Torin pasó el augur buscador de artefactos de escucha por la estancia una vez más antes de relajarse y sonreír. Ragnar se alegró de haber ido directamente a su encuentro después de presenciar la conversación que habían mantenido Skorpeus y Gabriella. Torin le parecía el hombre más adecuado al que pedirle consejo en aquellas circunstancias.

—Ah, Ragnar, hijito —dijo—. Llevas aquí menos de una semana y ya estás metido hasta el cuello en conspiraciones. Así se hace.

Ragnar notó el tono burlón de su voz y sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. La sonrisa de Torin se ensanchó por un momento, como si éste supiera lo que Ragnar sentía, pero desapareció de repente.

—Un tipo sutil ese Skorpeus —comentó de pasada. Sin embargo, había desdén en su voz. Ragnar no estuvo seguro de si se debía a la sutileza que le imputaba al Navegante o a que Torin pensaba en realidad que Skorpeus no era lo suficientemente sutil.

Miró a su alrededor, a la estancia de su hermano de batalla. Era todo lo contrario que la suya. Tenía una cama suspendida de cuatro pilares y pinturas antiguas de paisajes y lugares remotos. Una de ellas mostraba a un guerrero manco montado a caballo que daba órdenes mientras cabalgaba en una postura arrogante sobre la nieve. Sin duda, había sido un guerrero formidable en su época.

—¿Está en lo cierto? —le preguntó Ragnar.

—Es casi seguro. Se lleva hablando desde hace meses de ello entre los Navegantes. Son muy buenos detectando y eliminando aparatos de escucha, pero a veces se olvidan de lo agudos que son nuestros oídos.

—¿Qué efecto tendría en nosotros que Cezare colocara a su vástago en ese trono?

—Con lo de «nosotros», ¿te refieres a los Lobos Espaciales?

—¿A qué otra cosa me puedo referir?

—Ragnar, has jurado fidelidad a la Casa Belisarius.

—Nuestros intereses en este asunto son los mismos.

—Eres más sutil de lo que pareces, joven lobo —repuso Torin.

Se sirvió un vaso de vino narcótico y tomó un sorbo con delicadeza. La copa de cristal y la jarra ornamentada parecían fuera de lugar en aquella mano protegida por el guantelete de la armadura, pero su expresión no hubiera desentonado en el rostro de un Navegante.

—¿Crees que piensa utilizar a Gabriella para asesinar a Cezare?

—¿Crees que ella podría hacerlo?

—Quizá, aunque perdería la vida. Todo el mundo es vulnerable si te acercas lo suficiente.

—Lord Feracci está increíblemente bien protegido.

—Entonces, me estás diciendo que no es posible.

—Ella no lo lograría, pero alguien de los presentes sí.

—¿Te refieres a Beltharys o a mí?

—Ragnar, estás fingiendo ser un patán. ¿Para qué se pondría Skorpeus a discutir este asunto si pensara utilizar a Beltharys?

—No sabría si yo estaba oyendo todo lo que decían.

—Los tipos como Skorpeus no se olvidan de detalles como ése, hijito.

—¿Y por qué no me lo ha pedido directamente a mí?

—Porque no podría negar que lo ha hecho. Sin embargo, si a cierto Lobo Espacial joven y temperamental se le metiera en la cabeza cometer el asesinato que le conviene a Skorpeus, éste podría decir con toda sinceridad, incluso sometido a las máquinas de la verdad, que jamás había hablado de eso contigo.

—Parece una distinción muy sutil.

—Tienes que empezar a pensar como un Navegante.

—¿Cómo iba a saber que yo la acompañaría?

—A lo mejor lo organizaron todo entre los dos.

—Ya me has oído.

—¿Estás diciéndome que los dos están conchabados?

—Tan sólo te sugiero que es posible. Un joven Lobo Espacial, ingenuo, valiente y gallardo, que teme una posible amenaza contra una mujer cuya vida ya salvó una vez, actúa para evitar que sufra un hipotético ataque. Todo el asunto posee cierta vena romántica.

—Me parece muy poco probable.

