Doug Cohn no era una persona fácil, pese a lo cual Zack observó cómo la agente St. Martin se lo ganaba tranquilamente. En menos de diez minutos, estaban hablando en un lenguaje extraño para Zack sobre muestras de ADN, procedimientos de análisis y la forma en que transportarían la prueba encontrada en el cuerpo de Michelle Davidson al laboratorio del FBI en Virginia.

Entonces, oyó que Olivia mencionaba su teoría acerca de que el asesino robaba las camionetas.

—No tengo los registros de los vehículos a motor de otras jurisdicciones —dijo Olivia—, pero creo que el asesino roba una camioneta el día del secuestro, y luego o devuelve el vehículo o lo deja tirado por ahí.

—Hemos repasado las relaciones de robos —dijo Cohn—. La víspera del secuestro de Benedict se denunció el robo de un Expedition del año del que estamos buscando, pero todavía no se ha recuperado.

—¿Por qué los robaría? —preguntó Zack, casi para sí.

—Por conveniencia —dijo Olivia—. Lo sacan del escenario del crimen… y si no es su vehículo, hay menos probabilidades de que se le pueda seguir el rastro. Se utilizaron dos vehículos diferentes para dos víctimas. No tiene sentido que un asesino lo bastante inteligente como para trasladarse de un estado a otro para evitar ser descubierto, utilizase su propio vehículo para transportar a la víctima.

Zack arrugó el entrecejo dándose cuenta de que Olivia probablemente estaba en lo cierto.

—No teníamos ni idea de que se hubiera establecido un modus operandi. La poca información que hemos recibido de Austin y Nashville incide más en el perfil de la víctima.

Debió de parecer que se ponía a la defensiva, porque Olivia dijo:

—No quería decir nada con eso. Yo habría hecho exactamente lo mismo que ustedes con la información que tenían.

Cohn asintió con la cabeza.

—A mí me parece razonable. Travis, seguiré adelante y revisaré las relaciones diarias de robos, a ver si aparece el Dodge o cualquier otro todoterreno o camioneta. Habrá docenas al día.

—Le diré al jefe que alerte a las patrullas para que estén atentos a las camionetas de nuestra lista —dijo Zack—. Probablemente no nos lleve a ningún sitio, pero quizá tengamos suerte.

—Estamos buscando un hombre blanco de unos cincuenta años —dijo Olivia—. Tal vez podría añadir eso a lo de examinar la lista.

—¿Un hombre blanco de unos cincuenta años que conduce una camioneta en Seattle? —Cohn se rio—. Eso concuerda con la mitad de la población, incluido yo.

Olivia sonrió con una sonrisa maravillosamente sincera que le iluminó la cara, pero que no alcanzó a los ojos. Zack pensó que era aún más hermosa cuando sonreía. «Echa el freno, Travis. No solo es tu compañera, sino que también es una federal».

—Cierto. Pensaba solo en lo relativo a los coches robados.

—¿Alrededor de los cincuenta? —preguntó Zack—. Nunca habría pensado que fuese tan viejo.

—El primer caso sospechoso, el de California que ya he mencionado, se produjo hace unos treinta años. Si el asesino contaba dieciocho años cuando cometió el crimen, hoy tendría cincuenta y dos.

—Pervertido —dijo Cohn entre dientes.

El móvil de Zack sonó. Cuando vio el número, arrugó el entrecejo. Era de la oficina del jefe de la policía del condado. Abrió el teléfono con un golpe seco.

—Travis.

—Detective, al habla Jim Rodgers. Están trabajando en dos homicidios, ¿no es cierto? De dos niñas rubias.

—Sí. —Todos los músculos del cuerpo de Travis se tensaron. El jefe de policía del condado solo lo llamaría directamente para darle malas noticias.

—Creo que tenemos otro.

—¿Un secuestro?

—Un cadáver. Jillian Reynolds, de nueve años. Desapareció hace casi tres meses. Y por como pintan las cosas, lleva muerta todo ese tiempo.

—¿Por qué cree que está relacionado con mi investigación?

