En el barco nocturno
Desde la cubierta de paseo, Roscoe oía las primeras notas musicales de la orquesta del barco: violoncelos, luego oboes, una obertura de Wagner, con deseo implícito en la música. Precisamente lo que Roscoe necesita. Se alejó por la cubierta hasta que dejó de oírla. Cuando el motor del barco empezó a vibrar, reparó en dos hombres solitarios que estaban en el muelle, uno tendido, con los ojos cerrados y los brazos extendidos, inmóvil. ¿Muerto? El otro, en pie junto al hombre tendido, mirando hacia el barco, un tableau vivant. El hombre tendido había hecho algo incalificable; Roscoe lo percibía por su afinidad con el caído. Le llamó para que se pusiera en pie y se explicara, pero el hombre no podía hablar, lo mismo que le sucedía a Roscoe, que nunca puede pronunciar las palabras que al instante, y para siempre, infundirían temor y temblores a Alex.
Caminó por la cubierta, calculando la hora por la intensidad de las luces parpadeantes en la orilla y contemplando la miríada de formas que adopta el engaño, cómo se cruzan y magnifican o se cancelan entre sí. Veronica, la bella durmiente, se despertará para descubrir que está casada para siempre con un muerto y nunca podrá explicar por qué. ¿Sabe ella por qué? Debe de haberlo sabido siempre. Es tanto lo que se debe al autoengaño, como que Roscoe abatiera a aquella osa. ¿Cómo pudo convencerse a sí mismo, o convencer a cualquiera, de que había abatido a la osa? Sin embargo, Roscoe cree en sus creaciones: su beau geste salvó al partido y le valió el amor de Veronica. Al fin y al cabo, una mentira no es sino otra manera de afirmar lo deseable. Una mentira viva es mejor que una mentira muerta, y no existe un muro supremo en el que el individuo creativo no pueda abrir una brecha por medio del engaño. Para recuperar el amor de Veronica, Roscoe mentiría hasta olvidar cómo se hace. En cualquier momento que lo desee puede verla, espléndida con su vestido negro, desnuda sobre su chaqueta en la cama, elegante con sus pantalones y botas de montar, enfundada en su bañador negro, atractiva con su combinación en el hotel, nueva por la mañana con su bata china. Roscoe no perderá esas visiones.
Dos monjas rellenitas pasaron junto a él camino de su conversión en querubines, y entraron en uno de los salones privados del barco. Roscoe las siguió y miró a través de la ventana. Vio varios sacerdotes y monjas sentados a mesas de juego, intercambiando en silencio imágenes sagradas y cartas del tarot. Aquello parecía nuevo. Al entrar descubrió un lujoso establecimiento de juego: alfombras que a todas luces procedían de Bruselas, barandillas de metal delicadamente forjado, apliques y escupideras de latón, sillas de caoba, papel de pared aterciopelado, una decoración peculiar para un barco nocturno. Deambuló entre las mesas de juego y se detuvo en un rincón donde cinco caballeros bien vestidos realizaban un juego con naipes y dados que Roscoe no pudo identificar. Examinó las pizarras que relacionaban precios de ganado y pronósticos de partidos de béisbol, peleas, matrimonios. Se acercó a la pizarra donde estaban anotados los caballos participantes en las carreras, reparó en un nombre familiar, Cábala 2, y entonces vio que Johnny Mack, el corredor de apuestas de Patsy, venía a su encuentro, y la elegancia del lugar cobró sentido. Propietario de caballos de carreras, hombre de gusto y aficionado a la moda, jugador de primera, ¿por qué John no habría de amueblar aquel salón tan lujosamente como su Casa Blanca, el local de juegos más selecto de Albany?
Johnny vestía un elegante traje a cuadros negro y gris con cordoncillo negro, anclado en el chaleco mediante una ancha cinta negra.
—No sabía que estabas en el río, Johnny —le dijo Roscoe.
—Después de que el gobernador ordenara mi detención, perdí la fe en las ciudades —replicó Johnny.
—Yo tuve una epifanía similar —dijo Roscoe.
—Las epifanías vienen cuando menos las esperas.
—¿Qué es ese juego del rincón?
—¿Qué te gustaría que fuese?
—Vaya pregunta —dijo Roscoe—. ¿Quiénes son esos jugadores?
—¿Contra quién te gustaría jugar?
Y entonces Roscoe comprendió que el mundo tal como lo conocía había sido derribado mientras él estaba enclaustrado. Tendría que empezar desde cero, como un novicio. La idea de nuevas estrategias de juego le deprimía. ¿A quién le importa por qué apuestas ahora, Roscoe? ¿A ti? ¿Cuál es exactamente tu legado, aun cuando ganes? Dentro de diez años, ¿sabrá alguien que alguna vez apostaste por lo que fuese, o siquiera que alentaste?
—Paso del juego, pero apostaré por esa potranca, Cábala 2 —dijo Roscoe.
—¿Otra vez? —le preguntó Johnny.
—Es mi debilidad —respondió Roscoe.
Fue en agosto de 1937, y estaba en el palco de los Fitzgibbon en la Club House de Saratoga, al lado de Veronica. El caballo cuya propiedad compartía con Elisha y Veronica, Pleasure Power, participaría en la Travers y sería ganador al cabo de dos carreras más. Tal vez debido a una simetría inconsciente, Roscoe y Veronica habían apostado por Cábala, la potranca de dos años de Mack, pero la yegua entró atemorizada en el cajón de salida, se encabritó frenéticamente, desmontó al jockey, cayó hacia atrás bajo la puerta entre dos cajones y, al debatirse como loca para ponerse en pie, se rompió un hueso pélvico que le seccionó una arteria. Cuando la sacaron de debajo de la puerta, trató de levantarse, pero cayó sobre la pata inútil. Se desangró con tal rapidez sobre la pista que cuando acudieron a sacrificarla con una pistola ya estaba muerta. Veronica se cubrió los ojos. Roscoe miraba con los prismáticos. La pista debajo, el cielo arriba; verdaderos. Una cosa sólo es cierta si no puedes arreglarla. Todo el mundo en el cementerio es verdadero.
—Se acepta tu apuesta —dijo Johnny, tomando nota en su bloc.
Hace mucho tiempo que Roscoe llegó a la conclusión de que sólo tiene sentido apostar por lo imposible. Es un acto de fe y valor que requiere un salto irracional. Un hombre gana, sencillamente, por hacer semejante apuesta.
Salió de nuevo a la cubierta y oyó el fuerte sonido de la rueda hidráulica de paletas y el ruido sordo del cigüeñal mientras el barco avanzaba hacia el centro del penumbroso río. Tal vez un millar de pasajeros estuvieran en los camarotes haciendo el amor. Para eso nació el barco nocturno. Cuando Roscoe volvió a la entrada del salón principal, la orquesta seguía tocando una pieza de Wagner, pero ahora sobre el tema del amor; ¿o era el tema de la muerte? Uno u otro.
Bueno, pensó Roscoe al entrar, en cualquier caso un poco de música me vendrá bien.