—Ragnar, cuando lleves tanto tiempo en Terra como yo, te darás cuenta de que nada te parecerá demasiado retorcido en lo que se refiere a los planes de los Navegantes como para que no le prestes atención. Si Skorpeus quiere ver muerto a Cezare, y existe la más mínima posibilidad de que tú lo hagas, ¿por qué no iba a aprovechar esa oportunidad? No tiene nada que perder, y todo que ganar.

Ragnar percibió la lógica de todo el asunto. La cuestión era otra: ¿creía de verdad Skorpeus que Ragnar sería tan estúpido de caer en esa trampa? Supuso que también eso era posible.

—Me parece que lo que estás diciendo es que los Navegantes piensan que son más listos de lo que en realidad son, y que a nosotros nos consideran muy poco inteligentes.

—A nosotros nos consideran bárbaros, Ragnar. Bárbaros útiles, pero bárbaros al fin y al cabo. Sin embargo, no debes subestimarlos. Los Navegantes son, en su mayoría, tan listos como ellos se creen ser. Si no hubiera sido así, no habrían sobrevivido. Nacen y los preparan para las conspiraciones lo mismo que nosotros nacemos y nos preparan para la guerra.

—Es una idea interesante.

Ragnar se dio cuenta de que aquello también era verdad. Los planetas salvajes y peligrosos como Fenris creaban guerreros feroces. Los mundos más antiguos darían lugar a algo distinto. Le vino otra idea a la cabeza: si los Navegantes continuaban viendo sólo lo que querían ver cuando se fijaban en él, lo más probable era que continuaran subestimándole. Muy pocos enemigos harían algo así en el campo de batalla, pero se encontraba en un terreno completamente distinto, y tenía que aprovechar todas las ventajas de las que dispusiera.

—Tienes pinta de estar maquinando algo, chico.

—¿Tan transparente soy?

—Sólo para un hermano de batalla.

—Pensaba que me vendría bien que siguieran considerándome un simple bárbaro.

—Sin duda. Además, hay algo que jamás deberías olvidar.

—¿Qué?

—Que eres un bárbaro.

—Lo mismo que tú.

—Jamás lo he negado. —Ragnar lo dudó, pero no estaba dispuesto a decirlo en voz alta—. Venimos del mismo sitio, Ragnar. Pasamos y superamos las mismas pruebas. Servimos al mismo Capítulo. No he olvidado todo eso.

A Ragnar le sonó como si Torin estuviese intentando convencerse a sí mismo. Quizá llevaba demasiado tiempo en Terra y su cultura le había influido. Le parecía poco probable, pero nunca se sabía. A pesar de toda su inteligencia y confianza en sí mismo, Torin no parecía encontrarse a gusto por completo en ninguno de los dos mundos.

—¿De verdad crees que Gabriella y Skorpeus pueden es planeando algo juntos? —le preguntó. Una sonrisa apareció de nuevo en el rostro de Torin, como si alguien hubiera apretado un botón de encendido, pero llevaba un leve matiz malicioso.

—A lo mejor. O a lo mejor quiere librarse de una rival.

Ragnar lo miró a los ojos y sintió que los pelos de la nuca le erizaban de nuevo.

—¿Matarla?

—Matarla.

—Entonces, ¿por qué iba a reclutarla para sus planes?

—Pues por planes dentro de planes, Ragnar. Quizá quiera convencerla de verdad para que intente matar a Cezare. Quizá quiere que baje la guardia. Si no funciona una cosa, a lo mejor la otra sí. Además, los Navegantes creen en la conveniencia de mantener cerca a los amigos, pero de tener más cerca todavía a los enemigos.

—Hace unos momentos me estabas diciendo que a lo mejor estaban conspirando juntos, y ahora me sugieres que puede que él quiera matarla.

—Una idea no excluye a la otra. Y tampoco te dije que estuvieran aliados, tan sólo comenté la posibilidad de que así fuera.

—¿Y qué me sugieres que haga?

—¿Todo esto es asunto tuyo, hermano?

