Salieron de otro ascensor en un lugar diferente del palacio. A Ragnar la cabeza le daba vueltas por todo lo nuevo que veía, oía u olía, además de por la inmensidad del lugar. Sin embargo, el proceso de adaptarse a su nuevo entorno ya había comenzado. Mientras caminaban, dejaban un rastro oloroso que podría seguir para volver sobre sus propios pasos. Cuanto más camino recorrieran, más señales dejarían. Ya en aquel momento podría volver a sus aposentos con los ojos cerrados.
La gente de aquella zona iba vestida con trajes de aspecto más vistoso. Había más Navegantes y más signos ostentosos de riqueza. Unos tapices holográficos de hilo dorado colgaban de las paredes cubriéndolas por completo. La perspectiva de las escenas cambiaba a medida que se pasaba a su lado de un modo que engañaba por completo al ojo del observador. Se veían escenas de firmas de tratados, de naves recortadas contra un fondo estelar, además de paisajes de un centenar de planetas alienígenas. En cada uno de esos paisajes ondeaba el estandarte de los Belisarius. En cada nave se veía el sello del poder de la casa navegante. En cada mesa de negociación, uno de los protagonistas más importantes era un Navegante con el uniforme belisariano.
La más impactante de todas era la imagen de un miembro de la Casa Belisarius caminando al lado de tres figuras con las cabezas envueltas en un halo. Una de ellas tenía alas como las de un ángel, otra mostraba los largos colmillos de un Lobo Espacial y la tercera emanaba un aura resplandeciente. Ragnar la miró con interés. A menos que se equivocase, aquello representaba a uno de los antecesores de la Celestiarca en funciones caminando al lado del Emperador, de Leman Russ y de Sanguinius, el primarca de los Angeles Sangrientos.
Ragnar sintió una leve punzada de angustia al ver la lanza que Russ llevaba en una mano. Flexionó los dedos. Su mano también había empuñado aquella arma sagrada durante unos breves momentos. Al ver la precisión del dibujo, Ragnar no dudó que el artista había visto el arma en persona. La pintura era un recordatorio no demasiado sutil del antiguo linaje y las poderosas relaciones de la Casa Belisarius.
Le llevó algo de tiempo estudiar a la gente que lo rodeaba. Los humanos los miraban con una mezcla de miedo y respeto cuando pasaban a su lado. Su nerviosismo era evidente en sus olores. Los Navegantes, como siempre, eran mucho más difíciles de captar. Había algo en ellos que era tan inhumano y tan alienígena como un orko. Torin y Haegr no mostraron señal alguna de sentirse incómodos por ello, pero Ragnar supuso que habían tenido muchos años para acabar acostumbrándose.
Delante de ellos se abría una enorme arcada. Las columnas de apoyo tenían forma de dos naves estelares rodeadas por ángeles con el tercer ojo de los Navegantes en la frente, una imagen que algunos considerarían demasiado cercana a la blasfemia. En el centro del arco se veía el símbolo de Belisarius: un ojo flanqueado por dos lobos alzados sobre sus patas traseras. Los guardias de la entrada los saludaron con presteza y les permitieron pasar directamente a la sala de presentaciones.
El lugar era otra prueba de riqueza y poder. La cúpula del techo era una representación hecha con joyas del cielo nocturno que se reflejaba en el mármol negro del suelo. La Celestiarca en funciones se encontraba sentada en un trono de plata pura que reposaba sobre un estrado gravitatorio que flotaba en el centro de la estancia. Se trataba de una mujer de estatura elevada, con una belleza atemporal, vestida con una túnica negra ceñida a la altura del estómago por un cinto de plata. La hebilla del cinto mostraba el sello del ojo flanqueado por dos lobos, lo mismo que la diadema que llevaba en la frente. Había un hueco en la diadema que coincidía con el ojo pineal de la Navegante, visible a través del agujero.
Había dos hombres a los lados del trono. Uno era alto pero estaba encorvado por la edad, con una melena de cabello plateado a juego con la barba. Llevaba unos ropajes muy parecidos a los de la Celestiarca, pero con un reborde de piel blanca en el cuello. El otro era más bajo, de mirada más intensa, con el cabello negro salpicado de mechones grises y una perilla muy bien recortada. Llevaba puesto el uniforme de gala de la casa, que incluía un penacho. Parecía capaz de manejar muy bien la espada y la pistola bólter que llevaba al cinto. Los tres tenían un cierto aire de familia entre sí y con Gabriella. Eran de estatura elevadas y delgados, con unas manos y unos rostros de huesos finos. Tenían las mejillas un poco hundidas y los ojos grandes. Los Navegantes alzaron la mirada cuando entraron los tres Lobos Espaciales.
