VI
Ayer cumplí cincuenta y cinco años. Pasé el día solo entre Hofbaden y Salzstein. En ese trayecto el tren estaba vacío. A cambio de tres marcos, el camarero puso la emisora de música clásica y me senté solo en la cafetería mientras las sonatas de Brahms inundaban mi cuerpo. Antes los años pasaban casi espontáneamente. El día que cumplí los cincuenta sentí de pronto un pinchazo en el pecho y al instante lo supe: eran los años acumulados en mí. Desde entonces los cuento. Sé que esa cuenta carece de sentido y que es mejor evitar llevarla, pero qué le voy a hacer, el treinta de abril un pinchazo en el pecho me recuerda que ha pasado otro año y vuelvo a estar donde estaba, que las distancias que he recorrido no han producido ningún milagro y que si no ocurre ninguna desgracia dentro de un año estaré en el mismo tren. No me quejo. He aprendido a valorar las cosas pequeñas que me esperan en el camino, y hay días en que salgo del tren ebrio de visiones e imágenes, entro en un hotel y me duermo como tras un día de mucha actividad.
En Salzstein soy un visitante querido. El dueño de la cantina de la estación, Gisy, un judío que renegó de su religión, se alegra de verme. Tenemos un secreto que nos une sin necesidad de palabras. Una vez me susurró al oído una palabra en nuestra lengua y desde entonces somos amigos, diría que amigos del alma.
Me prepara dos sándwiches y sopa de verduras y me cuenta las bagatelas del año. Dos de mis rivales ocultos estuvieron tomando café en su cantina. Al parecer también estaban cansados. Uno de ellos había decidido emigrar a América. En lo más recóndito de mi corazón espero que algún día dejen el negocio y me permitan descansar. Es cierto que su conspiración es encubierta y puede que no pretendan hacerme daño, pero el hecho de pensar que algunas personas parecidas a mí van de un lado a otro igual que yo me saca de mis casillas.
Gisy, por su parte, ha conseguido hacer lo que yo no he logrado nunca: cambiar. Parece austríaco en todo, incluso en el pelo. Al parecer fue gracias a su mujer, con la que vivió algunos años. Ahora también ellos viven separados y mantienen una lucha encarnizada por los bienes. Esa lucha es toda su vida durante los últimos años. Por supuesto, ella no hace ascos, como se suele decir, a usar los medios que sean necesarios. Cuando se separaron, le reveló a todo el mundo la verdadera identidad de Gisy y, desde entonces, conspiran contra él, pero él se mantiene firme en esa batalla y no cede, e incluso responde con una guerra a muerte.
Es extraño, pero una hora o dos en su compañía me devuelven las ganas de vivir. Tal vez sea por su honestidad.
—Renegué de mi fe —me contó una vez— porque quería a mi mujer y ella me salvó durante la guerra. Estuve seis años yendo con ella a la iglesia y al séptimo ya no pude más. Sentía que me temblaban las piernas. Le pedí que quitásemos los crucifijos de casa, pero se negó. Desde entonces duermo en la cantina. Tengo una cama plegable y duermo allí. Se lo he dejado todo, pero ella también quiere este lugar que he construido con mis propias manos. Estas tablas son mías y las voy a proteger con mi vida.
—¿No tienes miedo de los vándalos?
—No me dan miedo —dijo, haciendo un gesto punzante que me estremeció.
A pesar del poco tiempo que paso en su compañía, los fuertes rasgos de su cara permanecen en mi cabeza. A veces me cuesta comprenderle. En una ocasión me dijo: «Me vi obligado a convertirme al cristianismo, pero ahora ya no tengo por qué seguir con eso. Ha llegado el momento de vivir sin maquillaje, de mirar directamente a los ojos de los vivos y de los muertos». Estuve a punto de preguntarle a qué se refería, pero no lo hice. Ya he aprendido que las respuestas no llegan rápidamente.
Desde allí me alejo hacia Salzstein Alto, un pequeño pueblo oculto por bosques donde, en una pequeña cabaña alejada de las miradas, vive el camarada Stark. Llegó justo después de la guerra, compró la cabaña por unos céntimos, la arregló y desde entonces no se ha movido de allí. Pero no hay que preocuparse, no está desconectado del mundo. Desde allí manda sus artículos, sus declaraciones y sus críticas, y mantiene contacto con los compañeros, con los supervivientes que están dispuestos a restaurar el movimiento.
Antes del cataclismo, Stark era un conocido secretario del movimiento, pero desde el final de la guerra es el líder y el conserje, él escribe las cartas y él las envía. Los pocos que quedan dispersos se reúnen allí para conmemorar los aniversarios, honrar la memoria de los muertos y tomar juntos una copa. En su momento se dijo que Stark iría encabezando una delegación a la Unión Soviética para lograr un reconocimiento y una subvención, pero por alguna razón el asunto no se llevó a cabo. Sin embargo, ese hecho no menoscabó su lealtad. El 1 de Mayo se reúnen aquí los desplazados, no más de diez, algunos llegan en tren y otros andando, y reviven todo lo que ha dejado de existir.
Stark ha envejecido en los últimos años, pero el 1 de Mayo se toma dos o tres copas, se arma de valor y sale a luchar con los fantasmas y la melancolía. Antes hablaba mucho del futuro, de los cambios y las conquistas. Ahora ya no habla del futuro sino del esplendor del pasado, de los auténticos líderes que se sacrificaron por unos ideales.