Su mirada se hizo de repente muy penetrante y escrutadora, y Ragnar sintió que Torin había centrado toda su atención en la respuesta. Vio a lo que se refería el Lobo Espacial más veterano que él. Le debía lealtad a su Capítulo y a la Celestiarca. No podía permitirse desviar su atención de eso. Sopesó con cuidado sus sentimientos y sus ideas. Había salvado la vida de Gabriella, y ella le gustaba. No estaba dispuesto a quedarse quieto y a permitir que la mataran, si es que se encontraba en peligro.

—Lo considero ya asunto mío —dijo al cabo de un momento. Torin asintió como si no hubiese esperado menos.

—Bien dicho, pero lo único que puedes hacer es tener los ojos y los oídos bien abiertos. No te involucres demasiado en nada de esto. Trata este asunto como hacen los Navegantes: considéralo un juego.

Ragnar sabía que él no sería capaz de hacer algo semejante. Se quedó sorprendido de que un Lobo Espacial se lo sugiriera.

—Es un juego en el que se arriesgan vidas y muertes.

—Es probable —contestó Torin—, pero así es como se hace aquí, y nadie admitiría hacerlo de otra manera. Y voy a darte un último consejo…

—¿Cuál es?

—Recuerda que aquí, en Terra, no se ve nunca la situación al completo.

Ragnar todavía estaba pensando una respuesta para aquel comentario cuando por el comunicador les llegó la orden de reunirse con Valkoth.

—Tenemos otra misión —les dijo Valkoth. Su rostro parecía más ceñudo de lo habitual, con las arrugas más pronunciadas.

—¿Pantheus ha hablado? —le preguntó Ragnar.

—Todos acaban hablando —contestó.

—¿Qué es lo que ha contado? —La voz de Torin sonó con un tono lento y cansino, casi como la de un Navegante.

—Mucho. Dice que los Feracci le pasan dinero a la Hermandad.

—¿Qué? —exclamó Ragnar—. Pero eso no tiene sentido. Los de esa secta estarían encantados de clavar la cabeza de Cezare en una pica si pudieran.

—Eso no los hace menos útiles para él si están matando a todos sus enemigos —replicó Torin. Lo había dicho en voz muy baja, pero fue perfectamente audible para todos—. ¿Qué más ha dicho? ¿Tenemos alguna prueba?

—Nada que la Celestiarca pudiera llevar al Tribunal de las Casas. Cezare tan sólo tendría que declarar que Pantheus confesaría cualquier cosa al estar sometido a tortura, y estaría en lo cierto.

Ragnar pensó en los inquisidores que había conocido.

—Un inquisidor sería capaz de descubrir la verdad, al menos uno que tuviera poderes psíquicos.

—Cierto, pero los Navegantes jamás permitirían que un inquisidor husmease en sus asuntos. No hay mucho aprecio entre ellos. Cualquier interferencia le daría demasiado poder a la Inquisición sobre ellos, y sus agentes todavía creen percibir el olor a herejía en los Navegantes incluso después de diez mil años.

Ragnar detectó algo extraño en el olor de Valkoth, como si estuviese ocultando algo.

—No nos has hecho llamar sólo para que sepamos que ese tipo largó algo sobre Cezare —dijo Haegr.

Fue una puntualización muy inteligente para venir de él, pero estropeó el buen efecto causado un momento después, al arrancar media pata de ternera de un solo bocado. Pocos segundos más tarde ya estaba partiendo el hueso con los colmillos.

—Tienes razón —dijo Valkoth—. Os he hecho llamar porque la Celestiarca nos necesita.

—Bien —dijo Torin—. Me vendrá bien un poco de acción.

—Pensé que la conseguías recortándote el bigotito —bromeó Haegr con un pedazo de ternera todavía en la boca—. Bueno, y mirándote en el espejo.

—Por Russ, Valkoth, una ballena parlanchina se ha colado en tus estancias mientras te escuchábamos —contestó Torin.

—Lo más probable es que incluso una ballena parlanchina lograra colarse aquí dada vuestra capacidad de estar alerta —replicó Haegr—. Me sorprende que seas capaz de oler algo más por encima del aroma de tus perfumes.

—Ya basta —dijo Valkoth. Lo dijo con voz tranquila, pero la orden era evidente. Torin cerró la boca de forma casi involuntaria y lo que iba a contestarle a Haegr se quedó en el aire para siempre—. Tenemos trabajo por hacer.

