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Un hombre, como un péndulo, corriendo incansable adelante y atrás, de su casa a la calle.

Bajo el diluvio, un hombre, como un péndulo enloquecido, corre adelante y atrás, de su casa a la calle.

En la noche, bajo el diluvio, un hombre, como un péndulo enloquecido, sale de su casa a la carrera, se para en medio de la calle, luego vuelve precipitadamente dentro de casa, y de nuevo sale fuera, y de nuevo recula hasta su casa, y parece que no dejará de hacerlo.

En la noche, bajo el diluvio, un hombre, como un péndulo enloquecido y calado, sale de su casa a la carrera, se para en medio de la calle, persigue algo en el aire y en el agua que lo rodean, luego vuelve precipitadamente dentro de casa, y de nuevo sale fuera, y de nuevo recula hasta su casa, y parece que no dejará de hacerlo.

En la noche, bajo el diluvio, un hombre, como un péndulo enloquecido y calado, sale de su casa a la carrera, se para en medio de la calle, persigue algo en el aire y en el agua que lo rodean, luego vuelve precipitadamente dentro de casa, y de nuevo sale fuera, y de nuevo recula hasta su casa, y parece que no dejará de hacerlo, como si estuviera poseído por los tañidos de campana que en ese momento violentan la oscuridad y se disuelven en el aire líquido del aguacero infinito.

Once tañidos.

Uno sobre otro.

El mismo sonido, once veces.

Cada tañido como si fuera único.

Once ondas de sonido.

Y en medio un tiempo incalculable.

Once.

Uno tras otro.

Piedras de bronce en el agua de la noche.

Once sonidos impermeables lanzados en la podredumbre de la noche.

Eran once toques, tañidos en el diluvio por la campana que vigilaba la noche.

Fue el primero —ya el primero— el que asaltó a traición el alma de Pekisch, abrasándola.

Pekisch estaba allí, viendo el diluvio, al otro lado de cristal. O más exactamente lo escuchaba. Para él, aquello era en primer lugar una desmesurada secuencia de sonidos. Como le sucedía a menudo, cuando el mundo se mostraba en sinfonías particularmente complejas, asistía con hipnótica atención, con el alma devorada por un intangible y febril nerviosismo. El diluvio sonaba de manera impresionante, y él escuchaba. En su habitación, al final del pasillo de la casa de la viuda Abegg, con los pies descalzos, en camisón de lana basta, la cara a un palmo del cristal, inmóvil. El sonido se había alejado de él. Estaban solos, maravillosamente solos, el diluvio y él. Pero en la noche, la campana de Quinnipak dio su primer tañido.

Pekisch lo oyó partir, esquivar los mil sonidos que caían del cielo, horadar la noche, rozarle la mente y desaparecer a lo lejos. Notó como si algo lo hubiera golpeado de refilón. Una herida. Dejó de respirar e instintivamente se puso a esperar el segundo tañido. Lo oyó partir, esquivar los mil sonidos que caían del cielo, horadar la noche, agujerearle la mente y desaparecer a lo lejos. En el preciso instante en que volvió el silencio comprendió que tenía la certeza más absoluta: aquella nota no existía. Abrió la puerta de la habitación de par en par, recorrió a la carrera el pasillo y, con los pies descalzos, salió a la calle. Oyó, mientras corría, el tercer tañido, y después la repentina muralla de agua que lo ahogaba desde el cielo, pero no dejó de correr hasta que estuvo en medio de la calle. Entonces se detuvo, con los pies en el barro, levantó la mirada hacia el campanario de Quinnipak, cerró los ojos, ahogados en un llanto que no era el suyo, y esperó a que llegara.

El cuarto tañido.