—Saludos, Torin de Fenris —dijo la mujer. Su voz era más grave de lo que Ragnar había esperado—. Veo que has traído contigo a nuestro recluta más reciente.
—Así es, lady Juliana. Permitidme presentaros a Ragnar Blackmane, de Fenris y de los Lobos.
—Nos sentimos felices de conocerte, Ragnar Blackmane. Adelántate para que te podamos reconocer.
Ragnar así lo hizo. Avanzó con toda la confianza que pudo reunir, decidido a no dejarse intimidar por la riqueza que mostraba aquel entorno o por el antiquísimo linaje de la Celestiarca. Se dio cuenta de que todo el ostentoso despliegue en el trayecto hasta la sala de presentaciones estaba planeado para impresionar e intimidar a los visitantes. No estaba dispuesto a que eso lo amedrentara. Juzgaría a la Celestiarca por sus propios méritos, lo mismo que ella tendría que juzgarlo a él. Así había sido entre los guerreros de Fenris y sus caudillos desde tiempos inmemoriales.
Se quedó de pie delante del estrado y levantó los ojos para mirar directamente a la Celestiarca. Si ella se sintió ofendida por el gesto, no dio muestras de ello, lo mismo que el Navegante de mayor edad. El individuo uniformado soltó un bufido pero no dijo nada por la fanfarronería de Ragnar. A Ragnar le pareció notar una cierta sensación de diversión procedente de Torin y de aprobación por parte de Haegr.
—Veo que eres un verdadero hijo de Fenris —dijo lady juliana, no sin cierta amabilidad—. Sube al estrado.
Ragnar obedeció, y se percató de que el campo de suspensión no se estremeció lo más mínimo cuando su gran cuerpo con armadura dejó caer su peso sobre él. Puede que la plataforma pareciera flotar como una balsa sobre una corriente, pero daba sensación de solidez en cuanto se subía a ella.
—¿Has venido a jurarnos lealtad, Ragnar?
—Sí. Tenéis mi palabra como guerrero y como Lobo Espacial de que os obedeceré y protegeré igual que cumpliría las órdenes del mismo Gran Lobo.
—No puedo pedir más —contestó la Celestiarca—. Sé bienvenido a la Casa Belisarius, Ragnar Blackmane.
—Gracias, señora.
Un leve gesto con la barbilla le indicó a Ragnar que la audiencia había terminado, así que hizo una reverencia y bajó del estrado para reunirse con Torin y Haegr.
—Podéis marcharos —dijo lady Juliana.
Los tres Lobos Espaciales saludaron y se retiraron por la puerta de arco.
—Creo que le gustas —comentó Torin.
—¿Cómo puedes saberlo?
—No se ha extendido con las formalidades.
—¿Quiénes eran los otros dos?
—El viejo se llama Alarik, y es el chambelán, además del jefe de seguridad. El figurón es Skorpeus. Es un primo de la Celestiarca y se cree que es su consejero.
—¿A quién le importa todo eso? —exclamó Haegr—. Salgamos de aquí y dediquémonos a beber tremendas cantidades de cerveza, tal como corresponde a los héroes de Fenris.
—Una idea excelente —contestó Torin—. Ven, Ragnar, déjanos que te enseñemos una de las delicias de Terra: las tabernas del distrito de los mercaderes.
Ragnar estaba a punto de decir que se encontraba cansado y que deseaba recuperarse del largo viaje cuando vio las miradas inquisitivas de sus dos camaradas. Torin parecía estar juzgándolo, y la actitud de Haegr indicaba a las claras que ningún verdadero hijo de Fenris dejaría escapar una ocasión como aquélla. El joven Lobo Espacial se lo pensó dos veces y llegó a la conclusión de que tampoco sería mala idea. Estaba deseoso de ver más de su nuevo planeta, y en cuanto comenzara a tener tareas que cumplir, lo más probable sería que ya no tuviera ocasión alguna de hacerlo. Se le ocurrió que lo mismo podía pasarle a los otros dos. A lo mejor les habían ordenado que le enseñaran los alrededores y tendrían que cumplir otras misiones si Ragnar decidía marcharse a sus aposentos. Si ése era el caso…
—Venga —contestó.
En ese preciso instante, el Navegante llamado Skorpeus salió de la cámara de presentación. Una gran figura con la cara marcada por cicatrices le salió al encuentro. Los dos charlaron durante unos momentos y luego se dirigieron hacia los tres Lobos Espaciales.
