la reconoce. La mujer y el Holandés se toquetean mientras la miran. El Holandés vuelve a ponerle la venda en los ojos. Pina no sabe cuánto tiempo lleva ahí, pero es de noche y hay silencio. Cuando le quita otra vez la venda es de día. Ella no cree haber dormido. El Holandés se encuentra solo, enfundado en un batín, y le pregunta si está lista. Pina asiente y él le desata las piernas, pero ella no puede levantarse. El reloj indica las cuatro. Él le dice que le ha vencido el sueño y se ha olvidado de ella. Pina es su prisionera desde hace dieciocho horas. Está muy hambrienta. El tiene sobre la cama fotografías de sus starlets favoritas, atadas y sin atar, procedentes de su biblioteca pornográfica. Le quita la mordaza de la boca y afloja la cuerda entre las piernas. La lleva a la cama. Ella se tiende sintiéndose desdichada y estira las piernas para aliviar el dolor. Le pide whisky para atajar el dolor y él le sirve tres dedos, que ella se toma, y entonces yace en silencio. Pasa el tiempo. Él la observa. El dolor disminuye y ella ase la cabecera de la cama y se impulsa hasta que logra sentarse. Se levanta, tambaleándose. El Holandés se pone delante de ella, le desabrocha el vestido y se lo quita. Le ayuda a bajarse las bragas y se quita el batín. Parece borracho de nuevo. Ella le dice que quiere agua y él asiente una sola vez y se desploma en la cama. Pina se encamina con mucha lentitud a la cocina, llena una botella de agua, saca un vaso del armario y bebe, mete el largo cuchillo de cortar carne dentro del pliegue de un paño de cocina. Lleva al dormitorio la botella, el vaso y el cuchillo en una bandeja, la deja sobre una mesilla de noche y se tiende entre la mesilla y el Holandés. Éste ahora se toca, y ella le sonríe, toma uno de sus consoladores y se lo introduce. A él le gusta mirar eso. Se sienta en la cama, se inclina hacia ella y mira. Apoyándose en un codo, toma el consolador de Pina, se lo mete y lo saca repetidamente. Arroja el consolador a un lado y le aplica la boca. Ella toma el cuchillo de cortar carne que estaba oculto bajo el paño y se lo clava primero en el lado izquierdo de la garganta y luego en el pecho. Él se da la vuelta y ella le acuchilla en la espalda, una y otra vez. Cuando se vuelve de nuevo, se lo clava en el pecho hasta asegurarse de que ha alcanzado el corazón. Mientras él gorgotea y exhala el último suspiro, ella se limpia la sangre en el baño, lava el cuchillo en el fregadero de la cocina y lo devuelve al cajón. Encuentra unas lonchas de queso suizo en la nevera, las pone entre galletitas saladas de la despensa, añade un toque de mostaza y se come el bocadillo. Se viste y permanece junto a la ventana, contemplando un remolcador que tira de una barcaza en el río. Piensa que nunca verá de nuevo ese panorama. Son las cinco de la tarde y el sol brilla. Pina no tiene la información que Mame quería del Holandés, pero ha hecho algunas cosas.

Roscoe eligió el grill de Black Jack McCall, en North Albany, como lugar de encuentro porque allí los investigadores del gobernador no estarían escuchando. Tras la muerte de Jack McCall en 1937, a los setenta y nueve años, cerraron el local y pusieron rejillas de hierro en las ventanas como protección contra los intrusos. Pero Roscoe también lo había elegido porque fue allí donde surgió la primigenia facción McCall del partido en la época de Black Jack. Patsy perpetuó esa tradición al abrir el local en época de elecciones para la reunión anual de los líderes de distrito y los candidatos (un festín a base de asado de vacuno, pavo, ensaladas y cerveza Stanwix), una ocasión en la que Roscoe repartía dinero a los líderes de distrito, uno a uno, en la trastienda. Entonces el local se cerraba hasta el año siguiente. O. B. ya estaba dentro con Patsy, los dos apoyados en el mostrador, cuando Roscoe, Mac y Bindy llegaron con Pina. El lugar era un recipiente cúbico de atmósfera ardiente, pero Roscoe cerró la puerta.