Le costó un par de segundos oírlo todo, desde el primer apunte hasta la última ráfaga: después se lanzó precipitadamente hacia su casa. Corría gritando una nota bajo el alboroto del aguacero, contra el estruendo de aquel alboroto. No abandonó la nota al abrir la puerta de la casa, ni siquiera mientras corría por el pasillo, chorreando barro por todas partes, y agua por la ropa, y por el pelo y por el alma; no la soltó hasta que llegó a su habitación, ante su piano, Pleyel 1808, madera clara veteada por curvas como nubes, se sentó y empezó a buscar entre las teclas. Buscaba la nota, obviamente. Si bemol y luego la y luego si bemol y luego do y luego do y luego si bemol. Buscaba la nota, oculta entre las teclas blancas y negras. Por la mano le goteaba el agua del gran aguacero, partida del último de los cielos para lagrimear, finalmente, sobre una tecla de marfil y descender para desaparecer en la grieta entre un do y un re —maravilloso destino. No la encontró. Dejó de gritarla. Dejó de tocar las teclas. Oyó cómo le llegaba un tañido, quién sabe cuál. Se levantó de golpe, partió de nuevo a la carrera por el pasillo, salió a la calle, tampoco se detuvo esta vez, corría por entre el agua y al encuentro de aquel sonido que la campana le disparó regularmente a través de una muralla de agua —la imperturbabilidad irremediable de una campana— y él empezó a gritar aquella nota que no existía y, virando su carrera dentro del río creciente del aguacero, volvió derecho a la casa, resbaló en el fango del pasillo hasta el Pleyel 1808, madera clara veteada por curvas como nubes, y rítmicamente gritando aquella nota que no existía rítmicamente se puso a percutir las teclas una a una, para arrancarles lo que precisamente no tenían y que era la nota inexistente. Gritaba y golpeaba, si bemol y luego do y luego si bemol y luego si bemol y luego si bemol, y gritaba golpeando las teclas con incrédulo furor, o quién sabe, a lo mejor era maravillado entusiasmo —por otro lado, ¿eran lágrimas o gotas de lluvia las que se le escurrían por la cara? Cuando volvió a correr, por el pasillo había agua y fango suficientes como para hacerle llegar resbalando hasta la puerta, y más allá de la misma, resbalando, por la calle, donde de nuevo, pero con una respiración cuyo ritmo tenía un tempo particular, como un reloj enloquecido encerrado en la caja de aquel péndulo inmenso que era Quinnipak y su campanario, de nuevo levantó la mirada en la nada de la noche para que se enredara en él lo más posible de aquella burbuja de sonido que le llegó regularmente, bajando desde el campanario, a través de los miles de espejos del aguacero hasta sus oídos; en cuanto la cogió, y como alguien que llevara un trago de agua en el hueco de la mano, partió hacia la casa, a quitar la sed a quien fuera, a quitarse la sed a sí mismo, y eso hubiera hecho, pero al llegar a la mitad del pasillo se descubrió con la mano vacía, es decir, la mente vacía y silenciosa —fue un momento —fue quizá tan sólo la intuición de lo que estaba a punto de pasar —el hecho es que se detuvo, en mitad del pasillo, detuvo bruscamente su carrera anclándose a las paredes y a los muebles, para darse la vuelta después, como reclamado por un miedo repentino, y arrojarse de nuevo fuera de la casa, más allá de la puerta hasta el medio de la calle, donde, con los pies perdidos en un inmenso charco de agua turbia, se dejó caer de rodillas y apretándose la cabeza entre las manos cerró los ojos y pensó «ahora, ahora mismo» y murmuró «o nunca más».

Allí estaba, como una vela encendida en un granero ardiendo.

Sepultado por un mar de sonidos líquidos y nocturnos, esperaba una rotunda nota de bronce.

Un pequeño mecanismo saltó en el corazón del reloj del campanario de Quinnipak.

La aguja más larga avanzó un minuto.

En mitad de un mar de sonidos líquidos y nocturnos se deslizó hacia Pekisch una rotunda burbuja de silencio. Rozándolo se rompió, manchando de silencio el gran estruendo del infinito temporal.