—Era rubia, y según parece la mataron a puñaladas. El cuerpo no está en muy buen estado debido a la descomposición, pero parece que le cortaron un trozo de pelo.

A Zack se le hizo un nudo en el estómago.

—¿En dónde?

—En la isla de Vashon.

—Estaré allí en… —Miró su reloj; si se daba prisa podría coger el ferry. Tal vez—: cuarenta y cinco minutos.

—Haré que uno de mis ayudantes lo recoja en el muelle.

Zack cerró el teléfono con violencia.

—¿Me necesitas? —preguntó Cohn, consciente, sin duda, por el final de la conversación de Zack, de que debía de haber habido un crimen.

Zack sacudió la cabeza.

—La gente del sheriff del condado está allí. Pero parece cosa del mismo tipo, así que haré que nos envíen todo a nuestro laboratorio. —Por lo general, la policía del condado enviaba las pruebas al laboratorio del estado, pero Seattle tenía unas instalaciones de primera y podía acelerar el trabajo de laboratorio. Siempre que era posible, el condado utilizaba el laboratorio local.

Cohn asintió con la cabeza y se pasó la mano por la cabeza casi sin pelo.

—La gente de Rodgers sabe cooperar. No tendremos problemas de jurisdicción.

Olivia paseó la mirada de Cohn a Zack perpleja.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Otro secuestro? —preguntó.

Zack le echó una mirada y durante una fracción de segundo creyó ver cólera en sus ojos. Cólera teñida de miedo. Al instante siguiente, ya no estaba, como si una pantalla impenetrable se hubiera bajado. Olivia recogió su maletín de la mesa de Cohn, todo eficiencia, frialdad e indiferencia.

—Hace tres meses —le contestó Zack—. Acaban de encontrar el cadáver. —Condujo a Olivia desde el laboratorio al garaje.

—Tres meses… —Olivia ralentizó el paso y tropezó. Cuando Zack la cogió del codo para sujetarla, ella se tensó ante el contacto—. Gracias —farfulló Olivia, pero se apartó de él—. Tres meses —repitió—. Eso significa que Michelle Davidson fue su tercera víctima de Seattle.

»Zack, creo que no lo señalé al revisar los casos, pero él solo mata cuatro niñas en cada ciudad en la que ataca. Si no lo atrapamos ya, lo perderemos.

• • •

Vince Kirby se pasó la mano por su pelo cortado muy corto antes de pinchar encima de «ENVIAR» sobre el correo electrónico dirigido al director de su periódico.

Bueno, ya no podía echarse atrás.

¿El Aniquilador de Seattle? Malo. Y eso no encajaba con Kirby. Y luego estaban esas niñas que habían sido asesinadas; no se sentía cómodo haciendo un tratamiento sensacionalista de sus muertes.

Bueno, si Bristow quería despedirlo, pues estupendo, pero Kirby no consentiría que se hicieran los grandes cambios editoriales con su firma. Ya no.

El principal problema era Zack Travis. Cuando leyera el periódico a la mañana siguiente y viera el segundo titular: La torpe investigación del Departamento de Policía de Seattle, sin duda alguna culparía a Kirby.

¿Por qué preocuparse siquiera? Había intentado explicarle a Travis media docena de veces que no todos los artículos salían de la rotativa tal y como él los había escrito.

Pero Travis había sido importante para Amy, y eso lo hacía importante para Kirby.

Alargó la mano, cogió la única foto que había en su abarrotado escritorio y se quedó contemplando la sonrisa hermética de Amy. Los labios juntos, torcidos ligeramente hacia arriba, los ojos oscuros iluminados con un brillo humorístico y un aire travieso.

Dios, la había querido de verdad.

La puerta de Bristow se abrió de golpe.

—¡Kirby! —gritó el director.

Bueno, tal vez enviar el correo no había sido lo más inteligente, pero cambiar el artículo en el último minuto, cuando había estado cubriendo la sección de sucesos durante ocho años… era una bajeza, incluso para su director.

Kirby se levantó.

—Ya voy —anunció.