—¿Qué hace ésta aquí? —dijo Patsy—. Aquí no quiero putas.

—Escúchame, Pat —replicó Roscoe.

Tomó tres sillas que estaban de patas arriba sobre la mesa y las puso en el suelo. Una la llevó a un rincón, para Pina, e indicó con una seña a Mac que le hiciera compañía, otra se la ofreció a Patsy, y él se sentó al revés en la última, apoyando los brazos en el respaldo. Entonces, en el lenguaje taquigráfico que había empleado toda su vida para hablar con Patsy, le contó la historia sadomasoquista de Pina, la venganza de ésta y, susurrando de modo que ella no pudiera oírle, mencionó que aquello era utilizable, cosa que Patsy oyó con renuente claridad, frustrado porque su propia redada en el burdel no había servido para meter a su hermano en la cárcel. Dirigió una gélida mirada a Bindy, quien, con O. B., se acercó más a medida que Roscoe hablaba en voz baja de Dory Dixon y Dillenback. Y tenemos que detener a Pina, dijo Roscoe. Él sería su abogado.

—Tendrá que ir a la cárcel —dijo Patsy—. ¿Lo sabe ella?

—Vagamente.

—No será muy amistosa cuando suceda.

—Somos los únicos amigos que tiene. Lo plantearemos como homicidio justificado, y es probable que ni siquiera sea acusada formalmente. Ya sabes cómo son esos jurados.

—Nos desquitaremos de esos cabrones delatores —dijo Patsy—. Haremos público todo lo que sabemos.

Lo que Roscoe había oído de Patsy era que había pruebas de que un policía secreto estatal maltrataba a su mujer, pero que ésta no quería declarar contra él. Se trataba de un caso poco consistente, pero era algo. Además, un ayudante del gobernador en estado de embriaguez había golpeado a un barman, poca cosa, pero lo mejor, y encontraríamos la manera de utilizarlo, era un proxeneta español al que un policía secreto estatal había sacado por una ventana del décimo piso del edificio del Departamento Estatal, sujetándolo por los tobillos, para que hablara sobre los policías de Albany que aceptaban sobornos. Era cierto que al proxeneta lo habían sacado por la ventana sujeto de los tobillos, pero los autores eran dos policías de Nueva York en su día libre que le habían hecho un favor a Patsy actuando como sádicos guardias estatales.

—Bindy también tiene una película, ¿no es cierto, Bin? —dijo Roscoe.

Bindy sacudió la cabeza. Ni hablar, Roscoe.

—¿Qué es lo que tienes? —le preguntó Patsy a Bindy.

—Nada que te interese.

Patsy se levantó de la silla, como un oso desbocado, y lanzó la mano derecha hacia la mejilla de Bindy. Éste le golpeó con un codo alto en el lado de la cabeza, y ambos hermanos la emprendieron a golpes, Patsy dando un cabezazo a la barriga de Bindy, tambaleándose pero sin haber derribado a su gordo contrincante, y recibiendo más puñetazos en la cabeza asestados por el increíblemente ágil Bin, que brincaba y se ponía fuera del alcance de Patsy. O. B. y Roscoe se interpusieron entre los hermanos, dos hermanos entre dos hermanos, y detuvieron la pelea.

—Luchemos contra el gobernador —dijo Roscoe.

—Hijo de perra tramposo —masculló Patsy.

—Eres un mal perdedor —replicó Bindy.

—Esto no ha terminado —dijo Patsy.

—¿Quieres que te devuelva tu dinero, estafador? —Y Bindy se sacó el fajo del bolsillo y se lo arrojó a Patsy, que lo cogió, le quitó la goma elástica y peinó a toda prisa los billetes de mil y quinientos dólares.

—Estoy dispuesto a una revancha en el reñidero cuando quieras —le propuso Bindy.

Patsy se guardó el dinero en el bolsillo y se volvió hacia Roscoe, esforzándose por no sonreír.