—Bienvenido a Terra, Ragnar Blackmane —dijo el Navegante. Sus modales eran suaves y relajados, quizá demasiado, pensó Ragnar—. Te deseo mejor suerte que tu predecesor.
—Skander murió cumpliendo su deber. Ningún Lobo Espacial puede pedir una muerte mejor.
—Quizá habría sido mejor para todos nosotros que hubiese cumplido del todo su deber, que, después de todo, era proteger y mantener con vida a Adrian Belisarius. Sin duda, habría sido mucho mejor para mi primo.
Haegr soltó un gruñido y escupió. Fue Torin el que habló.
—Estoy seguro de que en su lugar hubierais encontrado un modo de salvar vuestras dos vidas, noble Skorpeus. Sin duda, las estrellas os hubieran advertido de que deberíais estar lejos…, lo que quizá explicaría por qué no os encontrabais en ese lugar cuando se produjo el ataque.
—Sin duda, las estrellas me sonríen, aunque, por supuesto, me apena que mi primo desoyera mis advertencias.
Ragnar se giró para observar al compañero de gran tamaño del Navegante. Estaba escuchando atentamente la conversación, pero sin mostrar ninguna clase de emoción. La actitud que mostraba le recordó a Ragnar los miembros de las unidades de élite de la Guardia Imperial.
—¿No es cierto que las estrellas también predijeron que seríais Celestiarca? —le preguntó Torin con voz suave. Skorpeus lo miró con una sonrisa condescendiente.
—Crees que el hecho de que los Ancianos eligieran a mi prima Juliana invalida esa predicción, ¿verdad, Cuchillo del Lobo?
—Eso le parecería a un bárbaro sin cultura como yo.
La sonrisa de Skorpeus se ensanchó más todavía. Parecía un jugador que tiene una carta ganadora y está a punto de enseñarla.
—Las estrellas no predijeron cuándo llegaría a ser Celestiarca, tan sólo que lo sería. Es algo que deberías tener en cuenta. Algún día seré vuestro señor.
—Creo que no acabáis de comprender la naturaleza de la relación entre Fenris y la Casa Belisarius —contestó Torin.
Ragnar notó una leve traza de furia en su olor. Aunque lo ocultaba bastante bien, era evidente que al Lobo Espacial le disgustaba Skorpeus profundamente.
—Quizá cuando llegue al trono tenga que redefinirla —replicó a su vez el Navegante antes de alejarse con el aire prepotente del individuo que sabe que tiene la última palabra.
—¿De qué iba todo esto? —preguntó Ragnar cuando Skorpeus se alejó lo bastante para no poder oírlos.
—Ése maravilloso ejemplar de orgullo y egocentrismo entre los Navegantes cree que las estrellas predijeron que alcanzaría el trono —aclaró Torin mientras se alejaban en la otra dirección—. Por si no te diste cuenta, está convencido de que debería ser, y que será, Celestiarca. Su lacayo, ese mono llamado Beltharys, está de acuerdo con él.
—¿Crees que Skorpeus haría algo para agilizar ese plan del destino?
Torin negó con la cabeza.
—Lo haría si pudiera, pero no tiene posibilidades de influir en la elección que efectúan los Ancianos.
—¿Quiénes son?
—No preguntes —dijo Haegr—. Mejor bebe cerveza.
—Siento curiosidad —insistió Ragnar.
—Son una gente muy misteriosa —contestó Haegr—. Y lo cierto es que es mejor que no quieras saberlo.
—Por una vez, mi enorme amigo está en lo cierto —añadió Torin.
—¿En qué sentido son misteriosos? —volvió a insistir el joven Lobo Espacial.
—La mayoría de la gente no los ha visto nunca. De hecho, para la mayoría de la gente de este palacio son tan invisibles como el sentido común de Haegr.
—Espero no tener que darte una nueva paliza, Torin.
—Todos saben que el sentido común es una cualidad, Haegr, y por tanto, perceptible aunque invisible.
—Entonces no pasa nada.
—Lo que quieres decir es que nadie ve a la gente que elige al gobernante de la Casa Belisarius.
—Hay mensajeros que se internan en las criptas que se encuentran en los pisos inferiores, pero son ciegos. También los Navegantes bajan allí a veces. Creo que Valkoth ha estado alguna vez. Skander también estuvo.
—¿Aquí abajo? ¿Criptas?