Pero Bristow ya estaba atravesando la sala. La mayoría del personal había terminado su jornada, pero Kirby tenía la sensación de que el director vivía en el edificio. No había vez, ya fuera de día o de noche, en que Kirby estuviera allí, que Bristol no estuviera también.

—Vete a la isla de Vashon sin pérdida de tiempo. Parece que hay cierta actividad policial, todo súper secreto, pero uno de mis contactos me ha dicho que el jefe de la policía del condado llamó al detective Travis. Mi instinto me dice que se trata del Aniquilador.

Kirby se encogió ante la mención del alias del asesino.

—Señor Bristow, creo que tengo que ir con pies de plomo en este caso. Yo…

El director agitó la mano mientras encendía un cigarrillo. No se podía fumar en el edificio, pero Bristow entendía aquello como una prohibición solo vigente durante las horas de trabajo. Luego, fumaba en su despacho.

—He visto tu correo electrónico. Es un poco raro. Cubre la exclusiva, que ya edito yo tu artículo. Ahora, vete antes de que pierdas el maldito ferry.

Kirby metió su cámara y su bloc en la mochila y se colgó esta del hombro.

Tenía que encontrar otro periódico en el que trabajar. Muerta Amy, nada lo retenía en Seattle. Excepto una promesa.

• • •

Estaba orgulloso de su disciplina.

Había planeado cada operación con precisión, desde el robo del vehículo al barrio elegido, pasando por la elección de la niña. Paciencia. Planificación. Disciplina.

Dos o tres veces había actuado por impulsos. La primera vez, por supuesto, pero lo había resuelto con asombrosa eficacia. Después de todo, robar la camioneta de Hall había desviado la atención sobre otro. Fue después de eso cuando decidió que robaría las camionetas en cada operación. Aquello implicaba encontrar un vehículo con muy pocas probabilidades de que se denunciara el robo, lo cual era sorprendentemente fácil. Por lo general escogía a la gente que se iba de vacaciones; las más de las veces, cogían un taxi o algún transporte público hasta el aeropuerto. Forzar las cerraduras era un juego de niños; casi todo el mundo tenía un juego de repuesto de las llaves del coche en la casa. Tenía que utilizar la camioneta durante varios días, y que nadie denunciara su robo.

Prefería las camionetas o los todoterrenos de fabricación nacional porque eran grandes, conocía su mecánica y eran corrientes. Si seleccionaba una ranchera, la caja debía tener cubierta, a fin de preservar la intimidad; los todoterreno tenían que ser con los cristales tintados y los asientos traseros abatibles. Los coches eran todos demasiados pequeños, y sus maleteros solían estar llenos de cachivaches del propietario, y las furgonetas de transporte no había ni que planteárselas: aparcarlas en un barrio residencial enseguida despertaba sospechas.

A veces, cometía errores. Como aquella vez en Texas, cuando la hija volvió de la universidad para cuidar la casa. Se había salvado por los pelos, pero tuvo que echar mano de una buena dosis de labia para salir del apuro.

¡Si aquella putita hubiera sabido que solo unos minutos la habían separado de la muerte! Le habían entrado ganas de alargar los brazos y rodearle el cuello con las manos y apretar; apretar hasta que se le quebrara.

Pero las acciones precipitadas como aquella podían haber atraído la atención sobre él, y tenía operaciones más importantes que planear.

Sus dulces ángeles lo esperaban para que él liberara sus almas.

Pero hacía tres meses había vuelto a actuar impulsivamente. Había visto a aquel angelito correteando por el borde del agua, resplandeciente, irradiando luminosidad solo para él. Y supo sin ningún género de duda que le había sido enviada.

Ya hacía un año que vivía en la isla confundiéndose con los habitantes mientras elaboraba sus planes. Ya había seleccionado un barrio fuera de la isla y estaba buscando la camioneta adecuada, cuando aquel ángel apareció corriendo por la playa mientras su alma lo llamaba cantando.

La había llevado a la cabaña. Otro error.

No había tenido ningún otro sitio al que llevarla; no podía sacarla de la isla por culpa de las cámaras de vigilancia de los muelles. Y las autoridades habían empezado la búsqueda de inmediato, incluso antes de que la hubiera puesto a buen recaudo dentro de su casa.

