Memoria pluscuamperfecta
Roscoe y Alex se separaron al pie de la cuesta del cementerio. Joey Manucci abrió la puerta trasera de la limusina para que Roscoe se sentara al lado de Hattie, ya sin lágrimas en los ojos.
—¿De qué estabais hablando? —le preguntó ella.
—Está preocupado por mí —respondió Roscoe—. Cree que atraigo desastres.
—A mí me atrajiste.
—Tú no eres un desastre, sino una fuerza sexual de la naturaleza.
—Oye, Roscoe —dijo Joey—. No estarás haciendo insinuaciones a la viuda, ¿verdad?
—Es ella la que se me insinúa.
—Voy a decírselo al sacerdote —dijo Joey.
—Muy bien —replicó Hattie—. Díselo también a la madre superiora.
—Esto me parece escandaloso —dijo Roscoe—. No estoy acostumbrado a escenas de sexo en el cementerio. Háblame de 1932, la noche en que Lehman venció a Elisha.
—¿Te refieres a si hice el amor aquella noche? No. Y no me ayudaste.
—No me culpes de tus periodos de sequía. ¿Recuerdas a Pamela aquella noche?
—Se alojó en una de mis casas. Una mujer detestable. Atractiva. Achuchaba a Elisha siempre que lo veía.
Ahora Roscoe ve a Pamela sentada con la delegación de Albany durante la última sesión de la convención demócrata. La noche se está desmadrando mientras la politizada multitud, casi tantos millares en la calle, ante el Arsenal, como dentro, se agolpa frente al cordón policial para ver la histórica confrontación entre Al Smith y FDR. ¿Se escupirán mutuamente a la cara? ¿Llegarán Lehman y Elisha a las manos? Pamela está sentada en el primer pasillo, a dos hileras de Veronica y Elisha, en la silla que Patsy ha dejado libre. Pat el perdedor no se ha sentado ahí, no ha querido exhibirse. Elisha está en su silla cuando Farley pronuncia su nombre como el del siguiente orador, y la gente prorrumpe en enfebrecidos aplausos al casi gobernador, que ha luchado con bravura. Te quieren, Eli, pero ¿dentro de diez minutos? ¿Quién puede decir cuánto dura el amor?
Roscoe, en pie junto a la escalera de la tribuna de oradores, mira a Elisha que se levanta, se inclina y besa a Veronica. Pamela también se levanta, y cuando Elisha pasa por delante de ella, camino del micrófono, hace su numerito de boa constrictor, se aferra a él, le abraza y besuquea. Una vez rebasada Pamela, Elisha pronuncia un discurso que contiene más sinceridad y solidaridad de lo necesario en un hombre traicionado. Es un discurso sincero de un demócrata profundamente leal. Quiere de veras que FDR sea el nuevo presidente y Lehman el próximo gobernador; jamás lo ha deseado para sí mismo, está pagando la deuda con Patsy y seguirá pagándola durante dos años como vicegobernador; el cargo que ahora Patsy equipara a esos sorteos con premios modestos que tienen lugar en ciertos acontecimientos sociales, que carece de autoridad y va acompañado de un patrocinio escaso, y tu única esperanza de progreso es que el gobernador se muera de repente. Pero Elisha no puede desear mal a nadie ni ser falso consigo mismo, motivo por el que Roscoe, por mucho que lo intente con el ojo de la memoria, no puede ver en la conducta de Elisha la mentira que convertiría aquel coqueto entrelazamiento con Pamela en algo más que una efusión familiar. ¿Realmente había ido con ella aquella tarde, cuando ambos desaparecieron, a la guarida de Pamela en la calle Jay? ¿La había llevado a algún oscuro bar clandestino para darse un revolcón en la trastienda? Podría haberse concentrado en ella en cualquier habitación del Ten Eyck, pero Roscoe no cree en esas posibilidades. Ve el rostro de Elisha en el recuerdo y no descubre rastro de la necesaria concupiscencia ni de la intriga.
—Para en la tienda —le dijo Roscoe a Joey—. Tráeme cuatro tabletas de Hershey. No tendré tiempo para comer.
Y cuando se quedaron solos en el coche, Roscoe le preguntó a Hattie:
—¿Crees que Elisha se acostó alguna vez con Pamela?
—Bien sabe Dios que ella estaba dispuesta —respondió Hattie—. Y en aquel entonces él tenía todo un harén, ¿no es cierto?
—No sé hasta qué punto se lo tomaría en serio.
—Las mujeres le divertían.
—Eso les sucede a muchos. Además, estaba deprimido, con los problemas de la acería y la pérdida de su hija. Y bebía demasiado, viajaba con frecuencia a Nueva York, y ella estaba allí.
—¿Por qué mencionas eso ahora?
—Estoy tratando de imaginarle como padre de Gilby.