—Ragnar, este palacio es un laberinto. Además, está fortificado y aislado del resto del mundo subterráneo mediante un muro de diez metros de ancho de plasticemento reforzado, lo mismo que las paredes de cada pasillo, y también está plagado de sensores, trampas y detectores. Los Ancianos viven en las llamadas criptas.
—¿Temen que los asesinen? —preguntó Ragnar.
—Eres muy listo, joven Blackmane —soltó Haegr con humor sarcástico.
—Y quizá teman algo más —añadió Torin.
—¿A qué te refieres?
—Éste no es el sitio ni el momento para hablar de ello.
—¿Es uno de esos secretos por los que los Navegantes se sienten culpables?
—No te burles, Ragnar. Puede que así sea.
—¿Vamos a hablar o a beber? —exigió saber Haegr.
—Mi querido amigo Haegr, sin duda te habrás dado cuenta de que nuestros pasos nos llevan en línea recta a los hangares de los aleteadores —dijo Torin—. Y sin duda también, tu poderoso cerebro habrá deducido que uno de esos vehículos nos podrá llevar hasta el distrito de las tabernas. Muchos de nosotros podemos hacer dos cosas al mismo tiempo, como por ejemplo, caminar y hablar a la vez.
—¿Estás sugiriendo que yo soy incapaz de hacer eso?
—Ya has demostrado tu capacidad en ese sentido en muchas ocasiones. Incluso ahora mismo, mientras hablamos, estás realizando ambas acciones al mismo tiempo. ¿Por qué iba a sugerir lo contrario?
—Tienes una actitud algo burlona, Torin, y no me gusta. Puede que sea necesario propinarte una paliza.
—Amigo mío, será mejor que reserves tus fuerzas para beber.
—Tendré en cuenta ese consejo.
Torin los llevó hasta un enorme hangar situado en la parte alta del palacio. Desde su amplio interior se divisaba una vista panorámica del paisaje nocturno de la ciudad. Unas cuantas estructuras gigantescas brillaban a lo lejos, y cada pequeña ventana era como una baliza. Las luces en movimiento formaban corrientes a lo largo del cielo. Unos trenes inmensos serpenteaban esquivando los edificios y las interminables mareas de decenas de miles de personas. El sabor a contaminación impregnaba el aire. Ragnar se sintió muy lejos de la naturaleza fría y salvaje de Fenris.
Torin se acercó a un pequeño aleteador para cuatro personas. Lucía la insignia de la Casa Belisarius. Era un vehículo alargado como un insecto esbelto, pintado de negro y plata. Subieron a bordo y Torin se puso a los mandos y los manejó con la misma pericia que el piloto de una Thunderhawk. Inició con presteza las invocaciones previas al vuelo y los motores se pusieron en marcha con un zumbido. Instantes después, el vehículo surcó con rapidez el cielo nocturno.
Ragnar se sintió desorientado por un momento cuando miró hacia abajo, hacia la pared de metal y plasticemento que se perdía en la oscuridad bajo sus pies. Estaban a unos mil metros de altura y seguían ascendiendo. Torin estaba atento a todo lo que les rodeaba ya los indicadores de la holoesfera. El palacio Belisarius se alejó poco a poco a su espalda. Ragnar vio desde aquel punto suspendido en el aire que se trataba de un enorme y vasto edificio en forma de rombo plateado con el emblema de la casa grabado en uno de sus costados. En aquellos momentos ya sabía que el rascacielos no era más que la punta del iceberg: en realidad, los verdaderos dominios de la casa se extendían muy por debajo de la superficie hasta llegar a aquellas misteriosas criptas. Se preguntó qué era lo que ocurría allí abajo. ¿Por qué los Navegantes eran tan reservados en ciertos aspectos? ¿Qué estaban ocultando?
Otro vistazo a su alrededor le hizo percatarse de que todos los aleteadores seguían unas rutas sobre el cielo tan definidas como las carreteras que sobrevolaban. Había grandes espacios abiertos ocupados tan sólo por edificios solitarios que todos evitaban. Preguntó el motivo.
—Son las sedes centrales de las demás casas navegantes. Nadie violaría su espacio aéreo sin ser invitado y sin su permiso. Hacerlo de otro modo supone una invitación a que te derriben.
Ragnar lo comprendió. Unos cordones de seguridad como aquéllos eran el mejor modo de prevenir un ataque terrestre y le permitiría a cualquier artillero del edificio disponer de una línea de disparo clara contra sus objetivos, algo que no sería posible si los vehículos abarrotaban el cielo por encima de él. Era lo que había sospechado, pero le alegró comprobar que estaba en lo cierto.