«Sí, aquella noche cayó un verdadero temporal, ¿sabe?, no es que suela suceder tan frecuentemente por estos pagos, así que lo recuerdo… aunque, obviamente, no es la única razón por la que me acuerdo de aquella noche… y, es más, seguro que es una de las razones más insignificantes… porque…, a decir verdad, el señor Pekisch siempre sostuvo que todo lo que pasó fue precisamente a causa de la lluvia… no sé si me explico… fíjese, él pensaba que fue el agua la que produjo aquel extraño sonido… decía que el sonido de la campana pasando por aquella muralla de agua y rebotando en cada gota… llegaba una nota distinta, en fin… como si uno tocara un acordeón en el fondo del mar… llegarían sonidos distintos, ¿no?… pero no sé… no siempre entiendo todo lo que dice el señor Pekisch… También me lo explicó, una vez… me puso delante de su piano y me explicó… decía que entre una tecla y otra hay en realidad infinitas notas, un pandemónium de notas secretas, por decirlo de algún modo, notas que no oímos… o sea, usted y yo no las oímos, porque él, el señor Pekisch, las oye, y ésta es la raíz de todos sus males, y de esa inquietud que lo devora, sí, lo devora… decía que aquella nota, aquella noche, era precisamente una de esas notas invisibles… ¿comprende?, esas que están entre una tecla y otra… una nota invisible incluso para él… eso es… pero yo no sé… yo no entiendo mucho de estas cosas… ¿sabe lo que decía mi querido Charlus? Decía: “La música es la armonía del alma”, eso decía… y yo pienso lo mismo… no consigo comprender cómo puede llegar a convertirse en una… una enfermedad… hasta en una enfermedad… ¿entiende?… Y sin embargo… sin embargo, yo lo vi aquella noche… me desperté, naturalmente… me asomé por la escalera y lo vi corriendo por el pasillo, y gritaba… parecía haberse vuelto loco. Incluso daba un poco de miedo, en cierto sentido, así que no me moví, me quedé espiándolo escondida en el piso de arriba… ¿sabe?, por aquel entonces todavía no estaba Pehnt, yo estaba arriba y el señor Pekisch en el piso de abajo, al final del pasillo… sí, eso es, el pasillo… en fin, después ya no oí nada, como si hubiera desaparecido… entonces bajé por las escaleras y recorrí todo el pasillo hasta la puerta… estaba todo lleno de barro, naturalmente, había agua por todas partes… llegué a la puerta y miré afuera. Pero no lo vi enseguida, había un aguacero fortísimo y, además, era de noche, no lo vi enseguida. Pero luego lo vi. Y era increíble pero él estaba allí, bajo el diluvio, arrodillado en el fango, apretándose la cabeza con las manos, así… ya sé que es extraño, pero… era así… y lo vi y ya no tuve miedo… al contrario, para decir la verdad… me puse el chal por encima y corrí gritando “Señor Pekisch, señor Pekisch”, y él que nada, seguía allí, como una estatua… era un poco ridícula toda aquella escena, ¿comprende?… él arrodillado y yo saltando por el fango bajo aquel diluvio… no sé… al final lo cogí por las manos y se levantó, lentamente, y lo llevé a casa… se dejaba llevar, no dijo nada… fíjese, esto es verdad, yo no sabía casi nada de él… sólo hacía unos meses que vivía en mi casa… y no puedo decir que nos hubiéramos dicho algo más que buenos días o buenas noches… yo no sabía quién era… esto es verdad… y sin embargo, lo llevé a su habitación y luego… le quité el camisón empapado, así, no sabría decir por qué, pero no me pregunté ni por un momento si era poco conveniente que hiciera algo semejante… sé que lo hice, simplemente, y empecé a secarlo, pasándole la toalla por la cabeza y por el cuerpo mientras él temblaba de frío y no decía nada. No sé… tenía el cuerpo de un muchacho, ¿sabe?, un muchacho con el pelo gris… qué extraño… y al final lo metí en la cama, bajo una buena manta… así fue. Y a lo mejor no habría sucedido nada si yo no me hubiera quedado allí, mirándolo, sentada en la cama… quién sabe… el hecho es que me quedé allí, quién sabe por qué, hasta que él, en cierto momento, me abrazó……, así, me estrechó fuertemente, y yo lo abracé, y… estábamos apretados el uno contra el otro, sobre aquella cama, y luego bajo aquella manta… así, y luego vino el resto… creo que Charlus lo habría comprendido… no, en serio, no lo digo para excusarme, pero él era así… decía que “la vida es un vaso que hay que beber hasta el fondo”, eso decía… y era así… lo habría comprendido… Después, poco antes de amanecer, me deslicé fuera de la cama y volví a mi habitación. Por la mañana, en la cocina… el sol penetraba por las ventanas, y él se sentó a la mesa y simplemente dijo, como todos los días, “Buenos días, señora Abegg” y yo respondí “Buenos días tenga usted, señor Pekisch, ¿ha dormido bien?”, “Muy bien”… como si nada