—¿Qué nos ordenas? —le preguntó Ragnar para romper el repentino silencio.

—Pantheus nos ha proporcionado la localización exacta de otro nido de víboras. Iréis allí y lo limpiaréis de herejes.

—¿Dónde está? —preguntó Torin.

—La ciudad subterránea —respondió Valkoth—. En las profundidades de la ciudad subterránea.

Ya el tono de voz con que lo dijo hizo que sonara como algo ominoso.

—¿Lo habéis comprobado a fondo? —Quiso saber Torin—. Podría ser una trampa.

Los labios de Valkoth se curvaron en lo que se podía tomar por una sonrisa.

—Torin, ya no soy un Garra Sangrienta. Nuestros agentes ya han explorado la zona. La Hermandad lleva semanas concentrando fuerzas allí. De todas maneras, al final íbamos a tener que hacer algo. Ya están demasiado cerca. Disponen de un almacén de municiones y de un campamento base aquí mismo, bajo el distrito de los Navegantes.

—Esto no me gusta. Todo esto va demasiado rápido —se quejó Torin—. Estamos reaccionando de forma constante y no tomamos la iniciativa. Da la impresión de que estamos siguiendo el plan que alguien ha creado exactamente para nosotros, y creo que todos sabemos a quién me refiero. Esto no es más que una gran maniobra de distracción mientras las casas pugnan por el Trono del Navegante.

Valkoth asintió de un modo casi imperceptible. Ragnar notó por su olor que estaba de acuerdo con Torin, pero que no podía hacer otra cosa.

—Sí, pero la amenaza persiste.

—Los dos estáis siendo demasiado astutos —los interrumpió Haegr—. Eso no le viene bien a dos verdaderos hijos de Fenris. ¿Cómo puede ser esto parte de una enorme conspiración? ¿Cómo podía Cezare saber que el viejo Gorki iba camino del otro mundo?

Hasta Ragnar podía contestar a aquella pregunta.

—A lo mejor también tiene algo que ver con eso.

—Existen muchos venenos que causan los mismos síntomas de una enfermedad, y si alguien es capaz de encontrar un modo de administrarlos, ése es Cezare.

—Pero es un riesgo tremendo —apuntó Ragnar.

—Nadie ha dicho que Cezare carezca de osadía —replicó Torin.

—Tengas razón o no, Torin, seguimos teniendo una misión por cumplir —insistió Valkoth—. Manos a la obra.

El pasillo estaba a oscuras y era lóbrego. Las paredes desconchadas tenían el aspecto de llevar allí desde que se construyeron las primeras ciudades en Terra. El aire estaba repleto de los olores a hongos, a podredumbre, a agua contaminada y a óxido. Unas enormes ratas huían delante de ellos en la oscuridad.

—He estado en sitios más animados —comentó Ragnar—. Los peregrinos no ven esta parte de Terra.

—Yo podría haber vivido alegremente sin conocerlo —respondió Torin, limpiándose con un gesto de fastidio una mancha de mugre que le había caído sobre la hombrera. Se había atado limpiando de forma meticulosa desde que había comenzado a gotear agua desde el techo. Detrás de ellos avanzaba toda una compañía de guardias de la Casa Belisarius. Eran las mejores tropas de las que disponía la casa en ese momento. Ellos encabezarían el ataque. Valkoth se había quedado en el edificio principal para proteger a la Celestiarca. Torin estaba al mando de la misión.

—Esto no es lo que yo me esperaba —insistió Ragnar en voz baja. El agua contaminada ya les llegaba a las rodillas. Se preguntó si alguien de allí abajo la bebería. Lo más probable era que, al carecer del sistema digestivo de un Marine Espacial, el que lo hiciera acabara envenenado o que sufriera una mutación en cuestión de semanas—. Esto parece más bien un mundo colmena. Un mundo colmena medio deshabitado de un sector que ha sufrido un declive industrial hace un centenar de años.