La mantuvo sana y salva, escondida, hasta que se interrumpió la búsqueda bastante después de la puesta del sol.

Todos pensaron que se había ahogado.

Entonces, la liberó, y su dulce angelito se convirtió en un espíritu puro y brillante.

Pero aquello había sido un error, una decisión impulsiva de la que ya estaba arrepentido. La policía pululaba por toda la isla. ¿Acabarían hablando con él? Tal vez. No tenían nada en su contra, no podían entrar en la cabaña ni tenían motivos para sospechar de él. Llevaba en la isla el tiempo suficiente para disipar las sospechas, y el hecho de que siguiera allí, jugaba a su favor.

Nadie lo había visto con ella; de lo contrario, al no encontrarla, no habrían supuesto que se había ahogado. Algunos días después, había colocado el envoltorio vacío de la niña en mitad de la isla, donde los bosques eran densos y habría menos probabilidades de que la gente lo encontrara. Enseguida había desechado la idea de enterrarla; no sería aceptable. Su envoltorio no era nada; su espíritu era libre. Enterrarlo implicaría que su vacuidad tenía algún valor, algo que mereciera la pena conservar.

De acuerdo con lo planeado, a esas alturas ya tendría que haberse ido, pero uno de sus angelitos le estaba siendo esquivo. No era algo que ocurriera con frecuencia. Él observaba, esperaba, planeaba; seguía las pautas. Siempre había pautas. Pero a veces, ocurría algo que modificaba repentinamente el programa, y había estado esperando durante el último mes, y ella no había aparecido. Así que andaba detrás.

No durante mucho tiempo.

Incluso los contratiempos como los cambios de programa tenían que preverse, y él disponía de más de una medida para prever las contingencias.

Con el descubrimiento del caparazón del ángel y la presencia policial en la isla, había considerado la posibilidad de marcharse. Pero desaparecer en ese momento podría despertar las sospechas sobre él. ¿Un camarero que no comparece en el restaurante justo después de que la policía encuentra un cadáver en la isla? No, eso no sería conveniente. Tenía que presentarse a trabajar; y responder a las preguntas, si se las hacían; y mostrar una sorpresa moderada; y la tristeza consabida. Ocuparse de sus asuntos, vamos.

Se marcharía una vez hubiese liberado al siguiente espíritu; luego, estaría en paz durante algún tiempo. No comprendía muy bien por qué la paz acababa y renacía la necesidad de encontrar más ángeles, pero siempre sabía cuándo actuar y cuándo parar. Su reloj interno lo protegía.

Y creía que siempre lo haría.

Se dirigió al pequeño dormitorio de la cabaña y cerró la puerta. Echó el pestillo. Atravesó la habitación hasta el armario empotrado y sacó su maletín especial. Tenía una cerradura con combinación. Hizo girar los números y respiró profundamente.

Abierta.

Las manos le temblaron cuando las alargó para coger un mechón de pelo; unos largos y hermosos rizos dorados. Se lo llevó con veneración a los labios.

—Sé libre, ángel. Sé libre.

Tocó todos y cada uno de los treinta y dos mechones por turno; dejó el más antiguo para lo último. Los rizos habían perdido su brillo y se habían vuelto crespos y secos. Él no lo advirtió.

—Ángel, hasta que nos volvamos a encontrar.

Volvió a colocar tiernamente el mechón en el maletín, pero no lo cerró. No, revivió cada muerte y cada renacimiento. Recordaba a todos y cada uno de sus ángeles.

Sobre todo al primero.

Los recuerdos le hicieron sufrir, y su rígido pene se tensó contra sus pantalones. Bajó la mano y se agarró; y no dejó de mirar fijamente su colección hasta que terminó de aliviarse.

Más tranquilo, cerró su maletín especial y lo volvió a colocar en el estante del armario. Corrió el cerrojo de la puerta de la habitación y miró fijamente a través de la ventana de la cocina la negrura de la isla.

Nunca había fracasado en una operación.

Y no fracasaría en liberar a su último ángel de Seattle. Luego, se marcharía.