hubiera sucedido, ni la historia de la campana ni todo lo demás… cuando salió, pasó por el pasillo, esto lo recuerdo muy bien, y entonces se detuvo, volvió atrás, se asomó a la cocina y sin levantar los ojos del suelo me dijo en voz baja… me dijo algo así como “perdóneme lo del pasillo”, algo así… y yo le dije “no se preocupe, señor Pekisch, estará limpio en un santiamén”… la cosa fue así… es extraño, pero a veces no hay nada que decirse… más o menos la historia es ésta, así fue… ¿sabe?, han pasado más de quince años desde entonces… tanto tiempo… años… no, nunca he pensado en casarme con el señor Pekisch, a decir verdad tampoco me lo ha propuesto nunca, esto tengo que decírselo con la máxima sinceridad, él nunca me ha dicho ni una sola palabra de todo esto, y… de todos modos quiero decirle… no le habría contestado que sí… ¿comprende?… aunque me lo hubiera propuesto le habría dicho que no, porque yo he tenido un hombre en mi vida y… he tenido la suerte de amar a un hombre y no consigo imaginarme que esto pudiera suceder otra vez… ¿se imagina?, las mismas palabras, me saldrían las mismas palabras, sería ridículo… no, no me habría casado nunca… el señor Pekisch… ¿Sabe?, hay noches en que… ocurre algunas veces que de noche… algunas veces… el señor Pekisch entra lentamente en mi habitación… o bien yo entro en la suya… el hecho es que algunas veces se tiene dentro un triste cansancio, así, se pasan las ganas de seguir, de resistir… viene a la cabeza esa confusión, y ese cansancio… por eso no sienta nada bien la llegada de la noche, no es precisamente el mejor momento para quedarse allí, en la oscuridad, solos… sería mejor que no existiera esta historia de la noche… y así, a veces, salgo de mi habitación y entro en silencio en la del señor Pekisch… y él también, a veces, hace lo mismo… y entro en su cama, y nos abrazamos, y todo lo demás… usted dirá que ya no tenemos edad para hacer estas cosas, todo esto le parecerá ridículo y yo sé que ya no soy una mujer hermosa y… pero sucede, ya está… nos abrazamos, y todo lo demás… en silencio… fíjese, en todos estos años no ha habido una ocasión en que el señor Pekisch me haya dicho que no… y todas las veces en que yo lo he visto entrar lentamente en mi habitación, en la oscuridad, tampoco le he dicho que no… no es que suceda muy a menudo, créame… sólo a veces, así… pero nunca le he dicho que no… A decir verdad… a decir verdad tampoco le he dicho que sí, o sea, nunca le he dicho nada, eso es, nunca nos decimos nada, ni una palabra… y ni siquiera después, en la vida, nunca hemos dicho ni una palabra de esta historia, no hemos hablado de ella, ni una palabra… es una especie de secreto… una especie de secreto incluso para nosotros… sólo una vez, lo recuerdo, ahora usted se reirá, pero… una vez me desperté por la noche y allí estaba él, sentado en la cama, mirándome… y me acuerdo de que aquella vez se inclinó hacia mí y me dijo “Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida”, así… oh, yo ya era vieja entonces, y todo aquello no era verdad… y sin embargo también era verdad… era verdad para él, en aquel momento, sé que era verdad… sólo para él, y sólo aquella noche, pero era verdad Le dije una vez a Pehnt… ¿sabe?, él escribe en ese cuadernillo, cada día, para saber todas las cosas… le dije una vez que la vida… le dije que lo que hay de bello en la vida es siempre un secreto… para mí así ha sido… las cosas que se saben son las cosas normales, o las cosas desagradables, pero después están los secretos, y es allí donde va a esconderse la felicidad… a mí siempre me ha pasado así, siempre… y yo digo que él también lo descubrirá, cuando se haga mayor… se le pasarán estas ganas de saber… ¿sabe? yo creo que lo conseguirá, que un día partirá de verdad hacia la capital y llegará a ser un hombre importante, tendrá mujer, hijos y conocerá el mundo… creo que lo conseguirá… en serio, y además esa chaqueta tampoco es tan grande… partirá un día… a lo mejor partirá con el tren, ¿sabe?, el tren que ahora está construyendo el señor Rail… yo nunca los he visto, pero me han dicho que los trenes son bellísimos… partirá con el tren, a lo mejor, y quién sabe si volverá… no sé… me han dicho que desde los trenes se ve el mundo como si se moviera, como una especie de linterna mágica… ah, seguro que es bellísimo, debe de ser divertido… ¿usted nunca se ha montado en uno?, tendría que hacerlo, usted que es joven tendría que hacerlo… a mi querido Charlus le habrían gustado, él tenía coraje y le gustaba todo lo que era nuevo… le habría gustado el tren… bueno, obviamente no como le gustaba yo… no, bromeo, no me haga caso, lo decía por hablar, en serio… así, por hablar».