Torin siguió avanzando con el bólter empuñado de forma relajada, pero preparado para cualquier situación. Se había encargado de ir en vanguardia desde que habían entrado por la compuerta del túnel de comunicación que llevaba hasta las profundidades de la Tierra.

—Ragnar, esto no se parece a ningún mundo colmena que hayas visitado en la vida. Tenemos centenares de capas de edificios por encima de la cabeza. Cada una de ellas representa un siglo o más de historia. En esta parte de Terra se construyó mucho, y sobre eso se construyó más, y sobre eso más todavía. Algunas partes se aprovecharon para construir los edificios de la siguiente capa, y lo que quedó fue aplastado lentamente por esos edificios nuevos. Estamos caminando por la historia. Algunas de las paredes que nos rodean fueron levantadas antes de que el Emperador se sentara en su trono dorado. Muchos de estos pasillos continúan igual que cuando Russ caminó por la Tierra, hace ya diez mil años.

—Suenas como uno de esos guías que enseñan los viejos templos a los peregrinos —se burló Haegr antes de soltar un tremendo eructo—. Ya sabes, esos que siempre están alabando las maravillas de la vieja Terra e intentan venderte mechones del cabello del Emperador.

—Si a ti intentaran venderte una salchicha hecha con la carne de Horus, la comprarías, y lo más probable es que también te la comieras —replicó Torin.

—Silencio —dijo Haegr a la vez que levantaba una mano.

Ragnar esperaba otra broma, pero la expresión en el rostro de Haegr le indicó que se trataba de algo distinto. Se esforzó por percibir lo que el enorme marine estaba oyendo.

A Ragnar le pareció distinguir unos ruidos más adelante. Voces. Se estaban acercando a una área habitada de aquella zona, por lo demás vacía e inquietante. Se alegró de ello. No le gustaba la idea de que tenía decenas de miles de toneladas de plasticemento sobre su cabeza. Deberían cumplir cuanto antes la tarea encargada y salir de allí. Tenían que eliminar aquel nido de sectarios y capturar si podían a sus jefes para interrogarlos. Sobre todo, tenían que infligirles un castigo ejemplar, un castigo que les hiciera pensárselo dos veces antes de atacar a los Navegantes.

Ragnar no estaba de acuerdo con aquel tipo de pensamiento. Los sectarios actuaban por puro odio. Matar a unos cuantos de ellos tan sólo les daría más motivos para seguir odiando y les proporcionaría mayor motivo para sentirse justificados. De todas maneras, no era asunto suyo poner en cuestión la estrategia de la Celestiarca. Su trabajo era procurar que se llevara a cabo.

Una vez más, estarían en inferioridad numérica. Aquello no le preocupaba mucho a Ragnar. La proporción, ya fuera de uno contra diez o de uno contra cien, no importaba. Los Marines Espaciales estaban mucho mejor armados y disponían de unas armaduras mucho mejores, además de que poseían reflejos más rápidos y músculos más fuertes. Por eso los enviaban a pesar de ser una fuerza tan pequeña.

Torin indicó por señales a las tropas de la Casa Belisarius que permanecieran en posición y ordenó a los otros dos miembros del Cuchillo del Lobo que avanzaran con él para explorar la zona del objetivo.

Las aletas de la nariz de Ragnar vibraron cuando percibió otro rastro. Sin duda, había gente delante de ellos. Su aguda vista captó algo irregular en la superficie del agua justo delante de Torin. Su hermano de batalla también lo había visto y pasó por encima. Había algo oculto bajo la superficie.

—Un alambre trampa, Haegr. Lo digo por si acaso estabas demasiado distraído pensando en comida para verlo.

—Puesto que hasta tú has podido verlo, no hay motivo para que el siempre vigilante Haegr no lo viera —contestó el aludido.

—Ningún motivo aparte de no tener un cerebro con el que darse cuenta de las cosas —murmuró Torin, pero en voz tan baja que sólo los oídos de un Lobo Espacial podrían percibirlo. Su precaución había aumentado de forma considerable al estar tan cerca de su objetivo.

