En el tribunal
Las sonrisas de Veronica y Gilby eran radiantes mientras escuchaban al juez que decía: «… la vida familiar del niño hasta ahora ha sido tan afortunada que ciertamente no debe cambiar para que en lo sucesivo cuide de él su madre biológica, y todas las partes convienen en que el muchacho debe seguir donde está, mientras que la denunciante tendrá los derechos de visita razonables. La petición de hábeas corpus queda anulada y declarada improcedente».
Roscoe reconoció en la expresión de Marcus su enfurecimiento por el engaño de su clienta, una perjura que ni siquiera le había contado la verdad a su abogado. ¿Estás perdiendo la sutileza, Marcus? ¿Ya no puedes distinguir a las personas sinceras de los farsantes? Roscoe sintió cálidas palpitaciones en el pericardio al imaginar a Pamela desconcertada por el ataque de Marcus. ¿Violación? ¿Elisha? ¿Qué tiene que ver la violación con nada de esto? Jamás he dicho que Elisha me violara. Pero Marcus no puede acabar de creerla. Aun cuando no hubiera violación, acción sí que la hubo, y ahí está Gilby para demostrarlo. Pero papá Yusupov no era el papá, y eso es un hecho. No era más que un antiguo príncipe georgiano, exiliado ruso profesional, que en otro tiempo tuvo tres millones, según decían. Pamela trató de chupar lo que quedaba de esa fortuna y, un hecho más, fracasó. Elegante, con chaqueta negra a rayas blancas y vestido de color burdeos, los labios cubistas, rojo rubí y fruncidos, una moda tan anticuada que vuelve a imponerse, Pamela se sentaba detrás de Marcus, aturdida, no estaría más inmóvil si le hubieran dado un ladrillazo, los ojos velados mientras se pregunta cómo es posible que el mundo haya cambiado de una manera tan repentina. Fue la niña mimada de ayer, el mundo aún ofrecía sus posibilidades, con dinero sobre la mesa. Pero ahora estamos en el presente, querida.
Roscoe insistió en que Gilby hablara con su madre antes de que abandonaran el tribunal. El muchacho llevaba su traje azul nuevo y una corbata roja y azul que Veronica le había comprado para la ocasión. Roscoe pensó que la corbata le hacía parecer cinco años mayor de lo que era.
—No quiero hablar con ella —le dijo Gilby.
—Bastará con que le digas adiós.
—El juez ha dicho que podría visitarme.
—Probablemente no lo hará.
Gilby cruzó la sala hasta el lugar donde Pamela se ocultaba bajo su ancho sombrero.
—Vengo a despedirme —le dijo.
—Me entristece muchísimo perderte —replicó Pamela.
—A mí no. Adiós.
Roscoe vio los hombros caídos de Pamela, su expresión de fracaso. Parecía encogerse mientras él la miraba. Se mantuvo a distancia de ella, pero se acercó a Marcus para estrechar la mano del colega.
—Me alegro de que no hayamos llegado al combate cuerpo a cuerpo —le dijo Roscoe.
—Le había subestimado, Roscoe. Carece por completo de escrúpulos. Le felicito.
En el pasillo, Roscoe dirigió unas frases a los reporteros, para contentarlos, y entonces se alejó flanqueado por Veronica y Gilby, los tres cogidos del brazo, tan risueños, tan felices que ni podían ni querían ni tenían que hablar de lo ocurrido, simplemente era una realidad de la vida esencial, dichosa, evidente. Soltaban risitas mientras esperaban el ascensor, y cuando llegó subieron juntos, en hilera, todavía cogidos del brazo, y Roscoe le dijo al ascensorista:
—Te saludo en un estado de felicidad absoluta, Webster.
—¿Ha ganado un caso, señor Conway? —le preguntó Webster.
—Creo que sí.
—¿No está seguro?
—Soy modesto.
—Ha ganado —terció Veronica—. Y cómo lo ha hecho… Todos hemos ganado.
Webster cerró la puerta metálica plegable del ascensor, pero vio que llegaba otra persona y volvió a abrirla. Pamela. Roscoe vio que Marcus caminaba en la dirección contraria, rumbo a la escalera que estaba a considerable distancia. Pamela avanzó hacia el camarín sin saber que el enemigo estaba dentro. Se detuvo cuando Webster abría la puerta plegable.
—Bajamos —dijo Webster.
—Maldito cabrón embustero —soltó Pamela en cuanto vio a Roscoe.
Al oír estas palabras, Roscoe salió del ascensor y se puso delante de Pamela para evitar el contacto visual de ésta con Veronica y Gilby.
—¿Cómo has dicho, querida? ¿Te dirigías a mí? —Y sin volverse, añadió—: Webster, baje usted a mis amigos. Sólo tardaré un minuto. —Y Webster cerró la puerta del ascensor.
—¿Violación? —dijo Pamela—. ¿Violación?
—¿Por qué no? —replicó Roscoe—. La violación es tan popular como el chantaje.
—¡Embustero, embustero, embustero! —gritó Pamela.
—Vaya, la perjura ofendida por una falsedad —dijo Roscoe.
Elisha no había cometido ninguna violación. Eso se lo había inventado Roscoe, pero la verdad radicaba en los detalles. Era un primor la manera en que los hechos ciertos y fraudulentos se entrelazaban con tal suavidad. La frase siguiente es una mentira. La frase anterior es cierta, lo cual significa que la primera frase es una mentira y la segunda frase es cierta, lo cual significa que la primera frase es cierta y la segunda es una mentira, lo cual significa que la primera era de nuevo una mentira, ¿o no es así? Un par de verdades inexpugnables. A eso lo llamamos igualdad de lo verdadero y lo falso.
—No fue violación —dijo Roscoe—, y ni siquiera fue Elisha, ¿verdad?
—Crees que has ganado —respondió Pamela.
—Elisha ha ganado. Nos preparó para enfrentarnos a ti. A partir de ahora, querida, nadie creerá nada de lo que digas.
—Hay muchas maneras de hacer que se sepa la verdad.
—Desde luego, y si dices algo en cualquier sitio, fíjate bien, en cualquier sitio de esta ciudad, te demandaremos. Provoca un escándalo y acabarás entre rejas, te garantizo que eso es lo que te espera en el futuro. No traigas de nuevo tus celos venales a esta ciudad, Pamela. Deja en paz a la familia.
Llegó el ascensor y Webster abrió las puertas. Roscoe hizo un gesto a Pamela y entraron en el camarín.
—¿Tienes dinero? —le preguntó él.
—Millones —respondió ella.
Roscoe se sacó un rollo de billetes del bolsillo y separó dos de cien dólares. Se los ofreció a Pamela. Ella miró el dinero con fijeza.
—Toma un tren a alguna parte. Vete a Buffalo.
—Eres un cochino cabrón —dijo ella, tomando los billetes.
—Gracias, Webster —dijo Roscoe cuando llegaron al vestíbulo. Hizo un gesto a Pamela para que saliera primero y le abrió la puerta de la calle—. ¿Cuál es tu número de teléfono en Nueva York? —le preguntó—. Deberíamos estar en contacto.
Pamela pensó que aquello era la monda.