—Será mejor que pongas la historia de esa dama por escrito —le dijo.

Roscoe llamó a Veronica y le dio la noticia para que no se enterase por la prensa, como había pasado con el vaivén de rumores acerca de Gilby.

—Van a decir que tenía tratos con prostitutas —le dijo Roscoe—, pero es mentira. La visita se debió estrictamente a una cuestión política. ¿Me crees?

—¿Vas alguna vez con prostitutas?

—No.

—Pero lo hiciste.

—Años atrás, muchos años. Estoy contigo, o eso me gusta pensar. Es lo único que deseo. Tú eres la única mujer de mi vida.

—¿Qué hace de una mujer una prostituta?

—La necesidad, el dinero, la mala suerte, la estupidez, el cariño a los chulos y, a veces, tener demasiado talento para el pecado.

—¿Tengo yo ese talento?

—Tienes un poco. Me gusta pensar que tienes talento para el amor.

—Tú también —replicó ella.

Las primeras planas del Times-Union y el Knickerbocker News publicaron discretas noticias sobre la redada en el Notchery y otros seis burdeles que operaban con cautela, pero no la suficiente, y relacionaron los nombres de los detenidos. Ambos periódicos mostraban fotos de Mame y Pina en las páginas interiores, pero ninguna de Roscoe, Bindy ni Mac. El Sentinel, que había salido dos días antes de su fecha habitual de publicación, evidentemente con información de un topo, usó grandes titulares y fotos de los tres hombres en primera plana, y en el interior, media página con fotos de prostitutas. El semanario ofrecía en exclusiva las direcciones de todos los burdeles de la ciudad, el número de mujeres que trabajaban en cada uno de ellos y los nombres de las madamas y los propietarios de los edificios en los que operaban los establecimientos. Hattie Wilson estaba relacionada como propietaria. Se afirmaba que «miembros del escalón superior» del aparato político de McCall tenían intereses financieros en la propiedad inmobiliaria. No se mencionaba a Elisha. Un portavoz innominado del gobernador decía que la operación había sido una gran ofensiva contra la prostitución controlada por la maquinaria política de Albany. Decía que el Notchery era el punto que centralizaba los ingresos de todos los burdeles de la ciudad. El Sentinel también publicaba un editorial donde se decía que las redadas para limpiar la ciudad, tan ensuciada por la población flotante, que durante la guerra la había utilizado como una cloaca, deberían haberse realizado mucho tiempo atrás, y aportaba argumentos para echar a la escoria demócrata en las próximas elecciones.

Patsy reaccionó haciendo que el inspector municipal de prevención de incendios condenara al edificio del Sentinel de Roy Flinn por múltiples incumplimientos de la normativa de construcción y antiincendios, que harían comparecer a Roy ante el tribunal durante años. También ordenó que atraparan a una veintena de ratas en el vertedero municipal y las soltaran en el sótano del Sentinel, con testigos que consideraron la infestación una amenaza para los niños, y un fotógrafo que aportó la prueba documental de las ratas. Bindy le dio a Patsy la película en la que aparecía el ayudante del gobernador con medias, en la cama entre tres mujeres, y una transcripción de su charla, y ese material se envió anónimamente al gobernador, los periódicos, las emisoras de radio y la diócesis católica de Albany. Al final de la jornada el ayudante había dimitido.

Al día siguiente los periódicos solicitaron comentarios a los candidatos a la alcaldía, y el republicano Jay Farley deploró la existencia de los burdeles y celebró su clausura. Alex, que había regresado a Fort Dix para licenciarse, efectuó una declaración in absentia, diciendo que estaba a favor de que en la posguerra hubiese una renovación de la moralidad y que, a su regreso, la fortalecería. Divino LaRue dijo que los burdeles debían seguir dónde estaban. «Si se elimina la oportunidad de pecar —observó—, también se elimina la oportunidad de no pecar, que elimina la oportunidad de ser virtuoso. Esos lugares deberían existir para que no tengamos que visitarlos.»