Pasaron por encima y desarmaron con lentitud pero también con seguridad los alambres trampa. Otros humanos no hubieran sido capaces de detectarlos en la oscuridad, pero los Lobos Espaciales no eran como los demás seres humanos. Un poco más adelante ya eran visibles algunas luces. Olía a metano reciclado, lo que no era sorprendente. Una zona como aquélla no podía estar conectada a los grandes hornos eléctricos que proporcionaban energía a la superficie.

Ragnar pensó que eso les vendría bien. La visión de los humanos normales les sería mucho menos útil en la escasa luz del lugar que el olfato y el oído a los Lobos Espaciales. Sintió cómo le aumentaba la tensión en la boca del estómago al prepararse para el combate. Sabía que la gente contra la que se iba a enfrentar en breve eran personas desesperadas y encallecidas. Por lo que Valkoth les había dicho, habían huido de la superficie del mundo y perdido los antiguos privilegios de trabajo y casta para acabar allí. Sabía que estarían equipados con las mejores armas que pudieran robar de los bien provistos polvorines de Terra.

Salieron a un espacio amplio y abierto. El agua caía, procedente del túnel de acceso, en una pequeña cascada que daba a una gran charca contaminada. Unas cuantas lámparas parpadeaban en la oscuridad. Ragnar captó todos los detalles de la escena con un largo vistazo preocupado. Las viejas cavernas medio derrumbadas estaban repletas de gente. Distinguió las bocas de una docena de túneles repartidos aquí y allá por todo el lugar. En esas entradas habían construido colgadizos con trozos de acero recuperados y con cartones. Las cabañas y los chamizos levantados con materiales de toda clase se apelotonaban a lo largo de las paredes y por todo el suelo de la caverna principal. Cientos de hombres armados caminaban por doquier. Todos vestían túnicas con capucha y la banda roja y negra de la Hermandad alrededor de un brazo.

Un hombre enmascarado, que estaba en lo alto de un altar improvisado a base de tuberías y planchas de metal soldadas entre sí, aullaba un sermón lleno de odio para una muchedumbre de oyentes ávidos. Hablaba de los malvados mutantes que pululaban y acechaban en la superficie y que mancillaban el sagrado suelo de Terra. También mencionó a la prostituta que era el comercio, que corrompía los valores morales que tanto habían defendido sus ancestros, y de la malignidad que los Navegantes ocultaban bajo su disfraz de lealtad y los ropajes de la honestidad.

Era un discurso apasionado y vehemente. Ragnar vio que alimentaba las llamas del odio en cada uno de los que le escuchaba. Era evidente que el individuo estaba diciéndole a su audiencia lo que ésta quería oír, Estaba jugando con sus miedos y con el resentimiento que albergaban contra el lujo y la riqueza que los Navegantes disfrutaban. Era fácil darse cuenta de que era una chispa que había encontrado madera seca. Aquéllos individuos eran exiliados que llevaban una vida de ratas en las paredes del mundo. No tenían nada que perder. Sus vidas tenían poco sentido, incluso para ellos.

—Desde luego, esto es un nido de ratas —murmuró Torin—. Cualquiera diría que se están preparando para una guerra.

—A lo mejor es lo que están haciendo —contestó Ragnar. Ya había visto suficientes rebeliones y alzamientos armados en otros mundos, y sabía que era así como comenzaban. Los herejes y los fanáticos necesitaban disponer de un núcleo de hombres armados alrededor del cual organizar la insurgencia. Necesitaban las armas para entregárselas a los bobos a los que habían engañado para que lucharan por ellos, y entrenar a esos mismos patéticos majaderos. Había visto variantes de aquel campamento en una docena de mundos. Era la semilla de la herejía y de la anarquía, y su deber era asegurarse de que jamás floreciese.

El pequeño grupo que tenían ante los ojos no parecía demasiado poderoso comparado con las fuerzas armadas que protegían Terra, pero habría más catervas como la de aquel campamento. Incluso si no existían más, ese tipo de grupos a menudo eran igual que las pequeñas piedras que comenzaban las avalanchas en las montañas. Un mundo con una densidad de población tan elevada siempre incluía hordas de gente pobre, hambrienta y furiosa. A veces, no era necesario hacer mucho para que esa furia se transformara en ira rabiosa y luego se canalizara y concentrara en una guerra. Ragnar ya había visto cómo sucedía en muchas ocasiones.