—Pensé que la Inquisición y los Arbites mantenían una seguridad y un control férreos sobre la Tierra.
—Lo hacen, pero no en todos lados. Ahora mismo estamos en el distrito de los Navegantes. Toda la isla es una zona libre. A las familias las dejan tranquilas y mantienen su propia seguridad. La Inquisición no puede entrar aquí a menos que la inviten o que se produzca una violación flagrante de las leyes. Hay muy poca estima entre la Inquisición y las familias de las casas navegantes.
—Ajá —comentó Haegr—. Los cabrones de capas negras odian a los demonios de tres ojos. Ninguno de ellos merece más interés que un pedo, excepto dos o tres tipos de la Casa Belisarius, por supuesto.
—¿No te gusta estar aquí? —le preguntó Ragnar.
—Éste sitio me asquea. Ojalá estuviera de regreso en los campos helados de Fenris con una manada de alces delante de mí una lanza en la mano.
—Es curioso —dijo Torin—. Aquélla vez que salvaste al viejo Adrian de esos fanáticos te ofreció concederte lo que le pidieras. Te habría enviado de regreso a Fenris si se lo hubieras pedido, y en vez de eso le pediste un pastel de carne.
—Era un pastel de carne muy grande —contestó Haegr. Sonaba casi avergonzado.
—Sí que lo era —replicó Torin—. Mataron un toro y lo envolvieron en hojaldre grueso. Haegr se lo comió todo él solito.
—Fue mi recompensa. No vi que tú te interpusieras en ninguna ráfaga de balas.
—Por cierto, ¿es verdad que aplastaste a varios sirvientes y los mataste cuando te abalanzaste sobre la mesa? —le preguntó Torin.
—Por supuesto que no. Nadie se hubiera atrevido a interponerse entre mi persona y un festín semejante.
A Ragnar le divirtió oírlos. Sus pullas le recordaban los insultos amistosos que a menudo había intercambiado con Sven. Sin embargo, seguía sintiéndose fuera de lugar en aquel sitio. Se dio cuenta de que el aleteador había comenzado a descender hacia un grupo de edificios muy apiñados. El cielo por encima de ellos estaba iluminado con fuerza.
—Dijiste que la Inquisición no venía por aquí.
—Haría falta como mínimo una guerra abierta entre las casas navegantes para que tuvieran motivo suficiente —contestó Torin—. Los Navegantes gastan lo bastante en sobornos como para comprar un planeta pequeño. Eso les asegura bastante privacidad.
—¿Me estás diciendo que la Inquisición acepta sobornos?
—No es nada tan clamoroso o tan evidente como eso. Ragnar, tienes que entender cómo funciona el Imperio. Todos los Altos Señores de Terra pasan el tiempo intrigando unos contra otros, esforzándose por conseguir más poder, posición y prestigio. Para eso hace falta dinero. Los Navegantes tienen mucho dinero. Los Altos Señores y muchos burócratas de gran importancia se aseguran de que nadie moleste a los aliados que les proporcionan dinero.
—Sería mejor que alguien bombardeara todo el planeta con bombas víricas —dijo Haegr—. Bueno, excepto el palacio del Emperador.
Torin se giró para mirarlo.
—Y el de la Casa Belisarius, por supuesto —añadió Haegr como una ocurrencia tardía.
—Sólo a ti se te ocurriría bombardear con virus la sagrada Terra —dijo Torin.
—Mejoraría el lugar —contestó Haegr.
—No lo digas demasiado alto, no vaya a ser que alguien te oiga.
—¿Y qué harías si lo hago?
—Asistiría a tu funeral después de que los zelotes te incinerasen.
—Que vengan. No los temo ni a ellos ni a la Inquisición.
—¿Zelotes? —preguntó Ragnar.
—Fanáticos religiosos. Abundan en Terra, como es de esperar. No todo es corrupción y lujo. No todo el mundo puede permitírselos. Existen billones de personas que viven en este sagrado suelo y que no tienen más consuelo que la fe. Un cierto porcentaje de ellos se consuelan matando a cualquiera que no se ajuste a su idea de virtud.
—Ésa es una de las razones por las que los Navegantes prefieren estar aislados en mitad de este mar de desechos —añadió Haegr—. Los zelotes los odian y los llaman mutantes.
—¿Matarían a los Navegantes? —exclamó Ragnar sorprendido.
—¿Quién crees que mató a Adrian Belisarius? —inquirió Torin.