Phil Donnelly, fiscal del distrito del condado de Albany, anunció que estaba confeccionando la lista de un jurado de acusación para investigar los métodos policiales del gobernador: colgar personas de las ventanas, emplear a drogadictos degenerados como confidentes contra ciudadanos. O. B. anunció la detención de Pina por asesinato en segundo grado y que ella había confesado el crimen.

La gente se congregaba mientras tenía lugar la conferencia de prensa de Roscoe a media mañana ante el bar Double Dutch: dueños de los comercios de la manzana, jugadores del garito de apuestas contiguo, borrachos extraviados, soldados de paso, adolescentes al acecho, seis agentes de policía para controlar a la multitud. El bar estaba cerrado con candado, las persianas, bajadas, los tubos de neón, de un gris ratonil a la luz del día. Roscoe había invitado a todos los periódicos, emisoras de radio, servicios de noticias y corresponsales de fuera de la ciudad que informaban sobre la asamblea legislativa; acudieron dos docenas de reporteros a escuchar que Pina había matado a un confidente de la policía estatal para librarse de la tortura, la violación, incluso la muerte.

—El Holandés iba en busca de secretos —dijo Roscoe, en pie sobre dos cajas de botellas de leche para ser visible, la camisa tan mojada que le empapaba la chaqueta y las gotas de sudor desprendidas del mentón que le manchaban la corbata—. El Holandés creía que Pina conocía secretos sobre la prostitución y la política, que él se proponía transmitir a sus socios, la guardia estatal, una camarilla de proxenetas y abogados destinados a perseguir a los demócratas de Albany. Pero Pina no conocía tales secretos. Se ganaba la vida de bailarina y cantante. Había trabajado en establecimientos de carretera como el Notchery desde el día en que huyó de los malos tratos, primero por parte de su padre, luego de su marido, hombres que violaron su belleza hasta que lo único que pudo hacer, enfurecida, fue huir de su país natal y emigrar a América. Viajó desde Italia a Albany valiéndose de su belleza para encontrar trabajo, cayó en las garras del Holandés, que la contrató para este lugar abominable, el bar Double Dutch. Es triste que haya locales como éste, pero su existencia se debe a los bajos instintos del ser humano. El Holandés se alimentaba de tales instintos, contratando a mujeres que ahogaban a los hombres con whisky falso a precio exorbitante por el derecho a sentarse junto a ellas en aquel bar. Y ésa era la profesión de Pina, chica de alterne que entonaba canciones para aquellos hombres repulsivos.

Roscoe mostró fotos de las cuerdas del Holandés, la silla a la que ató a Pina, la cañería a la que ató la silla, las fotos obscenas diseminadas sobre la cama, el consolador con el que la violó, «… y no espero de ustedes que fotografíen esto, ni siquiera que mencionen el contenido de las fotos a sus lectores u oyentes. Se las muestro para que vean la obscenidad de ese hombre, que está por debajo incluso de los habitantes de esta ciudad de peor reputación, el opio y otras drogas que fumaba, los libros de pornografía que agitaban su mente retorcida, su sádica búsqueda de hermosas jóvenes para esclavizarlas y torturarlas. Pero Pina rompió con él y conoció a la mejor amiga que ha tenido jamás en esta ciudad, Mary Catherine Ray, que la empleó en su club nocturno. No hay nada vergonzoso en expresar el talento que Dios le ha dado a uno para cantar o bailar, y Pina tenía esos talentos. Canta como un ángel, baila como se mueven las nubes. Había estado en el Notchery cantando con un violinista, un amigo que reconocía su habilidad, pero de repente fue arrestada por la policía estatal y tuvo que sufrir la ignominia de unos rituales absurdos. Esto sucedía precisamente cuando un detective de Albany y yo mismo estábamos a punto de aceptar su rendición, pues el remordimiento de Pina por la muerte del Holandés abrumaba tanto su corazón y trastornaba su alma de tal manera que confesó a Mary Catherine lo que había hecho. Y al escuchar su relato, Mary buscó el consejo de su amigo Benjamín McCall, persona de sobrado renombre en esta comunidad. Entonces Ben McCall me pidió que protegiera los derechos de aquella joven belleza cuando se entregara, y fui al Notchery para reunirme con él y Pina acompañado por uno de los detectives más respetados de la fuerza policial de Albany, un hombre en quien confiaba para que hiciera avanzar a Pina a través del proceso legal sin prejuicios. Y cuando la entrega de Pina estaba a punto de producirse, ese detective y yo fuimos detenidos por la guardia estatal y acusados de un vergonzoso delito menor.