Hattie no respondió a esta confidencia, y en su silencio Roscoe ve de nuevo la apoteosis de la convención: la emoción, incluso el paso repentino de lo sublime a lo prosaico, la reconciliación, cuando FDR estrecha la mano de Al y le dice: «Me alegro de verte, Al, y te lo digo de corazón». Y Al, delante de un centenar de periodistas y el runrún de las cámaras de los noticiarios, replica: «¿Qué tal estás, trasto viejo?». Los sombreros vuelan y la muchedumbre descabezada y destocada rompe en aclamaciones por la restauración del afecto entre el que no es del todo su presidente y el que lo será a continuación. Incluso Roscoe siente, a su pesar, esa emoción trivial en la garganta mientras la enemistad se entierra públicamente y la armonía se levanta de la tumba. Pero lo cierto es que Al no se mantendrá armonioso durante mucho tiempo después de esta noche, pues muy pronto estará claro que jamás llegará a integrarse en el New Deal, que sus días de poder e influencia han terminado. Y entonces se convertirá en un vigoroso enemigo de FDR. Tampoco Roscoe y Patsy están destinados a ser chanchulleros del New Deal. Su sueño —el sueño de Patsy que Roscoe ha tomado en préstamo— de un poder cercano a un nivel más elevado también se extinguió con la derrota de Elisha. Estuvimos tan cerca… Pero las cosas son como son, y deja de darle vueltas, dice Roscoe. Piensa en esta noche como el preludio festivo de la victoria presidencial de FDR, que está sólo a un mes de distancia: por fin un demócrata en la Casa Blanca, un demócrata en el Capitolio.
Roscoe, Patsy y su legión de Albany enterrarán oficialmente todas las rivalidades y obtendrán grandes mayorías para cada demócrata de la lista. Despertarán la mañana siguiente al día de las elecciones y Roscoe llamará a Patsy y le dirá por primera pero no por última vez: «Somos demócratas, Pat, ¿recuerdas? Y estamos empapados de los principios del Partido Demócrata. La ciudad es nuestra, y lo son el condado, el estado y la nación. Las cosas podrían ser peores».
También poseen el esplendor de la noche que sigue a la clausura de la convención, las calles a medianoche tan brillantes y concurridas como Times Square a la salida de los teatros, las colas que se forman delante de los restaurantes, las orquestas de música bailable que llevan a cabo su animada y dulce tarea en los hoteles, los bares clandestinos vigilados por policías de paisano de Albany para protegerlos de inoportunas redadas de los agentes de la ley seca que deberían ocuparse de otros asuntos en una noche como ésta. En Las Tripas las luces estarán encendidas toda la noche, es hora de espabilarse, muchachas, y en la sala de baile del Ten Eyck la fiesta privada de Elisha vibra con la asistencia de media ciudad. Roscoe ve en su memoria a los aliados y los desconocidos afines hombro con hombro en el arrebol social de aquel polvo de estrellas político. Ve a Hattie cortejada por un senador del estado cuyo nombre ha desaparecido de la memoria de Roscoe mucho tiempo atrás. Bart Merrigan está dispuesto a tumbar a quien haya pellizcado a su mujer en el ascensor, pero no puede determinar cuál de los tres hombres lo ha hecho. Hay una gran demanda de mujeres demócratas por parte de los rijosos delegados de Manhattan, y cuando Roscoe se roza con Veronica le dice: «Te recuerdo», y ella replica: «Y yo a ti». Se sirve cerveza de Waxey a presión, y Roscoe ve que Tierno controla la colocación de otros dos barriles; pero el eje Waxey-Tierno pronto será superfluo, pues el producto genuino va a volver, y la Stanwix de Roscoe será de nuevo la marca preferida en las reuniones políticas, así como en todos los bares que esperen prosperar en la ciudad. La banda de jazz de seis instrumentos de Mike Pontone está tocando Walking My Baby Back Home, y en un rincón a la derecha de la banda, parcialmente oculto por una palma en un tiesto, Roscoe sorprende a Alex en el acto de ofrecer la petaca de plata a su tía Pamela, un precoz juerguista juvenil que se une a la fiesta. Aprenden con rapidez.
Trece años después, a solas con Hattie en el asiento trasero de su coche, Roscoe le preguntará:
—¿Dónde se alojó Alex aquella noche? ¿Tenía habitación en el hotel o tú le diste una?
—¿No se habría alojado en Tivoli?
—Lo dudo. Estaba donde tenía lugar la acción. ¿Recuerdas haberlo visto en algún momento aquella noche?
—Recuerdo que era muy joven y guapo, y que hablaba con mujeres.
—¿Qué mujeres?
—Mujeres mayores, pues eran mayoría. No había muchas de su edad.
—¿Qué mujeres mayores?
—Maldita sea, Roscoe, ¿cómo voy a acordarme? Tal vez Maddie Corrigan o Dodie Vanee. Recuerdo haber pensado que habían encontrado la manera de enviar a sus maridos a casa. Y Pamela.
—Alex con Pamela.
—Bailaba con ella, y pensé que se debía a su timidez en sociedad. Permanecía con la familia porque no se atrevía a salir a la pista con una desconocida. ¿Te sorprende?
—Nada me sorprende, mi querida Hat.
Y Roscoe reflexionó sobre si la estancia de una noche en la calle Jay podría haberse repetido en el piso de Pamela en Nueva York. A menudo, los fines de semana, Alex iba a la ciudad desde New Haven. Eso explicaría su inquietud por el caso de la custodia de Gilby y su profunda hostilidad a Pamela. Y mientras las palabras de Pamela, «Niño sabio es el que conoce a su padre», no significaban nada para Elisha, que estaba más allá del escándalo, podrían representar una verdadera amenaza para Alex, que no lo está. Una teoría. Y Roscoe no puede contársela a nadie.