Sin embargo, al mismo tiempo que reflexionaba sobre aquello, le sorprendió la increíble osadía de los herejes. Se encontraban en Terra, el planeta natal de la humanidad, el centro del Imperio, el suelo más sagrado de toda la galaxia, y aquellos individuos pretendían profanarla.

¿Por qué no? La mayoría de ellos estaban convencidos que no hacían otra cosa que eliminar a los impíos de ese sagrado suelo. Ya había oído esa retórica incontables veces antes. Ragnar podría resumir sin mucha dificultad el discurso de aquel predicador fanático sin tener la necesidad de oír lo que decía exactamente. Lo alarmante era que todas aquellas ideas estaban muy cerca de todo lo que le habían enseñado a él mismo. Pensó que, sin duda, ésa era una de las debilidades del dogma imperial: las mismas palabras podían reforzar la moral de una comunidad o podían ser utilizadas para destruirla. Los ropajes de la religión eran capaces de ocultar tanto al ciudadano devoto y leal como al revolucionario fanático.

No era el momento de andarse con pensamientos filosóficos. Era el momento de entrar en combate. Miró a Haegr y a Torin, Sabía que ellos estaban pensando lo mismo que él: había llegado el momento de llamar al resto de la tropa.

En el preciso instante en que pensó aquello, el predicador se llevó una mano al oído y alzó la vista. Ragnar se dijo que era imposible que los hubiera visto. Sin embargo, de alguna manera, había logrado detectarlos. Hizo un gesto con la mano derecha y señaló con un dedo acusador las sombras donde estaban escondidos los Lobos Espaciales.

El dedo de Torin apretó el gatillo del bólter pesado y el predicador quedó partido en dos por una ráfaga de proyectiles. A sus asombrados seguidores les costó un segundo o dos darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

—Vamos a tener que hacerlo a las malas —dijo Torin—. Parece que tienen la munición ahí. ¡Granadas!

—Bien, me gusta esta proporción de enemigos por cabeza —comentó Haegr. Un momento después, y con una agilidad sorprendente, saltó por encima de la pasarela improvisada y aterrizó sobre el tejado ondulado de una choza. Ragnar miró a Torin, quien se encogió de hombros, así que siguió el ejemplo de su camarada. Sin duda, el grandullón necesitaría que alguien le cubriera la espalda en aquel ataque enloquecido.

Unos instantes después estaban rodeados por la muchedumbre de fanáticos. El bólter de Ragnar se estremeció en la mano en cuanto mató al primer enemigo, al que siguió un segundo. Su espada sierra atravesó piel, músculos y huesos, salpicando a todos los que los rodeaban con chorros de sangre. El monstruoso martillo de Haegr provocaba más daños todavía al machacar la carne de todo aquel que se atrevía a interponerse en su camino. Su corpachón atravesaba el gentío como un mastodonte furioso. Ragnar hacía todo lo posible por mantenerse pegado a su espalda.

Los fanáticos no se habían percatado del escaso número de enemigos que los estaban atacando. Muchos se desmoralizaron y salieron huyendo. Otros empuñaron sus armas y comenzaron a disparar contra la oscuridad. El resplandor de los cañones y de los rayos láser iluminó y reverberó en las zonas con menos luz, lo que aumentó la confusión. Antes de que se dieran cuenta, varios grupos se enzarzaron en combate entre ellos pensando cada uno que el otro era el enemigo. Muchos de ellos ya habían desaparecido en la oscuridad de las salidas de la caverna.

Ragnar siguió avanzando y cubriendo a Haegr, y luego Torin lo cubrió a él a su vez mientras se acercaban a su objetivo. Se detuvo un momento y se quedó apoyado, descansando medio oculto bajo la sombra de una de las chozas, cuando oyó una voz tonante que impartía órdenes.

—¡Manteneos firmes! Sólo son tres. Preparaos para el combate. Los justos vencerán.

Ragnar se quedó pasmado. ¿Cómo era posible que aquel recién llegado supiera con exactitud cuántos eran? Sólo había una manera. Alguien los había traicionado.