En la cabaña de Stark me encontré hace años con Yaakov Kron, el amigo de juventud de mi padre, juntos pasaron bastantes años en las comisarías y en las cárceles. Me contó que los rutenos eligieron por unanimidad a mi padre para que fuese su secretario y condujese sus huelgas, pero en el último momento alguien recordó que mi padre era judío y que no era conveniente que un judío dirigiese a los rutenos. Pero mi padre no perdió la fe, no volvió con su pueblo, a la calle judía, sino que siguió siendo leal a los rutenos, hablando a su favor y organizando sus grandes asambleas, intrigando contra la policía y haciendo su servicio con esfuerzo y abnegación. Kron también conocía bien a mi madre, la llamaba revolucionaria en cuerpo y alma, alguien que había hecho por la revolución más que cualquier otro camarada. Por supuesto se refería a ese famoso asesinato en el que mi madre había tomado parte.
Dos días en compañía de Stark me devuelven sin darme cuenta una vida plena y me sumerjo en ella como en un sueño embriagador. No son tiempos fáciles. Stark debe aplacar los ánimos, argumentar y persuadir, y, cuando la fe prende en él, su rostro se transforma, su estatura aumenta y la juventud vuelve a aflorar a sus ojos.
Antes Mina amenizaba las noches con canciones populares y durante horas encendía la memoria. En los últimos años no se la ha vuelto a ver. Hace unos cinco años se casó con un italiano y se fue a vivir a un pueblo perdido. Al parecer el pueblo no le proporcionó tranquilidad. Soñaba con tierra y sencillez y encontró embriaguez y holgazanería. Al principio intentó luchar contra las atrofiadas costumbres, pero enseguida comprendió que el pueblo italiano estaba profundamente arraigado en su tradición y que la delegación del partido no era más que una taberna donde los hombres se reunían para pasar la noche, que las conferencias y las discusiones no interesaban y que quien no estaba dispuesto a aceptarlo era expulsado. Y eso es lo que le pasó a ella. Desde entonces va de un sitio a otro renegando de sus camaradas. En un momento dado, Stark hizo grandes esfuerzos por recuperarla, pero no sirvieron de nada. Se convirtió en una de las sombras de las estaciones ferroviarias, escapando siempre que un ojo se encontraba con ella. Allí la recuerdan con afecto, como a alguien que ha abandonado este mundo. Hace un año, Stark proclamó: «Me dice el corazón que el año que viene Mina volverá con nosotros. Sus melodías me faltan como el aire para respirar».
El último año no fue nadie a verle. Incluso los pocos que seguían siendo leales dejaron de mandarle el dinero de la suscripción a la revista. Pero Stark no se quedó sin hacer nada, y además de las cartas de reproche que envió a sus allegados, preparó algunos fascículos para cuando llegasen tiempos mejores. Ahora está trabajando en su gran obra, La guerra contra la melancolía. Cree que ese libro sacará a las personas de sus escondrijos. La melancolía es una serpiente contra la que hay que luchar a muerte.
Yo sé de lo que está hablando. Lo siento en mis carnes. Cuando la melancolía me atrapa no puedo moverme ni siquiera un metro. Una vez, en una pequeña estación, me atrapó mientras dormía y por la mañana no podía deshacerme de ella. Si no hubiera sido por la dueña del local, una italiana vieja y devota, me hubiese quedado clavado allí quién sabe cuánto tiempo. Desde entonces estoy precavido. Desde el momento que siento próximos sus tentáculos, saco mi botella e inicio una guerra a muerte. Stark ha recopilado mucho material de fuentes antiguas y nuevas sobre esa angustia y ahora le está dando forma. Espero su libro con impaciencia.
Pasé dos días con Stark. Un tiempo hablando y otro en silencio. El segundo día, al ver que estaba haciendo la maleta, levantó la vista hacia mí.
—¿Adónde vas? —dijo. Su mirada reflejaba tanta pena que parecía haber vuelto a descubrir en mí a su hijo perdido.
—Tengo obligaciones —dije, para no dejarme llevar por los sentimientos.
—¿A qué te dedicas ahora? —preguntó en voz baja.
—Estoy siguiendo los pasos del asesino Nachtigal —dije con una voz que no parecía mía.
—Es un gran deber al que tienes que consagrarte con todas tus fuerzas —me habló como tal vez lo hizo en su momento con sus subordinados.
Todos los años era igual, pero en esa ocasión la despedida adquirió un tono duro. Iba a decir que tenía una importante misión que cumplir, una misión de honor que me exigía una entrega especial, pero flojeé. Ahora es demasiado tarde.
Le di un billete de cincuenta dólares.
—Es por el alojamiento.
—Es demasiado —dijo.
—Este año he ganado dinero de sobra.
—¿Y qué pasará los próximos años? —preguntó con voz paternal.
Su mirada me envolvió por un instante en silencio. Vi cómo sus anchos hombros se iban cayendo y la pesadumbre palidecía su frente. ¿Por qué no podemos rezar?, estuve a punto de decir, pero enseguida comprendí lo absurdo que era. Me acompañó un buen trecho, y supe que esa era la última vez que estábamos juntos y que si nos volvíamos no sería ya en este mundo.