»¿Por qué? ¿Por qué los guardias estatales, que trabajan para los investigadores especiales del gobernador, actúan de ese modo? Su objetivo ha sido la publicidad. Una publicidad utilizada contra la organización del Partido Demócrata de Albany elegido por el pueblo, a la que de una manera tan irracional odian y tratan de destruir.

»¿Y por qué desean esa publicidad hasta el extremo de recurrir a una táctica tan rastrera como detener a un detective que está practicando un importante arresto? Se lo diré a ustedes. Dirijan su atención al edificio que se levanta en lo alto de la calle State, el Capitolio del estado de Nueva York, donde algunos de ustedes trabajan, pero que ahora está cautivo de un gnomo gruñón y bigotudo que quiere ser presidente de nuestra nación. Me refiero al gobernador, enloquecido por el poder, que hará cualquier cosa para ser elegido. Por eso estamos hoy aquí, amigos míos, debido a la locura de la ambición presidencial. Dios libre a nuestra ciudad de semejante ambición y de ese hombre tan poseído por ella.

El Knickerbocker News, en su última edición de mediodía, informó en primera página del discurso de Roscoe, con su foto delante del Double Dutch. El periódico también publicaba un editorial en el que se preguntaba por qué un inspector de la policía estatal detendría, por motivaciones políticas, acusándole de un delito menor, a un teniente detective que estaba deteniendo a una asesina que se entregaba. «¿Acaso la policía estatal ha perdido el seso?», se preguntaba el diario.

En un recuadro, Divino LaRue sugería que los demócratas nombraran a Roscoe su próximo candidato a gobernador. Cuando Roscoe leyó el periódico, envió un telegrama de una sola palabra al inspector Dory Dixon. «Muu», decía.

El calor era intenso después de la conferencia de prensa, y el dolor atenazaba el corazón de Roscoe. Jamás se había sentido más vital o necesario, pero sabía que no estaba bien. Debería ir a Tivoli y dejar que Veronica cuidara de él, pero no podía trasladarse directamente allí desde el Double Dutch. Fue a casa de Hattie para consolarla en aquellos momentos de vergüenza pública.

—Ginebra y comida es lo que necesito —le dijo Roscoe a Hattie, y ella le sirvió ginebra canadiense e hizo un encargo por teléfono a la charcutería de Joe, bocadillos de pastrami y pan de centeno (dos para Roscoe) con verdura y pepinillos en vinagre, que Joe envió en un taxi.

Comieron ante los ventiladores en el salón de Hattie, a quien Roscoe pidió disculpas por no haber previsto la publicación de su nombre en el periódico. Roscoe se desabrochó la camisa para combatir el calor y pensó en el pobre Oke. Hattie sacudió la falda de su vestido para airearse los muslos.

—Me han presentado como si fuese una puta, Rosky.

—Y a mí me han presentado como un putero —replicó Roscoe.

—Habría podido ser una buena puta.

—Bueno, sí, pero no. Tienes demasiado corazón.

—Las putas tienen corazón.

—Tal vez al comienzo. Putear te devora el corazón.

—Todo te lo devora —dijo Hattie.

—Nada devora tu corazón, Hat. Sigues siendo la reina del amor de la calle Lancaster. ¿Cómo podría compensarte por lo que te ha ocurrido?

—Podrías quererme como un marido.

—Y tú matarme como a un marido. Hoy mi corazón no podría aguantarlo.

—Tienes que hacer algo con ese corazón tuyo, Rosky, si se interpone en el camino del amor.

—Hablaré con él —dijo Roscoe.